En algún lugar de Estados Unidos

Los Ángeles, 23:26

En una habitación de color rojo oscuro —las paredes de un tono casi idéntico al del hígado crudo—, hay una mujer alta vestida al estilo de los dibujos animados, con pantalones cortos de seda excesivamente ajustados y una blusa amarilla anudada bajo sus exuberantes pechos. Lleva su negro cabello recogido en un moño en lo alto de la coronilla. A su lado hay un hombre de baja estatura ataviado con una camiseta de color verde oliva y unos caros vaqueros azules. En su mano derecha porta una cartera y un móvil de Nokia con la carcasa roja, blanca y azul.

En la habitación roja hay una cama con sábanas de satén blanco y una colcha de color rojo sangre. A los pies de la cama, una mesita de madera con una estatuilla de piedra que representa a una mujer de enormes caderas y un candelero.

La mujer le da al hombre una pequeña vela roja.

—Toma —le dice—. Enciéndela.

—¿Yo?

—Sí, si quieres poseerme.

—Debería haberte pedido que me la chuparas en el coche.

—Tal vez. ¿No me deseas? —dice la mujer, acariciándose el cuerpo con una mano, desde el muslo a los pechos, como si estuviera presentando un nuevo producto.

Unos pañuelos de seda roja sobre la lámpara situada en el rincón de la estancia tiñen de rojo la luz.

El hombre la mira con deseo, coge la vela y la pone en el candelero.

—¿Tienes fuego?

La mujer le pasa una caja de cerillas. El hombre arranca una y enciende la vela, que titila un poco antes de prenderse, creando una ilusión de movimiento en la figura sin rostro situada junto a ella, todo caderas y pechos.

—Deja el dinero bajo la estatuilla.

—Cincuenta pavos.

—Sí.

—Cuando te vi en Sunset me pareciste un hombre.

—Pero tengo esto —respondió ella, desanudándose la blusa amarilla y dejando sus pechos al descubierto.

—Como muchos tíos, últimamente.

La mujer se estira y sonríe.

—Sí. Venga, ámame.

El hombre se desabrocha los vaqueros azules y se quita la camiseta verde oliva. Ella le masajea los blancos hombros con sus dedos morenos; a continuación, le da la vuelta y empieza a excitarlo con las manos, los dedos y la lengua.

El hombre tiene la sensación de que las luces de la habitación roja se han atenuado y que la única luz que hay en la estancia proviene ahora de la vela, que arde con una llama resplandeciente.

—¿Cómo te llamas? —le pregunta a la mujer.

—Bilquis —responde ella, alzando la cabeza—. Con «q».

—¿Con qué?

—Da igual.

Él empieza a jadear.

—Déjame que te folle —dice el hombre—. Quiero follarte ya.

—Muy bien, cielo. Lo haremos. Pero ¿puedes hacer algo por mí mientras lo hacemos?

—Eh —exclama, poniéndose quisquilloso—, que soy yo el que paga.

Ella se sienta a horcajadas sobre él con un movimiento suave y le susurra:

—Lo sé, cielo, lo sé; eres tú el que paga, y mírate, quiero decir, debería ser yo la que te pagara a ti, tengo tanta suerte…

El hombre frunce los labios, como dando a entender que su charla de puta no le causa ningún efecto, que no lo puede engañar. Ella es una puta callejera, por el amor de Dios, mientras que él es casi un productor y ya se conoce esos atracos de última hora. Pero Bilquis no quiere dinero.

—Cariño, mientras me la metes, mientras clavas eso tan grande y tan duro dentro de mí, ¿te importaría adorarme?

—¿Que si me importaría qué?

Ella empieza a moverse lentamente hacia delante y hacia atrás: los húmedos labios de su vulva rozan la cabeza henchida del pene.

—¿Me llamarás diosa? ¿Me rezarás? ¿Me adorarás con tu cuerpo?

Él sonríe. ¿Eso era lo que quería?

—Claro —responde.

A fin de cuentas, todos tenemos manías. La mujer se mete una mano entre las piernas y desliza el pene dentro de ella.

—¿Te gusta así, eh, diosa? —pregunta, jadeando.

