En algún lugar de Estados Unidos

Nueva York intimida a Salim, por eso coge el maletín de muestras con ambas manos, apretándolo contra su pecho. Tiene miedo de los negros, del modo en que le miran, y también de los judíos, que van vestidos de negro y llevan sombrero y barba y unos tirabuzones característicos a ambos lados de la cara, y de muchos otros que no puede identificar; tiene miedo de la multitud de gente que abarrota las calles, gente de todo tipo y condición, que se agolpan en las aceras al salir de aquellos altísimos y mugrientos edificios; le asusta el bullicio del tráfico, e incluso el aire, que desprende un olor que es a un tiempo sucio y dulzón, y que no tiene nada que ver con el aire de Omán.

Salim lleva en Nueva York, Estados Unidos, una semana. Todos los días visita dos, quizá tres, oficinas diferentes, abre su maleta de muestras y les enseña sus baratijas de reluciente cobre: anillos, botellas y diminutas linternas eléctricas, miniaturas del Empire State, de la Estatua de la Libertad y de la torre Eiffel; todas las noches le manda un fax a su cuñado, Fuad, que vive en Muscat, contándole que no le han hecho ningún pedido, o, si el día ha sido bueno, que ha recibido varios (pero Salim es dolorosamente consciente de que no basta siquiera para cubrir su billete de avión ni la cuenta del hotel).

Por razones que a Salim se le escapan, los socios de su cuñado le han reservado habitación en el hotel Paramount, en la calle Cuarenta y Seis. Él lo encuentra caótico, claustrofóbico, caro, extraño.

Fuad es el marido de la hermana de Salim. No es un hombre rico, pero es copropietario de una modesta fábrica de bisutería que produce artículos de cobre: broches, anillos, pulseras y miniaturas. Toda la producción se exporta a otros países árabes, a Europa o a Estados Unidos.

Salim lleva seis meses trabajando para su cuñado. Fuad le intimida un poco. El tono de sus faxes es cada vez más hostil. Por las tardes, Salim se queda en su habitación leyendo el Corán, diciéndose que todo aquello acabará pronto, que su estancia en ese mundo extraño es limitada y finita.

Su cuñado le dio mil dólares para cubrir los gastos que pudiera ocasionarle el viaje, y el dinero, que le pareció una barbaridad la primera vez que lo vio, se está esfumando tan deprisa que Salim ya no da crédito. Nada más llegar, por miedo a que lo tomaran por un árabe menesteroso, daba propinas a todo el mundo, siempre tenía un dólar de más para dar a quien encontrara; más tarde decidió que se estaban aprovechando de él, que quizás incluso se reían de él, y dejó de dar propinas.

En su primer y último viaje en metro se perdió, y no pudo llegar a una cita que tenía concertada; ahora coge taxis solo cuando es imprescindible, pero en general va andando a todas partes. Va dando tumbos por oficinas con la calefacción demasiado fuerte, con las mejillas adormecidas por el frío que hace en el exterior, sudando bajo el abrigo, con los zapatos empapados por la nieve; y cuando sopla el viento por las avenidas (que van de norte a sur, del mismo modo que las calles van de oeste a este, tan sencillo que Salim siempre sabe dónde está la Meca) siente en la cara un frío tan intenso que le duele como una bofetada.

Nunca come en el hotel (pues, aunque los socios de Fuad corren con los gastos de alojamiento, la comida la paga él de su bolsillo); compra comida en los puestos de falafel y en pequeñas tiendas de alimentación; al principio la subía a la habitación oculta bajo el abrigo hasta que se percató de que a nadie le importaba. Y sin embargo sigue sintiéndose extraño cuando sube con las bolsas de comida en el mal iluminado ascensor (siempre tiene que agacharse y entornar los ojos para encontrar el botón que tiene que apretar para subir a su piso) hasta la pequeña habitación que ocupa.

Salim está disgustado. El tono del fax que le esperaba esta mañana era seco, y estaba trufado de reproches, severidad y desaprobación: estaba decepcionando a su hermana, a Fuad, a los socios de Fuad, al sultán de Omán y a todo el mundo árabe en general. Si no era capaz de conseguir los pedidos, Fuad se vería liberado de la obligación de darle trabajo. Dependían de él. El hotel era demasiado caro. ¿Qué estaba haciendo Salim con su dinero, vivir como un sultán en Estados Unidos? Salim leyó el fax en su habitación (siempre hacía un calor asfixiante, pero la noche anterior había dejado la ventana abierta y ahora hacía mucho frío) y se quedó allí sentado un buen rato, con el rostro petrificado en una expresión de profundo sufrimiento.

