La base de toda buena relación entre amos y sumisas es la confianza. Las mentiras lo destruyen todo por ambas partes.
Aquel día por la tarde, Lion le explicó que saldrían a conectarse a Internet y ver si había algún mensaje de la organización del torneo. Él se conectaba siempre desde locales habilitados, porque estaba demostrado que los organizadores tenían hackers informáticos, y no le interesaba que nadie supiera la IP de su ordenador pr.
Después de eso le indicó que ella llevaría bajo el sostén unas pinzas para pezones.
Por tanto, después del jacuzzi, el cuarto orgasmo y el masaje; después de comer y de seguir estudiando las instrucciones del juego y aprendérselas de memoria, Lion se dispuso a ponerle unos aros de acero en cada pezón.
Cleo estaba de pie ante él, ambos en la habitación.
Lion se había vestido con un pantalón tejano desgastado azul claro y una camiseta blanca de manga corta y con cuello de pico. Llevaba unas zapatillas de piel descubiertas, estilo surferas, pero de vestir.
Cleo vestía con una minifalda de flores estampadas rojas, amarillas y violetas. Solo eso. Tenía los pechos al aire y aún no se había calzado.
La diferencia de tamaño entre ellos saltaba a la vista.
La joven lo miraba como si fuera el mismísimo diablo. Vamos, que de haber podido hubiera saltado por la ventana. ¿Le iba a oprimir sus pezoncillos con eso? Se estremeció.
—No los vas a llevar mucho tiempo. Solo una hora. Después de llegar al local wifi y revisar mi bandeja de entrada del foro, iremos un momento al baño y te los quitaré.
—¿Iremos un momento al baño? ¿Hay un baño público mixto que yo no conozca?
—No —negó con la cabeza—. Entraremos al de señoras y nos encerraremos para que yo te pueda desprender de ellos.
—Eso es un delito: escándalo público. Soy una agente de la ley, señor, que repentinamente está de vacaciones…
Lion se paró ante ella, con la palma hacia arriba y los aros constrictivos relucientes y perversos ante ella.
—Calla, cotorra. Hay muchos tipos de pinzas para pezones. —Le dijo, acariciando su pezón rosado con el pulgar y el índice.
—Hum… —Cleo apretó los labios, prohibiéndose el gemir.
—¿Te gusta que te toque los pechos?
—¿Tú qué crees, señor?
Lion sonrió y se los acarició solo para provocarla y ver cómo la piel se le erizaba y los pezones se le ponían de punta.
—Quiero que me contestes.
Cleo deseó darle un pisotón.
—Sí, señor. Me gusta que me toques los pezones.
—Y a mí me gusta tocártelos —reconoció, agradeciendo su sinceridad—. Las pinzas… —no quería irse del hilo de la instrucción, así que prosiguió—: están las de este tipo, que son aros que se pueden ajustar según el tamaño del pezón y según la resistencia al dolor de la sumisa. Luego también hay otros tipos que son como pinzas metálicas. Algunas de ellas van unidas por una cadena, con lo cual el amo puede tirar de esta cuando quiera atormentar los pezones de la sumisa; otras van unidas con una cadena, y esta, a su vez, va unida al collar de sumisa. Las pinzas son dolorosas, pero sirven para que el pezón sea mucho más receptivo a las caricias.
—Espero que no me produzca isquemia.
—No. Hay que controlar muy bien la presión con la que cierras la pinza y ajustarla a tu grado de dolor. El amo tiene que ser consciente de mantener una buena irrigación, que la sangre pueda fluir bien y evitar aplastar cualquier arteria que lleve la circulación al lugar que se está presionando. Sano, seguro y consensuado, ¿recuerdas?
—Sí. —Esas eran las bases del BDSM.
—Lo importante es no utilizar objetos filosos. Yo recomiendo las pinzas de punta ancha o estos aretes, porque son el modo de distribuir la presión y que no se vea afectado un solo punto. ¿Estás lista?
—Por supuesto que no —replicó.
—Cleo… ¿Confías en mí?
—Sí, señor.
—Repito: ¿estás lista?
—Sí.
