«Había una joven y su tío la vendió», escribió el señor Ibis con su esmerada caligrafía.
Ésa es la historia; el resto son meros detalles.
Hay historias que son verídicas, en las que el relato de cada individuo es único y trágico, y lo peor de la tragedia es que ya la conocemos, y no podemos permitirnos el lujo de sentirla en profundidad. Fabricamos una concha en torno a ella igual que hacen las ostras con un molesto grano de arena, que cubren con capas de nácar para poder asimilarlo. Y de este modo andamos por la vida, un día sí y otro también, inmunes al dolor y a la pérdida ajenos. Si llegara a tocarnos nos convertiría en tullidos o en santos; pero la mayor parte de las veces no llega a tocarnos. No podemos permitirnos ese lujo.
Esta noche, durante la cena, reflexionen un momento si pueden: hay niños que se mueren de hambre, tantos que la cifra resulta casi inconcebible, una cifra tan alta que podemos perdonar un error de un millón arriba o abajo. Puede que les resulte incómodo reflexionar sobre ello mientras comen, o puede que no, pero, en cualquier caso, seguirán comiendo.
Hay ciertos relatos a los que no podemos abrir nuestro corazón, porque si lo hiciéramos nos provocarían un hondísimo dolor. Tomemos el ejemplo de un buen hombre, bueno conforme a sus principios y a los ojos de sus amigos: es fiel y sincero con su mujer, adora a sus hijos y los colma de atenciones, se preocupa por su país, es muy puntilloso con su trabajo, y lo hace lo mejor que puede. Por eso, con eficacia y de buena fe, se dedica a exterminar judíos: aprecia la música que suena por el campo para amansarlos, y les aconseja que no olviden sus números de identidad mientras son conducidos a las duchas; mucha gente, les dice, olvida su número y después se lleva la ropa cambiada al salir. Esto calma a los judíos: habrá vida después de la ducha, se convencen. Y se equivocan. Nuestro hombre supervisa al detalle el traslado de los cadáveres a los hornos y, si de algo se siente culpable, es de permitir que el exterminio de esos indeseables le afecte. Si fuera un hombre realmente bueno, se dice, se sentiría feliz de haber librado a la tierra de una plaga.
Dejémoslo; duele demasiado. Nos resulta demasiado cercano y duele mucho.
«Había una joven y su tío la vendió». Dicho de esta forma, parece muy simple.
«Ningún hombre es una isla», proclamaba Donne, y se equivocaba. Si no fuésemos islas estaríamos perdidos, ahogados en las tragedias ajenas. Estamos aislados (y no olvidemos que la palabra aislado significa literalmente «hecho una isla») de las tragedias ajenas, por nuestra naturaleza insular y por el esquema repetitivo de las historias. Conocemos el esquema, y este no cambia. Hubo un ser humano que nació, vivió y, de una forma u otra, murió. Ya está. Los detalles se pueden rellenar de acuerdo con la propia experiencia. Es tan poco original como cualquier otra historia, y tan única como cualquier otra vida. Las vidas son copos de nieve: únicos en los detalles, forman modelos que ya hemos visto antes, pero parecen idénticos como los guisantes de una misma vaina (¿y habéis visto alguna vez los guisantes dentro de su vaina? Quiero decir, ¿os habéis fijado bien? Después de observarlos minuciosamente unos instantes, no hay confusión posible porque no hay uno que sea exactamente igual a otro).
Necesitamos relatos individuales. Sin individuos solo vemos cifras: mil muertos, cien mil muertos, «las bajas podrían ascender a un millón». A través de las historias individuales, las estadísticas se convierten en personas —pero incluso eso es mentira, porque las personas continúan sufriendo en cifras que en sí mismas son aburridas y carecen de significado—. Mira la tripa hinchada de ese niño, las moscas que se arrastran por el rabillo de sus ojos y sus escuálidas extremidades: ¿sería más fácil para ti si conocieses su nombre, su edad, sus sueños, sus miedos? ¿Si pudieras ver su interior? Y de ser así, ¿no estaríamos discriminando a su hermana, que yace a su lado en el mismo polvo abrasador, deformada y con el abdomen distendido como la grotesca caricatura de un niño? Y aun entonces, si llegáramos a sentir su dolor, ¿serían más importantes para nosotros que otros mil niños afectados por la misma hambre, otras mil tiernas vidas que pronto serán pasto de las moscas y de sus también famélicas larvas?
Trazamos nuestras fronteras alrededor de estos momentos de dolor, y permanecemos en nuestras islas, donde no pueden herirnos. Los cubrimos con una capa suave, segura y nacarada que hace que resbalen, como una perla, sobre nuestras almas sin llegar a dañarlas.
