Un año atrás
Edificio J. Edgar Hoover. Washington D. C.
Una nunca sabe cuando le va a sonar el teléfono, ¿verdad? El día tiene veinticuatro horas, es largo para muchos y corto para otros… ¿Por qué su maldito teléfono decidió tronar como un histérico incontinente justo en aquel preciso momento?
Estaba a punto de responder a la pregunta número quince de su trascendente entrevista psicotécnica: «¿Cómo actuaría si tuviera al asesino de su “hipotética” hija frente a usted?», había preguntado el psicoanalista.
Hasta entonces, le estaba saliendo todo muy bien. Controlaba el tic de su pie, tenía las manos cruzadas sobre el vientre, y escuchaba con porte sereno el interrogatorio de aquel especialista en control mental. Cleo había cuidado su aspecto; informal pero a la vez serio. Tejanos ajustados, zapatos negros de tacón no muy alto; una americana corta del mismo color y, debajo, una camiseta blanca sin florituras y ligeramente pegada al pecho. Se había recogido el pelo rojo en un moño alto, estético y respetable; las gafas de ver de pasta negra que, dicho sea de paso, no necesitaba, otorgaban un toque más interesante y menos aniñado a sus ojos rasgados y gatunos de color verde muy claro.
Solo había una mesa que se interponía entre su futuro más preciado y su intrascendente realidad como policía de la ciudad de Nueva Orleans. La habitación en la que tenía lugar la entrevista era espartana, no tenía muebles. En el techo colgaba una lámpara que alumbraba directamente a sus rostros. Las paredes eran blancas y ni siquiera había cortina en la solitaria ventana. Cuanto menos objetos hubiera que distrajeran la atención de los interrogados, más fácil sería leer sus mentes.
—¿Señorita Connelly? —Arqueó las cejas con expresión contrariada.
¡Naziiiiiiiiiiii! ¡Naziiiiiiiiiii!, repetía el móvil.
—Yo no tengo hija, señor —contestó con cara de «no-está-sonando-ningún móvil-que-llame-a-Hitler».
Cleo se relamió los labios. Se le humedecieron las manos y, sin querer, sus ojos se desviaron a su bolso. Tenía su iPhone ahí, justo en la silla que había al lado del señor Stewart, pegada a la pared. Si tan solo pudiera cogerlo y…
—Estamos aquí para analizar sus reacciones ante escenas de alto compromiso emocional, señorita Connelly. Póngase en situación, por favor. La empatía es uno de los rasgos característicos de los agentes.
—¿En caso de que tuviera una hija me pregunta? —carraspeó deseando darle una pedrada al celular.
¡Naziiiiiiiii! ¡Naziiiiiiii! ¡Cógeselo o te dará manguerazos!, cantaba el tono de llamada que había personalizado para su madre, Darcy. Que conste que la quería muchísimo, pero era una de esas mujeres a las que si no le cogías el teléfono a la primera, al cabo de unas horas se presentaban en la puerta de tu casa con dos policías para comprobar si todo iba bien.
Sí. Darcy era un poco hipocondríaca.
¡Naziiiiiiii! Cógeselo, esta mujer estornuda diciendo: ¡Auschwitz!
No bajaría la mirada. No lo haría. Aguantaría estoica las gafas reflectantes del psicólogo que debía evaluar sus aptitudes psíquicas y emocionales, y haría como si no hubiera un politono alertándole sobre los riesgos de no atender la llamada de una posible ultraderechista. Esperaba que el señor Stewart también tuviera la misma facilidad de abstracción que ella.
El hombre, que rondaría los sesenta años, se subió con el índice las lentes de metal.
—¿Y bien?
—Sinceramente, me cuesta ponerme en ese pellejo… —Levantó la mano y apartó unos de los mechones de su flequillo rojo que le rozaban el párpado izquierdo. Lo llevaba demasiado largo, ya se lo decía Leslie. Pero a ella le gustaba así y, si se lo ponía todo hacia un lado, peinado estilo Kennedy, le favorecía mucho y dejaba de molestarle. «Céntrate, por Dios»—. Supongo que una madre haría cualquier cosa por vengar la muerte de su hijo. Todos somos Sally Field en Ojo por ojo —Mierda. ¿De verdad había dicho eso?
El viejo la miró ceñudo, sin comprender su contestación.
