En Londres, en el Soho, el barrio chino por excelencia de la City, había un edificio que ocupaba toda una esquina de una gran manzana en Old Compton Street, en el que había numerosos negocios orientados al público homosexual.
Esta pequeña área residencial, atestada de industria y entretenimiento, había sido el foco de inmigración principal de Inglaterra.
Franceses, chinos, rusos, italianos… Se había creado un entorno multicultural.
Nadie se extrañaba si veía a gente de otras nacionalidades en ese barrio. Por tanto, ver a tres rusos en la portería del edificio en el que se encontraba Leslie, justo en la calle en la que se ubicaban los cafés abiertos nocturnos y la Patisserie Valerie, no llamaba nada la atención.
Pero sí a Markus, que los había seguido y que sabía lo que estaban tramando.
En el pub que había tras él se escuchaba la canción de Nonpoint, In the air tonight.
Se bajó de la preciosa Ninja que había alquilado. La dejó bien aparcada y centró toda su atención en los tres individuos que habían salido a fumar y que volvían de nuevo al local mientras se reían de algún chascarrillo.
El ruso se prometió que no le iban a hacer perder los nervios.
El miedo que sentía era real, porque temía por Leslie. Tenía miedo de volver a revivir lo que sucedió dos años atrás, cuando, inmovilizado tras las rejas del gulag, presenció el asesinato de alguien querido. Y no pudo hacer nada por evitarlo.
La ansiedad golpeaba el centro de su pecho y ponía en alerta todos sus sentidos. Si le ocurría lo mismo de nuevo, acabaría por enloquecer y convertiría el Soho en la antesala de la muerte.
Ya no sentía nada al matar y al torturar. Y no sentía nada porque ya no temía al fin ni al dolor. Pero Leslie tocaba una tecla en él que lo llenaba de inseguridades. Y odiaba sentirse así. Era tan extraño…
Odiaba pensar que, con la llegada de esa mujer, todo lo que se había esforzado en construir y reivindicar a su alrededor se desmoronara como lo hacía un castillo de arena mecido por el aire.
Leslie era el aire.
Y él no era más que arena.
Markus se colocó la capucha sobre la cabeza. Su rostro quedó oculto entre las sombras. Sus tatuajes seguían viéndose, revelando, para el entendido, que había estado en la cárcel y que era un maldito asesino.
Y como buen asesino le encantaba la destrucción. Con el paso de los años, había dejado atrás su meticulosidad y se había convertido en un animal salvaje. Los años en la prisión lo habían fortalecido, convirtiéndole en un superviviente, en alguien bruto que dejaba atrás sus estrategias para buscar siempre el cuerpo a cuerpo.
En las prisiones, el culto al cuerpo era una religión. Los presos se pasaban horas ejercitándose, preparándose para formar parte de alguna bratva o para mejorar sus aptitudes como guerreros. Pocas veces se musculaban para tener un cuerpo sano en una mente sana, pues muchos eran ya delincuentes desde su nacimiento. Así que se tomaban el tiempo que pasaban en la cárcel como un periodo de preparación física, como un gimnasio quemagrasas, a la espera de salir a la calle para demostrar sus nuevas habilidades al pakhan, o a un jefe de alguna mafiya de tres al cuarto.
¿Reformarse? El que había violado, matado, asesinado o robado con violencia ya no se reformaba. Tenía la conciencia marcada con las garras de la perdición.
Pero Markus no, porque no era ni una cosa ni otra.
Él había trabajado su cuerpo para utilizarlo en su propio beneficio. No para el FBI ni para el SVR, ni siquiera para meterse en las bratvas. Él se había ensanchado y musculado para inspirar respeto a los demás; para tenerse incluso más respeto a él mismo.
Y porque centrarse en cómo le quemaban los músculos o en cómo le faltaba el aire para respirar, durante sus duros ejercicios en sus horas perdidas entre rejas, lo alejaban del dolor de haber fracasado y de no haber podido cuidar de aquello que se suponía que debía proteger con su infiltración.
Por esa razón, desde hacía un tiempo, ya no se vinculaba con nadie. El vínculo más potente lo tenía con la muerte.
