El desembarco en América

14000 a. C.

Reinaban el frío y la oscuridad cuando la visión vino a ella, porque allá en el norte la luz era una claridad grisácea en mitad del día que llegaba y se iba y regresaba otra vez: un interludio entre dos oscuridades.

No eran una tribu muy grande, según los cánones de la época: nómadas de las llanuras del norte. Tenían un dios que era el cráneo de un mamut, con su piel transformada en un basto manto. Lo llamaban Nunyunnini. Cuando no viajaban descansaba sobre una estructura de madera de la altura de un hombre.

Ella era la sacerdotisa de la tribu, la guardiana de sus secretos, y su nombre era Atsula, la raposa. Atsula caminaba delante de los dos hombres de la tribu que transportaban a su dios sobre dos largos palos, envuelto en pieles de oso para que no pudiera ser visto por ojos profanos, no cuando no estaba consagrado.

Vagaban por la tundra, con sus tiendas. La mejor de ellas estaba confeccionada con piel de caribú, era la tienda sagrada, y estaba ocupada por cuatro personas: Atsula, la sacerdotisa; Gugwei, el más viejo de la tribu; Yanu, el líder de los guerreros, y Kalanu, la exploradora. Ella los convocó allí, el día después de su visión.

Atsula echó un poco de liquen al fuego, después añadió unas hojas secas con su marchita mano izquierda: empezaron a humear, con un humo gris que escocía en los ojos y despedía un olor penetrante y extraño. Después cogió un tazón de madera de la plataforma de madera y se lo pasó a Gugwei. El tazón estaba lleno hasta la mitad de un líquido amarillo oscuro.

Atsula había encontrado las setas pungh —que tenían siete motas en el sombrero, y solo una auténtica mujer santa podía encontrar una seta de siete motas—, las había recogido en la oscuridad de una noche sin luna y las había secado sobre una cuerda hecha de cartílago de ciervo.

El día anterior, antes de acostarse, había comido los tres sombreros secos de las setas. Sus sueños habían sido confusos y temibles, llenos de brillantes luces que se movían deprisa, de riscos llenos de luces que apuntaban hacia lo alto cual carámbanos. En mitad de la noche se había despertado, sudando, y con necesidad de hacer aguas menores. Se había puesto en cuclillas sobre el tazón de madera y lo había llenado con su orina. Después, lo había colocado fuera de la tienda, en la nieve, y se había vuelto a dormir.

Al levantarse, extrajo los fragmentos de hielo del tazón de madera, tal como le había enseñado su madre, y reservó un líquido más oscuro, más concentrado.

Ése era el líquido que les dio a beber en la tienda, primero a Gugwei, después a Yanu y a Kalanu. Cada uno de ellos bebió un largo trago del líquido, y Atsula bebió en último lugar. Lo tragó y vertió los restos en el suelo frente a su dios, una libación a Nunyunnini.

Permanecieron sentados en la tienda llena de humo, a la espera de que su dios les hablara. Fuera, en la oscuridad, el viento gemía.

Kalanu, la exploradora, era una mujer que vestía y caminaba como un hombre: incluso había tomado por esposa a Dalani, una doncella de catorce años. Kalanu cerró los ojos con fuerza, se levantó y se acercó al cráneo de mamut. Se echó la capa de piel de mamut sobre los hombros y la colocó de forma que su cabeza quedase en el interior del cráneo de mamut.

—Hay algo maligno en la tierra —dijo Nunyunnini—. Un mal de tal magnitud que si permanecéis aquí, en la tierra de vuestras madres y de las madres de vuestras madres, todos vosotros pereceréis.

Los tres que escuchaban emitieron un gruñido.

—¿Son los cazadores de esclavos? ¿O los grandes lobos? —preguntó Gugwei, que tenía una larga cabellera blanca y el rostro tan arrugado como la grisácea corteza del espino.

—No son cazadores de esclavos —respondió Nunyunnini, vieja piel de piedra—. No son grandes lobos.

—¿Una hambruna, pues? ¿Se acerca una hambruna? —inquirió Gugwei.

Nunyunnini guardó silencio. Kalanu salió del cráneo y esperó junto a los demás.

Gugwei se puso la capa de piel de mamut e introdujo la cabeza dentro del cráneo.

—No es una hambruna como las que habéis conocido hasta ahora —fue la respuesta de Nunyunnini por boca de Gugwei—, aunque vendrá seguido de una hambruna.