Más tarde se va al centro, agarrando la maleta de muestras como si estuviera llena de diamantes y rubíes, caminando penosamente y muerto de frío manzana tras manzana hasta que, en la esquina de la Diecinueve con Broadway, llega a un edificio no muy alto con una lavandería en la planta baja, y sube por las escaleras hasta el cuarto piso, donde está la sede de Importaciones Panglobal.

El lugar es bastante cutre, pero él sabe que prácticamente la mitad de los adornos y suvenirs que Estados Unidos importa del Lejano Oriente llegan a través de Panglobal. Un pedido de verdad, un pedido importante, de Panglobal podría rentabilizar el viaje de Salim, podría marcar la diferencia entre el fracaso y el éxito, de modo que se sienta en una incómoda silla de madera en la sala de espera, con el maletín en su regazo y la vista fija en la mujer de mediana edad con el cabello teñido de un rojo chillón que está sentada tras el escritorio, sonándose la nariz una y otra vez. Se suena y luego se limpia, y finalmente tira el Kleenex a la papelera.

Salim ha llegado a las 10:30, media hora antes de su cita. Ahora está ahí sentado, congestionado y tiritando, preguntándose si no estará incubando una gripe. El tiempo pasa muy despacio.

Mira su reloj. Luego se aclara la garganta. La mujer del escritorio le lanza una mirada hostil.

—¿Algún problema? —pregunta. Suena más bien como: ¿Algún probleba?

—Son las 11:45 —dice Salim.

La mujer mira el reloj de la pared:

—¿Y cuál es el probleba?

—Me citaron a las once —dice Salim con una sonrisa conciliadora.

—El señor Blanding sabe que está usted aquí —dice ella en tono recriminatorio. El seyor Bladdid sabe que está usted aquí.

Salim coge de la mesa un ejemplar atrasado del New York Post. Habla el inglés con fluidez pero le cuesta leerlo, y va descifrando el artículo como quien intenta resolver un crucigrama. Sigue esperando; es un joven rellenito con ojos de cachorro herido, que van de su reloj al periódico y del periódico al reloj de la pared.

A las 12:30 varios hombres salen del despacho. Hablan muy alto, muy deprisa y con un marcado acento americano. Uno de ellos, un hombre grande y barrigón, lleva un puro, sin encender, en la boca. Al salir mira a Salim. Le dice a la mujer del escritorio que pruebe a tomar zumo de limón y cinc, un remedio que según su hermana es mano de santo. La mujer le asegura que seguirá su consejo y le entrega varios sobres. El tipo los guarda en el bolsillo y sale al vestíbulo con los demás. El sonido de sus risas se va perdiendo por las escaleras.

Es la una en punto. La mujer del escritorio abre un cajón y saca una bolsa de papel de estraza, de la que saca varios sándwiches, una manzana y una chocolatina. También saca una botellita de plástico de zumo de naranja natural.

—Perdone —dice Salim—, ¿le importaría llamar al señor Blanding y decirle que todavía sigo esperando?

Ella lo mira como si le sorprendiera verle todavía allí, como si no hubieran estado frente a frente durante las dos últimas horas y media.

—Ha salido a comer —dice ella. Ha salido a cober.

Salim sabe, se lo dicen sus tripas, que Blanding era el hombre del puro sin encender.

—¿Cuándo volverá?

Ella se encoge de hombros y le pega un mordisco al sándwich.

—Tiene el resto del día ocupado. No tiene un solo hueco —dice ella. Tiede el resto del día ocupado. Do tiede ud solo hueco.

—Entonces, ¿me recibirá cuando vuelva? —pregunta Salim.

Ella se encoge de hombros y se suena la nariz.

Salim tiene hambre, cada vez más, y se siente frustrado e impotente.

A las tres en punto la mujer le mira y le dice:

Ya do creo que vuelva a la oficida.

—¿Perdón?

El seyod Bladdid. Do creo que vuelva esta tarde.

—¿Puede darme cita para mañana?

Se limpia la nariz.

Llabe por teléfodo. Las citas siebpre por teléfodo.

—Ya veo —dice Salim.

Y entonces sonríe: en Estados Unidos, le había repetido muchas veces Fuad antes de salir de Muscat, un vendedor sin una buena sonrisa está desnudo.

—Llamaré mañana —dice.

Coge su maletín de muestras y baja las muchas escaleras hasta la calle, donde la lluvia helada se está transformando en aguanieve. Salim piensa en el largo camino de vuelta al hotel, en el frío, en lo que pesa el maletín, y entonces se acerca al bordillo de la acera y llama a todos los taxis amarillos que pasan por allí, lleven la luz de arriba encendida o no, pero todos pasan de largo.

