Capítulo veinte

It’s spring

and the goatfooted

balloonMan whistles

far and wee.

Es primavera

y el hombre globo

con pies de cabra

silba lejos y pequeñito.

—E. E. Cummings

Sombra conducía un coche de alquiler. Salió del bosque despacio, a eso de las 8:30, bajó la colina a menos de setenta y cinco kilómetros por hora y regresó a Lakeside tres semanas después de haberla abandonado convencido de que sería para siempre.

Atravesó la ciudad, sorprendido de lo poco que había cambiado en las últimas semanas —toda una vida— y aparcó a mitad de camino del lago. A continuación, se bajó del coche.

Habían desaparecido ya las cabañas de pesca del lago y los todoterrenos, y tampoco había nadie sentado junto a un agujero en el hielo con un sedal y un paquete de doce cervezas. El lago estaba oscuro: ya no estaba cubierto por un cegador manto blanco de nieve, ahora había agua entre los bloques de hielo, y la que había debajo era oscura, y el propio hielo era tan transparente que a través de él se veía la oscuridad del agua. El cielo estaba gris, y el lago helado era un lugar inhóspito y vacío.

Casi vacío.

Quedaba un vehículo aparcado, prácticamente debajo del puente, de modo que todo el que pasara por allí, a pie o andando, no tenía más remedio que verlo. Era de un verde sucio; como esos coches que la gente abandona en un aparcamiento y no vuelve a por él porque no merece la pena. No tenía motor. Era el símbolo de una apuesta, esperando a que el hielo se deshiciera, se rompiera y se volviera lo suficientemente peligroso como para permitir que el lago se lo tragara para siempre.

Había una cadena que cerraba el camino que daba acceso al lago, y una señal de prohibida la entrada a personas y vehículos. «Hielo quebradizo», rezaba. Debajo había una serie de pictogramas tachados pintados a mano: «Coches no, peatones no, motonieves no. Peligro».

Sombra hizo caso omiso de las advertencias y descendió por la orilla. Resbalaba mucho; la nieve ya se había derretido, y había transformado la tierra en barro, y la verde hierba no se adhería a las suelas. Bajó deslizándose hasta el lago y caminó, con mucho cuidado, hasta un pequeño espigón, desde donde dio un salto hasta el hielo.

La capa de agua sobre el hielo, mezcla de nieve y hielo derretidos, era más profunda de lo que parecía desde arriba, y el hielo bajo la capa de agua más traicionero y resbaladizo que una pista de patinaje, de manera que Sombra tenía que hacer malabarismos para mantener el equilibrio. Caminó por el agua, que le llegaba hasta los cordones de las botas y se colaba dentro de ellas. Agua de hielo. Con solo tocarla te quedabas pajarito. Se sentía extrañamente distante mientras avanzaba por el lago helado, como si se estuviera viendo a sí mismo en una pantalla de cine; una película en la que él era el héroe, un detective, quizá: tenía una sensación de inevitabilidad, como si todo lo que iba a suceder a continuación fuera a desarrollarse por sí solo, y no hubiera nada que pudiera hacer para cambiar ni el más mínimo detalle.

Caminaba hacia el cacharro, sabiendo que el hielo no estaba ni mucho menos en condiciones y que el agua que había debajo estaba todo lo fría que puede estar el agua en estado líquido. Se sentía muy desprotegido, allí solo. Continuó avanzando, resbalando una y otra vez. Se cayó en varias ocasiones.

Vio latas y botellas de cerveza vacías que la gente se había dejado tiradas en el hielo, y evitó los agujeros hechos para pescar, que no se habían vuelto a congelar y estaban llenos de agua negra.

El cacharro estaba más lejos de lo que le había parecido desde la carretera. Oyó un crujido en el extremo sur del lago, como el ruido de un palo al romperse, seguido de un potente zumbido, como si una cuerda de un contrabajo del tamaño del lago estuviera vibrando. El hielo se empezó a resquebrajar por todas partes y gimió, como gime una puerta vieja cuando la obligas a abrirse. Sombra siguió caminando, sin prisa pero sin pausa.

«Esto es un suicidio —le susurró una juiciosa voz dentro de su cabeza—. ¿No podrías dejarlo correr?».

—No —dijo, en voz alta—. Tengo que saber.

Y siguió caminando.

Llegó al cacharro, pero incluso antes de llegar hasta él sabía que estaba en lo cierto. Un miasma flotaba alrededor del coche, un leve y nauseabundo olor que dejaba un regusto amargo en el fondo de la garganta. Dio una vuelta alrededor, mirando hacia el interior. Los asientos estaban manchados y desgarrados. Era obvio que estaba vacío. Intentó abrir las puertas. Estaban cerradas con llave. Probó con el maletero. Tampoco hubo suerte.

Ojalá se hubiera traído una palanca.

Cerró el puño dentro del guante. Contó hasta tres y lo estrelló, con fuerza, en la ventanilla del conductor.

Se había hecho polvo la mano. Pero el cristal seguía intacto.

Se le ocurrió que podía correr hacia el coche y romper la ventanilla de una patada si no resbalaba y se caía al suelo. Pero lo último que quería era mover el cacharro y hacer que el hielo se rompiera.

Miró el coche. Alargó la mano para coger la antena —era de las que pueden alargarse o hacerse más cortas, pero debía de haberse atascado hacía una década en la misma posición— y, moviéndola un poco, la rompió por la base. Cogió el extremo fino de la antena —que en algún momento debió de tener un topecito de metal en la punta, pero se había perdido también— y, con sus fuertes dedos, la dobló para hacer un gancho. Lo introdujo entre la goma y el cristal de la ventanilla del conductor para manipular el mecanismo de apertura. Hurgó hasta pescar el mecanismo, y tiró de él.

Notó cómo el gancho improvisado resbalaba y el mecanismo de apertura se le escapaba irremediablemente.

Suspiró. Volvió a la carga, pero esta vez más despacio, con más cuidado. Imaginaba que el hielo acusaría cada uno de sus movimientos. Despacio… y…

Lo tenía. Tiró de la antena y el seguro de la puerta se levantó. Alargó una mano enguantada hasta la manija, apretó el botón y tiró de la puerta. No se abrió.

«Está atascada —pensó—, congelada. Eso es todo».

Tiró, resbalando, y de repente la puerta del cacharro se abrió de par en par, disparando hielo por doquier.

El miasma era peor dentro del coche, un hedor a enfermedad y a putrefacción. A Sombra se le revolvieron las tripas.

Palpó debajo del salpicadero, encontró la palanca de plástico negro que abría el maletero y tiró de ella, con fuerza.

Ésta se abrió con un ruido sordo.

Sombra se bajó del coche y lo rodeó, resbalando y chapoteando en el agua, agarrado al lateral.

«Está dentro del maletero», pensó.

El maletero se abrió unos pocos centímetros. Sombra se acercó y lo abrió del todo.

El olor era horrible, pero podría haber sido peor: al fondo había unos tres centímetros de hielo a medio derretir. Había una chica dentro. Llevaba un mono de nieve rojo, ahora manchado; tenía el cabello de color castaño claro y la boca cerrada, así que Sombra no podía ver la ortodoncia con gomas azules, pero sabía que estaba ahí. El frío la había conservado en buenas condiciones, tan fresca como si hubiera estado metida en una cámara frigorífica.

Tenía los ojos abiertos de par en par, al parecer había muerto llorando, y las lágrimas se habían congelado en sus mejillas y aún no se habían derretido. Sus guantes eran de un verde brillante.

—Has estado aquí todo el tiempo —le dijo Sombra a Alison McGovern—. Todo aquel que haya pasado por el puente te ha visto. Todos los que han cruzado la ciudad con el coche te han visto. Los que pescaban en el hielo han pasado a tu lado todos los días. Y nadie lo sabía.