La ficción nos permite deslizarnos al interior de esas otras cabezas, de esos otros lugares, y mirar a través de los ojos del otro. En el relato nos detenemos justo antes de morir, o morimos de forma vicaria y sin sufrir daño alguno, y en el mundo que está fuera del relato pasamos la página o cerramos el libro, y continuamos con nuestra vida.
Una vida, que es, como cualquier otra, diferente de cualquier otra.
Y la verdad desnuda es ésta: «Había una joven y su tío la vendió».
Y esto es lo que se decía en el lugar de donde procedía la joven: ningún hombre puede estar seguro de quién es el padre de un niño, pero de quién es su madre, ah, sobre eso no cabe la menor duda. El linaje y la propiedad venían determinados por la línea materna, pero el poder permanecía en manos de los varones: ellos ostentaban la propiedad absoluta de los hijos de su hermana.
Hubo una guerra en aquel lugar, una guerra a pequeña escala, apenas una escaramuza entre los hombres de dos aldeas rivales. Prácticamente no fue más que una disputa. Una aldea la ganó y la otra la perdió.
La vida como una mercancía, los seres humanos como una propiedad. Hacía miles de años que la esclavitud formaba parte de la vida en aquel lugar. Los esclavistas árabes habían destruido el último de los grandes reinos del África oriental, mientras que las naciones del África occidental se habían destruido unas a otras.
No había nada de indecoroso o inusual en el hecho de que el tío vendiese a los mellizos, aunque los mellizos y los gemelos eran considerados criaturas mágicas, y su tío los temía, hasta tal punto que no les dijo que los iba a vender para que no pudieran herir su sombra y matarlo. Tenían doce años. Ella se llamaba Wututu, como el pájaro mensajero; él se llamaba Agasu, que era el nombre de un antiguo rey ya fallecido. Eran unos niños sanos y, como eran mellizos, hembra y varón, les habían hablado mucho de los dioses y, como eran mellizos, escucharon con atención lo que les contaban, y lo tenían muy presente.
Su tío era un hombre gordo y perezoso. De haber tenido más cabezas de ganado, probablemente habría vendido un rebaño en lugar de a los niños, pero no las tenía. Vendió a los mellizos. Esto es lo único que necesitamos saber de él: no volverá a aparecer en este relato. Seguiremos a los mellizos.
Les hicieron marchar, en compañía de otros esclavos capturados o vendidos en la guerra, una veintena de kilómetros hasta un pequeño puesto fronterizo. Allí los vendieron, y a los mellizos, junto con otros trece esclavos, los compró un grupo de seis hombres con lanzas y cuchillos que los hicieron caminar hacia el oeste, hasta llegar al mar, y una vez allí, recorrieron todavía un buen trecho a lo largo de la costa. Eran en total quince esclavos, con las manos atadas holgadamente y sujetos unos a otros por el cuello.
Wututu le preguntó a su hermano Agasu qué sería de ellos.
—No lo sé —le respondió él. Agasu era un niño de sonrisa fácil: tenía unos bonitos dientes blancos y los mostraba al reír, haciendo feliz a su hermana con su alegría. Pero ahora no sonreía. Se hacía el fuerte por su hermana, con la cabeza bien alta, los hombros hacia atrás, tan orgulloso, tan fiero y tan cómico como un cachorro con el pelo del lomo erizado.
El hombre que iba detrás de Wututu, que tenía las mejillas llenas de cicatrices, les dijo:
—Nos venderán a los demonios blancos, que nos llevarán a su casa al otro lado del agua.
—¿Y qué harán con nosotros, una vez allí? —inquirió Wututu.
El hombre no dijo nada.
—¿No me vas a responder? —insistió Wututu. Agasu intentó prevenirla mirando por encima de su hombro. No les estaba permitido hablar o cantar mientras caminaban.
—Es posible que se nos coman —dijo el hombre—. Eso es lo que me han contado. Por eso necesitan tantos esclavos, porque siempre tienen hambre.
Wututu empezó a llorar mientras caminaba.
—No llores, hermana mía —le dijo Agasu—. A ti no te comerán. Yo te protegeré. Nuestros dioses te protegerán.
Pero Wututu continuaba llorando, caminando con el corazón abrumado, sintiendo el dolor, la rabia y el miedo como solo un niño puede sentirlos: de forma abrumadora y descarnada. Se sentía incapaz de decirle a Agasu que lo que temía no era que los diablos blancos se la comieran a ella. Sobreviviría, estaba segura de ello. Lloraba porque temía que se comiesen a su hermano, y no estaba segura de poder protegerlo.
Llegaron a un enclave comercial, y allí los retuvieron durante diez días. En la mañana del décimo, los sacaron de la cabaña donde los habían tenido recluidos (que los últimos días había estado abarrotada, pues habían llegado más hombres desde muy lejos, y habían traído con ellos a sus propios esclavos). Los hicieron caminar hasta el puerto, y Wututu vio el barco en el que iban a meterlos.
