Para describir una historia, a uno mismo o a otros, uno tiene que contarla. Es un malabarismo y también un sueño. Cuanto más preciso sea un mapa, más se parecerá al territorio que representa. El mapa más preciso posible sería el propio territorio, de este modo el mapa sería perfectamente preciso y perfectamente inútil. El cuento es el mapa que es el territorio. Tenedlo siempre presente.
—De las notas del señor Ibis.
Iban los dos en la furgoneta Volkswagen, de camino a Florida por la I-75. Llevaban conduciendo desde el amanecer; o, más bien, Sombra iba conduciendo y el señor Nancy iba sentado en el asiento del pasajero y, de vez en cuando, y con una expresión de dolor en la cara, se ofrecía a conducir. Sombra siempre le decía que no.
—¿Eres feliz? —le preguntó el señor Nancy, de repente. Llevaba mirando fijamente a Sombra varias horas. Cada vez que este miraba a la derecha, se encontraba al señor Nancy mirándolo con sus ojos color tierra.
—La verdad es que no —replicó Sombra—. Y aún no estoy muerto.
—¿Cómo?
—«De ningún hombre cabe decir que ha sido feliz hasta que ha muerto». Herodoto.
El señor Nancy alzó una blanca ceja, y dijo:
—Yo aún no estoy muerto y, precisamente porque aún no estoy muerto, soy feliz como una perdiz.
—Lo de Herodoto no quiere decir que los muertos sean felices —le explicó Sombra—. Quiere decir que no puedes juzgar la vida de alguien hasta que no haya terminado.
—Y ni siquiera entonces —replicó el señor Nancy—. Y en cuanto a la felicidad, hay muchos tipos de felicidad, del mismo modo que hay muchos tipos de muertos. En lo que a mí respecta, me limito a coger lo que se me ofrece cuando se me ofrece.
Sombra cambió de tema.
—Aquellos helicópteros, los que se llevaron los cadáveres y a los heridos…
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Quién los envió? ¿De dónde salieron?
—No deberías preocuparte por eso. Son como las valkirias o las águilas ratoneras. Vienen porque tienen que venir.
—Si tú lo dices.
—Se ocuparán de los muertos y de los heridos. Para mí que el viejo Jacquel va a tener trabajo de sobra para un mes o más. Dime una cosa, Sombra, muchacho.
—Muy bien.
—¿Has aprendido algo de todo esto?
Sombra se encogió de hombros.
—No lo sé. La mayoría de las cosas que aprendí en el árbol se me han olvidado ya —respondió—. Creo que he conocido a bastante gente. Pero ya no estoy seguro de nada. Es como uno de esos sueños que te cambian la vida. Parte del sueño te la guardas para siempre, y hay cosas que se quedan muy dentro de ti, porque te sucedieron, pero, cuando empiezas a pensar en los detalles, como que se te escapan.
—Sí —replicó el señor Nancy. Y luego, como a regañadientes, añadió—. No eres tan tonto.
—Puede que no —dijo Sombra—. Pero preferiría haberme quedado con algo de todo lo que ha pasado por mis manos desde que salí de la cárcel. Me han dado un montón de cosas, y las he perdido después.
—A lo mejor has conservado más de lo que crees.
—No —contestó Sombra.
Cruzaron el límite de Florida, y vio su primera palmera. Se preguntó si la habrían plantado allí adrede, justo en el límite, para que la gente sepa que ha llegado ya a Florida.
El señor Nancy empezó a roncar, y Sombra lo miró de reojo. El viejo seguía pareciendo muy gris y respiraba con dificultad. Se preguntó, y no por primera vez, si habría recibido algún golpe en el pecho o en el pulmón durante la pelea. Nancy se había negado a recibir atención médica de ningún tipo.
Florida era mucho más larga de lo que Sombra había imaginado, y ya era tarde cuando llegó a una casa de madera de una sola planta, con las ventanas cerradas, a las afueras de Fort Pierce. Nancy, que le había ido indicando el camino a lo largo de los últimos ocho kilómetros, le invitó a pasar la noche.
—Puedo dormir en un motel —dijo Sombra—. No se preocupe.
—Podrías hacerlo, pero herirías mis sentimientos. Obviamente no diría nada. Pero herirías mis sentimientos de manera irreparable —dijo el señor Nancy—. Así que será mejor que te quedes aquí, te haré la cama en el sofá.
