Interludio

La guerra había comenzado y nadie se había percatado. La tormenta se cernía sobre ellos y nadie lo sabía.

Vivimos rodeados de guerras, y el mundo exterior no ha ganado en sabiduría: la guerra contra el crimen, la guerra contra la pobreza, la guerra contra las drogas. Ésta era mucho más modesta, y más grande, y más selectiva, pero tan real como cualquier otra.

En Manhattan, la caída de una viga dejó una calle cortada durante dos días. Mató a dos transeúntes, a un taxista árabe y a su pasajero.

En Denver, un camionero fue hallado muerto en su casa. El arma del crimen, un martillo de carpintero con el mango de goma, se encontró junto al cadáver de la víctima. Su cara estaba intacta, pero tenía la nuca completamente destrozada, y había unas palabras escritas con pintalabios marrón en un alfabeto extranjero en el espejo del baño.

En una oficina postal de Phoenix, Arizona, un hombre se volvió loco y disparó a Terry el Troll Evensen, un tipo torpe que sufría de obesidad mórbida y vivía solo en una caravana. Disparó también a otras personas que había en la oficina, pero solo mató a Evensen. El autor de los disparos —que en un principio se creyó que podía ser un funcionario de correos descontento— no ha sido atrapado ni identificado.

—Francamente —declaró el supervisor de Terry el Troll Evensen en el informativo nocturno—, si me hubieran dicho que alguien de la oficina se iba a volver loco, habría apostado por el Troll. Es un buen trabajador, pero es un tipo muy raro. Quiero decir que nunca se sabe, ¿no?

Aquella entrevista se omitió cuando volvieron a dar la noticia unas horas más tarde.

En Montana, encontraron muerta a toda una comunidad de anacoretas. Los periodistas especularon con la posibilidad de que se tratara de un suicidio colectivo, pero poco después se informó de que la causa de la muerte había sido la intoxicación por anhídrido carbónico proveniente de una estufa vieja.

En el vestíbulo de una marisquería de Atlanta destrozaron un acuario lleno de langostas.

En el cementerio de cayo Hueso profanaron una cripta.

Un tren de pasajeros chocó contra un camión de la UPS en Idaho, a resultas de lo cual murió el conductor del camión. Ninguno de los pasajeros sufrió heridas de consideración.

Entonces todavía era una guerra fría, de mentira, nada que se pudiese ganar o perder.

El viento agitaba las ramas del árbol. Las chispas escapaban de la hoguera. La tormenta se acercaba.

La reina de Saba, mitad demonio, se decía, por parte de padre, bruja, sabia y reina, que gobernó Saba cuando esta era la tierra más próspera del mundo, cuando sus especias, gemas y maderas perfumadas se transportaban en barco y a lomos de los camellos hasta los confines de la tierra, que fue adorada ya en vida, venerada como diosa viviente por los más sabios monarcas, está ahora en una acera de Sunset Boulevard a las dos de la mañana, contemplando el tráfico con la mirada perdida, como una novia de plástico prostituyéndose sobre una tarta de boda negra con luces de neón. Se mueve como si la acera y la noche fueran suyas.

Cuando alguien la mira directamente, mueve los labios, como si hablase consigo misma. Cuando pasan hombres en coche, busca su mirada y les sonríe. Ignora a los que pasan a su lado por la acera (a veces pasa; la gente pasea por todas partes, incluso en el oeste de Hollywood); los ignora, pone todo su empeño en fingir que no están ahí.

Ha sido una noche muy larga.

Ha sido una semana muy larga, como largos han sido los últimos cuatro mil años.

Puede presumir de no deberle nada a nadie. Las demás chicas tienen chulos, adicciones, hijos, gente que se lleva lo que ganan. Ella no.

Ya no hay nada sagrado en su profesión. Ya no.