Lo primero que pensó fue que el barco era enorme, pero después pensó que era demasiado pequeño para que cupiesen todos dentro. Flotaba suavemente sobre el agua. El bote iba y venía, transportando a los prisioneros al barco, donde los marineros les ponían los grilletes y los distribuían por las cubiertas inferiores. Algunos marineros tenían la piel roja como el ladrillo o morena, extrañas narices puntiagudas y barbas que les hacían parecer bestias. Muchos marineros eran como su propia gente, como los hombres que la habían llevado por la costa. Separaron a los hombres de las mujeres y de los niños, y los obligaron a colocarse en diferentes lugares de la cubierta de los esclavos. Había demasiados para el tamaño del barco, por lo que encadenaron a otra docena de hombres al raso en la cubierta, bajo las hamacas de la tripulación.
A Wututu la pusieron en el grupo de los niños, no en el de las mujeres, por lo que no estaba encadenada, solo encerrada. Agasu fue obligado a ir con el grupo de los hombres, encadenados, hacinados como sardinas en lata. Bajo la cubierta, pese a que la tripulación la había limpiado después de la última travesía, el hedor era insoportable. Había quedado impregnado en la madera: el olor del miedo, de la bilis, de la diarrea, de la muerte, de la fiebre, de la locura, del odio. Wututu se sentó con los otros niños en la claustrofóbica bodega. Sentía el sudor de los que estaban a su lado. Una ola lanzó contra ella a un niño pequeño, que se disculpó en una lengua que Wututu no reconoció. Intentó sonreírle en la semioscuridad.
El barco zarpó, y comenzó a avanzar pesadamente por el agua.
Wututu se preguntaba cómo sería el lugar del que venían los hombres blancos (aunque ninguno de ellos era completamente blanco: la brisa del mar y el sol habían curtido su piel y la habían vuelto oscura). ¿Acaso sufrían una escasez tal de alimentos que necesitaban ir hasta su tierra a buscar personas para comérselas? ¿O es que ella iba a convertirse en un manjar especial para personas que ya habían consumido tantos que solo la carne de piel negra podía hacerles salivar?
El segundo día fuera del puerto tropezaron con una borrasca, no muy fuerte, pero que sacudió y golpeó las bodegas hasta que el olor del vómito se unió a la mezcla de orina, heces líquidas y sudor frío. La lluvia caía a raudales desde los respiraderos del techo de la bodega.
A la semana de viaje, perdida de vista la costa, liberaron a los esclavos de sus grilletes. Se les advirtió de que cualquier desobediencia, cualquier problema, sería castigado con una dureza inimaginable.
Por la mañana les dieron alubias y galletas, y un trago de zumo de lima avinagrado por cabeza, pero el zumo era tan agrio que se les retorcía el semblante y les hacía toser, y algunos incluso gemían cuando les obligaban a beberlo. No podían escupirlo, porque si los pillaban escupiendo les azotaban.
Por la noche les dieron carne en salazón. Tenía un sabor desagradable y una pátina irisada en la superficie grisácea. Eso era al principio del viaje; a medida que pasaban los días, la carne fue adquiriendo un aspecto aún peor.
Cuando podían, Wututu y Agasu se acurrucaban juntos y hablaban de su madre, de su hogar y de sus amigos. A veces Wututu le contaba a Agasu los cuentos que solía contarles su madre, como los de Elegba, el más pícaro de los dioses, que era los ojos y los oídos de Mawu en el mundo, le llevaba mensajes y volvía con sus respuestas.
Al anochecer, para disipar la monotonía del viaje, los marineros hacían que los esclavos cantaran y bailaran para ellos las danzas de sus respectivos lugares de origen.
Wututu tuvo mucha suerte de que la pusieran con los niños. A estos simplemente los amontonaban y los ignoraban; las mujeres no siempre tenían tanta suerte. En algunos barcos esclavistas la tripulación violaba repetida y continuamente a las mujeres, como una especie de incentivo extra para los marineros. Aquél no era uno de esos barcos, lo cual no significa que no hubiera violaciones.
Cien hombres, mujeres y niños perecieron en el transcurso de aquel viaje y fueron arrojados por la borda. Algunos de los que tiraban no estaban muertos aún, pero las gélidas aguas verdes del océano aliviaban sus fiebres para después ahogarlos, mientras agitaban desesperadamente los brazos y las piernas.
Wututu y Agasu viajaban en un barco holandés, pero ellos no lo sabían; lo mismo podía haber sido británico, portugués, español o francés.