Lion sonrió. Ese gesto era tan tierno y adorable en él que Cleo estaría dispuesta a decir sí hasta a un tatuaje con su cara en el culo. Pero no podía dejarse engañar por su dulzura y su increíble y contradictoria amabilidad: era un amo. Y aquello era un juego en el que iban a rebasar muchos límites. Tampoco iba a ser una descerebrada y decir a todo que sí solo porque sus ojos azules oscuros se iluminaban cuando ella admitía que confiaba en él.
No. Ni hablar.
Lion tomó el pecho izquierdo. Cleo inspiró profundamente. Él lo lamió para que se endureciera y, después, rodeó el pequeño pezón con el aro y lo empezó a ajustar.
La presión creció y creció hasta que el pezón parecía un guijarro aplastado.
—¡Duele! —se quejó ella, intentando apartarlo de su pecho.
—Cleo —Lion agarró su muñeca—. Toma aire y relájate. Es solo la primera sensación.
—¡Los cojones!
—¿Cleo…? —Lion se aguantaba la risa, pero no debía darle tanta manga ancha—. Eso merecerá un castigo.
Al instante, esas palabras produjeron una especie de efecto placebo en ella. El castigo… Sí, era extrañamente doloroso, pero todo lo que venía luego… Oh, señor… Su pezón se relajó, y el pellizco de dolor que a veces emitía se unió a la excitación que despertaba en su entrepierna. Se quedó callada y con las mejillas rojas.
—Mira, Cleo. —Lion se levantó la camiseta y le enseñó sus pezones, constreñidos por unos aros circulares. Se los había puesto por ella, porque quería compartir sus sensaciones. Lion nunca había hecho nada así con nadie, pero con Cleo… Con ella lo haría—. Yo también los llevo puestos.
Cleo abrió la boca y fijó sus ojos en su pectoral. Qué condenadamente perfecto era…
—¿Por qué? —preguntó horrorizada—. Te… Te harán daño.
Lion la miró con ternura.
—Hoy voy a ser misericorde y vamos a compartir la experiencia.
¿Eso quería decir que nunca los había llevado antes?
—¿No habías hecho esto antes? ¿Con ninguna?
Lion negó con la cabeza y se encogió de hombros al tiempo que le golpeaba el pezón constreñido con el pulgar y el índice.
—¿Por qué? —preguntó Cleo en medio de un gemido—. ¿Por qué lo haces conmigo, señor? —Estaba asombrada. No solo le había dado varios orgasmos, sino que él no había recibido ninguno. Ni le había exigido que le tocara, ni se había quejado por su falta de atención.
—Porque quiero.
Y esa fue su única respuesta antes de rodearle el pezón derecho con el otro aro, y presionarlo de igual modo.
—Aguanta la sensación inicial. —Lion cubrió todo su pecho y presionó el pezón con la palma para calmar el dolor. La miró fijamente—. Respira conmigo —inhaló y sacó el aire por la boca. Cuando vio que ella hacía lo mismo, la felicitó—. Eso es.
Cleo tuvo ganas de lanzarse a su cuello y besarlo, pero no podía hacerlo. Besarlo era como un paso más en la instrucción y no lo haría hasta que Lion diera carta blanca para ello. Mientras tanto, se moriría de las ganas.
—¿Qué bragas llevas puestas?
—Las que me has dado después de salir del jacuzzi. —Lion había comprado muchas cosas a través de la tienda erótica on-line. Había mucha lencería BDSM, y Cleo podía elegir la que más le gustara—. La braguita negra de látex que tiene una cremallera frontal.
—Perfectas. —La felicitó. Levantó sus pechos y le dio un beso a cada uno en la parte superior—. Vístete rápido. Te espero abajo.
—S-sí, señor —murmuró, observando cómo se marchaba de la habitación, silbando como un hombre feliz.
***
Como era miércoles, era obligatorio pasarse por la plaza Lafayette. Había muchos tenderetes de comida casera y música gratis y al aire libre. Lo mejor de Nueva Orleans y los nativos de allí se congregaban en aquel cónclave de la ciudad.
Cleo se sentía como si estuviera en una cita con Lion, que, obviamente, no era tal. Pero el saber que ambos habían correteado por allí de niños, que se conocían de hace años, y que la gente les reconocía por las calles paseando solos, alimentaría los cotilleos. Más de uno los emparejaría.