A Cleo le entró el tic en el ojo izquierdo.
¡Naziiiiiiiiii! ¡Cógelo antes de que te rape el pelo!
—Ya sabe —continuó Cleo. Por supuesto que no sabía. Ese hombre tenía pinta de seguir viendo películas del Oeste. A lo mejor desconocía quiénes eran Sally Field y Kiefer Sutherland.
—No. No sé. —Entrelazó los dedos sobre la mesa, inclinándose hacia delante con interés—. Explíquemelo.
—En la película, Sally Field no descansa hasta ver muerto al asesino de su hija.
—¿Eso quiere decir que usted se tomaría la ley por su mano? ¿Que, si tuviera delante al hombre que ha arrancado el último aliento de vida de su pequeña, usted lo mataría?
Tragó saliva audiblemente.
—A veces, la ley no puede comprender el dolor de una persona al perder aquello que más quiere.
—¿No confía en el sistema, señorita Connelly?
—Sí, por supuesto que sí. —La cosa empezaba a ponerse fea—. Pero los impulsos de los seres humanos no son racionales cuando nos tocan aquello que debemos proteger. Puedo entender la ira.
—¿Usted lo mataría?
Apretó los dientes y se puso en el lugar de Sally. Matarlo o no matarlo, esa era la cuestión.
—No estoy segura. Pero, si sin ser la madre de esa niña ya me entran ganas de descuartizarlo; imagínese lo que le haría si lo fuera.
—No es la respuesta más adecuada para alguien que desea trabajar para la principal rama de investigación del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. ¿Para qué está el sistema entonces?
—En mi defensa diré que usted me está describiendo casos extremos. Y creo que cualquier persona con corazón y vísceras respondería como yo. Y, si dicen lo contrario: mienten. —Oh, qué bien. Por fin había utilizado esa frase con convicción y sentido contextual.
—Insinúa que todos los agentes del FBI han mentido —sentenció con voz monótona—. Que han pasado los tests psicotécnicos y las entrevistas psicológicas a base de falsedades. ¿Eso insinúa?
—No insinúo nada, —desvió los ojos verdes hacia la ventana de aquella consulta en una de las oficinas centrales de Washington. El sol se colaba por las persianas metálicas y alumbraba el lado izquierdo del sobrealimentado rostro del señor Stewart—. Solo digo que, en según qué momentos, la gente no tiene ni el temple ni la paciencia para esperar que otros venguen sus derechos. A mí me encantaría romperle brazos y piernas a ese mal nacido y luego lo entregaría al Estado, deseando que lo enviasen a una cárcel solo para hombres y sin un gramo de vaselina. Pero Sally, la madre en cuestión, lo despellejaría y luego lo quemaría a lo bonzo.
—¿Habla usted en serio? —estaba escandalizado.
—¿Tiene usted familia, señor Stewart? —Las personas que trabajaban en el FBI no eran robots. No se creía que alguien no hubiera contestado lo mismo que ella. La empatía era sentir el dolor del otro; y ella se había puesto en el lugar de una madre desgraciada, muerta de rabia y dolor porque un cabrón sádico había decidido acabar con la vida de su hijo. ¿Y todos los demás que habían pasado por esa mesa habían contestado que avisarían a la policía para que otros se hicieran cargo? No se lo creía.
—Sí, señorita. Pero eso no viene al caso. ¿De verdad actuaría de ese modo tan…?
—¿Impulsivo?
—Vengativo —corrigió desaprobador—. Tiene alma de vengadora.
—¡No! —exclamó frustrada—. Yo…
¡Naziiiiiiiii! ¡La naziiiiiii está cabreada! ¡Esté móvil va a explotar en tres… Dos… Uno! ¡Boom!
El tono de llamada cesó. Cleo se podía imaginar a su madre, Darcy, dejándole un mensaje. Uno de los típicos: «¿Hola? ¿Cleo? ¿Cariño? ¿Estás ahí?».
No entendía cómo podía dejar siempre ese mensaje cuando de sobra sabía que estaba hablando con el contestador automático…
—Usted tiene otra hermana trabajando en el FBI. La señorita… —El doctor Stewart inclinó la cabeza y se recolocó las gafas para rebuscar en el informe—. Leslie. Ah, sí. Una agente brillante —reconoció con orgullo. Después de enumerar todos los éxitos en misión de Leslie, le preguntó—: ¿Quiere seguir sus pasos?
