Reikiavik, en Islandia, es una ciudad extraña, incluso para los que han visto muchas ciudades extrañas. Es una ciudad volcánica: la calefacción de las casas proviene de las profundidades de la tierra.
Hay turistas, pero no tantos como cabría esperar, ni siquiera a principios de julio. Lucía un sol espléndido desde hacía semanas: dejaba de brillar durante una hora o así ya de madrugada. Habría una especie de amanecer oscuro entre las dos y las tres de la mañana, y después volvería a comenzar el día.
El enorme turista había recorrido la mayor parte de Reikiavik aquella mañana, escuchando a la gente hablar en un idioma que había cambiado poco en los últimos mil años. Los nativos del lugar podían leer las antiguas sagas con la misma facilidad que el periódico. Había un sentido de la continuidad en aquella isla que le asustaba, y que al mismo tiempo encontraba desesperadamente reconfortante. Estaba muy cansado: con tantas horas de luz no había manera de dormir, y se había pasado toda aquella noche sin noche sentado en la habitación de su hotel, alternando la lectura de una guía turística con la de Casa desolada, una novela que había comprado en un aeropuerto en las últimas semanas, aunque ya no recordaba en cuál. A veces miraba por la ventana.
Al final, tanto el reloj como el sol anunciaron que empezaba un nuevo día.
Compró una chocolatina en una de las muchas tiendas de dulces que había por allí y paseó por la acera. De vez en cuando había algo que le recordaba la naturaleza volcánica de Islandia: doblaba una esquina y percibía, por un instante, un leve aroma de azufre en el aire. Aquel olor le hacía evocar, más que el Hades, un huevo podrido.
Muchas de las mujeres con las que se cruzaba por la calle eran muy guapas: esbeltas y pálidas; el tipo de mujeres que le gustaban a Wednesday. Sombra se preguntó qué le habría atraído de su madre, que era muy guapa pero no reunía ninguna de estas características.
Sombra sonreía a las mujeres bonitas, porque halagaban su orgullo viril, y también sonreía a las demás, porque se lo estaba pasando bien.
No estaba muy seguro de cuándo se había dado cuenta de que lo estaban observando. En algún momento de su paseo por la ciudad supo con toda certeza que alguien lo vigilaba. Se volvía, de vez en cuando, para intentar pillarle, y se paraba a mirar los escaparates para poder ver lo que tenía detrás reflejado en el cristal, pero no vio a nadie que le llamara la atención, no parecía que nadie le estuviera observando.
Entró en un pequeño restaurante y comió frailecillo ahumado con moras de los pantanos, trucha ártica y patatas hervidas, todo ello regado con Coca-Cola, que le pareció más dulce, más azucarada, que la de Estados Unidos.
Cuando el camarero le trajo la cuenta le preguntó:
—Perdone, ¿es usted americano?
—Sí.
—En ese caso, feliz Cuatro de Julio —le dijo el camarero. Parecía muy satisfecho consigo mismo.
Sombra no se había dado cuenta de que era día cuatro, el día de la Independencia. Le gustaba la idea de la independencia. Dejó el dinero de la cuenta y una propina sobre la mesa, y abandonó el restaurante. Soplaba una brisa fresca del Atlántico y se abrochó el abrigo.
Se sentó en la hierba y contempló la ciudad que lo rodeaba, y pensó que algún día tendría que volver a su hogar. Y que algún día tendría que hacerse un hogar al que regresar. Se preguntó si cualquier casa en la que uno viviera durante algún tiempo acababa convirtiéndose en su hogar, o si era algo que se encontraba al final, si te movías, esperabas y lo deseabas durante el tiempo suficiente.
Sacó su libro.
Un anciano bajaba tranquilamente por la ladera, hacia él: llevaba una capa de color gris oscuro, raída por la orilla, como si hubiera viajado mucho, y un sombrero de ala ancha azul, con una pluma de gaviota en la cinta, ladeado con gracia. Parecía un viejo hippie, pensó Sombra. O un pistolero retirado hacía mucho tiempo. El anciano era ridículamente alto.
El hombre se puso en cuclillas al lado de Sombra y asintió brevemente. Llevaba un parche negro en un ojo, como un pirata, y una prominente perilla blanca. Sombra se preguntó si el anciano querría gorronearle un cigarrillo.
—Hvernig gengur? Manst þú eftir mér? —dijo el hombre.