Sonrió. La de cosas prohibidas que ella y Lion estaban haciendo e iban a hacer durante esos días; y sin ser novios. Más de una se escandalizaría por un comportamiento tan libertino. Pero, detrás de eso, había un tema tan repugnante como la trata de personas. Así que, merecía la pena cualquier sacrificio si podía liberar a su hermana de las manos de quienquiera que la tuviese; y lo mismo con las mujeres y hombres que seguramente no tenían ni idea de donde se habían metido hasta que fue demasiado tarde.
Estaba sentada en una de las terracitas de la plaza Lafayette, escuchando cómo los músicos que repoblaban de nuevo el Barrio Francés, ambientaban la vida nocturna y animaban el espíritu de los ciudadanos.
Lion había entrado un momento a la biblioteca pública para conectarse al foro y ver si había recibido algún mensaje privado de D&M.
«Me molestan los pezones». No, no era molestia. Se estaban rozando con el sostén y enviaban destellos de dolor y placer por todo su cuerpo.
—¿Cleo?
La voz de Tim Buron, su amigo y oficial de policía de su comisaría se acercó a la mesa, sonriente como siempre.
—¿Qué haces aquí? Nos han dicho que te has tomado unos días de vacaciones por asuntos propios. Pensé que te irías de viaje.
Tim debía ponerse mucha protección porque era demasiado blanco y rubio, y el sol de Nueva Orleans le quemaría la piel. Estaba muy rojo.
—Bueno. Sí… Estoy remodelando la casa…
—¿Ah, sí? ¿Qué parte de la casa?
—El jardín —soltó así, a bote pronto.
«Sí. Y después de que acabe de transformar mi jardín en una mazmorra de dominación y sumisión que a un tío como tú le haría llorar, me iré a un torneo en el que de las veinticuatro horas que tiene el día, seguramente veintidós esté con el culo en pompa».
—Vaya, no me digas…
—Sí, está muy bien. Cuando lo acabe me iré unos días por ahí. A desconectar.
—¿Sabes lo de Billy Bob, verdad? Pensé que era por eso por lo que te tomabas las vacaciones.
Cleo se quedó quieta y su rostro se ensombreció. Recordar el nombre de ese mal nacido la ponía enferma.
—Sí, lo sé. Pero tengo cosas más importantes que hacer que modificar mi vida solo porque Billy Bob esté libre.
—Bien dicho. Le han dado la condicional y ahora está en casa de sus padres.
—No me importa. No quiero volver a verlo en la vida. Ese hijo de perra por poco mata a su mujer a puñetazos.
Tim la miró comprensivo.
—Sí. Pero tenía un muy buen abogado y, al final, su mujer retiró los cargos. Y ahora está libre.
Cleo resopló contrariada. ¿Cómo podía una mujer dar un paso atrás así? Billy Bob había estado a punto de dejarla ciega, con traumatismos cerebrales severos. Iba de alcohol hasta las cejas. Siempre había sido un hombre muy agresivo y los vecinos aseguraban que no era la primera vez que la pegaba.
Aquella noche, Cleo lo vio salir borracho del bar que había cerca de su casa. Lo siguió con el coche y se ofreció a acompañarle, pero Billy Bob le dijo:
—Todas las mujeres sois unas putas.
Y después de decirle eso, cuando llegó a su casa, se lió a apalear a su mujer.
Como ya conocía los antecedentes que tenía Billy Bob, se quedó esperando cerca de la calle en la que vivía el agresor, aguardando que no sucediera nada, pero confiando en que, si finalmente Billy pegaba a su mujer de nuevo, algún vecino daría la voz de alarma.
Ni siquiera hizo falta. Martha, su mujer, apareció en su campo de visión, huyendo aterrorizada de alguien, con el camisón blanco manchado de sangre y la cara destrozada. Billy Bob la estaba persiguiendo y la iba a alcanzar delante de su coche, frente a sus narices. Cleo llamó a los refuerzos, salió del coche, le lanzó una descarga con su pistola Taser y lo dejó postrado en el suelo. Le esposó mientras él la insultaba y gritaba que iba a matar a Martha y que después se la cargaría a ella.
Cleo le golpeó en la cara con la porra, y Billy Bob se calló.
Le procesaron y lo encarcelaron.
Al cabo de dos semanas, a ella la ascendieron como teniente.
Y ahora ese cabrón ya no estaba entre rejas. Bueno, la ley a veces era así. Pero debía seguir creyendo en ella, ¿no?