Y entonces se percató de la tontería que acababa de decir.

Alguien lo sabía.

Alguien la había metido allí dentro.

Metió la mano en el maletero para ver si podía sacarla. Después de todo, la había encontrado él. Ahora tenía que sacarla de allí. Al inclinarse sobre el maletero, apoyó todo su peso en el cacharro. Quizá fuera eso lo que lo provocó.

El hielo bajo las ruedas delanteras cedió en ese momento, puede que a consecuencia de sus movimientos, o puede que no. La parte delantera del coche se hundió unos centímetros en las negras aguas del lago. El agua empezó a inundar el interior por la ventanilla abierta del conductor. Le salpicaba los tobillos, pero el hielo que pisaba seguía siendo bastante sólido. Miró a su alrededor con desesperación buscando la manera de huir, pero ya era demasiado tarde y el hielo se inclinó, haciendo que se cayera sobre el coche y la chica muerta del maletero; la parte trasera del coche se hundió y Sombra se hundió con él, y las oscuras aguas del lago se los tragaron. Eran las nueve y diez de la mañana del 23 de marzo.

Se llenó los pulmones antes de hundirse y cerró los ojos, pero la gelidez del agua le golpeó como un muro de piedra y le cortó la respiración.

Se hundió con el coche en las turbias aguas del deshielo.

Estaba sumergido en el lago, rodeado de frío y oscuridad, y la ropa, los guantes, las botas y el abrigo, que se había hinchado y se habían vuelto muy pesados, hacían de lastre.

Continuaba hundiéndose. Intentó apartarse del coche, pero lo arrastraba sin remedio, y entonces oyó un estrépito con todo su cuerpo, no solo con los oídos. Se dio cuenta de que tenía el tobillo izquierdo dislocado: el pie se le había quedado enganchado debajo del coche mientras se asentaba sobre el fondo del lago, y el pánico se apoderó de Sombra.

Abrió los ojos.

Sabía que no había luz allí abajo: racionalmente, sabía que estaba demasiado oscuro como para ver nada, pero el caso era que él podía ver; podía verlo todo. Veía la pálida cara de Alison McGovern observándolo desde el maletero abierto. Veía también más coches —los cacharros de años anteriores, moles oxidadas en la oscuridad, medio enterrados en el fango del lago—. «¿Y qué otras cosas tiraron al lago, antes de que hubiera coches?», se preguntó Sombra.

En cada uno de esos coches, no le cabía la menor duda, tenía que haber un niño muerto. Había un montón de ellos allí abajo. Los habían puesto en el hielo, delante de todo el mundo, y habían estado a la vista de todos durante el frío. Y todos se habían hundido en las gélidas aguas del lago al terminar el invierno.

Allí era donde descansaban Lemmi Hautala, Jessie Lovat, Sandy Olsen, Jo Ming, Sarah Lindquist y todos los demás. En aquel lugar oscuro y silencioso…

Tiró del pie. Estaba atrapado, y la presión en los pulmones se estaba haciendo insoportable. Sintió un dolor punzante y espantoso en los oídos. Soltó el aire poco a poco, y unas cuantas burbujas flotaron alrededor de su cara.

«Tengo que respirar —pensó—, tengo que respirar. O me ahogaré».

Alargó los brazos hacia abajo, se agarró al parachoques con ambas manos y empujó, con todas sus fuerzas, cargando todo el peso de su cuerpo. Era inútil.

«Es solo la carrocería —se dijo—. Le quitaron el motor. Y esa es la parte más pesada. Puedes hacerlo. Tú sigue empujando».

Empujó.

Con una lentitud agónica, de medio centímetro en medio centímetro, el coche se fue deslizando hacia adelante por el lodo. Sombra pudo sacar el pie de debajo, y dio una patada para intentar impulsarse hasta la superficie. No se movió. «El abrigo —pensó—. Es el abrigo. Se ha enganchado con algo». Sacó los brazos de las mangas y trató de bajar la congelada cremallera con sus entumecidos dedos. Colocó una mano a cada lado de la cremallera y tiró, y notó cómo la tela se desgarraba y cedía. Rápidamente se liberó del abrigo, y empezó a subir, apartándose del coche.

Sentía que se movía, pero había perdido la noción de lo que estaba arriba y lo que estaba abajo, y se estaba ahogando, y ya no podía soportar el dolor en el pecho y en la cabeza, y sabía que de un momento a otro iba a tener que respirar, que tragaría la gélida agua del lago y moriría. Y entonces su cabeza chocó contra algo macizo.

Hielo. Se estaba dando contra el hielo de la superficie del lago. Intentó romperlo a puñetazos, pero ya no le quedaban fuerzas, no tenía dónde agarrarse, nada en lo que apoyarse. El mundo se disolvía en la gélida negrura del lago. No quedaba más que el frío.

«Esto es ridículo —pensó, recordando una vieja película de Tony Curtis que había visto de niño—. Debería ponerme boca arriba, empujar el hielo hacia arriba y apretar mi cara contra él, para buscar un hueco por el que poder respirar. Podría volver a respirar, tiene que haber un hueco en alguna parte». Pero solo podía flotar y seguir congelándose; era incapaz de mover siquiera un músculo, ni aunque su vida dependiera de ello, como era el caso.

El frío se volvió soportable. Se volvió cálido. Y pensó: «Me estoy muriendo». Esta vez sintió rabia, una profunda ira, y aprovechó el dolor y la ira para intentar moverse, pero no lo consiguió; forzó a que se movieran sus músculos que ya se habían resignado a no volver a trabajar.

Empujó con la mano, palpó con ella el borde del hielo y logró sacarla del agua. Intentó agarrarse, y notó que otra mano asía la suya y tiraba de él.

Se golpeó la cabeza contra el hielo, se arañó la cara con la capa interior y la sacó. Vio que estaba saliendo por un agujero en el hielo, y por un momento solo pensó en respirar, dejando que el agua saliera por su nariz y por su boca, y parpadeó, pero no veía más que la cegadora luz del día, y formas, y alguien que tiraba de él, obligándolo a salir del agua, diciéndole que había estado a punto de morir congelado, así que venga, empuja, y Sombra se retorció y se agitó como un elefante marino que intenta llegar a la playa, temblando, tosiendo y tiritando.

Respiró hondo, tendido inmóvil sobre el hielo que empezaba a resquebrajarse, sabiendo que aunque no se moviera no tardaría en romperse, pero aun así no era conveniente que lo hiciera. Le costaba pensar, era como si tuviera las neuronas llenas de melaza.

—Dejadme —intentó decir—. Enseguida estaré bien.

Arrastraba las palabras, y todo apuntaba a que estaba llegando al final.

Solo necesitaba descansar un momento, eso era todo, tenía que descansar, y luego podría levantarse y moverse, porque era evidente que no podía quedarse allí tumbado indefinidamente.

Sintió un tirón; el agua le salpicó la cara. Alguien le levantó la cabeza. Sombra notó que lo arrastraban por el hielo, de espaldas, y quería protestar, explicar que solo quería descansar un rato; dormirse un ratito, incluso, ¿era eso mucho pedir? Si le dejaran en paz…

Creía que no se había quedado dormido, pero de repente estaba de pie en medio de una vasta llanura, y a su lado había un hombre con la cabeza y los hombros de búfalo, una mujer con la cabeza de un gigantesco cóndor y, entre los dos, Whiskey Jack, que lo miraba con tristeza, meneando la cabeza.

Whiskey Jack se dio la vuelta y se alejó lentamente de Sombra. El hombre búfalo lo siguió. La mujer ave del trueno también echó a andar, agachó la cabeza y levantó el vuelo.

Sombra experimentó una sensación de pérdida. Quería llamarlos, rogarles que volvieran, que no lo abandonaran, pero las formas se desdibujaban: se habían marchado, y la llanura se desvanecía, y el vacío se apoderó de todo.