Y era ese mismo vínculo el que iban a experimentar los tres hombres que vigilaban la entrada del garito en el que tenía lugar la subasta de mujeres. La criba, la llamaban.
Lo que nadie sabía era que Markus iba a ejecutar su particular criba. Elegiría quién viviría y quién moriría, porque era un demonio, y su alma estaba tatuada con las llamas del Infierno.
Y todos los demonios respondían a las invocaciones, sobre todo si los reclamaba la mujer que avivaba su fuego interior, aunque él no quisiera.
Leslie lo invocaba, y él respondía. Más aún si lo invocaban las brujas.
«Demon», había pronunciado su bruja particular. Su rostro se tornó inescrutable, cubierto por la máscara de la venganza.
El mohicano entró en el local como si fuera el amo y señor de todo lo que pasara ahí dentro, y decidió el destino de las tres almas que querían impedirle la entrada.
Primero vio en su mente lo que iba a hacer.
Uno moriría de un tiro entre ceja y ceja. Al otro le rompería el cuello, y lo utilizaría de escudo para los disparos del tercer guardia, al que sometería con sus piernas, que enlazaría en su cuello; le haría crujir todas las cervicales hasta acabar con su vida.
Y así lo hizo.
Markus tarareó mentalmente la canción que se oía del pub de afuera y la interiorizó: «I can feel it holding in the air tonight. Oh Lord. I’ve been waiting for this moment for all my life. Oh Lord…».
Ejecutó los movimientos que había visualizado.
Al primero lo mató de un disparo certero en la frente.
Uno de los guardias sacó su pistola y le disparó, rozándole el brazo, pero Markus cogió al segundo de rehén y lo utilizó como escudo. Las balas impactaban inclementes en el estómago del mafioso.
Markus hizo una finta con su cuerpo, dejó caer el cadáver que le había cubierto y dio un salto hacia delante para amarrar el cuello de su atacante.
El tipo soltó la pistola y llevó sus manos a los durísimos gemelos del mohicano, que, impasibles, le estrujaban el cuello, hasta partirle poco a poco las vértebras cervicales. Hasta matarlo.
El agente se levantó y buscó el arma del tipo que le había herido. Una Kalashnikov automática con silenciador. Podría utilizarlo hasta que acabaran las balas. Después utilizaría las suyas.
Markus se internó en aquel pasillo oscuro, solo iluminado por unas luces tenues y rojizas, como las de un puticlub.
Pero sin el «como»: era un puticlub. Tenía compartimentos tercermundistas cubiertos solo por paneles de madera y cortinas, algunas casi transparentes y todas de diferentes tonalidades.
Markus se asomó en el interior de uno de ellos y encontró un catre sucio y mal oliente. Sobre las sábanas manchadas de sudor, una chica de no más de diecisiete años, pelo rizado y castaño, de mirada ojerosa, se incorporó levemente para recibir a su nuevo cliente. No llevaba ropa, solo un tanga de hilo fino y negro.
Pero Markus no era un cliente.
Asqueado por aquella visión, atisbó a ver que la joven tenía marcas de pinchazos en los brazos; sobre la mesita, en la que había varios condones, descansaba una jeringa vacía, abandonada como aquella chica perdida. Era popper líquido.
Markus salió de ahí y abrió tres nuevos compartimentos.
Joder, dos chicas más estaban ocupadas con hombres sebosos, atendiendo sus necesidades sexuales. Una de ellas era rubia y preciosa. Era menor de edad, y, a regañadientes, había accedido a hacerle una felación al inglés calvo y sudoroso que tenía en frente.
La chica miró a Markus y detuvo sus manos.
El cliente se dio la vuelta para increpar a quien fuera que los estuviera estorbando. Pero, se encontró con el cañón de la Kalashnikov de Markus.
La joven se apartó, para encogerse en una esquina y taparse los oídos, aterrorizada como estaba. Markus decidió que ya había tenido suficiente.
—¿Qué mierda…? —dijo el cliente.
—¡Déjeme libre! —exclamó la chica en ucraniano, llorosa y acobardada.