Uno de ellos acelera al pasar y una de las ruedas pasa por un bache lleno de agua, poniéndole los pantalones y el abrigo perdidos de barro. Por un instante, se plantea la posibilidad de arrojarse bajo las ruedas de un coche, pero luego llega a la conclusión de que su cuñado sufriría más por la suerte que pudiera correr el maletín de muestras que por la que pudiera correr él, y que la única que sufriría por él sería su querida hermana, la mujer de Fuad (los padres de Salim nunca se han sentido muy orgullosos de él, y sus encuentros románticos han sido siempre, por fuerza, breves y relativamente anónimos); además, duda de que alguno de los coches vaya lo suficientemente rápido como para acabar con su vida.

Un desvencijado taxi amarillo se detiene a su lado y, encantado de poder cambiar la deriva de sus pensamientos, Salim se sube.

La tapicería del asiento de atrás está parcheada con cinta aislante gris; la mampara de plexiglás está entreabierta y llena de carteles que le indican que está prohibido fumar, o le informan de las tarifas para ir a los diferentes aeropuertos. La voz grabada de alguien famoso que no conoce le recuerda que debe abrocharse el cinturón de seguridad.

—Al hotel Paramount, por favor —dice Salim.

El taxista gruñe, y arranca para incorporarse al tráfico. Va sin afeitar, lleva un jersey grueso de color arena y gafas de sol negras de plástico. El tiempo es gris, y empieza a caer la noche: Salim se pregunta si el hombre tiene algún problema en los ojos. Los limpiaparabrisas transforman el panorama en un cuadro abstracto en tonos grises con difuminados puntos de luz.

Un camión salido de no se sabe dónde se coloca delante de ellos, y el taxista suelta una blasfemia en árabe, algo relacionado con las barbas del Profeta.

Salim mira el nombre en la licencia, pero a esa distancia no puede leerla.

—¿Cuánto tiempo lleva conduciendo el taxi, amigo? —le pregunta en árabe.

—Diez años —responde el taxista en la misma lengua—. ¿De dónde es usted?

—De Muscat —dice Salim—. En Omán.

—De Omán. Yo estuve en Omán hace mucho tiempo. ¿Ha oído hablar de la ciudad de Ubar? —le pregunta el taxista.

—Por supuesto que sí. La Ciudad Perdida de las Torres. La encontraron en el desierto hace cinco, diez años, no lo recuerdo con exactitud. ¿Formaba parte de la expedición arqueológica?

—Algo parecido. Era una ciudad estupenda —dice el taxista—. Casi todas las noches había allí acampadas tres o cuatro mil personas: todos los viajeros paraban en Ubar, había música, el vino corría como agua y el agua también corría, razón por la cual existía la ciudad.

—Eso tengo entendido —dice Salim—. Y desapareció hace, ¿cuánto? ¿Mil años? ¿Dos mil?

El taxista no dice nada. Están parados en un semáforo en rojo. Cambia a verde, pero el taxista no arranca a pesar de la inmediata protesta de cientos de bocinas. No sin cierto reparo, Salim toca el hombro del taxista metiendo la mano por el agujero de la mampara. El tipo da un respingo, pisa a fondo el acelerador y atraviesan el cruce.

—Jodermierdajoder —dice en inglés.

—Debe de estar muy cansado, amigo —dice Salim.

—Llevo conduciendo este taxi dejado de la mano de Alá treinta horas —dice el conductor—. Es demasiado. Hoy solo he dormido cinco horas y ayer estuve catorce al volante. Andamos escasos de compañeros antes de Navidad.

—Espero que al menos haya ganado mucho dinero —dice Salim.

El conductor suspira.

—No crea. Esta mañana he llevado a un hombre desde la Cincuenta y Uno hasta el aeropuerto de Newark. Al llegar salió corriendo hacia la terminal, y lo perdí. He palmado cincuenta dólares y, encima, a la vuelta he tenido que pagar los peajes de mi bolsillo.

Salim asiente con la cabeza.

—Yo me he pasado todo el día esperando a que me reciba un hombre que no ha querido recibirme. Mi cuñado me odia. Llevo una semana en Estados Unidos y no he hecho otra cosa que comerme mi dinero. No vendo nada.

—¿Qué vende usted?

—Chorradas —dice Salim—. Fruslerías, baratijas sin valor y suvenirs. Gilipolleces baratas, tontas y feas.