De eso ya habían pasado seis meses.
—Billy Bob es agua pasada. Por mí que se pudra o que busque ayuda psiquiátrica.
—Eso mismo dijo Magnus, aunque él está más preocupado por ti. Ya sabes cómo es contigo…
—Sí —puso los ojos en blanco.
—Por cierto, Magnus nos dijo que tenías un jacuzzi muy bonito en el porche interior.
—¿Te ha dicho eso? —se llevó la tónica que estaba tomando a los labios. Qué fanfarrón era. Él no había estado en su casa, pero tenía fama de ligón, y le gustaba hacer creer a los demás que entre ellos podría haber algo más que una amistad. Cleo le había explicado lo del jacuzzi, pero nada más.
—Sí —continuó Tim—. Que puede modular el agua fría y la caliente… Y que los sillones son muy cómodos. Yo quiero uno de esos para mi casa.
—Te daré el teléfono de mi instalador. Aunque, no entiendo cómo Magnus te ha dicho eso si…
—Hola, Tim.
Cleo miró a Lion por encima del hombro.
Su voz sonó muy seria e impersonal, y eso la extrañó.
—¿Lion? —Tim abrió los ojos con sorpresa y se levantó para saludarlo efusivamente—. ¡Joder, tío! ¡Qué alegría!
Lion respondió al saludo con educación, aunque miraba a Cleo con gesto frío.
Ella achicó los ojos. No entendía a qué venía esa actitud.
—¿Sabes? Tus padres nos han dicho que tienes un negocio de hardware y software en Washington y que te va de maravilla.
Cleo bebió de su tónica y bizqueó. Eso era lo que su hijo les había dicho para que no supieran que, en realidad, era agente especial del FBI.
—Sí, le va muy bien —contestó ella mirándolo de reojo—. Lo tiene todo muy… controlado.
—No me quejo. ¿Cómo están tus padres, Tim? —preguntó, ignorando el comentario de su sumisa.
—Bien. Ya sabes, con sus achaques, ya son mayores —lamentó—. Pero siguen al pie del cañón. Vi a tus padres en una fiesta benéfica que se celebró en el After Katrina. Joder, por ellos no pasan los años, tío. Están igual.
—Sí —asumió con una sonrisa—. Son como inmortales —murmuró riendo. Tim se echó también a reír—. Bueno, Cleo y yo debemos irnos.
—¿Ah, sí? —Cleo se levantó de la mesa y dejó el vaso de tónica vacío.
—Sí. —Lion la tomó del codo y colocó cinco dólares sobre la mesa.
—Eh… —Tim los miró extrañados—. ¿Tu hermana Leslie también está por aquí? —preguntó interesado—. He pensado que tal vez habéis hecho un reencuentro del pasado… Ya sabéis —se frotó la nuca—. Como siempre ibais juntos.
Cleo se detuvo y apretó los dientes. Leslie. Ella debía estar bien. Se mantendría a salvo, e irían en su rescate.
—Ella está bien. Sigue con su negocio de repostería y tiene mucho trabajo. Pero vendrá más adelante.
—Oh, me alegro —contestó Tim—. Dale recuerdos de mi parte.
—Sí, se los daré —contestaron los dos a la vez.
Ambos se miraron y apartaron la mirada ipso facto.
Lion la alejó de las mesas de la terracita cogiéndola del brazo.
—Oye, no me cojas así, parece que me lleves como una niña pequeña. Ya te he dicho que paso de los age play.
Lion retiró la mano, y esta vez la puso sobre la parte baja de su espalda, acompañándola, en vez de tirando de ella.
—Oh, qué parejita tan adorable.
Oyeron que decía una voz a sus espaldas.
—Mierda —gruñó entre dientes Cleo—. Es la señora Macyntire.
—¡Lion Romano! —exclamó abriendo los brazos y dándole un ligero achuchón.
—Señora Macyntire, me alegra verla. —La saludó como si de verdad se alegrara.
Cleo pensó: «Qué educadamente falso».
La señora Macyntire era una mujer gruesa; una viejecita de piel oscura y pelo muy blanco, que llevaba un vestido rojo con florecitas blancas y un sombrero negro con una rosa en el lado izquierdo. La típica mujer mayor nativa de Nueva Orleans.
—Cleo, mi querida niña —la reprendió—. Llevo dos días llamándote y no me coges el teléfono.