Markus apretó los dientes al ver que también tenía marcas de pinchazos en sus antebrazos. Las drogaban a todas para que pudieran trabajar sin ápice de asco ni de conciencia. El popper era afrodisiaco e inhibidor del dolor si se mezclaba con cristal.
—Yo no he hecho nada… —dijo el tipo, levantando las manos, indefenso.
Markus no perdería el tiempo con él: no lo dudó ni un segundo.
Decidió su destino. Lo mató. Le disparó porque él, al contrario de lo que pensase, sí había hecho algo. Porque, por personas como él, viciosas y pervertidas, esa chica había sido vendida y esclavizada. Porque él era el primer eslabón del negocio. El primero que debía erradicar.
Era la demanda. Y sin demanda no había negocio.
Por eso apretó el gatillo. No le dio en la cabeza, sino en lo que hacía que aquel tipo se comportara de ese modo sucio y depravado. Le dio en los huevos y dejó que se desangrara.
Bajó las escaleras, decidido a acabar con aquel agujero viciado.
Había una puerta abierta por la que salía humo de tabaco.
Markus apareció en el umbral y se encontró con que un grupo de nueve hombres, todos con el símbolo del Drakon en sus manos. Jugaban al póker mientras fumaban puros.
«Well I remember. I remember don’t worry. How could I ever forget. It’s the first time. The last time. We ever met», canturreaba Markus en su cabeza al apretar el gatillo automático y exterminar a todos los miembros del grupo de apoyo y seguridad de la bratva.
Los casquillos volaban a su alrededor mientras él agujereaba sus cuerpos sin piedad. No les daría descanso. El retroceso de la Kalashnikov le obligaba a mantener los brazos y las piernas en tensión, y a hacer fuerza con su duro abdomen.
Estaba decidido a estucar las paredes con su sangre, una sangre que ni las lágrimas de todas sus víctimas podrían limpiar.
Como decía la canción: él lo recordaba todo. Todo lo vivido y sufrido a manos de las bratvas. Y aquel sería el primer y último momento en el que se iban a encontrar de nuevo y a verse las caras.
Ya no estaba infiltrado. Ya no trabajaba para nadie, sino solo para él mismo. Por su propia paz mental buscaba una venganza que la consideraba suya por derecho propio. Lo echarían del cuerpo cuando acabara con todo, pero disfrutaría arrasando aquel lugar y con todos los miembros que pululaban en él.
Se aseguró de dejar a uno vivo. El pelo se había enmarañado sobre su cara, manchada de las salpicaduras de su propia sangre. Markus lo agarró de la melena negra como la noche y le levantó la cabeza.
—Ilenko. ¿Dónde está?
El tipo no podía ni hablar. El esfuerzo hacía que la sangre de los pulmones se le agolpara en la boca.
—A…, abajo…
—¿Dónde?
La víctima no quería hablar más, pero Markus no permitió que le dejara a medias. Hundió los dedos en las heridas de las balas y el dolor le despertó de golpe.
—¡El uno! ¡El uno!
Después de la revelación, que no entendía, le dejó morir, para proseguir su camino de muerte y destrucción.
El silencio y la música clásica ambientaba un pasillo inacabable y circular. Por el leve olor a humedad, dedujo que se encontraba bajo tierra. Las paredes estaban pintadas en rojo chillón, y las luces eran muy claras. Cada puerta negra tenía un número dorado.
Había un total de diecisiete puertas y había empezado por la última.
Ilenko estaría en la puerta número uno.
«I saw it with my own two eyes. So you can wipe of the grin, I know where you’ve been. It’s all been a pack of lies».
Markus se detuvo frente al número uno. Tras aquella puerta, se reencontraría con Ilenko, la mano derecha de Tyoma.
Ambos habían trabado amistad en la cárcel.
Pero entre ladrones de ley no existía la amistad, era todo mentira; solo importaba la ambición y el ansia de prosperar. Y Markus, que se había infiltrado para hacerse un sitio entre su organización, lo había experimentado de la peor manera.
El ladrón solo era fiel al billete y a la moneda; si debía venderse y traicionar a su compañero para escalar nuevas posiciones dentro de la Organizatsja, lo haría sin ningún escrúpulo.