El taxista gira el volante a la derecha, rodea algo y sigue conduciendo. Salim se pregunta cómo se las arregla para ver con la lluvia, casi de noche y con esas gafas de sol tan oscuras.

—¿Intenta vender chorradas?

—Sí —dice Salim, contento y a la vez horrorizado por haber dicho la verdad acerca de los productos de su cuñado.

—¿Y no se las quieren comprar?

—No.

—Qué raro. Mire todas esas tiendas, no venden otra cosa.

Salim sonríe, nervioso.

Un camión bloquea la calle delante de ellos; un policía con el rostro congestionado gesticula, grita y les señala la calle más cercana.

—Subiremos por la Octava avenida —dice el taxista.

Se desvían por la calle que les ha indicado el policía, donde el tráfico está completamente detenido. Se oye una cacofonía de bocinas, pero los coches no se mueven.

El taxista se bambolea en el asiento. La mandíbula empieza a caerle sobre el pecho una, dos, tres veces. Entonces empieza a roncar, suavemente. Salim alarga la mano para despertarle, esperando no meter la pata. Al sacudirle por el hombro, el conductor se mueve, y la mano de Salim roza la cara del hombre, haciendo que las gafas de sol caigan en su regazo.

El taxista abre los ojos, coge las gafas de sol y vuelve a ponérselas, pero ya es demasiado tarde. Salim le ha visto los ojos.

El coche avanza lentamente bajo la lluvia. La cifra del taxímetro sigue aumentando.

—¿Va a matarme? —pregunta Salim.

El taxista tiene los labios apretados. Salim se mira la cara en el espejo retrovisor.

—No —dice el taxista.

El coche se detiene de nuevo. La lluvia tamborilea sobre el techo del taxi.

Salim empieza a hablar.

—Mi abuela juraba que había visto un ifrit o, quizás un marid, una noche, en los confines del desierto. Le dijimos que no era más que una tormenta de arena, una ráfaga de viento, pero ella decía que no, que le había visto la cara y los ojos y que, al igual que los de usted, ardían en llamas.

El conductor sonríe, pero sus ojos quedan ocultos tras las gafas de sol, y Salim no puede ver si hay algo de humor en esa sonrisa o no.

—Las abuelas también vinieron aquí —dice.

—¿Hay muchos jinn en Nueva York? —pregunta Salim.

—No, no somos muchos.

—Por un lado están los ángeles; por otro los hombres, que Alá creó a partir de la arcilla, y luego están las criaturas del fuego, los jinn—dice Salim.

—Aquí la gente no sabe nada de nosotros —dice el conductor—. Creen que concedemos deseos. ¿Cree usted que si pudiera conceder deseos estaría conduciendo un taxi?

—No entiendo.

El taxista parece deprimido. Salim mira la cara del ifrit reflejada en el espejo retrovisor, pendiente de sus oscuros labios.

—Creen que concedemos deseos. ¿Por qué lo creen? Duermo en una hedionda habitación en Brooklyn. Llevo en este taxi a cualquier pirado que tenga dinero para pagarme la carrera, e incluso a algunos que no lo tienen. Les llevo a donde tienen que ir, y a veces hasta me dan propina. De vez en cuando me pagan. —Le empezó a temblar el labio inferior. Parecía muy nervioso—. Uno de esos pirados se cagó en el asiento trasero una vez. Tuve que limpiarlo antes de volver a sacar el taxi. ¿Cómo pudo hacerlo? Tuve que limpiar la mierda fresca del asiento. ¿Está bien eso?

Salim alarga una mano y da unos golpecitos en el hombro del ifrit. Siente la solidez de su cuerpo bajo el jersey de lana. La criatura levanta una mano del volante y la posa sobre la mano de Salim durante un instante.

Salim piensa entonces en el desierto: una tormenta de rojizas arenas barre sus pensamientos, y las rojas sedas de las tiendas que rodeaban la ciudad perdida de Ubar se ahuecan y flamean al viento.

Van subiendo por la Octava avenida.

—Los viejos creen. No mean en los agujeros, porque el Profeta les dijo que los jinn viven en agujeros. Saben que los ángeles nos lanzan estrellas flamígeras cuando intentamos escuchar sus conversaciones. Pero incluso para los viejos, cuando vienen a este país, nosotros estamos muy, muy lejos. Cuando vivía allí no tenía que conducir un taxi.

—Lo siento —dice Salim.

—Corren malos tiempos —dice el taxista—. Se avecina una tormenta. Me asusta. Haría lo que fuera por escapar.

Ninguno de los dos vuelve a abrir la boca el resto del trayecto hasta el hotel.