—No estoy de servicio, señora Macyntire. Me he tomado unos días de vacaciones.
—Vestida así pareces una mujer. —Le guiñó un ojo y repasó su falda estampada, su camiseta de tirantes y escote de color blanco, y los zapatos azul oscuro Tommy de plataforma de caucho y muy altos—. Y no con ese uniforme azul que sueles llevar.
—Ya… —sonrió falsamente—. Gracias, señora Macyntire. Tenemos que irnos. Que pase una buena noche.
—¿Sabes? —La mano de la señora la detuvo por el antebrazo—. Es que estoy buscando a mi perro y…
¿En serio?
—Su bulldog se está montando a la caniche de Eva, la panadera. Y está justo detrás del hombre que toca el violonchelo en el centro de la plaza. Y ahora, si me disculpa, tenemos prisa.
El rostro de la señora Macyntire se iluminó y fue en busca de su perro, dejándolos libres.
Lion la empujó levemente para que siguiera caminando, y alejándose de la plaza, que estaba abarrotada de muchos conocidos indiscretos, y la metió en el interior del Pirate’s Alley Café, detrás de la catedral.
—Estas plataformas tienen ocho centímetros de altura y no es fácil seguir tus zancadas.
—Silencio.
A Cleo le dolían demasiado los pies como para discutirse con él, así que contestó cansada:
—Sí, señor.
Entraron en los baños del local. Era una adorable casa de estilo francés, roja y de puertas blancas en forma de arco. Había gente, pero no la multitud que se congregaba en la plaza Lafayette. Bruce Springsteen cantaba el Waitin’ on a sunny day, y había un par de parejas que bailaban al ritmo del Boss.
Lion la llevó a la barra y pidió dos chupitos de absenta.
—No me gusta el alcohol, y la absenta está asquerosa.
—Vas a beberla.
—Sí, domine.
—No utilices mi nombre en vano —gruñó—. Cinco azotes más. Vas acumulando.
—¿Por qué estás enfadado? —preguntó indignada—. Estás de mal humor desde que has salido de la biblioteca y…
—Me has mentido.
—¿Cómo?
—Me has mentido. —La camarera les puso los chupitos delante, en un vaso de cristal alargado y transparente—. Me dijiste que era la primera vez que traías a alguien al jacuzzi, y no es verdad. —Pagó la bebida y preguntó algo al oído de la camarera. Esta le sonrió lascivamente, miró a Cleo y luego a él, y se encogió de hombros, asintiendo.
—¡¿Qué?! —replicó perdida, observando la comunicación no verbal de la pechugona—. No te he mentido, te he dicho la verdad.
—Cinco azotes más.
—¡Basta!
—No me alces la voz. Quince. Cleo, esto no es un maldito juego, obedece y no falles. Cuando hemos empezado a jugar solo te he pedido que fueras sincera y honesta conmigo, que nunca me mintieras. —¡Y no lo he hecho!
—Diez más, por rebeldía y por repetición en la infracción.
Un músculo de rabia palpitó en la mandíbula de Lion.
Cleo arrugó las cejas y se puso roja de la indignación.
Furioso, le dio el chupito.
—Bébete esto y te rebajo cinco azotes.
Cleo no se lo pensó dos veces. Sumaba veinticinco azotes. Aquella mañana había aguantado hasta los veinte, y a punto había estado de hacerse pipí encima.
Le quitó el chupito de las manos, enfadada con él por no escucharla. Pero si reconocía que Magnus y ella no estaban juntos, que era todo una mentira para demostrarle que ella también tenía una vida sexual animada, entonces quedaría como una estúpida y tendría que reconocer muchas cosas ante él que no le apetecían.
Se lo bebió de golpe. Y se dio media vuelta para irse del local con dignidad en plan Escarlata O’ Hara. Entonces, Lion se bebió su chupito, la cogió de la mano y entraron a los baños.
—¿Dónde te crees que vas?
Se internaron en el baño de señoras, dentro de un aseo. Lion cerró la puerta con seguro y la arrinconó contra la pared, con sus manos a cada lado de su cara.
—¿Y qué crees tú que estás haciendo? —le reprendió ella—. Estamos en un baño público.
—Silencio.