Los marineros negros, cuya piel era aún más oscura que la de Wututu, les decían a los cautivos adónde tenían que ir, qué tenían que hacer, cuándo debían bailar. Una mañana Wututu sorprendió a uno de los guardas negros mirándola fijamente. Mientras comía, el hombre se acercó a ella y se la quedó mirando, sin decir nada.
—¿Por qué hacéis esto? —preguntó Wututu—. ¿Por qué servís a los demonios blancos?
El hombre sonrió como si la pregunta fuese lo más gracioso que hubiera oído en su vida. Después se inclinó, de modo que sus labios casi rozaron la oreja de Wututu, y la calidez de su aliento en la oreja le provocó una repulsión repentina.
—Si fueras un poco mayor —le dijo—, te haría gritar de alegría con mi pene. Quizá lo haga esta noche. Ya he visto lo bien que bailas.
Ella lo miró con sus ojos castaños y le respondió, sin parpadear, incluso sonriendo:
—Si me lo metes ahí abajo, te morderé con los dientes que tengo ahí abajo. Soy una bruja, y tengo unos dientes muy afilados ahí abajo.
Disfrutó viendo cómo cambiaba la expresión de su cara. El marinero no le dijo nada más y se marchó.
Las palabras habían salido de su boca, pero no eran suyas: no las había pensado ni construido ella. «No», se dijo, eran las palabras de Elegba, el granuja. Mawu había creado el mundo y después, gracias a los engaños de Elegba, había perdido el interés por él. Había sido Elegba el astuto, el de la erección de hierro, quien había hablado a través de ella, quien la había poseído por un instante. Aquella noche, antes de quedarse dormida, le dio las gracias a Elegba.
Varios cautivos se negaron a comer. Los azotaron hasta que empezaron a meterse comida en la boca y a tragar, pero con tal dureza que dos de los hombres murieron por culpa de la paliza. Después, nadie más volvió a intentar obtener la libertad por la vía del ayuno. Un hombre y una mujer intentaron matarse saltando por la borda. La mujer lo logró. Al hombre lo rescataron, lo ataron a un mástil y lo azotaron durante buena parte del día, hasta dejarle la espalda en carne viva, y lo dejaron allí atado hasta que el día dio paso a la noche. No le dieron nada de comer, y tampoco le dejaron nada para beber, excepto su propia orina. Al tercer día ya deliraba y tenía la cabeza hinchada y blanda, como un melón pasado. Cuando dejó de delirar lo arrojaron por la borda. Además, durante los cinco días posteriores al intento de fuga, volvieron a ponerles a los cautivos sus grilletes y sus cadenas.
Era un viaje largo y duro para los cautivos, pero tampoco era agradable para la tripulación, pese a que habían aprendido a endurecer el alma y se engañaban a sí mismos fingiendo que eran como granjeros transportando su ganado hasta el mercado.
Llegaron a Bridgetown, Barbados, en un bonito y cálido día. Los cautivos fueron trasladados a tierra firme en botes bajos que enviaban desde el muelle, y conducidos hasta la plaza del mercado donde, a fuerza de gritos y palos, los ordenaron en filas. Sonó un silbato, y la plaza se llenó de hombres de rostro enrojecido que hurgaban, daban codazos, gritaban, inspeccionaban, llamaban, valoraban y refunfuñaban.
En ese momento separaron a Wututu y Agasu. Todo sucedió muy deprisa: un hombre corpulento obligó a Agasu a abrir la boca, le miró los dientes, palpó los músculos de sus brazos, asintió y otros dos hombres se lo llevaron en volandas. No se resistió. Únicamente miró a Wututu y le gritó:
—Sé fuerte.
Ella asintió, y entonces las lágrimas enturbiaron su mirada, y gimió. Juntos eran mellizos, mágicos, poderosos. Separados no eran más que dos niños afligidos.
No volvió a verlo, salvo una vez, y no mientras duró su vida.
Esto es lo que le ocurrió a Agasu. Primero lo llevaron a una plantación de especias, en la que le azotaban diariamente por lo que hacía y por lo que no hacía; le enseñaron algunos rudimentos de inglés y le pusieron el sobrenombre de Jack Tinta, por lo oscuro de su piel. Un día se escapó, pero salieron a buscarlo con los perros y lo trajeron de vuelta, y le cortaron un dedo del pie con un cincel, para darle una lección que no olvidara jamás. Habría ayunado hasta la muerte, pero cuando se negó a comer le rompieron los dientes y le forzaron a comer gachas hasta que no le quedó más remedio que tragar o ahogarse.
Incluso por aquel entonces preferían a los esclavos nacidos en cautividad a los que venían de África. Los esclavos que habían nacido libres intentaban huir, o morir, y en ambos casos los beneficios menguaban.