Hace una semana que las lluvias llegaron a Los Ángeles, y han convertido las calles en terreno abonado para los accidentes, han transformado en barro las laderas de las colinas, provocando así la caída de las casas que están en lo alto, y lo han arrastrado todo hacia los desagües y las alcantarillas, ahogando a los vagabundos que acampaban sobre el cemento del canal. Cuando llegan las lluvias a Los Ángeles siempre pillan a la gente por sorpresa.

Bilquis lleva toda la semana dentro de casa. Como no puede salir a hacer la calle, se ha acurrucado en su cama en una habitación del color del hígado crudo, escuchando el repiqueteo de la lluvia en la caja metálica del aire acondicionado de la ventana y poniendo anuncios de contacto en Internet. Ha dejado sus invitaciones en buscamigasadultas.com, LA-escorts.com y chicasconclaseenhollywood.com y se ha creado una cuenta anónima de correo electrónico. Se sentía orgullosa de llevar su negocio a los nuevos territorios, pero sigue nerviosa; lleva mucho tiempo evitando dejar un rastro de papel. Nunca ha puesto ni un anuncio pequeñito en las últimas páginas del LA Weekly; prefiere elegir personalmente a sus clientes, confiando en la vista, el olfato y el tacto para elegir a los que sabrán venerarla como ella requiere, a los que se dejarán hacer hasta el final…

Mientras está de pie en la esquina de la calle, estremeciéndose (porque las lluvias de finales de febrero ya han cesado, pero no el frío que las acompaña), cae en la cuenta de que tiene una adicción tan peligrosa como la de las putas que se dejan pegar o las que están enganchadas al crack, y eso la inquieta, y sus labios vuelven a ponerse en movimiento. Si pudieras acercarte lo suficiente a sus labios de color rojo rubí podrías oírle decir:

—Me alzaré ahora y vagaré por las calles de la ciudad, y por las anchas avenidas buscaré a mi amado. —Eso es lo que susurra, y también—: Pertenezco a mi amado y mi amado me pertenece. Me dijo que soy alta como una palmera, y que mis pechos son como racimos de uva. Dijo que volvería a mí. Y yo pertenezco a mi amado y él suspira solo por mí.

Bilquis espera que la interrupción de las lluvias traiga de vuelta a los clientes. La mayor parte del año camina arriba y abajo de las tres mismas manzanas en Sunset, disfrutando de las frescas noches de Los Ángeles. Una vez al mes paga a un hombre llamado Sabbah, un agente del departamento de policía de Los Ángeles que ha sustituido al agente al que pagaba antes, que desapareció sin más. Su nombre era Jerry LeBec y su desaparición, un misterio para el departamento de policía de Los Ángeles. Se había obsesionado con Bilquis y había empezado a seguirla a pie. Una tarde, se despertó sobresaltada por un ruido, abrió la puerta de su apartamento y se encontró a Jerry LeBec vestido de paisano, de rodillas sobre la raída moqueta, balanceándose, con la cabeza inclinada, esperando a que saliera. El ruido que la había despertado era el que hacía su cabeza al chocar contra la puerta mientras se balanceaba sobre las rodillas.

Le acarició el pelo y le dijo que entrase, y un rato más tarde metió su ropa en una bolsa de basura y la tiró al contenedor de un hotel a varias manzanas de distancia. Puso su pistola y su cartera en una bolsa de supermercado, las cubrió de posos de café y restos de comida, dobló la parte superior de la bolsa y la depositó en la papelera de una parada de autobús.

No se quedó ningún recuerdo.

Un relámpago distante ilumina el anaranjado cielo por el oeste, en algún lugar lejos de la costa, y Bilquis sabe que pronto comenzará a llover. Suspira. No quiere que la pille un aguacero. Decide volver a su apartamento, darse un baño, depilarse las piernas —le parece que se pasa la vida depilándose las piernas—, e irse a dormir.

—De noche en mi cama busco a aquel que mi alma anhela —susurra—. Deja que me bese con los besos de su boca. Mi amado me pertenece y yo le pertenezco a él.

Echa a andar por una calle lateral que sube por la colina hasta el lugar donde ha aparcado el coche.