Sus mejillas estaban rojas por el alcohol, por la rabia al descubrir que Cleo lo había mentido y, también, por lo que le apretaban los pezones. Era un amo, y tenía una norma sencilla y clara. Mentiras NO.
Cleo la había violado; y además lo había hecho cuando más orgulloso y más agradecido estaba con ella. Cuando la consolaba y le decía con sus masajes, sus cuidados y sus mimos lo importante que era para él.
—Esto es parte de tu doma.
Cleo miró hacia otro lado, retirándole la cara.
—Nunca hagas eso —le advirtió—. Nunca me retires la mirada. Si has cometido un error, Cleo, tienes que aceptarlo y no huir de las consecuencias. ¿Entendido?
—Sí. —Pero en realidad no lo entendía, porque ella solo había mentido sobre su relación con Magnus, pero estaba siendo sincera en todo lo demás, durante su disciplina y respecto a lo que él le hacía sentir. No engañaba nunca.
—¿Sí qué?
—Sí, señor.
—Quítate la camiseta.
Vaya. Ese era otro modo de jugar.
Los dos estaban disgustados por algo que en realidad no existía. Pero mejor dejarlo así que reconocer que se había inventado a un novio por vergüenza a lo que pudiera pensar de ella. Además, debía aprender a manipular esas emociones y a dejarlas a un lado si quería tener éxito como sumisa.
—Sí, señor. —Se la sacó por la cabeza y se quedó con los sostenes negros.
Lion la observó, estudiando su sujetador. Alargó las manos y las posó suavemente sobre sus pechos.
Ella se quejó pero se mordió la lengua.
—¿Te duelen?
—Sí.
—Quítatelos —tiró de su tirante negro.
—Esto no está bien…
—Cleo, joder.
—Sí, perdón.
Cleo llevó las manos al broche de su liso sujetador y lo desabrochó. Se lo entregó a Lion y este lo dejó bien doblado sobre la tapa del inodoro, tal y como había hecho con la camiseta.
Los pezones estaban hinchados, pero no demasiado enrojecidos.
—¿Cuánto más crees que los puedes llevar? —preguntó tomando el peso de sus pechos en las manos.
Ella cerró los ojos y negó con la cabeza.
—No… no lo sé.
—Bien. —Dejó de tocarla—. Quítame la camiseta.
Ella lo hizo y se puso de puntillas para poder quitársela por la cabeza, porque Lion no daba ninguna facilidad.
—Ahora, desajusta los aros y quítamelos.
—Sí.
Ella se relamió los labios e intentó quitarle los aros sin provocarle demasiado dolor.
Lion la miraba impasible, pero Cleo se dio cuenta de que apretaba los puños cuando lo liberó de los aretes constrictivos.
La joven alzó los manos involuntariamente para acariciar los brotes marrones oscuros que estaban un poco magullados, pero Lion la detuvo por las muñecas.
—Chúpamelos.
Cleo parpadeó. De acuerdo.
—Sí. —Asintió con las pupilas dilatadas y llenas de deseo. Sí. De repente quería tocar a Lion de ese modo y lamerlo. Quería pasar la lengua por sus tetillas. Y eso hizo. ¿Qué importaba si estaba enfadado con ella?
—Jo… der —se tensó al notar el primer lametazo.
Cleo lo ignoró. Lamía como una gata; y después abría la boca y lo mamaba, fustigando con su lengua, calmando y mimando el pectoral de ese hombre. Pasó las uñas por los abdominales, medio arañándolo. Ni siquiera sabía de donde venía ese instinto de marcar, pero le apetecía hacerlo.
Lion sonrió; y mientras ella lo chupaba, se apoyó con las manos en la pared que había detrás de Cleo.
—Eso es, nena.
Ella le mordió y tiró del pezón, absorbiéndolo en el interior de su boca con un ansia descomunal, con el hambre de una mujer famélica de cosas que no se atrevía a pedir.
—Desabróchame el pantalón —gruñó.
Ella levantó los ojos sin dejar de mirarle, y descubrió que él esperaba que se escandalizase. Sus ojos verdes brillaron con desafío y, mientras se dejaba caer de rodillas en el suelo de madera del baño, dejó sus uñas marcadas en su impresionante abdomen, y desabrochó su cinturón y su pantalón. No se iba a escandalizar. No iba a perder.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —él tomó todo su pelo rojo en una mano.
