Leslie, que observaba las nubes durante el vuelo a Europa, repasaba mentalmente todo lo que habían pedido a los hackers de contrainteligencia del FBI.
Habían retocado los móviles con supresores de sobretensiones que protegían las líneas por las que podían enviar información con total tranquilidad. Se comunicarían a través de ellos y tendrían al tanto a la SVR y al FBI. En Inglaterra, miembros de la SOCA estarían preparados para intervenir, pero nunca intercederían en su misión si no era estrictamente necesario.
Leslie prefería que no lo hicieran, ya que era difícil trabajar con alguien que seguía distintos protocolos como el ruso, como para que, encima, agentes ingleses se metieran de por medio.
Habían anulado su identidad del FBI cuando se preparó para el torneo de Amos y Mazmorras, así que no debía preocuparse por eso. Pero, igualmente, lo hacía. Era así de maniática.
Maniática para peinarse y dejarse el pelo lacio y recto; maniática para el orden y la limpieza. Maniática para… casi todo.
También pidió a uno de los hackers que le facilitara una tarjeta de gastos en la que ella ingresaría el medio millón de dólares que Nick Summers, también agente en la misión de Amos, conocido en el mundo BDSM como Tigretón, le había regalado al resultar ganador involuntario del torneo. Lamentablemente, la pareja de Nick, Thelma, fue asesinada por los Villanos en Walpurgis. Leslie podía imaginarse lo mal que lo estaba pasando el agente y lo mucho que se reprobaría por no haberla podido proteger.
La cuestión era que, mientras fijaba sus extraños ojos en una nube que se dispersaba en el cielo, viajaba a Europa, infiltrada, en compañía de un agente soviético que guardaba muchos secretos; y Leslie se veía en la obligación de no solo informar a sus superiores sobre cómo iba la misión, sino también de advertirlos sobre Markus.
Había algo que no acababa de cuadrar en él, y después de las palabras de Belikhov y de la falta de comunicación entre ellos, esa inseguridad se acrecentaba. Y odiaba sentirse así respecto a un compañero, pero el ruso no le facilitaba las cosas. Y ella no se iba a dejar llevar por su sex appeal ni por su magnetismo.
Después de salir de la cárcel, Markus la dejó en su casa para que acabara de preparar su liviano e insignificante equipaje y dejara listos los móviles. No habían vuelto a hablar, excepto cuando la informó del vuelo que iban a tomar y acerca de los billetes.
Se habían despedido correctamente.
Y, después, cuando volvieron a verse, solo se saludaron con: «Ha enfriado la noche». «Ajá», había contestado ella.
Le irritaba no poder hablar. Nunca había sido una lengua suelta, esa era Cleo, pero Leslie siempre iniciaba conversaciones y le gustaba escuchar hablar a los demás. Ver sus expresiones, sus gestos, su mirada, si mentían o no, si les temblaba o no les temblaba la voz… No sabía decir si a Markus le sucedían o no esas cosas, porque su tono de voz era monótono, sin altos ni bajos. Y pronunciaba perfectamente, con lentitud, de un modo certero y educado.
Se rascó el muslo y retiró una pelusilla blanca del pantalón. Se había vestido discretamente, con un tejano negro ajustado y una camiseta rosa con escote. Pero en el avión hacía frío y no se había acordado de poner nada de manga larga en su bolsa de mano. Se frotó los brazos y se cubrió con la manta de cuadros rojos y negros que les había repartido la azafata. Aun así, continuaba helada.
Markus se removió a su lado, se quitó la chaqueta tejana que llevaba y se la colocó por encima de los hombros.
—No quiero que te constipes —dijo solícito.
No se lo esperaba.
—Claro, no vaya a ser que entregues producto dañado, ¿eh?… —bromeó ácidamente.
—De nada.
De nuevo, Markus ignoró el comentario. Le bajó la mesita apoyada en el respaldo del asiento delantero, sin pedir permiso, e hizo lo mismo con la suya.
—¿Qué haces? —preguntó ella—. Todavía no traen la cena.
—No importa. Me muero de hambre. No he comido nada desde que ayer salimos de Parish.
—¿No has comido nada?
—No.
—Ha pasado casi un día entero, Markus. ¿No has comido nada, de verdad? —Lo miró de arriba abajo, sorprendida: un hombre tan grande y fuerte como él debía alimentarse para llenar todos esos músculos. Estaría famélico—. ¿Por qué? Huy, perdona… —rectificó al instante—. Tampoco me vas a contestar a esto, ¿verdad? Solo hablaremos de trabajo y de cosas banales.
Markus la miró fijamente y sus pestañas oscilaron un poco.
—No me acordé.
—¿No te acordaste de qué?
—De comer.
Esta vez, fueron los ojos grises de la joven los que aletearon incrédulos.
—Olvidarse de comer es como olvidarse de respirar —opinó ella, atónita—. Yo no puedo olvidarme de comer. Tengo que alimentar al bicho.
El ruso pestañeó, y después, como por arte de magia, sonrió. Sonrió de verdad.