Cleo entrecerró los ojos. Leslie era su hermana, un ejemplo a seguir para ella. Era tres años mayor y la adoraba. De pequeñas se hicieron la promesa de que siempre estarían juntas y que limpiarían las calles de toda la carroña y la delincuencia. Tenían vocación de superhéroes y ninguna de las dos lo podía evitar. Era lo que sucedía cuando crecías en una familia llena de policías: o bien rehuías las armas durante toda tu vida, o bien te aficionabas a ese ambiente. Y ellas se habían aficionado. Por supuesto que le gustaría trabajar con Leslie. ¿Qué había de malo en querer conseguir sus mismos logros? ¿En estar con su hermana? Pero no estaba ahí solo por eso. El FBI englobaba aquello que más le gustaba: las investigaciones sobre las violaciones de los crímenes federales. Coger a los más malos, a los más peligrosos, a la mugre humana.
Bueno, bien mirado, tal vez sí que tenía alma de vengadora.
—La cuestión, señorita Connelly, es que si entra en el sistema, es para respetarlo. —Los mechones de pelo blanco que iban del lado izquierdo al derecho para disimular su calvicie, se descolocaron al sellar con brío las hojas de su informe general, dándole un aspecto de Gollum desaliñado. El hombre estampó en su informe dos palabras que la hundieron en la miseria y en la indignación—. No apta.
—¡¿No apta?! —exclamó levantándose, plantando las manos sobre la mesa—. Pero… ¿Por qué? ¡¿Por ser honesta?! Tengo unas calificaciones inmejorables en todas las demás ramas. Soy una atleta y hablo cuatro malditos idiomas… Tengo la mejor nota en Investigación Criminal y… ¿Y solo porque he reconocido que me encantaría dar una lección a…?
—Señorita Connelly —el psicólogo levantó la mano para detener su diatriba—. La cárcel, lamentablemente, está llena de personas que pretendían dar lecciones a otros. Usted debería proteger y asegurarse de que ese tipo de comportamiento vengativo no se repite. Para eso están la ley y los estatutos federales. Hemos acabado. Ahora, si me disculpa.
¿Si le disculpaba? ¡No! ¡No lo disculpaba! ¡La estaba juzgando erróneamente!
—Debería trabajar su irascibilidad y esas inclinaciones homicidas que tiene —añadió el señor Stewart antes de cerrar la puerta—. Y también debería cambiar el tono de llamada de su teléfono. Sigue siendo policía en Nueva Orleans y esos mensajes incitan a la violencia.
—¡Y usted debería comprarse un maldito peluquín!
El psicólogo dio un portazo al cerrar.
Con la vista fija en la puerta, Cleo agarró su bolso y se dejó caer en la silla.
No podía ser. Creía que lo tenía todo controlado, pero estaba muy equivocada. Un zumo de naranja de cartón, un sándwich y un neceser de pinturas después, dio con su iPhone tuneado con una funda negra que tenía una placa de sheriff estampada en la parte trasera.
Una llamada perdida. Un mensaje en el contestador.
—Ay, mamá. —Apoyó la mano sobre la frente al tiempo que hacía negaciones con la cabeza—. Qué oportuna —aunque había sido su culpa, por no poner el teléfono en silencio.
Llamó a su contestador y escuchó con una triste sonrisa las palabras y la voz reconfortante de su madre.
—¿Hola? ¿Cleo? ¿Cariño? ¿Estás ahí?
***
—¡¿Le gritaste que se comprara un peluquín?! —Leslie Connelly luchó sin éxito por no echarse a reír delante de su hermanita. Cleo parecía muy disgustada, y ni siquiera el frappuccino de café que le había traído nada más salir de su entrevista psicotécnica le levantó la moral.
—No me grites tú también —repuso angustiada—. Ese hombre ha sido odioso.
Estaban sobre el. Divisabanel mirador del monumento a Washington. Al lado, quedaba Abraham Lincoln, como observador de su fracaso, y más alejados yacían el Capitolio y el Obelisco. Mini descapotable negro de Cleo. Sentadas en el capó, medio recostadas en los cristales delanteros, admirando las vistas que había desde el parquin ubicado frente al Instituto Smithsonian.