Ella se abstuvo de responder. Lo hacía porque le daba la gana, no porque él se lo ordenara. Además, estaba enfadado, y a ella la estaba cabreando. Eso les iría bien.
Abrió su cremallera. Bajó su pantalón hasta medio muslo, llevándose los calzoncillos con el movimiento. Su pene grueso y venoso salió disparado hacia adelante.
Cleo ni siquiera le dio preliminares. Descubrió que le apetecía llevárselo todo a la boca; y eso hizo. Lo tomó de la base, le puso la otra mano bajo los testículos y lo engulló.
—¡Mierda! —exclamó Lion poniendo los ojos en blanco—. Cleo…
Ella removió sus huevos suavemente entre sus manos, y después se lo comió con la boca, hasta el fondo de la campanilla, y tragó.
Lion le tiró del pelo, dobló las rodillas un poco y empujó en el interior de su garganta.
—Sí, Cleo… Sí. Relaja la garganta…
Cleo cerró los ojos y procedió a saborearlo. «Un miembro tan grande podría matarte por asfixia», pensó. Pero no importaba. El sabor de Lion era salado; su tacto, suave y meloso. Le gustaba. Le gustaba tenerlo en la boca.
—Señor. —Lion movía las caderas cada vez más rápido, manteniéndola en el lugar—. Voy a correrme, Cleo.
«Córrete», pensó orgullosa. Hizo rotaciones con la lengua sobre su tronco y después se lo metió tan adentro que acarició la bolsa de sus testículos con la punta de esta. Entonces, la mano que le acariciaba entre las piernas, subió hasta pellizcarle un pezón ultrasensible y dolorido. Las sensaciones lo barrieron.
—Oh, Cleo… Nena…
Lion se corrió en su garganta, y ella lo absorbió todo, engullendo, tragando y alimentándose de él.
Cleo le dio un último lametazo mientras lo exprimía con la mano, y después se lo sacó poco a poco de la boca.
Lion tenía que sostenerse en la pared o caería lamentablemente sobre el suelo. Nadie, nadie, le había masturbado con la boca así, jamás.
Él era un hombre versado en el sexo y en las mujeres. Sabía a lo que se refería. Y se dio cuenta de que Cleo era la gran maga de las felaciones. Y eso, lejos de relajarle, lo cabreó todavía más.
Magnus no se merecía a una mujer como esa, porque no sabría valorarla ni sabría mantener su interés. Cleo era una mujer sensual, una maldita gata salvaje digna del trono de Afrodita, pero tenían que alimentarla y seguir cultivando su interés por el sexo, por la pasión… Y el jodido afortunado, al que él ni siquiera conocía, la tendría cuando todo el caso acabara.
¿Cleo quería a Magnus? ¿Lo… amaba? No. Lo dudaba. Sino, ¿por qué había aceptado aleccionarse como su sumisa?
«Por Leslie, gilipollas. Por su hermana. No por ti», se dijo a sí mismo.
Porque se suponía que Magnus y ella estaban juntos, ¿no? No públicamente, pero sí tonteaban y seguramente se acostaban. Joder, ¿quién no se iba a querer acostar con Cleo?
Con un gruñido, se metió el pene, que todavía seguía hinchado en los pantalones, y la levantó del suelo. Se inclinó para limpiarle las rodillas con las manos, y después le secó las lágrimas con los pulgares, las cuales, sin querer, habían caído de sus ojos debido al esfuerzo de albergarlo entero. Se inclinó poco a poco, como si fuera a besarla en los labios.
Cleo esperó paciente a que le diera el beso que, inesperadamente, anhelaba en ese momento. «Bésame, león enjaulado», pensó, pasando las manos suavemente por su espalda. «Y de paso me explicas por qué estás así».
Pero entonces pasó algo que la llenó de vergüenza: Lion le hizo la cobra y la besó en la mejilla para susurrarle:
—Ponte el sostén y la camiseta. Te espero fuera.
Abrió la puerta y la dejó sola en el baño. Necesitaba recuperar la respiración y el control de sí mismo.
Cleo tragó saliva y se sentó sobre la tapa del inodoro.
Dejó caer la cabeza sobre sus manos, apoyando los codos en sus muslos.
—¿Qué ha sido eso? —se preguntó consternada por lo que acababa de hacer y por lo que no le había hecho Lion.