Leslie, confundida, se vio ensimismada con aquel gesto, profundamente conmovida. ¿Cómo una maldita sonrisa podía provocar aquello? Le salían unas arruguitas adorables en la comisura de los ojos, señal de que no era un chaval. Sino todo un hombre. Un hombre extraño y atractivo; tan sexy que cuando se bañaba seguro que el agua se calentaba sola.
—¿Tienes un bicho? —repitió Markus, entretenido. Ella salió de su particular deslumbramiento y habló concisamente.
—Sí. Se llama Aria.
—¿Aria?
—Sí.
—¿Es un diminutivo?
—Claro.
—¿Cuál es su nombre completo? —preguntó interesado.
Leslie arqueó una ceja negra azulada y pensó: «¿En serio?».
—SolitAria.
Markus frunció el ceño y a Leslie le subieron los colores.
—A lo James Bond, ¿sabes? —Hizo el símbolo de la victoria con el índice y el corazón y los movió—. ¿Lo pillas?
—¿Eso es un chiste?
—Si me lo preguntas, es que lo he hecho muy mal… Bond… James Bond. Pues Aria… Solitaria.
Leslie quería hundirse en el asiento. Se moría de la vergüenza. Jamás hacía chascarrillos. No tenía ninguna gracia explicándolos, y va, toda lista ella, y los tenía que soltar con el hombre con menos sentido del humor y más obtuso del mundo.
Qué desastre. Markus la ponía ligeramente nerviosa.
Para ocultarse de su mirada rojiza, se abrigó con la chaqueta tejana que él le había prestado y se impregnó de su olor. Olía muy bien.
A limpio.
A macho.
—¿Te olvidas de comer a menudo? —preguntó para cambiar de tema.
—A veces.
—No me lo puedo creer… —musitó, estupefacta—. ¿Y tus horarios?
—Son variables.
La azafata acudió a la llamada del timbre e interrumpió su conversación.
—¿Qué desean? —preguntó aquella chica rubia y sonriente, que llevaba los botones de la camisa demasiado apretados. Saltarían en cualquier momento.
Markus estudió la carta. Y, de repente, como quien no quiere la cosa, pidió cinco especiales de hamburguesa, unas patatas de vegetales, unas olivas, cuatro zumos, dos cervezas, dos colas lights, una caja de pastas y bollería… La lista parecía interminable. El rostro de la azafata era todo un poema. A Leslie le entraron ganas de echarse a reír.
—Deja comida para los demás… —le susurró al oído.
Pero él, impertérrito, inclinó la cabeza hacia la de ella y le dijo:
—¿Y tú qué quieres comer, Les? —preguntó usando su diminutivo.
Les. La había llamado Les, como si fuera su amigo.
Pero eso no era lo verdaderamente sorprendente. Lo escandaloso era que ella pensaba que toda ese arsenal alimenticio era para compartir, y resultaba que era solo para él.
La agente carraspeó y dijo:
—Yo creo que con una hamburguesa especial y una soda será suficiente. Gracias.
La azafata la miró agradecida, porque ya no le quedaba más papel para apuntar y se despidió con su larga lista de platos por preparar.
Markus se reacomodó en el asiento y apoyó la cabeza en el respaldo.
Leslie no dejaba de mirarlo y, de repente, se echó a reír como una loca. No se imaginaba que él pudiera actuar de aquel modo, como un hambriento desesperado y, además, pedir la comida con aquella normalidad, como si todo el mundo cenara eso habitualmente.
—Te he dicho que tenía hambre —se excusó, encogiéndose de hombros.
—Claro —dijo Leslie—, los niños de atrás de todo también tienen hambre y estoy segura de que has acabado con todo el depósito de hamburguesas. ¡Les has dejado sin nada! —Se limpió las lágrimas de la risa, intentando tranquilizarse en vano—. Por el amor de Dios…, ¿dónde metes todo lo que comes? Eres como Coco, el monstruo de las galletas.
Fue entonces cuando el ruso dio un respingo y se echó a reír con fuerza, despertando a más de un pasajero que aprovechaba la oscuridad nocturna para dormir.
Leslie rio de nuevo.
—¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó perdida.
—Coco. Me hace gracia ese nombre…
—¿Coco? ¿De verdad?
Les miró al mohicano, que temblaba de la risa; lo miró como si tuviera siete cabezas; que un hombre se carcajeara de un chiste comparativo como aquel y no de su broma sobre la solitaria le provocó una extraña ternura.
Y también miedo.
¿Qué tipo de vida había tenido Markus?
Habían salido del aeropuerto de Louis Armstrong International un lunes a las diez y media de la noche, y llegaron a Londres al día siguiente a las ocho de la tarde. Tuvieron veintidós horas de vuelo e hicieron escala en Barcelona.
A Markus le habría encantado visitar la capital de Cataluña, pues le habían hablado maravillas de ella. Tal vez, cuando se retirara, en un futuro, iría a parar allí. Un hombre desarraigado como él podría vivir en cualquier lugar, ¿no? A poder ser, un lugar como aquel: lleno de luz, cultura y alegría.
