Capítulo dieciocho

Intentaron mantenerse apartados de los soldados, pero los hombres abrieron fuego y los mataron a los dos. Así que lo que dice la canción sobre la cárcel no es verdad, pero es una licencia poética. Porque en la poesía no siempre se pueden decir las cosas como son. La poesía tampoco es lo que se dice la verdad. No hay sitio suficiente en las estrofas.

—Comentario de un cantante a propósito de «The Ballad of Sam Bass», en A Treasury of American Folklore.

Todo esto no puede estar pasando. Puedes tomártelo como una metáfora, si te resulta más cómodo. Después de todo, las religiones son, por definición, metáforas: Dios es un sueño, una esperanza, una mujer, un ironista, un padre, una ciudad, una casa con muchas habitaciones, un hacedor de tiempo que dejó como premio un cronómetro en mitad del desierto, alguien que te quiere… Incluso, en contra de todas las evidencias, puede que sea un ser celestial cuyo único interés es asegurarse de que tu equipo de fútbol, tu ejército, tus negocios o tu matrimonio prosperen, se desarrollen y triunfen frente a cualquier obstáculo.

Las religiones son sitios para ponerse de pie, mirar y actuar; posiciones estratégicas desde las que observar el mundo.

Así que nada de esto está sucediendo. Cosas como estas no pasan a día de hoy en el mundo en que vivimos. Ni una sola palabra de todo esto es literalmente cierta, aunque todo esto sucedió; y lo siguiente que ocurrió, sucedió de esta manera:

Al pie de la montaña Lookout, que más que montaña es un monte muy alto, hombres y mujeres se reunían alrededor de una pequeña hoguera bajo la lluvia. Estaban de pie bajo los árboles, que no eran el paraguas más idóneo, y discutían.

La dama Kali, con su piel negra como la tinta y sus blancos y afilados dientes, dijo:

—Ya es la hora.

Anansi, con sus guantes amarillo limón y su cabello plateado, meneó la cabeza.

—Podemos esperar —dijo—. Mientras podamos esperar, deberíamos hacerlo.

Hubo un murmullo de desaprobación entre los congregados.

—No, escuchad. Tiene razón —terció un anciano con el cabello gris oscuro: Czernobog. Llevaba un pequeño mazo apoyado en el hombro—. Son ellos los que ocupan una posición dominante. Tenemos los elementos en contra. Es una locura empezar esto ahora.

Algo con cierto parecido a un lobo, pero con más aspecto de hombre gruñó y escupió en la tierra:

—¿Y qué mejor momento para atacar, dedushka? ¿Vamos a esperar hasta que el tiempo mejore, para que nos estén esperando? Yo digo que ataquemos ahora. Digo que nos pongamos en marcha.

—Hay muchas nubes entre ellos y nosotros —señaló Isten de los húngaros. Lucía un bonito mostacho negro, un gran sombrero negro y polvoriento, y la sonrisa de quien se gana la vida vendiendo revestimientos de aluminio, y tejados y canalones nuevos a ciudadanos de la tercera edad pero que siempre se va de la ciudad en cuanto cobra el cheque tanto si ha terminado el trabajo como si no.

Un hombre vestido con traje elegante, que hasta el momento no había dicho nada, juntó las manos, se acercó a la hoguera y expuso su punto de vista de manera clara y sucinta. Los allí reunidos asentían con la cabeza y se oían murmullos de aprobación.

Luego habló una de las tres guerreras que formaban la Morrigan, que estaban tan juntas entre las sombras que parecían una composición de brazos y piernas tatuados con tinta azul y alas de cuervo.

—Y qué más dará si es buen o mal momento para atacar —dijo—. Es el momento. Nos han estado masacrando. Y seguirán haciéndolo, tanto si luchamos como si no. Puede que salgamos victoriosos. Puede que muramos en el intento. Pero mejor morir ahora todos juntos, en el ataque, como dioses, que morir huyendo y en soledad, como ratas en una bodega.

Otro murmullo, esta vez de aprobación. Había hablado por todos. Era el momento de hacerlo.

—La primera cabeza es mía —dijo un chino muy alto, con una cuerda de diminutos cráneos alrededor del cuello. Empezó a escalar, lenta y deliberadamente, la montaña, llevando al hombro un bastón acabado en una hoja curva y afilada, como una luna de plata.