Unos focos la siguen, disminuyendo la velocidad según se acercan a ella; Bilquis se da la vuelta y sonríe. La sonrisa se le congela en el rostro al ver que el coche es una limusina grande y blanca. Los tipos que van en grandes limusinas siempre quieren montárselo en ellas, y no en la intimidad del santuario de Bilquis. De todas formas, puede ser una buena inversión. Algo a largo plazo.

Una ventanilla tintada se baja y Bilquis se acerca a la limusina sonriendo.

—Hola, cariño —dice—. ¿Buscas algo?

—Que me quieran con ternura —responde una voz desde el asiento trasero de la limusina.

Ella escudriña el interior desde la ventanilla abierta: conoce a una chica que se metió en una limusina con cinco jugadores de fútbol americano borrachos como cubas y salió bastante mal parada, pero allí solo hay un tío, por lo que puede ver, y parece un chico joven. No tiene pinta de ser un buen devoto, pero el dinero, la generosa cantidad que le ofrece, también es una energía —baraka, como lo llamaban en otros tiempos— que puede venirle bien, y además, por qué no decirlo, no están los tiempos para desperdiciar una ayudita, por pequeña que sea.

—¿Cuánto? —pregunta el hombre de la limusina.

—Depende de lo que quieras y por cuánto tiempo —responde Bilquis—. Y de si te lo puedes permitir.

Por la ventanilla abierta le llega un olor a quemado. Huele como a cables quemados y circuitos sobrecalentados. Le abren la puerta desde dentro.

—Puedo permitirme lo que me dé la gana —contesta el tipo. Ella asoma la cabeza y echa un vistazo al interior de la limusina. No hay nadie más, solo el cliente, un chico de cara rechoncha que no parece tener edad ni para beber. No hay nadie más, de modo que se sube al coche.

—Niño rico, ¿eh?

—Más que rico —replica él, arrastrándose hacia ella por el asiento de cuero. Se mueve con torpeza. Ella le sonríe.

—Mm. Eso me pone, cielo —dice Bilquis—. Debes de ser uno de esos puntocom de los que hablan los periódicos, ¿no?

El tipo se pone hueco, se hincha como un sapo en celo.

—Sí, entre otras cosas. Soy un chico tecnológico.

El coche se pone en marcha.

—Bien —dice el chico—. Dime una cosa, Bilquis; ¿cuánto por una mamada?

—¿Cómo me has llamado?

—Bilquis —repite, y se pone a cantar con una voz que no está hecha para el canto—: «Eres una chica inmaterial en un mundo material».

Hay algo forzado en sus palabras, como si las hubiese estado ensayando frente a un espejo.

Ella deja de sonreír y le cambia el semblante, que se vuelve más sabio, más inquisitivo, más duro.

—¿Qué quieres?

—Ya te lo he dicho. Que me quieran con ternura.

—Te daré lo que quieras.

Tiene que salir de la limusina. Va demasiado deprisa para tirarse en marcha, pero lo hará si las palabras no surten efecto. No sabe qué es lo que pasa, pero le huele mal.

—Lo que quiera, sí —se interrumpe. Se pasa la lengua por los labios—. Quiero un mundo limpio. Quiero ser dueño del mañana. Quiero evolución, devolución y revolución. Quiero llevar a los míos de los márgenes al centro de todo. Vosotros vivís en la clandestinidad, y eso no está nada bien. Nosotros queremos manejar el foco y ser protagonistas. Lleváis tanto tiempo bajo tierra que os habéis quedado ciegos como topos.

—Me llamo Ayesha —dice Bilquis—. No sé de qué me hablas. Hay otra chica en esa esquina que sí se llama Bilquis. Si volvemos a Sunset podrías tenernos a las dos…

—Oh, Bilquis —suspira él, en tono dramático—. La fe tiene sus límites. Y están llegando al límite de lo que nos pueden dar. El vacío de credibilidad.

El chico vuelve a cantar con su voz nasal y poco melodiosa:

—Eres una chica analógica en un mundo digital.