—¿Qué es, entonces? —inquirió Yanu—. No tengo miedo. Lucharé contra lo que sea. Tenemos lanzas y piedras. Aun cuando nos atacaran cien poderosos guerreros, saldríamos victoriosos. Los llevaremos hasta las marismas y les abriremos el cráneo a golpe de piedra.

—No tiene forma humana —dijo Nunyunnini con la cascada voz de Gugwei—. Vendrá del cielo, y ni vuestras lanzas ni vuestras piedras podrán protegeros.

—¿Y cómo podemos protegernos? —preguntó Atsula—. He visto llamas en el cielo. He oído un estruendo mayor que diez truenos. He visto bosques arrasados y ríos hirvientes.

—Ay… —gimió Nunyunnini, pero no dijo nada más. Gugwei salió del cráneo inclinándose con dificultad, pues era un hombre de edad avanzada y tenía los brazos hinchados y agarrotados.

Todo estaba en silencio. Atsula echó más hojas al fuego, y el humo hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas.

Entonces Yanu fue hasta la cabeza de mamut, se puso el manto sobre sus anchos hombros y metió la cabeza dentro del cráneo. Su voz era atronadora.

—Debéis partir —dijo Nunyunnini—. Debéis viajar en dirección al sol. Allá donde nace el sol hallaréis una nueva tierra, y allí estaréis seguros. Será un largo viaje: la luna crecerá y menguará, morirá y renacerá dos veces, y encontrareis cazadores de esclavos y fieras, pero yo os guiaré y os mantendré a salvo si viajáis hacia levante.

Atsula escupió en el barro del suelo y exclamó:

—No. —Sentía la mirada de su dios fija en ella—. No. Eres un mal dios por pedirnos esto. Moriremos. Moriremos todos, y entonces ¿quién quedará para llevarte de cerro en cerro, para montar tu tienda, para engrasar tus grandes colmillos?

El dios no respondió. Atsula tomó el lugar de Yanu. El rostro de Atsula asomó por entre los amarillentos huesos de mamut.

—Atsula no tiene fe —dijo Nayunnini con la voz de la sacerdotisa—. Atsula morirá antes de que lleguéis a la nueva tierra, pero los demás viviréis. Confiad en mí: hay una tierra en el este no habitada por hombres. Esa tierra será vuestra y de vuestros hijos y de los hijos de vuestros hijos, durante siete generaciones, y hasta siete veces siete. De no ser por la falta de fe de Atsula, habría sido vuestra para siempre. Por la mañana, recoged vuestras tiendas y pertenencias y caminad hacia oriente.

Gugwei, Yanu y Kalanu inclinaron sus cabezas y manifestaron a gritos el poder y la sabiduría de Nunyunnini.

La luna creció y menguó y creció y menguó una vez más. La tribu caminó hacia el este, hacia el amanecer, luchando contra los gélidos vientos que adormecían sus pieles desnudas. Nunyunnini cumplió lo prometido: no perdieron a ningún miembro de la tribu durante el viaje, salvo a una mujer que murió de parto, y las parturientas pertenecen a la luna, no a Nunyunnini.

Cruzaron el puente de tierra.

Kalanu los había dejado con las primeras luces del día para explorar el camino. Ahora el cielo estaba oscuro y Kalanu no había regresado, pero en el cielo nocturno bullían las luces, que se unían, cintilaban, serpenteaban, cambiaban y vibraban; luces blancas, verdes, violetas y rojas. Atsula y su gente ya habían visto las luces del norte otras veces, pero aún les asustaban, y jamás habían visto un despliegue como aquél.

Kalanu regresó, mientras las luces del cielo adoptaban formas diversas y fluían de un lado a otro.

—A veces —le confesó a Atsula— siento que podría abrir los brazos y fundirme con el cielo, sin más.

—Eso es porque eres una exploradora —dijo Atsula, la sacerdotisa—. El día que mueras te fundirás con el cielo y te convertirás en una estrella, para guiarnos igual que nos guiabas en vida.

—Al este hay acantilados de hielo muy escarpados —explicó Kalanu, con su cabello, negro como ala de cuervo, largo como lo llevaría un varón—. Podremos escalarlos, pero nos llevará muchos días.

—Tú nos conducirás hasta allí sanos y salvos —dijo Atsula—. Yo moriré al pie de los acantilados, y ese sacrificio os llevará hasta las nuevas tierras.