Cuando Jack Tinta cumplió dieciséis años lo vendieron, junto con varios esclavos más, a una plantación de caña de azúcar en la isla de Saint Domingue. Le llamaron Jacinto, el corpulento esclavo de los dientes rotos. Allí conoció a una anciana de su misma aldea —había trabajado como esclava doméstica hasta que los dedos se le habían vuelto demasiado nudosos y artríticos— que le dijo que los blancos separaban intencionadamente a los cautivos que provenían de las mismas ciudades y pueblos, para evitar insurrecciones y revueltas. No les gustaba que los esclavos hablaran entre sí en su lengua materna.
Jacinto aprendió algo de francés, y le iniciaron en las enseñanzas de la Iglesia católica. Se pasaba los días cortando caña de azúcar desde antes del amanecer hasta después de la puesta del sol.
Tuvo varios hijos. De madrugada, iba con el resto de los esclavos a los bosques, aunque estaba prohibido, para bailar la Calinda y cantarle a Damballa-Wedo, el dios serpiente, que tenía la forma de una serpiente negra. Cantaba en honor a Elegba, Ogu, Shango, Zaka y muchos otros, todos los dioses que los cautivos habían llevado consigo a la isla, en su mente y en lo más hondo de sus corazones.
Los esclavos de las plantaciones de caña de Saint Domingue raras veces vivían más de una década. El tiempo libre que se les concedía —dos horas durante el abrasador mediodía, y cinco en la oscuridad de la noche (de once a cuatro)— era el único tiempo del que disponían para cultivar su propia comida (puesto que sus amos no les daban de comer; solo les cedían pequeñas parcelas de tierra para que pudieran cultivarlas). Este tiempo era también el tiempo para dormir y soñar. Aun así, aprovechaban ese tiempo para reunirse y danzar, cantar y adorar a sus dioses. El suelo de Saint Domingue era muy fértil y los dioses de Dahomey, del Congo y del Níger arraigaron profundamente en él y crecieron suntuosos, inmensos y profundos, prometiendo la libertad a todos aquellos que los adorasen por las noches en las arboledas.
Jacinto tenía veinticinco años cuando una araña le mordió en el dorso de la mano derecha. La mordedura se infectó y la carne de la mano se le gangrenó: al poco tiempo, la gangrena se le había extendido por todo el brazo, que se hinchó y se puso morado, y empezó a apestar.
Le dieron ron para que bebiera, y calentaron la hoja de un machete al fuego hasta que se puso incandescente. Le cortaron el brazo a la altura del hombro con una sierra, y le cauterizaron la herida con la hoja ardiente. Tuvo fiebre durante una semana. Después volvió al trabajo.
El esclavo manco al que llamaban Jacinto tomó parte en la revuelta de esclavos de 1791.
El propio Elegba tomó posesión de Jacinto en la arboleda, cabalgándolo como el hombre blanco cabalga a lomos de un caballo, y habló por su boca. Él apenas recordaba qué había dicho, pero los que estaban a su lado le contaron que les había prometido liberarlos de su cautiverio. Él solo recordaba su erección, potente y dolorosa; y recordaba también haber alzado ambas manos —la que tenía y la que había perdido— en dirección a la Luna.
Sacrificaron un cerdo, y los hombres y mujeres de aquella plantación bebieron su sangre aún caliente, comprometiéndose así unos con otros para formar una hermandad. Juraron ser un ejército libertador, hicieron votos a todos los dioses de las diversas tierras de las que habían sido arrancados como botín.
—Si morimos en la guerra contra los blancos —se decían unos a otros—, renaceremos en África, en nuestros hogares, en nuestras propias tribus.
Había otro Jacinto en el alzamiento, de modo que a Agasu empezaron a llamarle el Gran Manco. Combatía, rezaba, hacía sacrificios, planeaba. Vio morir a muchos de sus amigos y amantes, pero continuó luchando.
La guerra duró doce años, fue una lucha enloquecedora y sangrienta contra los dueños de las plantaciones, contra las tropas venidas de Francia. Combatieron, continuaron luchando y, por increíble que parezca, acabaron ganando.
El 1 de enero de 1804 se declaró la independencia de Saint Domingue, que pronto sería conocida en todo el mundo como la República de Haití. El Gran Manco no vivió para verlo. Había muerto en agosto de 1802, traspasado por la bayoneta de un soldado francés.
En el preciso momento de la muerte del Gran Manco (al que antes se conocía por el nombre de Jacinto, y antes de eso como Jack Tinta, y que en su corazón fue siempre Agasu), su hermana, a quien él había conocido como Wututu, que se había llamado Mary en su primera plantación de las Carolinas, y Daisy cuando se convirtió en esclava doméstica, y Sukey cuando la vendieron río abajo a la familia Lavere en Nueva Orleans, sintió la fría hoja de la bayoneta entre sus costillas y comenzó a gritar y a llorar de manera inconsolable. Sus hijas gemelas se despertaron y empezaron a chillar. Eran de color café con leche, sus recién nacidas, no como los hijos negros que había parido en la plantación cuando ella misma era casi una cría —hijos a los que no veía desde que tenían quince y diez años respectivamente—. Su hija mediana llevaba muerta un año cuando vendieron a Wututu y tuvo que abandonarlos.