Ni siquiera la Nada dura para siempre.

Podría haber estado allí, en Ninguna Parte, durante diez minutos o diez mil años. Daba igual: el tiempo era una idea que ya no necesitaba para nada.

Ya no podía ni recordar su auténtico nombre. Se sentía vacío y limpio, en aquel lugar que no era un lugar.

No tenía forma, estaba vacío.

No era nada.

Y dentro de esa nada una voz dijo:

—Hey, primo. Tenemos que hablar.

Y algo que quizás en otro tiempo fue Sombra dijo:

—¿Whiskey Jack?

—Sí —dijo este en la oscuridad—. Eres un tío difícil de encontrar cuando te mueres. No has ido a ninguno de los sitios donde pensé que estarías. He mirado en todas partes antes de que se me ocurriera mirar aquí. Oye, ¿encontraste a tu tribu?

Sombra se acordó de la pareja de la discoteca bajo la bola de espejos.

—Supongo que encontré a mi familia. Pero no, no he hallado a mi tribu.

—Siento molestarte.

—No, tú qué vas a sentir. Déjame en paz. Ya tengo lo que quería. Se acabó.

—Vienen a por ti —le dijo Whiskey Jack—. Te van a reanimar.

—Pero yo aquí ya no pinto nada —dijo Sombra—. Ya está todo el pescado vendido.

—De eso nada —replicó Whiskey Jack—. Ni muchísimo menos. Vamos a mi casa. ¿Quieres una cerveza?

Imaginó que no le haría daño tomarse una cerveza.

—Claro.

—Trae también una para mí. Hay una nevera saliendo por la puerta —le indicó Whiskey Jack. Estaban en su rancho.

Sombra abrió la puerta con unas manos que tenía la sensación de no haber poseído antes. Había una nevera de plástico llena de trozos de hielo del río y, entre el hielo, doce latas de Budweiser. Sacó un par y se sentó en el umbral a contemplar el valle.

Estaban en lo alto de una colina, cerca de una cascada de aguas caudalosas consecuencia del deshielo. Caía en varios escalones, a unos veinte metros por debajo de ellos, quizá treinta. El sol se reflejaba en el hielo que revestía los árboles que colgaban por encima de la cuenca de la cascada. El ruido del agua al caer lo llenaba todo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sombra.

—En el mismo sitio que la última vez —respondió Whiskey Jack—. En mi casa. ¿Piensas quedarte ahí con mi cerveza en la mano hasta que se caliente? A mí me gusta bien fría.

Sombra le pasó la lata.

—No había una cascada justo delante de tu casa la última vez que estuve aquí —le dijo.

Whiskey Jack no dijo nada. Abrió la lata y se bebió la mitad de un único y lento trago.

—¿Te acuerdas de mi sobrino? —le preguntó—. Harry Bluejay, el poeta. Te cambió su Buick por tu Winnebago. ¿Te acuerdas?

—Claro. Pero no sabía que era poeta.

Whiskey Jack alzó la barbilla en un gesto de orgullo.

—El mejor poeta que ha dado Estados Unidos.

Apuró la lata, eructó y cogió otra. Sombra abrió la suya y se sentaron los dos sobre una roca, junto a los pálidos helechos, al sol de la mañana, y contemplaron la cascada mientras se bebían sus cervezas. Todavía había nieve en el suelo, en los lugares donde nunca daba el sol.

La tierra estaba húmeda.

—Henry era diabético —prosiguió Whiskey Jack—. Cosas que pasan, demasiado a menudo. Llegáis a América, nos quitáis la caña de azúcar, las patatas y el maíz, y luego nos vendéis patatas fritas y palomitas con caramelo, y somos nosotros los que nos ponemos malos. —Dio un trago a su cerveza mientras reflexionaba—. Ganó un par de premios de poesía. Y unos tipos de Minnesota querían publicar sus poemas en un libro. Precisamente iba a verlos allí en un coche deportivo, en un Miata amarillo que había cambiado por tu Bago. Los médicos dijeron que probablemente sufrió un coma diabético mientras conducía, se salió de la carretera y se estampó contra una de vuestras señales. Sois demasiado perezosos para mirar dónde estáis, para leer las montañas y las nubes; vosotros necesitáis señales por todas partes. Y así se fue Henry Bluejay para siempre, a vivir con el hermano Lobo. Así que me dije: «Ya no queda nada que me retenga aquí». Y me vine al norte. Aquí hay buena pesca.