—Adórame, cielo —le pide Bilquis, la puta.

—Sí. Adoro tus pechos y tus ojos y tu coño. Adoro tus muslos y tus ojos y tus labios rojo cereza…

—Sí… —susurra ella, mientras lo monta igual que un barco sobre procelosas aguas.

—Adoro tus pezones, de los que mana la leche de la vida. Tus besos saben a miel y tu tacto abrasa como el fuego, y yo lo adoro —empieza a pronunciar las palabras de forma más rítmica, al compás del movimiento y del balanceo de sus cuerpos—. Tráeme tu lujuria por la mañana, y tráeme tu alivio y tu bendición por la noche. Déjame andar sin peligro por lugares oscuros y deja que vuelva para dormir a tu lado y hacerte el amor una vez más. Te adoro con todo mi ser, con toda mi alma, con todos los lugares en los que he estado y con mis sueños y mis… —Tiene que detenerse para recobrar el aliento—. ¿Qué es lo que haces? Es increíble. Increíble…

El hombre mira hacia sus caderas, hacia el lugar donde ambos se unen, pero ella le coloca su dedo índice en la barbilla y le empuja hacia atrás, de forma que solo pueda mirarla a la cara y al techo.

—Sigue hablando, cariño —dice ella—. No pares. ¿No te gusta?

—En mi vida he sentido nada parecido —dice él, y lo cree—. Tus ojos son como estrellas, ardiendo en, joder, el firmamento, y tus labios son olas que lamen suavemente la arena y yo los adoro.

Ahora la está penetrando más y más adentro: se siente eléctrico, como si la mitad inferior de su cuerpo estuviera sexualmente cargada: priápico, henchido, feliz.

—Concédeme tu don —murmura, pero ya ni siquiera sabe lo que dice—, tu único y verdadero don y hazme sentir siempre… siempre tan… Te lo imploro… Yo…

Y entonces el placer estalla en un orgasmo, dejando en blanco su mente de un fogonazo; su cabeza y su cuerpo y todo su ser están ahora en blanco mientras él la penetra una y otra vez, cada vez más dentro de ella…

Con los ojos cerrados, con el cuerpo contraído por los espasmos, se recrea en el momento; y entonces nota una sacudida, y de pronto le parece estar colgado, boca abajo, aunque el placer continúa.

Abre los ojos.

Piensa, mientras intenta recuperar el pensamiento y la razón, en el nacimiento, y se pregunta sin miedo, en un momento de perfecta claridad poscoital, si lo que está viendo es algún tipo de ilusión.

Esto es lo que ve:

Él está dentro de la mujer hasta la altura del pecho, y mientras observa la situación con incredulidad y asombro ella tiene apoyadas ambas manos sobre sus hombros y empuja suavemente su cuerpo.

Continúa deslizándose dentro de la mujer.

—¿Cómo me estás haciendo esto? —le pregunta, o eso cree, pero es posible que tan solo lo piense.

—Eres tú quien lo hace, cielo —susurra ella.

Él siente los labios de su vulva firmemente apretados en torno al pecho y la espalda, oprimiéndolo y envolviéndolo. Se pregunta cómo los vería alguien desde fuera. Se pregunta por qué no está asustado. E inmediatamente sabe cuál es la respuesta.

—Te adoro con mi cuerpo —susurra, mientras la mujer continúa empujándolo dentro de ella. Sus labios vaginales trepan hábilmente por su cara, y los ojos del hombre quedan sumidos en la oscuridad.

Ella se despereza en la cama, como un enorme gato, y bosteza.

—Sí —dice por fin—, me adoras.

En el móvil de Nokia se oye una versión estridente y eléctrica del Himno a la alegría. La mujer lo coge, pulsa una tecla y se lo lleva a la oreja.

Su vientre está ya completamente plano, y sus labios vaginales han vuelto a su ser y están cerrados. El sudor perla su frente y el labio superior.

—¿Sí? —responde. Y a continuación—: No, cielo; no está aquí. Se ha marchado.

Antes de dejarse caer en la cama de la habitación roja, desconecta el teléfono, se despereza una vez más, cierra los ojos y duerme.