—Lo siento —dijo Sombra—. No hablo islandés
Y entonces, con mucha torpeza, añadió la frase que había aprendido en su guía aquella soleada noche.
—Ég tala bára ensku. —Solo hablo inglés—. Americano.
El viejo asintió lentamente y dijo:
—Mi gente partió para América hace mucho tiempo. Fueron allí y se volvieron a Islandia. Decían que era un buen lugar para los hombres, pero un mal sitio para los dioses. Y sin sus dioses se sentían demasiado… solos —hablaba el inglés con fluidez, pero la entonación y los acentos sonaban un poco raros. Sombra lo miró: de cerca, el hombre parecía imposiblemente viejo. Su piel estaba surcada de diminutas arrugas y de grietas como las del granito.
—Te conozco, chico —dijo el anciano.
—¿En serio?
—Tú y yo hemos recorrido el mismo camino. Yo también estuve colgado del árbol durante nueve días, un sacrificio de mí mismo para mí mismo. Soy el Señor de los Ases. Soy el dios de la horca.
—Eres Odín —replicó Sombra.
El hombre asintió pensativo, como si estuviera sopesando el nombre.
—Me llaman de muchas maneras, pero sí, soy Odín, hijo de Bor —explicó.
—Te vi morir —dijo Sombra—. Velé por tu cadáver. Planeaste una matanza para conseguir poder. Habrías sacrificado a mucha gente en tu propio beneficio. Fuiste tú.
—Yo no hice nada de eso.
—Lo hizo Wednesday. Y él eras tú.
—Él era yo, sí. Pero yo no soy él.
El anciano se rascó un lado de la nariz. La pluma de gaviota de su sombrero se movió.
—¿Piensas regresar? —le preguntó el Señor de la Horca—. ¿Volverás a Estados Unidos?
—No tengo a nadie esperándome allí —replicó Sombra, y según lo decía supo que era mentira.
—Muchas cosas te esperan —le contestó el viejo—. Pero esperarán hasta que vuelvas.
Una mariposa blanca voló por entre los dos. Sombra no dijo nada. No quería volver a saber nada de los dioses y de sus tejemanejes. Cogería el autobús para ir al aeropuerto, decidió, y cambiaría su billete. Tomaría un avión a algún lugar en el que no hubiera estado nunca. Seguiría viajando.
—Eh —dijo Sombra—. Tengo algo para ti.
Se metió la mano en el bolsillo y se escondió en la palma el objeto que buscaba.
—Extiende la mano.
Odín lo miró muy serio y de manera extraña. A continuación se encogió de hombros y extendió la mano derecha, con la palma hacia abajo. Sombra se la cogió y la puso hacia arriba.
Abrió las manos, se las enseñó, primero una y luego la otra, para que viera que estaban completamente vacías. Después, soltó el ojo de cristal en la curtida mano del viejo y lo dejó allí.
—¿Cómo has hecho eso?
—Magia —dijo Sombra sin sonreír.
El viejo sonrió, se echó a reír y le aplaudió. Miró el ojo, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar, y asintió, como si supiera exactamente qué era, y después se lo guardó en la bolsita de cuero que colgaba de su cintura.
—Takk kærlega. Cuidaré este objeto.
—De nada —replicó Sombra. Se levantó, se sacudió la hierba de los pantalones, cerró el libro y lo guardó en el bolsillo lateral de su mochila.
—Otra vez —dijo el señor de Asgard, con un imperioso movimiento de su cabeza y una voz profunda y autoritaria—. Más. Hazlo otra vez.
—Siempre igual —dijo Sombra—. Nunca estáis satisfechos. Bueno. Éste lo aprendí de un tipo que ahora está muerto.
Alargó la mano hacia ninguna parte y sacó una moneda de oro del aire. Era una moneda de oro normal. No podía devolver la vida a los muertos ni curar a los enfermos, pero era una moneda de oro de ley.
—Y colorín colorado —le dijo enseñándosela entre el índice y el pulgar—, este cuento se ha acabado.
Lanzó la moneda al aire con un toque del pulgar. Al llegar al punto más alto brilló a la luz del sol, y se quedó flotando en el cielo de verano como si no fuera a caer nunca. Y a lo mejor no cayó nunca. Sombra no se quedó a mirar. Echó a andar y siguió andando y andando.