Cleo dio un largo sorbo a su frappuccino y miró a su hermana de reojo. Era más alta, cuatro dedos al menos. Las dos tenían complexiones parecidas, esbeltas y marcadas, aunque, seguramente, de las dos, Leslie era la que atesoraba formas más exuberantes.
Sus rasgos faciales eran similares. Pero donde Cleo era pelirroja caoba, Leslie era morena. Ambas de pelo liso y largo. Su hermana mayor tenía los ojos grises, a diferencia de ella, que los tenía verdes claros. Y mientras que a Cleo le salían hoyuelos en la barbilla cuando se reía, a Leslie se le manifestaban en las mejillas. Pero, aunque había diferencias, estaba esa herencia irlandesa que las hacía muy parecidas.
—Esto es una mierda. Hice la formación en Quantico y lo tenía todo en regla, con valoraciones excelentes. Me llama mamá, y el móvil empieza a escupir: ¡Naziiii! ¡Naziiii!
Leslie negó con la cabeza.
—Deberías cambiar el tono de llamada.
—Lo sé… Yo quería trabajar aquí, contigo —gimoteó como una niña pequeña, apoyándose en el hombro de su hermana—. Adoro el FBI.
—No pasa nada, C —la tranquilizó su hermana—. El próximo año puedes intentarlo de nuevo; y yo podría hablar con mi jefe para que te recomendaran y…
—No. Nada de recomendaciones —sorbió su café helado de Starbucks—. No a los enchufismos —alzó su vaso brindando con un amigo imaginario—. Aunque me vaya como el culo por no aprovecharme.
Leslie se echó a reír.
—C, eres feliz en Nueva Orleans. La comisaría entera te respeta muchísimo.
—Porque soy la hija del héroe de la ciudad, L.
—Porque tú solita tienes a raya a la mafia del Barrio Francés, hermanita. Y también —se encogió de hombros—, porque eres una Connelly. Además, este ha sido tu primer intento. Al final lo conseguirás.
Al final. ¿Cuándo?
—¿Eres feliz aquí, L?
—¿En Washington? Sí —sonrió y se dibujaron sus marcas en las mejillas—. Pero es duro. Este es un trabajo complicado —su mirada se ensombreció—. Ahora mismo nos estamos preparando para una misión de alto riesgo. Y yo estoy en el caso.
Cleo se incorporó sobre los codos y abrió la boca, impresionada.
—¿De verdad, L? —preguntó emocionada—. ¿Me puedes decir de qué se trata?
—Por supuesto… —contestó mirándola con cariño— que no. Soy una agente especial.
—¡Pero eso es muy emocionante! —exclamó con ojos soñadores—. Está bien, respeto tu privacidad.
—¿Emocionante? —repitió mirando al horizonte—. Puede ser, pero corres el peligro de cambiar, porque también es absorbente.
Cleo resopló y observó los zapatos de tacón que reposaban en el suelo. Nunca rayaría la carrocería de su Mini.
—Absorbente es escuchar a la señora Macyntire todos los días diciendo que su perro ha desaparecido. Ese perro es un semental y está dejando preñadas a las perras de la ciudad. Le he dicho que si lo castrara no se escaparía de la casa para tirarse a cualquier perra que oliera en veinte kilómetros a la redonda…
Su hermana soltó una carcajada y la abrazó con fuerza.
—Ay, te echo tanto de menos, C.
Cleo se extrañó al oír aquel tono lastimero en Leslie. Ella también la añoraba.
—Y yo a ti. Pero ¿tú crees que deberían castrarlo o no?
—¿A quién deberían castrar? Votaré en contra.
La voz masculina y penetrante del compañero de Leslie hizo que a Cleo se le erizara el vello de la nuca.
Lion Romano. El mejor amigo de la infancia de Leslie, porque amigo suyo no había sido nunca, claro.
Los tres habían crecido juntos. Ambos quisieron ser policías; jugaban a polis y ladrones, a detectives privados… Y ahora la doble L trabajaba junta. Y la C no entraba en el equipo. Cleo se sintió fatal al percatarse de que solo ella se había quedado atrás.