El dolor era intenso: parecía como si todas y cada una de las células de su cuerpo, y todos sus nervios, se estuvieran derritiendo y despertando, y haciéndole saber que seguían ahí quemándole y haciéndole daño.

Notó una mano en la nuca, agarrándola por el pelo, y otra bajo la barbilla. Abrió los ojos, con la esperanza de encontrarse en un hospital o algo parecido.

Tenía los pies descalzos. Llevaba puestos unos vaqueros y estaba desnudo de cintura para arriba. Había vapor en el aire. En la pared de enfrente había un espejo pequeño, un lavabo y un cepillo de dientes azul dentro de un vaso con pegotes de pasta de dientes.

Procesaba la información despacio, dato a dato.

Le ardían los dedos de las manos y de los pies.

Empezó a gemir de dolor.

—Tranquilo Mike, tranquilo —dijo una voz que le resultaba familiar.

—¿Qué? —dijo, o intentó decir—. ¿Qué está pasando?

Su voz le sonaba muy aguda y muy extraña.

Estaba en una bañera. El agua estaba caliente. O eso le parecía, pero no estaba seguro. Le llegaba hasta el cuello.

—Lo más estúpido que se le puede hacer a un tipo que está muriendo por congelación es ponerlo delante de una chimenea. Lo segundo más estúpido es envolverlo en mantas, y más si todavía tiene la ropa mojada. Las mantas lo aíslan y mantienen el frío dentro. Lo tercero, en mi modesta opinión, es extraerle la sangre, calentarla y volvérsela a inyectar. Eso es lo que hacen los médicos hoy en día. Complicado, caro, estúpido. —La voz llegaba a sus oídos desde arriba y por detrás—. Lo más rápido e inteligente es lo que los marineros han hecho durante siglos con los que se caían por la borda: darle un baño caliente. No demasiado caliente, solo caliente. Para que lo sepas, estabas prácticamente muerto cuando te he encontrado en el hielo. ¿Cómo te encuentras ahora, Houdini?

—Me duele —dijo Sombra—. Me duele todo. Me has salvado la vida.

—Sí, es muy posible. ¿Puedes mantener la cabeza erguida tú solo?

—Puede.

—Voy a soltarte. Si veo que empiezas a hundirte te cogeré otra vez.

Retiró las manos de su cabeza.

Notó que se escurría por la bañera. Sacó las manos, se agarró a los laterales y se incorporó. El baño era pequeño. La bañera era de metal, y el esmalte estaba desconchado y lleno de arañazos.

Un anciano apareció en su campo de visión. Parecía preocupado.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Hinzelmann—. Échate hacia atrás y relájate. Mi guarida es un sitio acogedor y cálido. Avísame cuando estés listo; te puedo prestar un albornoz, y meter los vaqueros en la secadora con el resto de tu ropa. ¿Te parece bien, Mike?

—No me llamo así.

—Si tú lo dices. —El rostro de duende del anciano se contrajo en una expresión de incomodidad.

Sombra había perdido la noción del tiempo: se quedó en la bañera hasta que cesó la sensación de ardor y pudo mover los dedos sin que le doliera demasiado. Hinzelmann ayudó a Sombra a ponerse de pie y quitó el tapón de la bañera. Sombra se sentó en el borde y con la ayuda del viejo se quitó los pantalones.

Se embutió, sin mucha dificultad, en el albornoz que le quedaba pequeño y, apoyándose en el anciano, fue hasta la salita y se desplomó en un viejo sofá. Estaba cansado y débil: exhausto, pero vivo. La chimenea estaba encendida. Varias cabezas de ciervo cubiertas de polvo le observaban con ojos sorprendidos desde las paredes, compitiendo por hacerse hueco entre unos inmensos peces disecados.

Hinzelmann se fue con los pantalones de Sombra, y oyó que la secadora se paraba un momento en la habitación contigua y, al cabo de unos instantes, volvía a ponerse en marcha. Regresó con una taza humeante.

—Es café —dijo—, que es estimulante. Y le he añadido unas gotitas de schnapps. Solo un poquito. Es lo que se hacía antiguamente. Un médico no lo recomendaría.

Sombra cogió el café con ambas manos. La taza tenía un dibujo de un mosquito que decía: «Dona sangre. ¡Ven a Wisconsin!».

—Gracias —dijo.

—Para eso están los amigos —respondió Hinzelmann—. Puede que un día tú me salves la vida a mí. Pero de momento, olvídalo.

—Pensé que había muerto —dijo Sombra, sorbiendo el café.

—Tuviste suerte. Estaba en el puente; he pensado que hoy sería el gran día; uno acaba por presentirlo, cuando llega a mi edad. Así que estaba allí con mi viejo reloj de bolsillo y te he visto entrar en el lago. Te he llamado, pero estaba convencido cien por cien de que no me oías. He visto cómo se hundía el coche, y tú con él, y en ese momento he pensado que te había perdido, así que he bajado hasta el hielo. Se me ponen los pelos como escarpias. Debes de haber estado sumergido casi dos minutos. Luego he visto que sacabas la mano por donde se había hundido el coche. Era como ver un fantasma, al verte allí… —No terminó la frase—. Los dos hemos tenido una suerte tremenda de que el hielo aguantara nuestro peso mientras te arrastraba hacia la orilla.

Sombra asintió con la cabeza.

—Has hecho una buena acción —le dijo a Hinzelmann, que sonrió de oreja a oreja.

Sombra oyó que una puerta se cerraba en alguna parte de la casa. Siguió bebiéndose el café.

Ahora que podía pensar con claridad, empezaba a hacerse preguntas.

Se preguntaba cómo un anciano, un hombre que medía la mitad que él y pesaba casi tres veces menos, había podido arrastrarle, inconsciente, por el hielo, o subirle desde la orilla hasta el coche. Se preguntaba cómo había podido llevarlo hasta la casa y meterlo en la bañera.

Hinzelmann se fue hacia la chimenea, cogió las pinzas y, con cuidado, echó un tronco pequeño al fuego.

—¿Quieres saber lo que estaba haciendo allí?

Hinzelmann se encogió de hombros.

—No es asunto mío.

—¿Sabes lo que no entiendo…? —dijo Sombra. Vaciló un momento, intentando ordenar sus pensamientos—. No entiendo por qué me salvaste la vida.

—Bueno —dijo Hinzelmann—, me han educado así, si veo que alguien está en apuros…

—No —dijo Sombra—. No me refiero a eso. Quiero decir que tú mataste a todos esos niños. Uno cada invierno. Soy el único que lo sabe. Tienes que haberme visto abrir el maletero. ¿Por qué no has dejado que me ahogara?

Hinzelmann inclinó la cabeza a un lado. Se rascó la nariz con aire pensativo y se balanceó hacia adelante y hacia atrás como si estuviera pensando.

—Vaya —dijo—. Es una buena pregunta. Supongo que tenía una deuda pendiente con alguien. Y yo siempre pago mis deudas.

—¿Wednesday?

—Ése mismo.

—No me escondió en Lakeside por casualidad, ¿verdad? Había algún motivo para que nadie pudiera encontrarme aquí.

Hinzelmann no dijo nada. Descolgó un pesado atizador negro de su sitio en la pared y avivó el fuego, levantando una nube de chispas anaranjadas y humo.

—Éste es mi hogar —dijo, en tono petulante—. Es una buena ciudad.

Sombra se acabó el café y dejó la taza en el suelo. El esfuerzo le dejó exhausto.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—El suficiente.

—¿Tú hiciste el lago?

Hinzelmann lo miró fijamente a los ojos, sorprendido.