A Sukey la habían azotado muchas veces desde su desembarco en el Nuevo Mundo; una vez le echaron sal en las heridas, en otra ocasión la azotaron de forma tan brutal y durante tanto tiempo que no pudo sentarse ni dejar que nada le rozase la espalda en varios días. La habían violado multitud de veces cuando era más joven: hombres negros a los que se había ordenado compartir su catre de madera, y también hombres blancos. La habían encadenado. Sin embargo, nunca había derramado una lágrima. Desde que la separaran de su hermano solo había llorado una vez. Fue en Carolina del Norte, cuando vio que la comida de los esclavos niños se servía en los mismos abrevaderos que la de los perros, y que sus hijos se peleaban con los perros por las sobras. Un día vio cómo esto sucedía —ya lo había visto antes, a diario en aquella plantación, y volvería a verlo muchas veces antes de salir de allí—, pero aquel día lo vio y le partió el alma.
Durante un tiempo había sido guapa. Después, los años de penurias le pasaron factura y perdió su belleza. Su cara estaba llena de surcos, y sus ojos castaños albergaban demasiado dolor.
Once años antes, cuando tenía veinticinco, su brazo derecho se había marchitado. Ninguno de los hombres blancos supo a qué podía deberse. Parecía que la carne se fundiese en los huesos, y el brazo se le quedó inútil, un puro hueso cubierto de piel que apenas podía mover. Después de esto pasó a ser una esclava doméstica.
La familia Casterton, dueña de la plantación, estaba impresionada con sus habilidades para llevar la casa y la cocina, pero a la señora Casterton aquel brazo marchito le resultaba perturbador y acabaron vendiéndola a la familia Lavere, que estaba pasando un año fuera de Luisiana: el señor Lavere era un hombre gordo y alegre que andaba buscando una cocinera y criada para todo tipo de tareas, y el brazo marchito de la esclava Daisy no le provocaba ni la más mínima repulsión. Cuando un año después volvieron a Luisiana, la esclava Sukey se fue con ellos.
En Nueva Orleans las mujeres, y también los hombres, acudían a ella para comprar curas, filtros de amor y pequeños amuletos. Acudían a ella los negros, por supuesto, pero también muchos blancos. La familia Lavere hacía la vista gorda. Quizá porque creían que les daba cierto prestigio tener una esclava temida y respetada. De cualquier modo, se negaban a venderle su libertad.
Sukey iba a la laguna bien entrada la noche, y allí bailaba la Calinda y la Bamboula. Al igual que en Saint Domingue y en su tierra natal, en la laguna se bailaba bajo la protección de una serpiente negra, pero los dioses de su tierra y de otras naciones africanas no poseían aquí a las personas del mismo modo que habían poseído a su hermano y a la gente de Saint Domingue. No obstante, ella los invocaba, llamándolos por sus nombres para implorar sus favores.
Escuchaba cuando la gente blanca hablaba de lo que llamaban la revuelta de Saint Domingue y de cómo estaba abocada al fracaso —«¡Imaginaos! ¡Una tierra dominada por caníbales!»—, y más tarde observó que habían dejado de hablar de ello.
Al poco tiempo le dio la impresión de que actuaban como si nunca hubiese existido un lugar llamado Saint Domingue y, en cuanto a Haití, ni siquiera mencionaban aquella palabra. Era como si todo Estados Unidos hubiese decidido que, con solo desearlo, como por un acto de fe, podían borrar del mapa una isla caribeña de proporciones considerables.
Una generación entera de Laveres creció bajo la atenta mirada de Sukey. El benjamín, que no sabía decir «Sukey» cuando era pequeño, la llamaba Mamá Zuzú, y con ese nombre se quedó. Corría el año 1821, y Sukey ya pasaba de los cincuenta, aunque parecía mucho mayor.
Conocía más secretos que la vieja Santé Dedé, que vendía dulces frente al Cabildo; más que Marie Saloppé, que se llamaba a sí misma la reina del vudú: ambas eran mujeres de color libres, mientras que Mamá Zuzú era una esclava, y moriría como esclava, o al menos eso era lo que decía su amo.
La joven que vino a verla para averiguar qué había sido de su marido se hacía llamar la Viuda París. Tenía unos senos prominentes, era joven y orgullosa. Por sus venas corría sangre africana, europea e india. Su piel era rojiza, y su cabello de un negro brillante. Sus ojos eran negros y altaneros. Creía que su marido, Jacques París, podía haber muerto. Era un mulato cuarterón, según los cálculos de la época, el bastardo de una familia orgullosa venida a menos, una de las muchas que huyeron de Saint Domingue, y había nacido libre, al igual que su espectacular mujer.