Abrió las persianas a prueba de huracanes, y las ventanas de par en par. La casa olía a moho y a humedad, y había también un olor dulzón, como si estuviera encantada por los fantasmas de unas galletas muertas desde hace mucho tiempo.
Sombra accedió, aunque con cierta reticencia, a pasar la noche allí, del mismo modo que accedió, con más reticencia aún, a acompañar al señor Nancy al bar que había al final de la carretera, para tomar una última copa mientras la casa se ventilaba.
—¿Has visto a Czernobog? —le preguntó Nancy, mientras caminaban en la bochornosa noche de Florida. El aire bullía con el zumbido de las cucarachas americanas y el suelo estaba plagado de bichos que correteaban por todas partes. El señor Nancy se encendió uno de sus puritos, y tosió y se atragantó con el humo, pero siguió fumando.
—Ya se había ido cuando salí de la cueva.
—Se habrá ido directamente a casa. Te estará esperando, ya lo sabes.
—Sí.
Caminaron en silencio hasta el final de la carretera. El bar no tenía nada de particular, pero estaba abierto.
—Yo pago la primera ronda —dijo el señor Nancy.
—Habíamos quedado en que nos tomaríamos solo una cerveza, ¿lo recuerdas?
—¿Qué pasa? —le dijo Nancy— ¿Ahora perteneces a la cofradía del puño?
El señor Nancy pagó la primera ronda, y Sombra la segunda. Presenció horrorizado cómo el señor Nancy le pedía al barman que encendiera el karaoke, y luego se quedó contemplando al viejo, con una mezcla de vergüenza y fascinación, mientras atacaba What’s New Pussycat?, antes de lanzarse a interpretar una conmovedora y melódica versión de The Way You Look Tonight. Tenía una bonita voz y, cuando acabó, los cuatro parroquianos que quedaban en el bar lo vitorearon y le aplaudieron.
Cuando volvió con Sombra tenía mucho mejor aspecto. Ya no tenía los ojos enrojecidos, y aquella palidez grisácea de su piel se había desvanecido.
—Te toca —le dijo.
—Me niego en redondo —contestó Sombra.
Pero el señor Nancy ya había pedido otra ronda y le había pasado una hoja llena de manchas con los títulos de las canciones para que eligiera.
—Tú escoge una de la que te sepas la letra.
—Esto no tiene gracia —contestó Sombra. Todo empezaba a darle vueltas, pero no pudo reunir las fuerzas suficientes para discutir, y el señor Nancy ya estaba poniendo la cinta de Don’t Let Me Be Misunderstood y empujando (literalmente, empujando) a Sombra hasta el improvisado escenario que había al fondo del bar.
Sombra cogió el micro como si quemara, y entonces empezó a sonar la música y graznó el primer «Baby…». Ninguno de los que estaban en el bar le tiró nada. Y se sentía bien.
—Can yon understand me now? —Su voz era ronca pero melodiosa y una voz ronca le iba de maravilla a esa canción—. Sometimes I feel a little mad. Don’t you know that no one alive can always be an angel…
Y seguía cantando mientras volvían caminando a casa en la concurrida noche de Florida, el viejo y el joven, haciendo eses y felices los dos.
—I’m just a soul whose intentions are good —cantaba a los cangrejos, a las arañas, a las cucarachas americanas, a los lagartos y a la noche—. Oh lord, please don’t let me be misunderstood.
El señor Nancy lo llevó hasta el sofá. Era mucho más pequeño que Sombra, que prefería dormir en el suelo, pero para cuando terminó de decidir si era buena idea dormir en el suelo ya estaba profundamente dormido, medio sentado, medio tumbado en el sofá.
Al principio, no tuvo ningún sueño. No había más que la reconfortante oscuridad. Y entonces vio una hoguera en las tinieblas y se dirigió hacia ella.
—Lo has hecho bien —susurró el hombre búfalo sin mover los labios.
—No sé lo que he hecho —replicó Sombra.
—Has hecho la paz —dijo el hombre búfalo—. Tomaste nuestras palabras y las hiciste tuyas. Nunca entendieron que estaban aquí, y la gente que los adoraba estaba aquí, porque nos convenía que así fuese. Pero podemos cambiar de idea. Y puede que lo hagamos.