—Sí —respondió—. Yo hice el lago. Ya lo llamaban lago cuando llegué aquí, pero ahí no había más que un manantial, una charca y el estanque de un molino. —Hizo una pausa—. Descubrí que este país es un infierno para la gente como yo. Nos devora, y yo no quería ser devorado. Así que hice un pacto. Les di el lago y les ofrecí prosperidad…

—Todo por el módico precio de un niño cada invierno.

—Buenos chicos —dijo Hinzelmann, meneando lentamente la cabeza—. Todos ellos eran buenos chicos. Solo elegía a los que me caían bien. Excepto Charlie Nelligan. Ese chico era de la piel del demonio. Fue en… ¿1924?, ¿1925? Pues sí, ese era el trato.

—Y la gente de la ciudad —dijo Sombra—: Mabel, Marguerite, Chad Mulligan, ¿lo saben?

Hinzelmann no dijo nada. Sacó el atizador del fuego: los primeros quince centímetros estaban al rojo vivo. Sombra sabía que el mango tenía que estar demasiado caliente para cogerlo, pero a Hinzelmann no parecía importarle y continuó atizando. Dejó el instrumento en la chimenea, con la punta dentro del fuego.

—Saben que esta es una buena ciudad —dijo—, mientras que el resto de poblaciones de este condado, ¿qué digo?, de todo este estado, se están desintegrando. Eso es lo que saben.

—¿Y esa prosperidad te la deben a ti?

—Yo me ocupo de esta ciudad —dijo Hinzelmann—. Cuido de ella. Aquí no sucede nada que yo no quiera que suceda. ¿Lo entiendes? Aquí solo viene quien yo quiero que venga. Por eso tu padre te trajo aquí. No quería que anduvieras por ahí llamando la atención. Eso es todo.

—Y tú le traicionaste.

—Yo no hice tal cosa. Él era un sinvergüenza. Pero yo siempre pago mis deudas.

—No te creo —dijo Sombra.

Hinzelmann parecía ofendido. Se atusó con una mano el mechón de pelo blanco que tenía a la altura de la sien.

—Soy un hombre de palabra.

—No, no lo eres. Laura vino aquí. Me dijo que algo la había llamado. ¿Y qué me dices de la coincidencia que trajo a Sam Cuervo Negro y a Audrey Burton hasta aquí la misma noche? Yo ya no creo en las coincidencias.

»Sam Cuervo Negro y Audrey Burton. Dos personas que conocían mi verdadera identidad y que me andaban buscando. Supongo que, si una no lo lograba, siempre te quedaba la otra. ¿Y qué habría pasado si ninguna de las dos lo hubiera conseguido? ¿Quién más estaba de camino a Lakeside, Hinzelmann? ¿El alcaide de la prisión, que venía a pescar en el hielo el fin de semana? ¿La madre de Laura? —Sombra se percató de que estaba furioso—. Querías que me fuera de tu preciosa ciudad. Pero no querías contarle a Wednesday lo que estabas haciendo.

A la luz de la hoguera, Hinzelmann parecía más una gárgola que un duende.

—Ésta es una buena ciudad —repitió. Cuando no sonreía tenía un aspecto cerúleo, como el de un cadáver—. Podrías haber atraído demasiada atención sobre ella. Y eso no es bueno.

—Deberías haberme dejado morir en el hielo —dijo Sombra—. Deberías haberme dejado en el lago. Abrí el maletero. Ahora mismo Alison sigue congelada allí dentro. Pero el hielo se derretirá, y su cadáver acabará subiendo a la superficie. Entonces lo verán y mirarán qué más hay ahí abajo. Se encontrarán con todos esos niños. Seguro que muchos de los cuerpos se conservan en muy buenas condiciones.

Hinzelmann se agachó y cogió el atizador. No intentó fingir que lo quería para atizar el fuego; lo cogió como si fuera una espada, o un bastón de mando, y blandió en el aire la punta al rojo vivo. Humeaba. Sombra era consciente de que estaba prácticamente desnudo, y de que seguía estando muy cansado, y torpe, ni mucho menos en condiciones de defenderse.

—¿Quieres matarme? —dijo Sombra—. Adelante. Hazlo. De todas formas soy hombre muerto. Sé que esta ciudad te pertenece, es tu pequeño mundo. Pero si crees que nadie va a venir a buscarme, estás muy equivocado. Se acabó, Hinzelmann. De un modo u otro, esto se ha acabado.

Hinzelmann se puso en pie, usando el atizador a modo de bastón. La alfombra se chamuscó al apoyar la punta ardiendo. Miró a Sombra con sus ojos de color azul pálido llenos de lágrimas.

—Adoro esta ciudad —dijo—. Me encanta ser un viejo cascarrabias, contar batallitas, conducir a Tessie y pescar en el hielo. ¿Te acuerdas de lo que te conté? No se trata del pescado que te lleves a casa al final de la jornada, sino de la paz de espíritu.

Apuntó a Sombra con el atizador: este podía sentir el calor a escasos centímetros de su cuerpo.

—Podría matarte —dijo Hinzelmann—. Podría arreglarlo. No sería la primera vez. No eres el primero que lo descubre. El padre de Chad Mulligan también se lo imaginó y acabé con él. Puedo hacer lo mismo contigo.

—Puede —dijo Sombra—. Pero ¿durante cuánto tiempo, Hinzelmann? ¿Un año más? ¿Una década más? La policía tiene ordenadores. No son idiotas. Trabajan con perfiles, buscan pautas. Todos los años desaparecerá un niño. Vendrán a husmear por aquí, y vendrán a buscarme. Dime, ¿cuántos años tienes? —Se aferró a un cojín del sofá para poder protegerse la cabeza: al menos se libraría del primer golpe.

El rostro de Hinzelmann carecía de expresión.

—Ya me entregaban a sus hijos antes de que los romanos llegaran a la Selva Negra —dijo—. Fui un dios mucho antes de ser un kobold.

—Puede que haya llegado el momento de pasar página —dijo Sombra. Se preguntó qué sería un kobold.

Hinzelmann lo miraba fijamente. Cogió el atizador y volvió a colocarlo sobre las brasas.

—Puede que tengas razón —dijo—. Pero no es tan sencillo. ¿Qué te hace pensar que podría dejar esta ciudad si quisiera, Sombra? Soy parte de ella. ¿Vas a obligarme a que la abandone? ¿Estás dispuesto a matarme para que pueda marcharme?

Sombra miró al suelo. Todavía había chispas en el trozo de alfombra donde había estado el atizador. Hinzelmann siguió su mirada y pisó las chispas para apagarlas. De forma espontánea, a Sombra se le vinieron a la mente los niños, cientos de niños, que lo miraban con sus ciegos ojos, con el pelo enredándose en su rostro como si fueran algas. Sus miradas estaban cargadas de reproches.

Sabía que los estaba dejando en la estacada. Pero no sabía qué otra cosa podía hacer.

—No puedo matarte —dijo Sombra—. Me has salvado la vida.

Meneó la cabeza. Se sentía como una mierda, en todos los sentidos. Ya no se sentía un héroe ni un detective; no era más que otro vendido de mierda, blandiendo su estirado dedo frente a la oscuridad para luego darle la espalda.

—¿Te cuento un secreto? —dijo Hinzelmann.

—¿Por qué no? —dijo Sombra con el corazón en un puño. Estaba harto de secretos.

—Mira esto.

En el lugar donde hasta ese momento estaba Hinzelmann apareció un niño que no debía de tener ni cinco años. Tenía el cabello castaño oscuro y largo. Estaba completamente desnudo, salvo por una raída tira de cuero en el cuello. Tenía dos espadas clavadas, una le atravesaba el pecho y la otra le entraba por el hombro y le salía por debajo de la caja torácica. Sus heridas no dejaban de sangrar y la sangre resbalaba por el cuerpo del niño y formaba un charco en el suelo. Las espadas parecían muy antiguas.