—Siento mucho lo de tu sobrino.

—Yo también. Así que ahora vivo aquí en el norte, bien lejos de las enfermedades del hombre blanco, de las carreteras del hombre blanco, de las señales del hombre blanco, de los Miatas amarillos del hombre blanco y de las palomitas caramelizadas del hombre blanco.

—¿Y de la cerveza del hombre blanco?

Whiskey Jack miró la lata.

—Cuando por fin os deis por vencidos y os vayáis de aquí, podéis dejarnos las fábricas de Budweiser —dijo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sombra—. ¿Estoy en el árbol? ¿Estoy muerto? ¿Estoy aquí? Creía que todo había terminado. ¿Qué es lo real?

—Sí —dijo Whiskey Jack.

—¿Sí? ¿Qué tipo de respuesta es «sí»?

—Es una buena respuesta. Y además, es verdad.

—¿Tú también eres un dios?

Whiskey Jack sacudió la cabeza:

—Yo soy un héroe cultural —le dijo—. Hacemos lo mismo que los dioses, solo que la cagamos más y nadie nos adora. Cuentan historias sobre nosotros, pero cuentan las que nos dejan en mal lugar y también aquellas en las que salimos más airosos.

—Entiendo —dijo Sombra. Y lo entendía, más o menos.

—Mira —prosiguió Whiskey Jack—. Éste no es un país para dioses. Mi gente ya se dio cuenta de eso hace mucho. Están los espíritus creadores que pusieron la tierra o la hicieron o la cagaron, pero si te pones a pensarlo: ¿quién va a adorar al Coyote? Hizo el amor con la Mujer Puercoespín y se le quedó la minga como un acerico. Discutía con las piedras y las piedras le ganaban.

»Así que, sí, mi pueblo pensaba que a lo mejor había algo detrás de todo, un creador, un gran espíritu, y por eso damos las gracias, porque siempre es bueno dar las gracias. Pero nunca nos dedicamos a construir iglesias. No lo necesitábamos. La tierra era la iglesia. La tierra era la religión. La tierra era más vieja y más sabia que la gente que caminaba sobre ella. Nos proporcionaba salmones, maíz, búfalos y palomas migratorias. Nos proporcionaba melones, calabazas y pavo. Nos proporcionaba arroz salvaje, y percas. Y éramos los hijos de la tierra, exactamente igual que el puercoespín, la mofeta o el arrendajo azul. —Terminó su segunda cerveza y señaló hacía el río al pie de la cascada—. Si sigues ese río durante un rato, llegarás a los lagos donde crece el arroz salvaje. Cuando es la época, uno sale con un amigo en canoa y lo recoge, lo cuece, lo guarda y se conserva perfectamente durante un montón de tiempo. Los distintos lugares producen diferentes alimentos. Si viajas hacia el sur, encontrarás naranjos, limoneros y esa fruta verde y esponjosa que se parece a la pera…

—Aguacates.

—Aguacates —repitió Whiskey Jack—. Eso es. No se dan por aquí arriba. Ésta es zona de arroz salvaje, de alces. Lo que quiero decir es que Estados Unidos es así. No es terreno abonado para los dioses. No se dan bien. Es como intentar plantar aguacates en una zona de arroz salvaje.

—Pues no se darán bien —dijo Sombra, recordando—, pero están a punto de entrar en guerra.

Fue la única vez que vio a Whiskey Jack reír. Fue casi como un ladrido, y era una risa con muy poco sentido del humor.

—Hey, Sombra —dijo Whiskey Jack—, si todos tus amigos saltaran por un barranco, ¿saltarías tú detrás?

—Puede. —Sombra se sentía bien. No creía que fuera solo por la cerveza. No recordaba la última vez que se había sentido tan vivo, y tan entero.

—No va a haber ninguna guerra.

—¿Y entonces qué es?

Whiskey Jack aplastó la lata de cerveza entre las manos hasta dejarla plana.

—Mira —dijo, señalando la cascada. El sol estaba lo suficientemente alto para incidir sobre las gotas de agua de la cascada, y formaba un halo irisado en el aire. Sombra pensó que era la cosa más bonita que había visto en su vida.