Como Ilenko y Tyoma habían hecho con él.
No obstante, el demonio no desaparecía sin un buen exorcismo. Y a él lo habían herido, pero no lo habían matado.
Ahora regresaba por su propio pie, la vida lo había puesto otra vez en el camino del Drakon, y en su camino por llegar hasta él se encontraba con viejas caras conocidas. Y…, ¡sorpresa!, no tenía besos ni abrazos para ellos: estaba decidido a establecer su nueva ley.
Giró el pomo dorado de la puerta. Lo hizo con muchísima lentitud y cuidado, y, como una sombra invisible, se internó en la cabina.
Estaba iluminada por una pequeña lámpara de luz blanca que alumbraba unos cuadernos con fotografías y descriptivas fichas de mujeres. Unas robustas manos, tan marcadas como las de él, giraron la nueva página de aquel catálogo de mujeres a la carta. La cabeza totalmente tatuada y rapada del hombre se inclinó para ver bien a la joven de la foto y después oteó al frente, hacia el cristal enorme que ocupaba todo lo ancho del cuarto y que daba a una sala central con una tarima redonda cubierta por una alfombra roja. A través de ella, pasaba una joven drogada, que se mecía, perdida y desorientada, en ropa interior.
Los diecisiete cuartos restantes con sus respectivas ventanas daban a la misma sala de exposición como si fuera un mero escaparate, a excepción de que los maniquís se movían y tenían nombres y apellidos.
—Señor Sarawi —dijo Ilenko con su profunda voz, presionando uno de los botones rojos del teléfono centralita que ponía en contacto a todas las cabinas de la sala—. Esta preciosidad es muy parecida a la que usted compró en las Islas Vírgenes.
—Pero ¿esssss… virguen?
—Todas han sido inspeccionadas por nuestros médicos. Y todas son vírgenes. Puras, como usted las desea.
—Entonses… la quiero.
—Perfecto —repuso Ilenko, sonriendo—. La número veinte ha sido adjudicada para la cabina once —anunció en voz alta para que nadie más pujara por ella.
Markus dio un paso al frente y le colocó el cañón de la Kalashnikov en la nuca. El ruso levantó las manos de golpe y encogió el cuello.
—¿Es así como funciona, Ilenko?
El tipo levantó sus ojos azules y vio el reflejo de Markus en el cristal opaco. Sin embargo, no le veía el rostro, pues llevaba una capucha de color negro.
—¿Quién eres? Por Dios, no me mates…
Markus sintió repulsión hacia él. Todos los mafiosos lloriqueaban cuando sabían que les iban a dar su merecido.
—El Demonio.
Ilenko frunció el ceño, sin comprender.
De repente, la sala se iluminó y la voz de Kirnov anunció la aparición de una belleza entre las bellezas. Una dama elegante y única, de lengua afilada y carácter que necesitaba aleccionarse y someterse, pero un diamante en bruto al fin y al cabo. Una virgen de pelo largo y liso, de ojos de plata.
Markus atendió a la sala y le recorrieron las mil angustias cuando Leslie apareció, con mirada soñolienta y provocadora, justo en medio de aquel escenario. Sus caderas se meneaban y sus piernas esbeltas parecían interminables con aquellos zapatos de tacón negro improvisados que le habían prestado. Tenía un culo de infarto, y sabía que eso era justamente lo que pensaban el resto de los hombres que babeaban tras los cristales.
Sintió rabia al saber que su cuerpo era admirado por pujadores lascivos y millonarios que lo único que querrían era satisfacer sus depravados deseos. La utilizarían hasta la extenuación y después la abandonarían o la obligarían a trabajar para ellos. En el peor de los casos, moriría.
La droga se aseguraría de que el carácter rebelde y disciplinado de Leslie no emergiera en ningún momento, para que se comportara como una niña obediente mientras su amo la magreaba.
Muchas luces de la central telefónica de Ilenko se iluminaron. La agente llamaba la atención del sexo opuesto y era una realidad como un templo. Sin embargo, ella misma ignoraba su poder.
Ilenko tragó saliva. Sudaba de un modo exagerado.
—Huelo tu miedo desde aquí. Sigues siendo un cagado, Ilenko.