El niño miraba a Sombra con los ojos llenos de dolor.

Y Sombra pensó: «Claro». Es una forma tan lícita como cualquier otra de hacer un dios tribal. No necesitaba que nadie se lo explicara. Ya lo sabía.

Coges a un niño y lo crías en la oscuridad, sin dejarle ver a nadie, tocar a nadie, alimentándolo bien a lo largo de los años, alimentándolo mejor que a cualquier niño de la aldea, y luego, tras cinco inviernos, en la noche más larga, sacas al niño aterrorizado de la choza, lo pones en el centro del círculo de hogueras y atraviesas su cuerpo con espadas de hierro y de bronce. Después ahúmas el cadáver sobre el fuego de carbón hasta que esté bien seco, y lo envuelves en pieles para llevarlo a cuestas de campamento en campamento, y te adentras con él en la Selva Negra, y sacrificas animales y niños en su honor, y lo conviertes en el talismán de la tribu. Cuando finalmente se descompone, muchos años después, depositas sus frágiles huesos en una caja y rindes culto a la caja; hasta que un buen día los huesos se han ido quedando desperdigados por ahí y la gente se olvida, y las tribus que rendían culto al niño dios de la caja han desaparecido; y al niño dios, el talismán del pueblo, ya nadie lo recuerda, salvo como un fantasma o un duende, un kobold.

Sombra se preguntaba quién, de entre los muchos que llegaron al norte de Wisconsin hace ciento cincuenta años, habría traído en su mente a Hinzelmann; quizás un esquilador o un topógrafo.

El niño ensangrentado había desaparecido, y también la sangre, y en su lugar había un anciano con un mechón de pelo blanco y una sonrisa de duende, con las mangas del jersey todavía mojadas después de haberlo metido en la bañera que le había salvado la vida.

—¿Hinzelmann? —La voz procedía de la entrada del refugio.

El viejo se dio la vuelta, y Sombra también.

—He venido para decirte —dijo Chad Mulligan con un dejo de emoción en la voz— que el cacharro se ha hundido en el lago. Lo he visto cuando he pasado por ahí con el coche, y he pensado que debía pasar a avisarte, por si no lo sabías.

Llevaba la pistola en la mano, pero apuntando al suelo.

—Hola, Chad —dijo Sombra.

—Eh, hola —dijo Chad Mulligan—. Me pasaron una nota diciendo que habías muerto mientras estabas bajo custodia. Un ataque al corazón.

—¿Qué me dices? —dijo Sombra—. Parece que voy muriéndome por todas partes.

—Ha venido hasta aquí, Chad —dijo Hinzelmann—. A amenazarme.

—No —dijo Chad Mulligan—. No es así. Llevo aquí diez minutos, Hinzelmann. He oído todo lo que has dicho. He oído lo que has dicho de mi viejo. Lo del lago. —Se acercó un poco más, pero sin levantar el arma—. Por Dios, Hinzelmann, no se puede atravesar la ciudad sin pasar por el lago. Está en pleno centro. ¿Qué coño se supone que tengo que hacer?

—Tienes que detenerle. Ha dicho que iba a matarme —dijo Hinzelmann, un viejo asustado en su polvorienta guarida—. Chad, me alegro de que hayas llegado.

—No —dijo Chad—. Qué te vas a alegrar.

Hinzelmann suspiró. Se agachó, como si se resignara, y cogió el atizador del fuego. Tenía la punta al rojo vivo.

—Baja eso, Hinzelmann. Bájalo despacio, mantén las manos donde yo pueda verlas y ponte de cara a la pared.

La expresión en la cara del viejo era de auténtico miedo, y Sombra casi sintió pena por él, pero recordó las lágrimas congeladas en las mejillas de Alison McGovern y dejó de sentir lástima. Hinzelmann no se movió. No dejó el atizador. No se puso de cara a la pared. Sombra iba a alargar la mano, para intentar quitarle el atizador, cuando el viejo se lo lanzó a Mulligan.

Lo tiró a lo loco, como si estuviera practicando para mantenerse en forma, y salió disparado hacia la puerta.

El atizador pasó rozando el brazo izquierdo de Mulligan.

El ruido del disparo, en el cercano dormitorio del viejo, fue atronador.

Un tiro en la cabeza, y se acabó.

—Será mejor que te vistas —dijo Mulligan, con voz monótona y triste.

Sombra asintió con la cabeza. Se fue a la habitación contigua, abrió la secadora y sacó su ropa. Los vaqueros todavía estaban mojados, pero se los puso de todas maneras. Cuando volvió a la otra habitación completamente vestido —salvo por el abrigo, que estaría en el gélido fango del fondo del lago, y las botas, que no había podido encontrar—, Mulligan ya había sacado varios troncos ardiendo de la chimenea.

—Muy mal se ha tenido que dar el día para que un agente tenga que provocar un incendio para ocultar un asesinato —dijo Mulligan, y después miró a Sombra—. Necesitarás unas botas.

—No sé dónde las puso —dijo Sombra.

—Mierda —dijo Mulligan—. Siento mucho todo esto, Hinzel-mann.

Cogió al anciano por el cuello del jersey y por la hebilla del cinturón y lo lanzó hacia la chimenea, dejando su cabeza dentro del fuego. Su cabellera blanca empezó a arder, y la habitación se llenó del olor de la carne chamuscada.

—No ha sido un asesinato. Ha sido en defensa propia —dijo Sombra.

—Lo sé —dijo Mulligan, en tono neutro.

Estaba ocupado mirando los troncos que ardían por toda la habitación. Empujó uno hacia el sofá, cogió un ejemplar antiguo del Lakeside News, separó las hojas, las arrugó y las tiró sobre el tronco. Las hojas del periódico se fueron poniendo marrones y enseguida se prendieron.

—Sal de aquí —dijo Chad Mulligan.

Fue abriendo las ventanas según salían de la casa, y manipuló el cerrojo de la puerta para que se quedara atrancada al salir.

Sombra lo siguió descalzo hasta el coche de policía. Mulligan le abrió la puerta del pasajero, y Sombra se subió y se secó los pies en la alfombrilla. A continuación se puso los calcetines, que ya estaban más o menos secos.

—Podemos comprarte unas botas en la tienda de Henning.

—¿Qué es lo que has oído? —preguntó Sombra.

—Lo suficiente —dijo Mulligan—. Demasiado.

No se dirigieron la palabra en lo que duró el trayecto hasta la tienda.

—¿Qué talla usas? —le preguntó Mulligan cuando llegaron.

Sombra se lo dijo.

Mulligan entró a la tienda. Regresó con un par de calcetines de lana gruesa y un par de botas de cuero.

—Es lo único que les quedaba de tu talla —dijo—. A no ser que prefieras unas botas de goma, pero imagino que no.

Sombra se puso los calcetines y las botas. Le quedaban perfectas.

—Gracias.

—¿Tienes coche?

—Está aparcado en la carretera que va hasta el lago. Cerca del puente.

Mulligan arrancó y salió del aparcamiento de Hennings.

—¿Qué fue de Audrey? —preguntó Sombra.

—Al día siguiente de tu traslado, me dijo que le gustaba como amigo, pero que lo nuestro no iba a funcionar, y regresó a Eagle Point. Me rompió el corazón.

—Tiene sentido —dijo Sombra—. No fue nada personal. Hinzelmann ya no la necesitaba.

Pasaron por delante de la casa de Hinzelmann, de cuya chimenea salía una espesa columna de humo blanco.

—Solo vino porque él lo quiso así. Su plan era utilizarla para echarme de aquí. Estaba llamando demasiado la atención sobre la ciudad —dijo Sombra.

—Creí que le gustaba —murmuró Chad.