Cuando Salim sale del taxi le da al ifrit un billete de veinte dólares, y le dice que se quede con la vuelta. Entonces, en un repentino alarde de valor, le dice el número de la habitación en que se aloja. El taxista no responde. Una joven se sube al taxi, que se aleja bajo el frío y la lluvia.

Seis de la tarde. Salim todavía no ha escrito el fax para su cuñado. Sale a la calle, se compra un kebab y patatas fritas para cenar. Solo ha sido una semana, pero nota que está cogiendo peso, que cada vez está más gordo, más fofo en este país de Nueva York.

Cuando vuelve al hotel se sorprende al ver al taxista en el vestíbulo, con las manos hundidas en los bolsillos. Mira un expositor con postales en blanco y negro. Al ver a Salim, le sonríe con cierta timidez.

—He llamado a su habitación —dice—, pero no contestaba nadie. He pensado que podía esperarle.

Salim también sonríe, y le toca el brazo.

—Ya estoy aquí —dice.

Entran juntos en el mal iluminado ascensor y suben al quinto piso cogidos de la mano. El ifrit le pregunta a Salim si puede pasar un momento al baño.

—Me siento muy sucio —dice.

Salim asiente con la cabeza. Se sienta en la cama, que llena la mayor parte de la pequeña habitación blanca, y oye el ruido de la ducha. Salim se quita los zapatos, los calcetines y el resto de la ropa.

El taxista sale de la ducha, mojado, con una toalla a la cintura. No lleva puestas las gafas de sol, y en la penumbra de la habitación sus ojos arden con llamas de color escarlata.

Salim parpadea para contener las lágrimas.

—Ojalá pudiera ver lo que yo veo —dice.

—No concedo deseos —susurra el ifrit mientras se quita la toalla y empuja a Salim hacia la cama, con suavidad pero de manera irresistible.

Pasa una hora o más antes de que el ifrit se corra, entre espasmos y gemidos, en la boca de Salim. En ese tiempo, Salim se ha corrido ya dos veces. El semen del jinn tiene un sabor extraño, ardiente, y abrasa la garganta de Salim.

Salim va al baño y se lava la boca. Cuando vuelve a la habitación el taxista se ha quedado dormido en la blanca cama, roncando apaciblemente. Salim se mete en la cama con él y se acurruca junto al ifrit, imaginando el desierto en su piel.

Empieza a quedarse dormido cuando cae en la cuenta de que todavía no le ha escrito el fax a Fuad, y se siente culpable. En lo más profundo de su ser se siente vacío y solo: estira el brazo, coloca su mano sobre el hinchado pene del ifrit y, reconfortado, se queda dormido.

Se despiertan en mitad de la noche, se buscan, y hacen el amor otra vez. En un momento dado, Salim se percata de que está llorando, y de que el ifrit le besa las lágrimas con sus ardientes labios.

—¿Cómo te llamas? —le pregunta Salim al taxista.

—Hay un nombre en mi permiso de conducir, pero no es el mío —dice el ifrit.

Más tarde, Salim no podría recordar dónde terminó el sexo y comenzaron los sueños.

Cuando se despierta, con el frío sol colándose por la ventana en la blanca habitación, Salim está solo.

Además, no tarda en descubrir que su maletín de muestras ha desaparecido: todas las botellas, los anillos, las linternas y los suvenirs de cobre han desaparecido, junto con el maletín, y también su maleta, su cartera, su pasaporte y su billete de vuelta a Omán.

Encuentra unos vaqueros, la camiseta y el grueso jersey de lana tirados en el suelo. Debajo de ellos hay un permiso de conducir a nombre de Ibrahim bin Irem, una licencia de taxi con el mismo nombre y un juego de llaves con una dirección escrita en inglés en un trozo de papel. Las fotos del permiso y de la licencia no se parecen mucho a Salim pero, al fin y al cabo, tampoco se parecen demasiado al ifrit.

Suena el teléfono: llaman de recepción para recordarle que se ha cumplido ya el periodo de reserva, y que debe abandonar la habitación a la mayor brevedad posible para que puedan arreglarla y dejarla preparada para recibir al próximo cliente.

—No concedo deseos —dice Salim, paladeando las palabras en su boca.

Mientras se viste, se siente extrañamente mareado.

Nueva York tiene un trazado muy sencillo: las avenidas van de norte a sur, las calles de oeste a este. No será tan difícil, se dice a sí mismo.

Tira las llaves del coche al aire y las coge al vuelo. A continuación, se pone las gafas de sol de plástico negro que encuentra en uno de los bolsillos, y abandona el hotel para ir a buscar su taxi.