El mafioso no podía ver bien el reflejo de Markus, solo veía sus brazos y manos tatuadas, pero no vislumbraba bien los diseños. No podía reconocerle.
—¿Te conozco?
—No. No tienes ni idea de quién soy. —Y era cierto, porque nunca descubrieron que era un agente infiltrado.
—Tu voz… Me suena de algo.
—¿Las cabinas están insonorizadas? —preguntó mirando el cubículo en el que se hallaban.
Ilenko asintió, nervioso.
—Si me mientes, morirás de un modo terrible. —Le pegó el cañón a su nuca para que fuera consciente de que no iba de farol.
De repente, el móvil de Ilenko empezó a sonar. Markus lo sacó de su americana y se lo colocó sobre la mesa.
—Atiende a la llamada.
Ilenko lo amarró con fuerza para descolgarlo, pero Markus se le acercó al oído y le dijo:
—Conozco todas tus señales y jergas. Más vale que no reveles que estás en peligro o te despellejaré poco a poco. No hay nadie más aquí dentro que te pueda ayudar. Toda la gente de tu unidad de apoyo y de tu grupo de seguridad ha muerto. Ahora conecta el altavoz y responde con cuidado. Quiero escuchar con quién hablas.
Ilenko asintió, temeroso por su propia vida, y contestó en ruso:
—Ilenko.
—Esa chica —dijo la voz masculina al otro lado—. Se parece mucho a la que eligió el Drakon. Es la vybrannoy.
Markus prestó atención a las palabras. El Drakon estaba en línea con la subasta y había reconocido a Leslie.
—¿Es la misma? —preguntó Ilenko, sorprendido.
—No está seguro… Pero es casi idéntica. ¿Quién la ha traído?
—Una de nuestras unidades de trabajo. Viene de Princeston St. La atrajo Patrick y la dejó Yegor.
Hubo un largo silencio en la línea y después anunció:
—De acuerdo… El Drakon la quiere. Pagó muchísimo por ella en las Islas Vírgenes y quiere asegurarse de que se trata de la misma persona. La quiere ver antes de que zarpen en su barco.
—¿Cuándo?
—Mañana por la tarde. En el Marriot Lon County Hall. Habitación 103. A las siete.
Ilenko permaneció en silencio, y eso hizo que Markus le empujara el cráneo con el cañón.
—Hecho —contestó apresuradamente.
El hombre al otro lado de la línea cortó la comunicación y volvió a dejar a Ilenko a solas con Markus y sus ansias de venganza.
—Vas a responderme algunas cosas —dijo Markus—. Pero antes retira a esa chica de la puja.
Ilenko, con dedos temblorosos, conectó el botón del altavoz de la sala y pronunció las palabras mágicas.
—La número veintidós es una vibrannay. Queda definitivamente fuera de la subasta.
Las luces de la centralita se apagaron una a una.
—Diles que te la traigan —ordenó el mohicano.
—No hace falta que se lo diga. Si la quiere el Drakon, la traen a mi camerino de inmediato —contestó aflojándose el botón de la camisa roja que llevaba.
En la sala apareció un tipo delgado y rubio, de ojos castaños y pequeños y nariz aguileña, y sonrió a Leslie de modo intrigante, para llevársela de allí.
Markus sintió una gran ansiedad cuando dejó de tenerla controlada por la vista, pero sabía que la tendría ahí con él al cabo de un par de minutos. Minutos que se harían interminables para Ilenko.
—Ha hablado de un barco… ¿Cuál es el barco del Drakon? ¿Cuándo zarparán?
—Mañana, cuando la seguridad londinense esté centrada en la inauguración del evento del Hyde Park —contestó siguiéndolo con los ojos claros.
—¿Cómo se llama su barco?
—No lo sé. No lo sé, lo juro. Tiene muchos y…
Markus agarró la mano de Ilenko, tomó su dedo índice y corazón y se los rompió al tirárselos completamente hacia atrás. El ruso gritó, preso del dolor y empezó a llorar desconsolado.
—¡No lo sé! ¡Digo la verdad! ¡Para, por favor! Te…, te diré lo que quieras… ¡Pero deja de hacerme daño!