Se detuvieron junto al coche de alquiler de Sombra.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé —dijo Mulligan. La expresión de su rostro, normalmente abrumada, parecía ahora mucho más vital que después del incidente con Hinzelmann. Pero también parecía más preocupado—. Supongo que tengo dos opciones. O me… —imitó con su mano la forma de una pistola, se la metió en la boca y se la sacó—… o me pego un tiro y me reviento los sesos, o espero un par de días hasta que el hielo se haya derretido un poco más, me ato un bloque de cemento al pie y salto desde el puente. También me puedo tomar unas pastillas. Dios mío. Quizá debería adentrarme en el bosque y tomarme allí las pastillas. O a lo mejor debería coger el coche, darme una vuelta por los bosques, y tomarme las pastillas allí. No quiero que ninguno de mis hombres tenga que limpiarlo todo. Mejor se lo dejo al condado, ¿eh?

Mulligan suspiró, y meneó la cabeza.

—Tú no mataste a Hinzelmann, Chad. Murió hace mucho tiempo, muy lejos de aquí.

—Gracias por tus palabras, Mike. Pero lo he matado yo. He disparado a un hombre a sangre fría y he ocultado las pruebas. Y si me preguntas por qué lo he hecho, cuál es el verdadero motivo, te diré que no tengo ni puta idea.

Sombra alargó la mano y le tocó el hombro.

—Hinzelmann era el dueño de la ciudad —dijo—. No creo que tuvieras elección. Yo creo que fue él quien te llevó hasta allí. Quería que oyeras lo que has oído. Lo preparó todo. Supongo que solo así podía marcharse.

La expresión del rostro de Mulligan no cambió, estaba triste. Sombra se percató de que no había escuchado nada de lo que le había dicho. Había matado a Hinzelmann, le había construido una pira, y ahora, para cumplir el último deseo del muerto, o simplemente porque era la única forma de poder seguir viviendo consigo mismo, se iba a suicidar.

Sombra cerró los ojos, buscando el lugar de su mente al que fue cuando Wednesday le dijo que hiciera nevar —ese lugar que podía influir en la mente de otro—, y, sonriendo con una sonrisa que no sentía, dijo:

—Chad, déjalo correr.

Había una nube en el cerebro de aquel hombre, una nube oscura y opresiva. Sombra casi podía verla y, concentrándose en ella, imaginó que se dispersaba como la niebla matutina.

—Chad —dijo, con firmeza, intentando penetrar en esa nube—, esta ciudad va a cambiar mucho. Ya no va a ser la única localidad próspera de una región deprimida. A partir de ahora, va a parecerse mucho más al resto de ciudades de esta región. Va a haber muchos más problemas. La gente se quedará sin trabajo, se volverá loca. Algunos lo pasarán mal. Empezará a salir toda la mierda y necesitarán un jefe de policía con experiencia. La ciudad te necesita. —Y añadió—: Marguerite también te necesita.

Algo cambió en la nube negra que invadía la cabeza del hombre. Sombra percibió que algo había cambiado. Siguió presionando, visualizó las ágiles y morenas manos de Marguerite Olsen, sus ojos oscuros y su cabello largo y negro. Visualizó el modo en que inclinaba la cabeza hacia un lado con una media sonrisa cuando se divertía.

—Te está esperando —dijo Sombra y, según lo decía, supo que era verdad.

—¿Margie? —preguntó Chad.

En ese instante, aunque habría sido incapaz de explicar cómo lo había hecho y probablemente no sería capaz de volver a repetirlo nunca, Sombra penetró en la mente de Chad Mulligan como si nada, y extrajo de ella todo lo que había sucedido aquella tarde con la misma precisión y frialdad con la que un cuervo le saca los ojos a un ciervo atropellado.

Las arrugas de la frente de Chad se alisaron, y parpadeó, somnoliento.

—Ve a ver a Margie —dijo Sombra—. Me alegro de haber podido verte, Chad. Cuídate.

—Sí —farfulló Mulligan.

La radio de la policía lanzó una alerta. Chad alargó la mano hacia el micrófono y Sombra se bajó del coche.

Caminó hacia su coche de alquiler. Desde allí se veía la superficie gris del lago en el centro mismo de la ciudad. Pensó en los niños muertos que esperaban al fondo.

Alison no tardaría en salir a la superficie…

Cuando volvió a pasar por la casa de Hinzelmann vio que la columna de humo era una llamarada. Oyó una sirena.

Se dirigió hacia el sur para coger la autopista 51. Iba camino de su última cita. Pero antes de eso, pensó, pararía en Madison para una última despedida.

Lo que más le gustaba a Samantha Cuervo Negro era cerrar el Coffee House por las noches. Era una actividad muy relajante: como poner en orden el mundo. Se ponía un CD de las Indigo Girls, y cantaba los estribillos a su ritmo y a su manera. Primero limpiaba la máquina de café. Luego, echaba un último vistazo para llevar a la cocina cualquier plato o vaso que se hubiera dejado olvidado por allí, y recogía los periódicos desperdigados por toda la cafetería para dejarlos en un montón al lado de la puerta, listos para llevarlos al contenedor de reciclaje.

Le encantaba el Coffee House. Había estado frecuentándolo como clienta durante seis meses antes de hablar con Jeff, el gerente, para pedirle trabajo. Había varias salas llenas de sillones, sofás y mesitas de café, y estaba emplazado en una calle donde había un montón de librerías de viejo.

Envolvió las últimas porciones de tarta de queso que quedaban por allí y las guardó en la nevera grande para el día siguiente; después cogió un trapo y limpió las migas. Le gustaba estar sola.

Mientras trabajaba, cantaba con las Indigo Girls. De vez en cuando se marcaba unos pasos, pero en cuanto se daba cuenta se paraba y sonreía con timidez.

Unos golpecitos en la ventana la devolvieron al mundo real. Fue hacia la puerta, la abrió y se encontró con una mujer de su misma edad con el pelo de color magenta recogido en una trenza. Se llamaba Natalie.

—Hola —dijo Natalie. Se puso de puntillas y le dio un beso a Sam entre la mejilla y la comisura de sus labios. Se pueden decir muchas cosas con un beso como ése—. ¿Has acabado?

—Casi.

—¿Vamos al cine?

—Claro, me encantaría. Todavía tengo para unos cinco minutos largos. ¿Por qué no pasas y lees The Onion mientras tanto?

—Ya he leído el de esta semana. —Se sentó en una silla cerca de la puerta, echó un vistazo a los periódicos para reciclar hasta que encontró algo, y se puso a leer mientras Sam hacía caja y guardaba el dinero en la caja fuerte.

Llevaban acostándose una semana. Sam se preguntaba si sería esa la relación que había estado buscando toda su vida. Se dijo a sí misma que eran sus neurotransmisores y sus feromonas lo que le hacían sentirse feliz cuando veía a Natalie, y quizá se trataba de eso; sin embargo, lo único que sabía era que en cuanto la veía sonreía, y que cuando estaban juntas se sentía a gusto y querida.

—Aquí —dijo Natalie— hay uno de esos artículos en plan: «¿Está cambiando Estados Unidos?».

—Vaya. ¿Y está cambiando?

—Pues no lo dicen. Dicen que puede que sí, pero no saben cómo ni por qué, y a lo mejor resulta que no.

Sam sonrió de oreja a oreja.

—Bueno, así no se pillan los dedos, ¿no? —dijo.

—Supongo.

Natalie frunció el ceño y volvió a concentrarse en su periódico. Sam lavó la bayeta y la dobló.

—Yo creo que simplemente, a pesar del gobierno y todo eso, de repente parece que todo va bien. A lo mejor es porque este año se ha adelantado un poco la primavera. Ha sido un invierno largo, me alegro de que haya terminado.

—Yo también. —Hubo un silencio—. Dice en el artículo que mucha gente ha tenido sueños extraños. Yo no he tenido ninguno. No más de lo normal.