—¿Eres un dios? —preguntó Sombra.
El hombre con cabeza de búfalo meneó la cabeza. Sombra pensó, por un momento, que la criatura se divertía.
—Yo soy la tierra —le contestó.
Y si soñó más cosas, Sombra no las recordaba.
Oyó un chisporroteo. Le dolía la cabeza, y algo le martilleaba por detrás de los ojos.
El señor Nancy ya estaba preparando el desayuno: una pila de tortitas, beicon frito, unos huevos perfectos y café. Parecía rebosante de salud.
—Me duele la cabeza —dijo Sombra.
—Cuando te metas entre pecho y espalda un buen desayuno, te sentirás como nuevo.
—Más bien me siento como el mismo hombre, pero con otra cabeza —replicó Sombra.
—Come —le ordenó el señor Nancy.
Sombra comió.
—¿Qué tal ahora?
—Como si tuviera dolor de cabeza, solo que ahora además tengo el estómago lleno y creo que voy a vomitar.
—Ven conmigo. —Junto al sofá en el que había dormido Sombra, cubierto con una manta africana, había un baúl de madera oscura que parecía un cofre pirata en miniatura. El señor Nancy abrió el candado y levantó la tapa. Dentro del cofre había una serie de cajas. Nancy rebuscó entre ellas—. Estas hierbas africanas son un antiguo remedio. Son una mezcla de corteza de sauce en polvo y cosas por el estilo.
—¿Como la aspirina?
—Sí —dijo el señor Nancy—. Exacto.
De debajo del cofre sacó un frasco de ácido acetilsalicílico de tamaño familiar. Desenroscó el tapón y sacó un par de pastillas.
—Toma.
—Bonito cofre —le dijo Sombra. Cogió las pastillas y se las tragó con agua.
—Me lo envió mi hijo —dijo Nancy—. Es un buen chico. Pero no lo veo tan a menudo como me gustaría.
—Echo de menos a Wednesday —dijo Sombra—. A pesar de todo lo que hizo. Sigo esperando volver a verlo, pero alzo la vista y no está.
Se quedó mirando el cofre pirata, intentando averiguar a qué le recordaba.
«Perderás muchas cosas. Pero no pierdas ésta». ¿Quién había dicho eso?
—¿Lo echas de menos? ¿Después de todo lo que te ha hecho pasar? ¿Después de lo que nos ha hecho pasar a todos nosotros?
—Sí —replicó Sombra—. Supongo que sí. ¿Crees que volverá?
—Creo —contestó el señor Nancy— que, allá donde dos hombres se reúnan para venderle a un tercero un violín de veinte dólares por diez mil, él estará presente en espíritu.
—Sí, pero…
—Deberíamos volver a la cocina —dijo el señor Nancy, cuya expresión se estaba volviendo fría—. Esas sartenes no se friegan solas.
Fregó las sartenes y los platos. Sombra los secó y los guardó en su sitio. El dolor de cabeza empezó a remitir. Volvieron a la sala de estar. Miró el viejo cofre otra vez, intentando recordar.
—Y si no voy a ver a Czernobog, ¿qué pasaría?
—Irás a verlo —contestó rotundo el señor Nancy—. O puede que él venga a buscarte. O a lo mejor te lleva hasta él. Pero de un modo u otro, acabarás encontrándotelo.
Sombra asintió. Algo empezó a encajar.
—Oye, ¿hay algún dios con cabeza de elefante?
—¿Ganesh? Es un dios hindú. Aparta los obstáculos y hace los viajes más fáciles. También es muy buen cocinero.
Sombra alzó la vista.
—«…está en el tronco» —dijo—. Sabía que era importante, pero no sabía por qué. Pensé que se refería al tronco del árbol; sin embargo no hablaba del tronco para nada, ¿verdad?
El señor Nancy frunció el ceño.
—Me he perdido.
—Está en el baúl[7] —dijo Sombra. Sabía que era cierto. No sabía por qué, ni mucho menos. Pero estaba completamente seguro de que lo era.
Se puso en pie.
—Tengo que irme —dijo—. Lo siento.
El señor Nancy alzó una ceja.
—¿A qué tanta prisa?
—Pues —dijo Sombra sencillamente— a que el hielo se está derritiendo.