Madre mía, hacía años que no veía a Lion. Leslie le había explicado que lo habían ascendido y que ahora estaba al cargo de varias operaciones, entre las que destacaba la de ella, de la cual no quería hablar. Cuando le anunció por primera vez que él era su superior, no se lo podía creer. Se alegró por él, porque tenían una amistad pasada. Muy pasada…
En realidad, ¿habían sido amigos alguna vez? No. Lion la aguantaba porque era el modo de seguir con Leslie, y Cleo era muy consciente de ello. Para él era como la niña pesada que los seguía a todos lados y no les dejaba tranquilos.
Vaya… Se sonrojó al pensar que hacía lo mismo ahora: quería llegar hasta donde ellos habían llegado.
Pero se imaginaba en tener al arisco de Lion como jefe y le salían ronchas en la cara.
Cleo se dio la vuelta para mirar por encima del hombro al individuo que peor se lo había hecho pasar cuando eran críos, y, al hacerlo, algo en su interior parecido a una alarma de incendios se activó.
Tragó saliva. Menos mal que se había quitado las falsas gafas de ver; ahora llevaba las gafas Carrera oscuras y no se notaba que tenía los ojos abiertos como platos.
Lion era un hombre sexy hasta lo imposible, oscuro hasta decir basta, y estaba bueno de aquí hasta la luna. Los años lo habían ensanchado, y aunque siempre había sido espigado pero fibrado, ahora escudaban sus huesos kilos de músculos perfectamente delineados. Decían que los hombres crecían hasta los veinte. Lion era el ejemplo perfecto de que se podía estar en permanente crecimiento.
Tenía la cabeza con corte militar y, bajo las gafas de aviador de Gucci, Cleo sabía que seguía conservando aquella mirada de ojos azules oscuros que la ponía nerviosa e hipertensa siempre que la atención recaía en ella, lo que había ocurrido muchas veces, y siempre de mal humor. Además, era una de las personas con las pestañas más largas, rizadas y espesas que había visto en su vida, y poseía una barbilla a lo Kirk Douglas que despertaba su lujuria más pervertida.
—¿Y bien? —preguntó Lion apoyando las manos en su cintura, como si estuviera preparado para darle una reprimenda. Tenía un casco negro colgando del antebrazo y vestía camisa negra, pantalones de pinzas beige y botines marrones oscuros—. Pequeña Cleo —recalcó con retintín—, ¿lo has conseguido?
Cleo se humedeció los labios.
—¿Quién ha invitado a este? —le preguntó a Leslie señalándolo con el pulgar.
Su hermana levantó su frappuccino y sonrió, fingiendo muy mal una disculpa.
—Mea culpa.
—No lo has conseguido, ¿verdad? —preguntó él, arrebatándole el vaso de las manos y girándolo para beber por donde ella estaba exactamente bebiendo.
«Toma beso indirecto», pensó Cleo.
—¡Eh! ¡Eso es mío! ¡Cómprate uno! —reclamó bajando del capó y poniéndose de puntillas.
Lion arqueó las cejas y levantó el vaso por encima de su cabeza.
—Cógelo, hobbit.
—¡Oh, serás…! —Salto arriba y salto abajo, intentó quitarle el vaso de Starbucks. Pero no hubo manera.
—A ver, ¿por qué no te han aceptado? —preguntó Lion bebiendo de su nuevo refresco—. ¡Lo tenías todo a tu favor! He visto los resultados de tus exámenes y eran todos perfectos.
—¿Has investigado mis exámenes? —preguntó irritada.
—Mmm… ¡Qué rico está esto! —murmuró bebiendo su café—. ¿Qué pasó? ¿Abriste la boca demasiado?
Leslie puso los ojos en blanco y dijo:
—¿Qué contestaste tú cuando te preguntaron sobre qué harías si se te pusiera en frente al asesino de alguien muy ligado a ti?
Lion sonrió incrédulo. ¿Qué habría contestado la ingenua de Cleo?
—Por supuesto —contestó él—, daría aviso a las autoridades y, en todo caso y si la situación lo permite, lo reduciría, leería sus derechos y yo mismo le procesaría.
—¡Mientes! —le señaló Cleo con el dedo, ofendida por su hipocresía—. ¡Te tienes que poner en la mente de esa persona y no pensar como un agente federal! No me creo que hagas eso.
—Le has dicho que te encargarías de ello, ¿verdad? —preguntó Lion sabiendo la respuesta—. Es justamente lo que no quieren oír. Se lo has puesto demasiado fácil.