Sam echó un vistazo para ver si había olvidado algo. No: lo había dejado todo niquelado. Se quitó el delantal y lo colgó en la cocina. Salió y empezó a apagar todas las luces.

—Yo sí he tenido sueños extraños últimamente —dijo—. Se han vuelto tan raros que he estado anotándolos en una libreta al despertarme. Mientras estoy soñando me parece todo muy significativo. Pero cuando los leo, no tienen ningún sentido.

Se puso el abrigo y sus guantes de talla única.

—He estudiado algo sobre los sueños —dijo Natalie.

Ésta había hecho un poco de todo: desde aprender arcanas técnicas de defensa personal hasta bailar jazz, pasando por saunas rituales y feng shui.

—Cuéntamelos y te diré qué significan.

—Vale —dijo Sam mientras descorría el cerrojo y apagaba la última luz. Le cedió el paso a Natalie, y Sam salió detrás, cerrando bien la puerta de la Coffee House—. Algunas veces sueño con gente que cae del cielo. Otras, estoy bajo tierra hablando con una mujer con cabeza de búfalo. Y otras sueño con el tipo aquel al que besé en un bar.

—¿Algo que deberías haberme contado? —dijo Natalie tras emitir un sonido.

—Puede. Pero no es lo que imaginas. Fue un beso en plan «a tomar por saco».

—¿Le mandaste a tomar por saco?

—No, mandé a tomar por saco a todos los demás. Tendrías que haber estado allí para entenderlo.

Los zapatos de Natalie hacían ruido al andar. Sam caminaba silenciosamente a su lado.

—Es el dueño de mi coche —dijo Sam.

—¿Ese cacharro violeta que te trajiste de casa de tu hermana?

—Sí.

—¿Qué le ha pasado? ¿Por qué no quiere su coche?

—No lo sé. Puede que esté en la cárcel. O muerto.

—¿Muerto?

—Supongo. —Sam vaciló—. Hace unas cuantas semanas tuve la certeza de que había muerto. Fue como una percepción extrasensorial, o como se llame. El caso es que lo supe. Pero luego empecé a pensar que quizá no lo estaba. No sé, creo que mi percepción extra-sensorial no es para tirar cohetes.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar el coche?

—Hasta que alguien venga a buscarlo. Creo que es lo que él habría querido.

Natalie miró a Sam, y luego volvió a mirarla.

—¿De dónde has sacado eso?

—¿Qué?

—Las flores. Las que tienes en la mano, Sam. ¿De dónde las has sacado? ¿Las llevabas cuando hemos salido del Coffee House? Las habría visto.

Sam bajó la mirada. Y a continuación sonrió de oreja a oreja.

—Eres un amor. Tendría que haber dicho algo cuando me las has dado, ¿no? Son preciosas. Muchas gracias, de verdad. Pero ¿no crees que rojas habrían sido más apropiadas?

Eran seis rosas blancas con el tallo envuelto en papel.

—No te las he regalado yo —dijo Natalie apretando los labios.

Y no volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron al cine.

Aquella noche, al volver a casa, Sam puso las rosas en un jarrón improvisado. Más tarde, hizo un molde en bronce de las flores, y se guardó para sí la historia de cómo habían llegado hasta ella, aunque más adelante se la contaría a Caroline, que vino después de Natalie. Le contó la historia de las rosas fantasma una noche en la que las dos estaban muy borrachas, y Caroline estuvo de acuerdo con Sam en que era una historia muy, muy extraña, y espeluznante; en el fondo, no se creyó una sola palabra, así que tampoco pasó nada.

Sombra había aparcado cerca del edificio del Capitolio y dio la vuelta a la plaza para estirar las piernas después del largo viaje. La ropa le resultaba incómoda, aunque se había secado puesta, y las botas nuevas eran un poco rígidas todavía. Pasó por delante de una cabina. Llamó a información y le dieron el número.

—No —le dijeron—. No está en casa. Todavía no ha vuelto. Debe de estar en el Coffee House.

De camino a la cafetería paró a comprar unas flores.

Encontró el Coffee House, cruzó la calle y se quedó delante de una librería de viejo, esperando y observando.

Cerraban a las ocho, y a las ocho y diez Sombra vio salir a Sam Cuervo Negro en compañía de una mujer menuda con el cabello de un insólito tono rojo. Iban cogidas de la mano, como si no tuvieran más que cogerse de la mano para olvidarse del resto del mundo, e iban charlando; o más bien Sam hablaba y su amiga se limitaba a escucharla. Sombra se preguntó qué le estaría contando, porque no dejaba de sonreír.

Las dos mujeres cruzaron la calle y pasaron justo al lado de Sombra. La pelirroja estuvo a escasos centímetros de él —si hubiera alargado la mano habría podido tocarla—, pero ninguna de las dos advirtió su presencia.

Las vio alejarse calle abajo y sintió una punzada, como un acorde menor dentro de él.

Había sido un bonito beso, pensó Sombra, pero Sam nunca le había mirado como miraba ahora a la chica del pelo rojo, y nunca lo haría.

—¡Qué demonios! Siempre nos quedará Perú —dijo por lo bajinis mientras veía alejarse a Sam—. Y El Paso. Siempre nos quedará eso.

Entonces corrió tras ella y le puso las flores en la mano. Salió corriendo para que no se las pudiera devolver.

Luego subió por la colina hasta su coche y tomó la autopista 90 en dirección sur, hacia Chicago. Conducía al límite de velocidad, o un poco por debajo.

Era lo único que le quedaba por hacer.

No tenía ninguna prisa.

Pasó la noche en el Motel 6. Cuando se levantó al día siguiente, se dio cuenta de que la ropa todavía conservaba el olor del fondo del lago. Se la puso de todas maneras. Imaginó que no iba a necesitarla mucho tiempo más.

Pagó la cuenta. Cogió el coche y se dirigió hacia el edificio de arenisca en el que estaba el apartamento. No le costó encontrarlo. El edificio era más pequeño de lo que recordaba.

Subió las escaleras sin prisa pero sin pausa; no quería parecer impaciente por encontrarse con la muerte, pero tampoco tener pinta de asustado. Alguien había limpiado la escalera: ya no estaban las bolsas negras llenas de basura. Ahora olía a lejía, no a verdura podrida.

La puerta roja al final de las escaleras estaba abierta de par en par: el olor a comida viejuna flotaba en el aire. Sombra dudó un instante, y luego llamó al timbre.

—Voy —dijo una voz de mujer, y una señora enanita y de un rubio cegador, Zorya Utrennyaya, salió de la cocina y corrió hacia él, limpiándose las manos en el delantal. Tenía un aspecto diferente, pensó Sombra. Parecía feliz. Sus mejillas estaban rosadas, y había un brillo especial en sus ancianos ojos. Cuando lo vio, sus labios dibujaron una «o»—. ¡Sombra! ¿Vuelves con nosotros? —Corrió hacia él con los brazos abiertos. Sombra se agachó para abrazarla y la besó en la mejilla—. ¡Me alegro de verte! Ahora debes marcharte.

Sombra entró en el apartamento. Todas las puertas (excepto la de Zorya Polunochnaya, como era de esperar) estaban abiertas de par en par, y todas las ventanas que alcanzaba a ver, también. Una suave brisa recorría el pasillo.

—¿Estáis haciendo limpieza de primavera? —le preguntó a Zorya.

—Estamos esperando a un invitado —le respondió—. Ahora debes irte, pero antes, ¿quieres un café?

—He venido a ver a Czernobog —dijo Sombra—. Ha llegado el momento.

—No, no —dijo Zorya meneando la cabeza de forma violenta—. No quieres verlo. No es buena idea.