Markus negó con la cabeza.
—Quiero el nombre del barco. —Le agarró la otra mano.
—Son varios… ¡Son varios los que lleva! ¡Es una jodida flota! ¡Créeme, por favor!
Markus sonrió malvadamente y dijo:
—Habla. Te escucho.
—Mañana es un día especial y ha invitado a muchos compradores a pasar una noche con él y las vibrannay en sus barcos, en compensación por las pérdidas que sufrieron en las Islas Vírgenes.
Así pues, los compradores de ahora eran los mismos clientes que compraban en línea y vía paypal a las sumisas del torneo, pensó Markus.
—El Drakon recibe dinero por esas compras. —No lo preguntaba. Lo afirmaba.
—Sí.
—Pero no va a recibir dinero de la compra de estas mujeres, porque la cuenta de ingresos está congelada por la seguridad norteamericana —recapituló.
—Lo sabe… Pero… —Ilenko se agarraba la mano con fuerza para soportar el dolor de sus huesos rotos— no puede perder sus contactos ni sus relaciones. Por eso ofrece a estas chicas completamente gratis, o sus clientes se irán con otro pakhan de la competencia.
—Y mañana sirven a las chicas en la flota del Drakon.
—Sí. Después se las llevarán a sus respectivos países y allí harán con ellas lo que quieran.
—Entendido. —Markus sacó una jeringa de su riñonera y clavó la aguja en el cuello de Ilenko.
—¡Hijo de puta! —clamó el ruso llevándose la mano al cuello. Intentó darse la vuelta, pero, al hacerlo, perdió el equilibrio y cayó al suelo, boca abajo.
Markus le dio la vuelta con el pie y pisó su pecho para mantenerlo en el sitio.
—Mírame bien, Ilenko. —Markus se descubrió el rostro.
El ruso entrecerró los ojos y después los abrió con asombro.
—¿Sigues vivo? ¿Demon?
—El mismo.
—¿Cómo sobreviviste después de que nosotros saliéramos? —preguntó, incrédulo.
Markus se encogió de hombros. Se llevó una mano a la parte trasera de su cinturón y sacó una navaja.
—Simplemente… otro pakhan de la competencia, como tú dices, me acogió. Trabajé para él y tuve su protección.
Ilenko estaba aturdido y perdía movilidad.
—A una amiga mía le encantan estas cosas —explicó Markus alzando la minijeringuilla y observándola con curiosidad—. Y a mí me están empezando a gustar. Te he inyectado un paralizante. No podrás hablar, pero verás y escucharás todo lo que te haga.
—No… ¡Entiéndeme! Debí hacerlo… De…, debía harlo…
—¿Se te traba la lengua, Ilenko? Sí, claro —dijo Markus con sorna—. Debiste hacerlo porque era el modo en que te ganabas el favor de Tyoma y el Drakon, ¿verdad? No importaba que fuéramos amigos. —Markus se asombró de la verdad. Él había considerado tanto a Tyoma como a Ilenko una especie de amigos dentro del gulag. ¿Hasta qué punto había perdido el oremus en su trabajo? ¿Leslie tendría razón?—. Te salvé el culo más de una vez cuando te pillaban con las pelotas de tenis que nos lanzaban desde los patios y que estaban llenas de cocaína. Te encubrí cuando mataste al guardia de seguridad novato que pensaba que iba a limpiar la cárcel de corruptos como tú. Pero no importaba nada, solo escalar posiciones.
—El código… lo violaste…
—El código —gruñó a un centímetro de su cara, arrodillándose en el suelo— es una mierda. ¡Una falacia sectaria! ¡Nunca importó!
—¿Qué… vas a hacer, Demon?
Iba a hacer todo lo que tenía pensado hacerle desde que decidió que lo encontraría solo para matarle.
Le desabotonó la camisa y le dejó la piel del torso al desnudo.
—Soy un experto tatuador, ¿sabes? —Alzó el cuchillo y esperó a que Ilenko dejara de parpadear, víctima completa del paralizante—. No te preocupes —dijo, y le clavó el puñal en el corazón—. Seré muy rápido.