—¿Mi Jacques está muerto? —le preguntó la Viuda París. Era una peluquera que iba de casa en casa peinando a las mujeres elegantes de Nueva Orleans para sus sofisticados compromisos sociales.
Mamá Zuzú consultó los huesos, y meneó la cabeza.
—Está con una mujer blanca, en algún lugar al norte de aquí —le dijo—. Una mujer blanca de cabello dorado. Está vivo.
No era magia. Todo el mundo en Nueva Orleans sabía con quién había huido Jacques París, y el color del cabello de la dama también.
A Mamá Zuzú le sorprendió que la Viuda París no supiese todavía que su Jacques le metía todas las noches su pequeño pito de cuarterón a una chica de piel rosada en Colfax. O al menos las noches que no estaba demasiado borracho para poder usarlo en algo más productivo que mear. Aunque a lo mejor lo sabía. Quizás había acudido a ella por otra razón.
La Viuda París iba a ver a la vieja esclava una o dos veces por semana. Un mes más tarde empezó a traerle regalos: lazos para el pelo, un bizcocho de semillas, un gallo negro.
—Mamá Zuzú —dijo la joven—, ya es hora de que me enseñes lo que sabes.
—Sí —le respondió Mamá Zuzú, sabiendo lo que pretendía. Además, la Viuda París le había confesado que había nacido con los pies palmeados, señal de que era una gemela que había matado a su hermano en el vientre materno. ¿Qué otra cosa podía hacer Mamá Zuzú?
Enseñó a la joven que dos nueces moscadas colgadas del cuello del paciente hasta que se rompa la cuerda curan los soplos en el corazón, mientras que un pichón que no ha volado nunca, abierto en canal y colocado sobre la cabeza del paciente, hace bajar la fiebre. Le enseñó cómo se prepara una bolsa de deseos: una bolsita de cuero con trece peniques, nueve semillas de algodón y las cerdas de un puerco negro; y cómo frotar la bolsa para que los deseos se hagan realidad.
La Viuda París aprendía todo lo que Mamá Zuzú le enseñaba. Sin embargo, en realidad no le interesaban los dioses. Sus intereses tenían más que ver con los aspectos prácticos. Le encantaba aprender cosas como que bañando en miel una rana viva y colocándola en la entrada de un hormiguero, después de que las hormigas hayan dejado los huesos blancos y limpios, se pueden examinar atentamente y encontrar dos, uno plano en forma de corazón y el otro con una especie de gancho: el hueso del gancho debe prenderse en la ropa del hombre cuyo amor se desea conseguir, y el hueso en forma de corazón hay que guardarlo en lugar seguro (pues si lo pierdes, tu amante se volverá contra ti como un perro rabioso). Era un remedio infalible para conseguir que el hombre que amaba te correspondiera.
Aprendió que el polvo de serpiente seca, mezclado con los polvos de tocador de un enemigo, produce ceguera, y que se puede provocar el ahogamiento de una enemiga cogiendo una prenda de su ropa interior, volviéndola del revés y enterrándola bajo un ladrillo a medianoche.
Mamá Zuzú le enseñó a la Viuda París la Raíz Mágica del Mundo, las grandes y pequeñas raíces de Juan el Conquistador, la sangre de dragón, la valeriana y la hierba de cinco dedos. Le enseñó a preparar té para hacer que alguien se consuma, agua para que te cortejen y agua de Shingo.
Todo esto y mucho más le enseñó Mamá Zuzú a la Viuda París. No obstante, no fue lo que se dice un placer para la anciana. Ella se esforzaba en enseñarle las verdades ocultas, el conocimiento profundo; le habló de Elegba, de Mawu, de Aido-Hwedo, la serpiente vudú y todos los demás, pero a la Viuda París (ahora os diré su verdadero nombre, con el que se haría famosa después: era Marie Laveau, pero no la Marie Laveau de la que sin duda habréis oído hablar; esa era su madre, y acabó convirtiéndose en la Viuda Glapion), a la viuda París, decía, no le interesaban lo más mínimo los dioses de la remota tierra. Si Saint Domingue había sido una tierra negra y fértil para que los dioses africanos prosperasen en ella, esta otra tierra, de maíz y melones, de cangrejos y algodón, era completamente estéril.
—No quiere aprender —se quejaba Mamá Zuzú a Clémentine, su confidente, que hacía la colada de muchas de las casas del barrio, y lavaba las cortinas y las colchas. Clémentine tenía marcas de quemaduras en las mejillas, y uno de sus hijos había muerto escaldado al volcarse un barreño de cobre.