—Lo sé —dijo Sombra—. Pero ¿sabes?, lo único que he aprendido de mi experiencia con los dioses es que si haces un trato, tienes que cumplir con tu parte. Ellos pueden romper todas las normas que quieran. Nosotros no. Incluso si quisiera salir de aquí por mi propia voluntad, mis pies me traerían de vuelta.

Zorya se mordió el labio superior.

—Es cierto, pero hoy vete. Vuelve mañana. Para entonces, él se habrá marchado.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer desde el final del pasillo—. Zorya Utrennaya, ¿con quién estás hablando? No puedo dar la vuelta yo sola a este colchón, y lo sabes.

Sombra avanzó por el pasillo y dijo:

—Buenos días, Zorya Vechernaya. ¿Te echo una mano?

La mujer dio un respingo y soltó la esquina del colchón.

La habitación estaba llena de polvo por todas partes: los muebles, los cristales, flotando en los rayos de sol que entraban por la ventana abierta; solo de vez en cuando una ligera brisa o el movimiento de las amarillentas cortinas de encaje perturbaba el baile del polvo.

Recordaba aquella habitación. Era la que le habían asignado a Wednesday aquella noche: el cuarto de Bielebog.

Zorya Vechernaya lo miró dubitativa.

—El colchón —dijo—. Hay que darle la vuelta.

—Pues vamos allá —dijo Sombra. Cogió el colchón, lo levantó con facilidad y le dio la vuelta. Era una cama antigua de madera y el colchón de plumas pesaba casi tanto como un hombre. Al dejarlo caer, el polvo formó un remolino en el aire.

—¿Para qué has venido? —preguntó Zorya Vechernaya. Su tono no parecía muy cordial.

—He venido —dijo Sombra— porque en diciembre un joven jugó a las damas con un dios y perdió.

La mujer llevaba el cabello gris recogido en un moño alto y prieto. Frunció los labios.

—Vuelve mañana —dijo Zorya Vechernaya.

—No puedo —respondió él sencillamente.

—Allá tú. Ahora ve a sentarte. Zorya Utrennyaya te llevará un café. Czernobog volverá enseguida.

Sombra fue por el pasillo hasta la sala de estar. Era justo como la recordaba, aunque en esta ocasión la ventana estaba abierta. El gato gris dormía en el brazo del sofá. Abrió un ojo cuando Sombra entró en la habitación y, nada impresionado, volvió a quedarse dormido.

Fue en esa habitación donde había jugado a las damas con Czernobog, donde se había apostado la vida para conseguir que el anciano se uniera a ellos en el último timo de Wednesday. El aire fresco entraba por la ventana, llevándose el olor a cerrado.

Zorya Utrennyaya entró con una bandeja roja de madera. Traía una tacita esmaltada de café caliente y negro, con un platito lleno de galletas con trozos de chocolate. La dejó sobre la mesa que había delante de él.

—Volví a ver a Zorya Polunochnaya —dijo él—. Vino a verme al inframundo, y me dio la luna para que iluminara mi camino. Ella se llevó algo mío, pero no recuerdo qué.

—Le gustas —dijo Zorya Utrennyaya—. Es una soñadora. Y cuida de todos nosotros. Es muy valiente.

—¿Dónde está Czernobog?

—Dice que la limpieza de primavera es un incordio. Se va a comprar el periódico y se sienta en el parque. Allí compra cigarrillos. Quizá no vuelva en todo el día; no tienes por qué esperarle. ¿Por qué no te vas? Vuelve mañana.

—Le esperaré —dijo Sombra. No era ninguna clase de magia lo que le hacía querer esperar, y lo sabía. Era lo último que le quedaba por hacer y, si era lo último de su vida, pues qué se le iba a hacer, había ido allí por su propia voluntad. Después de aquello ya no habría más obligaciones, ni más misterios, ni más fantasmas.

Sorbió el café caliente, tan cargado y tan dulce como lo recordaba.

Oyó una voz profunda de hombre en el pasillo y se enderezó en el sofá. Se alegraba de que no le temblara el pulso. Se abrió la puerta.

—¿Sombra?

—Hola —dijo sin levantarse.

Czernobog entró en la habitación. Llevaba doblado en la mano el Chicago Sun-Times, y lo dejó sobre la mesa del café. Miró fijamente a Sombra y le tendió la mano con cautela. Se las estrecharon.

—Aquí me tienes —dijo Sombra—. Hicimos un trato. Tú has cumplido con tu parte. Ahora me toca a mí.

Czernobog asintió con la cabeza y frunció el ceño. Los rayos de sol se reflejaban en su cabello y su bigote gris, dándoles un barniz dorado.

—No es… —se interrumpió—. Va a ser mejor que te marches. No es un buen momento.

—Tómate todo el tiempo que necesites —dijo Sombra—. Estoy preparado.

Czernobog suspiró.

—Eres un idiota, ¿lo sabías?

—Supongo.

—Eres un niñato estúpido. Y en la cima de la montaña hiciste algo muy bueno.

—Hice lo que tenía que hacer.

—Quizá.

Czernobog caminó hacia el viejo aparador, se agachó y sacó un maletín que había debajo. Abrió los cerrojos, que saltaron con un fuerte chasquido. Sacó un martillo y lo sopesó en la mano. Parecía un mazo en miniatura con el mango manchado.

Entonces se puso en pie.

—Te debo mucho —le dijo—. Más de lo que te imaginas. Gracias a ti, todo está cambiando. Ha llegado la primavera. La auténtica primavera.

—Sé lo que he hecho —dijo Sombra—. Tampoco tenía otra opción.

Czernobog asintió. Había algo en su mirada que Sombra no recordaba haber visto antes.

—¿Te he hablado alguna vez de mi hermano?

—Bielebog. —Sombra se dirigió al centro de la alfombra manchada de ceniza. Se puso de rodillas—. Me dijiste que hacía mucho tiempo que no le veías.

—Sí —dijo el anciano, levantando el martillo—. Ha sido un largo invierno, chico. Un invierno muy largo. Pero ya se está acabando. —Meneó la cabeza, lentamente, como si estuviera recordando algo—. Cierra los ojos.

Sombra cerró los ojos y alzó la cabeza. Se quedó esperando.

La cabeza del mazo estaba fría, muy fría, y rozó su frente con la suavidad de un beso.

—¡Toc! Ya está —dijo Czernobog—. Solucionado.

Tenía una sonrisa en los labios que Sombra no había visto hasta ese momento; una sonrisa natural, agradable, como la luz del sol en un día de verano. El anciano se dirigió hacia el maletín, guardó el martillo, lo cerró y volvió a dejarlo en su sitio.

—¿Czernobog? —preguntó Sombra, e insistió—: ¿De verdad eres Czernobog?

—Sí. Hoy sí —dijo el anciano—. Mañana solo seré Bielebog. Pero hoy todavía soy Czernobog.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no me has matado ahora que has tenido la oportunidad?

El viejo sacó un cigarrillo sin filtro de una cajetilla que tenía en el bolsillo. Cogió una caja de cerillas grande de la repisa de la chimenea y se lo encendió. Parecía sumido en sus pensamientos.

—Porque —dijo al cabo de un rato— la sangre es importante, pero también la gratitud. Y ha sido un invierno muy, muy largo.

Sombra se puso en pie. Tenía las rodillas manchadas de polvo de la alfombra y se las sacudió.

—Gracias —dijo.

—De nada —contestó el anciano—. La próxima vez que quieras jugar a las damas, ya sabes dónde encontrarme. Y esta vez jugaré con las blancas.

—Gracias. Puede que acepte la invitación —dijo Sombra—. Pero más adelante.

Miró los brillantes ojos de Czernobog y se preguntó si siempre habrían tenido ese tono azul aciano. Se dieron la mano, y ninguno dijo adiós.

Sombra besó a Zorya Utrennyaya en la mejilla al salir, le besó la mano a Zorya Vechernyaya, y se marchó, bajando los escalones de dos en dos.