Estaba cansado, hacía muchísimo tiempo que no dormía; pero al menos, después de sabotear las despensas de los dos aviones que habían tomado, tenía el estómago lleno y la energía suficiente como para continuar así dos días más.
No necesitaba más.
Solo cuarenta y ocho horas. Cuarenta y ocho horas exprés para llegar hasta el vor. Y llegaría, por supuesto que sí. Llegaría.
Porque aquel era el objetivo que llevaba persiguiendo desde hacía más de siete años. Porque aquel caso le había arrancado parte de la humanidad que una vez tuvo y había acabado con muchas cosas que él apreciaba, hasta convertirlo, a base de palos, en una tapadera de sí mismo. En una sombra.
De hecho, había días en los que se miraba al espejo y encontraba a un desconocido, cuyo origen ya no recordaba.
¿Quién era? ¿Por qué hacía todo aquello?
E inmediatamente después le salpicaban todas las razones, bombardeando su mente, postrándolo de rodillas, porque solo había una verdad: lo hacía por venganza.
No había nada más poderosa que la vendetta. Y se la tomaría por entero.
Mientras Leslie se subía al taxi, un tradicional black cab elegante y todo negro, otras muchas preguntas hostigaron su conciencia. Era sorprendente que todavía la conservara.
Esa mujer había tenido la mala suerte de ir a parar con él, en la misión de su vida; y no iba a tener ningún escrúpulo en manejarla como mejor conviniera por el bien de la investigación.
Infiltrarse conllevaba dejar muchas cosas atrás, entre ellas la esencia de uno mismo. Sobre todo cuando se trataba de introducirse en la mafia más cruel y sangrienta de todas. No dudaría en comportarse como un nazi supervisor si así lo requería la situación.
Por ejemplo, al bajar del avión, le había recogido el pelo y se lo había colocado debajo de una gorra gris oscura de lino un tanto abombada. Le obligó a ponerse las gafas y a vestirse con colores neutros y pocos llamativos. En el baño le hizo quitar la camiseta rosa y le puso una camiseta blanca de tirantes.
—Parezco una seguidora de Bob Marley —murmuró Leslie a desgana—. Tal vez deberías aplastarte la cresta. Así llamas la atención.
—Yo no importo. No me mirarán a mí —repuso él, metiéndole la blusa mal doblada dentro de la maleta de viaje de piel negra de Leslie—. Otean a las mujeres, buscan sus presas fáciles. A las que van solas o en grupos de dos o de tres. Tienes muy buen cuerpo, Leslie, y una cara preciosa… Incluso así llamas la atención —dijo irritado.
—¿Me estás piropeando, ruso? ¿En un baño de señoras? —preguntó ella, malhumorada. No entendía por qué tenía esa necesidad de supervisarlo todo. Ella era controladora, de acuerdo, pero Markus rizaba el rizo—. Porque te recuerdo que estás detrás de una puerta que tiene una placa de una mujer con falda. Y a no ser que seas escocés, tipo highlander, dudo que eso te confunda.
Markus hizo un sonido con la garganta, parecido a una risa ronca.
Sí, había entrado con ella para asegurarse de que dentro de las instalaciones y de los baños no había cámaras de ningún tipo. Los miembros de las bandas podrían ponerlas para escuchar conversaciones de todo clase y averiguar si las mujeres viajaban solas o acompañadas.
—Lo sé. Sabes por qué me he metido contigo —dijo en el pequeño compartimento, con el sanitario de por medio. Miró los pechos de la policía, cubiertos por un sostén blanco de encaje, y volvió a sentirse mal. ¿Por qué no podía dejar de mirarla? ¿Por qué le gustaba tanto lo que veía?
—Sí. Y no hay cámaras. Eso también lo puedo mirar yo, Lébedev —le susurró en voz baja.
—Tienes razón —dijo encogiéndose de hombros—. No me interesa que llames la atención hasta que yo lo decida. Y no sé qué tipo de ropa has traído. Solo quería comprobar que no te ponías nada fosforescente ni malas combinaciones de esas que soléis hacer las norteamericanas para gritar a los cuatro vientos que sois extranjeras.
Leslie arqueó las cejas y negó con la cabeza.
—Quiero que te largues del baño y me dejes tranquila. Necesito intimidad.
—Está bien —cedió, sabiendo que la había ofendido un pelín—. Te espero fuera.
Le había mentido.
No iba a ceder ni un milímetro.
Le encantaba Leslie. Era la mujer más interesante que había conocido nunca. Tenía un sabor único y explosivo, y, siempre que lo recordaba, se encontraba masturbándose como un loco pensando en ella, en cómo se había corrido en sus labios y palpitado contra su lengua.
Pero aquella obsesión insana no le llevaba a ninguna parte y debía hacerla desaparecer de un plumazo.
Nada, nada, era tan importante como llegar al final de todo aquel asunto. Acabaría con la banda de la trata de blancas del vor y se enfrentaría cara a cara con el Drakon.
Se jugaría su puesto por ello, aunque, a esas alturas, ya ni siquiera sabía para quién trabajaba ni de qué bando estaba.
Solo sabía que estaba de su propio bando.
Su misión era estrictamente personal e intransferible.