Al oeste, en las tierras de las que venían, donde el sol se había puesto horas atrás, se produjo un fogonazo de una perturbadora luz amarilla, más brillante que un relámpago, más luminosa que la luz del día: un estallido de puro brillo que obligó a las gentes que cruzaban el puente de tierra a taparse los ojos y a escupir y a gritar. Los niños prorrumpieron en llanto.

—Ésta es la fatalidad contra la que nos previno Nunyunnini —afirmó el viejo Gugwei—. Es un dios sabio y poderoso.

—Es el mejor de los dioses —aseguró Kalanu—. Cuando estemos en nuestra nueva tierra lo colocaremos en un lugar alto, bruñiremos sus colmillos con aceite de pescado y grasa animal y les diremos a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos y a los hijos de sus hijos durante siete generaciones, que Nunyunnini es el más poderoso de todos los dioses, y de este modo no será olvidado jamás.

—Los dioses son grandes —dijo Atsula, lentamente, como resumiendo un gran secreto—. Pero el corazón es aún más grande, pues es en nuestros corazones donde los dioses nacen, y el lugar al que deben regresar…

Y nadie sabe cuánto tiempo hubiera podido perseverar en esta blasfemia, de no haber sido interrumpida de una forma que no admitía discusión.

Del oeste llegó un rugido tan estentóreo que les sangraron los oídos. No pudieron oír durante un tiempo, temporalmente ciegos y sordos pero vivos, y conscientes de que habían sido más afortunados que las tribus del oeste.

—Es bueno —dijo Atsula, pero ni siquiera pudo oír estas palabras dentro de su cabeza.

Atsula falleció al pie de los acantilados justo cuando el sol de primavera alcanzaba su cénit. No vivió para ver el Nuevo Mundo, y la tribu entró en aquellas tierras sin sacerdotisa.

Escalaron los acantilados, marcharon hacia el sur y el oeste, hasta llegar a un valle con agua dulce, y ríos rebosantes de plateados peces, y ciervos que no habían visto jamás un ser humano y eran tan mansos que había que escupir y pedir perdón a sus espíritus antes de darles muerte.

Dalani dio a luz a tres hijos, y algunos dijeron que Kalanu había obrado el milagro y podía comportarse como un hombre con su esposa; pero otros dijeron que Gugwei no era tan viejo como para no poder hacer compañía a una joven esposa en ausencia de su marido; y lo cierto es que, tras la muerte de Gugwei, Dalani no tuvo más hijos.

La estación de los hielos llegó y pasó, la gente se dispersó por la nueva tierra, y formaron nuevas tribus y escogieron nuevos tótems: cuervos y zorros y osos y grandes felinos y búfalos, todos ellos animales sagrados que definían la identidad de cada tribu, todos ellos dioses.

Los mamuts de las nuevas tierras eran más grandes, más lentos y más tontos que los de las estepas siberianas, y no había setas pungh, con sus siete motas, en la nueva tierra, y Nunyunnini ya no le hablaba a la tribu.

En los días de los nietos de los nietos de Dalani y Kalanu, un grupo de guerreros, miembros de una tribu grande y próspera, que regresaban de una expedición a la caza de esclavos al norte de sus tierras, encontraron el valle de los Primeros Pobladores: mataron a la mayoría de los hombres y capturaron a las mujeres y a muchos de los niños.

Uno de los niños, esperando clemencia, los llevó hasta una cueva en las montañas, donde había el cráneo de un mamut, los andrajosos restos de un manto de piel, un cuenco de madera y la cabeza embalsamada de Atsula, el Oráculo.

Mientras que algunos de los guerreros de la nueva tribu eran partidarios de llevarse con ellos los objetos sagrados, de robar los dioses de los Primeros Pobladores y hacerse así con todo su poder, otros se mostraron reticentes, pues creían que aquello solo les traería mala suerte y la inquina de su propio dios (pertenecían a una de las tribus del cuervo, y los cuervos son dioses celosos).

Así pues, arrojaron los objetos a un profundo barranco y se llevaron a los supervivientes de los Primeros Pobladores en su largo viaje hacia el sur. Y las tribus del cuervo y las del zorro se fueron haciendo cada vez más poderosas en la nueva tierra, y Nunyunnini no tardó en ser condenado al más absoluto de los olvidos.