—Ha sido una encerrona —se excusó, apoyando el trasero en el capó, junto a su hermana—. Además, me ha dicho que me pusiera en la piel de la madre de la niña. Por supuesto que le he dicho que «si fuera ella» probablemente lo mataría.
—Ya. Pero la ley y la corrección empieza por el ciudadano, pelirroja —emitió una carcajada—. Un agente del FBI no es el pato justiciero.
Cleo apretó los labios y miró hacia otro lado. Odiaba que actuara así con ella. Siempre provocándola, siempre rectificándole e incordiándola. Pasaban los años y no cambiaba. Tenía ganas de patearle su perfecto trasero.
—No seas tan duro con ella —lo reprendió Leslie—. Mi hermanita es honesta y simplemente dijo lo que todos pensábamos. Pero le faltó pillería y reaccionar rápido.
Lion sonrió con más ternura y se encogió de hombros. Se acercó a ella, ofreciéndole el frappuccino que le había robado.
—Ya lo conseguirás el año que viene. Si quieres puedo hablar con…
—¿Qué te hace pensar que necesitaré tu ayuda, Lion? Lo conseguiré; aunque puede que me lo piense si lograrlo es tener a un superior tan chulo y ególatra como tú. No sé cómo mi hermana te soporta.
Lion sonrió abiertamente y le mostró su perfecta y blanca dentadura.
—Touché. Me encanta que me trates mal, nena.
Leslie carraspeó mientras los miraba entretenida.
—No puede ser que ya estéis así. Llevabais años sin veros, y seguís llevándoos como el perro y el gato.
—¡Es él! —se quejó Cleo tirando el frappuccino vacío a la basura—. Me tengo que ir. En la comisaría solo me dieron un día de permiso por asuntos personales y tengo que regresar mañana.
—Ven a cenar con nosotros —la invitó su hermana—. Es muy pronto… Te vas muy pronto —se abrazó a ella—. No es suficiente.
—Lo sé, hermanita —contestó ella lanzándole una mirada asesina a Lion—. Pero vendré a visitarte.
—Estaré muy ocupada —aclaró Leslie sobre su hombro—. Yo me pondré en contacto contigo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —se besaron en la mejilla—, agente especial.
—Gajes del oficio, nena —puso voz cómica y la achuchó por última vez—. Ya te tocará.
Lion se colocó frente a ella y bajó la cabeza, poniendo la mejilla morena cerca de la boca de Cleo.
—¿No me das un beso de despedida a mí?
Cleo se puso roja como un tomate y arrugó el cejo. Si se lo daba demostraría que no le importaba. Y si no se lo daba reflejaría lo mucho que le afectaba lo que él le decía. Siempre igual.
Está bien, lo haría. ¡Qué sacrificio tan grande besar a ese gigante adonis del sexo y la lascivia!
Cleo le fue a dar un beso en la mejilla y, de repente, el malo de Lion giró el rostro y le plantó un beso en todos los labios. Un beso con un poco de punta de lengua.
Cleo dio un salto hacia atrás, apartándose de él. ¿Ese hombre tenía electricidad en la boca?
Lion se incorporó poco a poco y sonrió como solo un hombre con un pacto con el diablo podría hacer.
—¡Lion! —exclamó Leslie, divertida—. ¡No la molestes!
—Tu hermana me acosa —contestó él sin darle importancia.
—Me largo —repuso Cleo, limpiándose los labios con la manga de la americana negra. Entró en el coche como un cohete y encendió el motor.
—¡Estás muy guapa! ¡Ha sido un placer verte, Cleo! —gritó Lion levantando la mano, despidiéndose de ella y rodeando el hombro de su hermana Leslie como si representara una escena feliz y hogareña de La casa de la pradera.
Cleo dio la vuelta con el coche, levantó la mano al pasar delante de él y le enseñó el dedo corazón.
—Lo mismo digo, cretino —repuso entre dientes, observando cómo su hermana y su jefe se hacían más pequeños cuanto más se alejaba.
Lo peor de su visita a Washington no fue su monumental cagada con el doctor Stewart.
Lo peor fue dejar que Lion la besara.
Por favor, iba a soñar con ese beso todas las noches.
Qué patética era.