La limusina dobla una esquina a gran velocidad, y él sale despedido del asiento y cae sobre ella. El conductor se oculta tras una luna tintada. De pronto, le da por pensar que nadie conduce el coche, que la limusina blanca callejea por Beverly Hills igual que Herbie el Volante Loco.

El cliente alarga el brazo y golpea la luna.

El coche reduce la velocidad, y antes de que llegue a pararse Bilquis abre la puerta de un empujón y, a medias lanzándose, a medias cayéndose, aterriza en el asfalto. Está en la ladera de una colina. A su izquierda hay una escarpada cuesta, y a su derecha, un precipicio. Echa a correr carretera abajo.

La limusina se queda ahí, inmóvil.

Empieza a llover, y sus tacones de aguja resbalan y se tuercen. Se los quita de una patada y sigue corriendo, calada hasta los huesos, buscando un lugar por el que salir de la carretera. Está asustada. Tiene poder, es verdad, pero es una magia del deseo, una magia venérea. Eso es lo que la ha mantenido con vida en ese país durante tanto tiempo, pero para todo lo demás se sirve de su agudeza visual y de su mente, de su altura y su presencia.

A su derecha hay un quitamiedos que le llega hasta la rodilla, para evitar que los coches caigan colina abajo, y ahora la lluvia cae por la carretera como un torrente y le empiezan a sangrar las plantas de los pies.

Las luces de Los Ángeles se extienden frente a ella, como el mapa luminoso de un reino imaginario, el reino de los cielos extendido aquí, sobre la tierra, y sabe que lo único que tiene que hacer para salvarse es salir de la carretera.

—Soy negra pero atractiva —susurra a la noche y a la lluvia—. Soy la rosa de Sharon, y el lirio de los valles. Retenedme con ánforas, reconfortadme con manzanas: estoy enferma de amor.

Un rayo verde ilumina el cielo nocturno. Bilquis da un paso en falso, resbala unos metros y se despelleja el codo y la pierna; se está poniendo en pie cuando ve las luces del coche que desciende por la colina hacia ella. Va demasiado deprisa y no sabe si tirarse hacia la derecha, y arriesgarse a chocar contra la ladera, o hacia la izquierda, y arriesgarse a caer por el precipicio. Cruza la carretera, con la idea de pegarse a la tierra mojada y escalar, cuando la limusina blanca se acerca a toda velocidad por la resbaladiza carretera; mierda, viene a más de ciento veinte, casi parece que planee sobre la carretera como un hidroavión, y Bilquis se agarra a un matojo de hierbas y tierra, y está a punto de levantarse y salir de la vía cuando la tierra se desprende y ella cae rodando en mitad de la carretera.

El vehículo la golpea con tal fuerza que el parachoques se deforma y ella sale despedida por los aires como una muñeca de trapo. Aterriza en la carretera detrás de la limusina, el impacto le ha destrozado la cadera y le ha fracturado el cráneo. La fría lluvia corre por su rostro.

Comienza a maldecir a su asesino: lo maldice en silencio, pues ya no puede mover los labios. Lo maldice en la vigilia y el sueño, en la vida y la muerte. Lo maldice como solo alguien que es mitad demonio por parte de padre puede maldecir.

La puerta de un coche se abre. Alguien se acerca a ella.

—«Eras una chica analógica en un mundo digital». —Y añade—: Putas madonnas, sois todas unas putas madonnas.

Se marcha.

La puerta del coche se cierra de un golpe.

La limusina da marcha atrás y pasa sobre el cadáver de Bilquis, lentamente, por primera vez; sus huesos crujen bajo las ruedas. Después el vehículo vuelve a bajar la colina para pasar de nuevo por encima de ella.

Cuando por fin desaparece colina abajo, lo único que deja tras de sí es la sucia carne roja de un cuerpo atropellado; a simple vista no se sabe siquiera si es humano, e incluso eso será pronto arrastrado por la lluvia.