—Entonces no le enseñes —dice Clémentine.
—Le enseño, pero no entiende qué es lo valioso, lo único que ve es lo que puede hacer con ello. Le entrego un diamante, pero a ella solo le importan los cristales vistosos. Le ofrezco media botella del mejor vino y ella bebe el agua del río. Le doy codorniz y ella solo desea comerse una rata.
—¿Y por qué insistes?
Mama Zuzú se encoge de hombros, lo que hace que su brazo marchito tiemble.
No puede responder. Podría decir que le enseña porque es su forma de dar gracias por estar viva, y así es: ha visto morir a demasiados. Podría decir que sueña con que un día los esclavos se rebelarán, como lo hicieron (aunque fueron derrotados) en LaPlace, pero en el fondo de su alma sabe que sin los dioses africanos nunca podrán vencer a sus captores blancos, y nunca regresarán a su tierra natal.
Cuando se despertó aquella fatídica noche casi veinte años atrás, y sintió el frío acero entre sus costillas, la vida de Mamá Zuzú llegó a su fin. Ahora era una persona que no vivía, que solo odiaba. Si le hubieran preguntado de dónde nacía aquel odio, no habría podido hablar de una niña de doce años en un hediondo barco: había dejado aquel recuerdo muy atrás —demasiados latigazos y palizas, demasiadas noches encadenada, demasiadas separaciones y demasiado dolor—. Sin embargo, podría hablar de su hijo y de cómo el amo le había cortado el pulgar cuando descubrió que el niño sabía leer y escribir. Podría hablar de su hija, que con doce años ya estaba embarazada de un vigilante, y de cómo habían cavado un hoyo en la tierra roja para que su hija embarazada pudiera tumbarse y ser azotada hasta dejarle la espalda en carne viva. Y pese al hoyo que tan cuidadosamente habían cavado, su hija perdió al niño y la vida un domingo por la mañana, cuando los blancos estaban en la iglesia…
Demasiado dolor.
—Adóralos —le dijo Mamá Zuzú a la joven Viuda París en la laguna, una hora después de la medianoche. Ambas estaban desnudas hasta la cintura, sudando por la humedad de la noche, con la pálida luz de la luna reflejada en su piel.
El marido de la Viuda París, Jacques (cuya muerte se produjo tres años después en extrañas circunstancias), le había hablado a Marie de los dioses de Saint Domingue, pero a ella no le importaban. El poder provenía de los rituales, no de los dioses.
Mamá Zuzú y Marie París cantaban, estampaban los pies contra el suelo y plañían en la charca. Cantaban en honor a las serpientes negras, las mujeres de color libre y la esclava del brazo marchito.
—No se trata solo de que tú prosperes y tus enemigos encuentren la ruina. Es algo más —le dijo Mamá Zuzú.
Muchas de las palabras de los rituales, palabras que antes conocía y que su hermano también había conocido, se habían borrado ya de su memoria. Le dice a la hermosa Marie Laveau que las palabras no importan, que solo importan los ritmos y las melodías, y allí, cantando y chapoteando sobre las serpientes negras, en la charca, tiene una visión extraña. Ve el ritmo de las canciones, el de la Calinda, el de la Bamboula y todos los otros ritmos del África ecuatorial extendiéndose poco a poco por aquella tierra de medianoche hasta que todo el país se estremece y baila los ritmos de los viejos dioses cuyo reino ella tuvo que abandonar. Pero aun así, de algún modo comprende, en la charca, que no será suficiente.
Se vuelve hacia la hermosa Marie Laveau y se ve a sí misma a través de sus ojos, una mujer de piel negra, con la cara surcada de arrugas, un brazo esquelético colgando sin vida, los ojos de quien ha visto a sus hijos pelearse con los perros por la comida. Se vio a sí misma, y por primera vez supo la repulsión y el temor que inspiraba en la joven.
Entonces se echó a reír, se agachó y agarró con su mano buena una serpiente negra tan larga como un árbol joven y tan gruesa como una sirga.
—Mira —le dijo—. Ésta será nuestro vudú.
Dejó caer la serpiente en un cesto que llevaba la mulata Marie.
Después, a la luz de la luna, la segunda vista se adueñó de ella por última vez, y vio a su hermano Agasu, pero ya no como el niño de doce años del que se había separado tanto tiempo atrás en el mercado de Bridgeport, sino como un hombre gigantesco, calvo, que al sonreír mostraba sus mellados dientes, con la espalda marcada por profundas cicatrices. Con una mano empuñaba un machete. Su brazo derecho era apenas un muñón.
Ella alargó su mano izquierda, la buena.
—Quédate, quédate un momento —susurró—. Enseguida estoy ahí. Pronto estaré a tu lado.
Y Marie París pensó que la anciana hablaba con ella.