—Va a ser un baño de sangre —dijo Whiskey Jack, en tono neutro.

Entonces, Sombra lo vio. Lo veía todo, con toda claridad. Meneó la cabeza y se echó a reír, y siguió meneando la cabeza, y de la risa pasó a la carcajada.

—¿Estás bien?

—Estupendamente —dijo Sombra—. Es solo que acabo de ver a los indios escondidos. No a todos. Pero el caso es que los he visto.

—Pues serían ho chunk. Los muy idiotas nunca han sabido esconderse. —Alzó la vista hacia el sol—. Es hora de volver.

Whiskey Jack se levantó.

—Es un timo para dos timadores —dijo Sombra—. No es una guerra, ¿verdad?

Whiskey Jack le dio una palmadita en el brazo.

—No eres tan tonto.

Volvieron al rancho de Whiskey Jack. Abrió la puerta. Sombra vaciló.

—Ojalá pudiera quedarme aquí contigo —dijo—. Parece un buen sitio.

—Hay un montón de sitios buenos —replicó Whiskey Jack—. De eso se trata, precisamente. Mira, los dioses mueren cuando la gente los olvida. Las personas también. Pero la tierra permanece. Los sitios buenos, y los malos. La tierra no va a ninguna parte, ni yo tampoco.

Sombra cerró la puerta. Algo tiraba de él. Estaba solo en la oscuridad una vez más, pero esta se fue haciendo cada vez más brillante hasta que se volvió incandescente como el sol.

Y entonces empezó el dolor.

Una mujer iba caminando por un prado, y las flores de primavera se iban abriendo a su paso. En ese lugar y ese momento, la mujer se hacía llamar Pascua.

Pasó por un paraje en el que, hace mucho tiempo, se levantaba una granja. A día de hoy todavía quedan en pie los muros, que sobresalen por entre las malas hierbas del prado como dientes cariados. Caía una fina lluvia. Las nubes eran bajas y oscuras, y hacía bastante frío.

Más allá de donde había estado la casa había un árbol, un enorme árbol de color gris plata, sin hojas, y delante del árbol, sobre la hierba, había unos bultos de tela deshilachada de color indefinido. La mujer se detuvo ante las telas, se inclinó y cogió algo blanco tirando a marrón: era un fragmento de hueso roído que pudo haber sido, en su momento, parte de un cráneo. Volvió a tirarlo al suelo.

Entonces miró al hombre que había en el árbol y sonrió con ironía.

—Desnudos no resultan tan interesantes —dijo—. Desenvolverlos es lo más divertido. Pasa igual con los regalos, y con los huevos.

El hombre con cabeza de halcón que caminaba a su lado se miró el pene y pareció reparar, por primera vez, en su propia desnudez.

—Yo puedo mirar al sol sin parpadear siquiera —dijo.

—Qué listo eres —replicó Pascua—. Venga, vamos a bajarlo de ahí.

Las cuerdas mojadas de las que colgaba Sombra hacía tiempo que se habían desgastado y podrido, y se rompieron con facilidad cuando tiraron de ellas. El cuerpo se deslizó hacia las raíces del árbol. Lo recogieron antes de que llegara al suelo, lo trasladaron sin mayor dificultad, pese a que era un hombre muy grande, y lo dejaron tendido en el prado gris.

El cuerpo tendido en la hierba estaba frío y no respiraba. Tenía una costra en un costado, como si le hubieran clavado una lanza.

—¿Y ahora qué?

—Ahora —dijo Pascua—, vamos a calentarlo. Ya sabes lo que tienes que hacer.

—Lo sé. No puedo.

—Si no piensas ayudarme, no sé para qué me has traído hasta aquí.

—Pero ha pasado demasiado tiempo.

—Ha pasado demasiado tiempo para todos nosotros.

—Y estoy bastante loco.

—Ya lo sé.

Le tendió a Horus una blanca mano y le acarició su negro cabello. Él parpadeó con intención. Y a continuación empezó a brillar, como si estuviera envuelto en la calina.

El ojo de halcón que miraba hacia ella brilló con un resplandor naranja, como si se le hubiera encendido una llama dentro; una llama que llevaba mucho tiempo extinguida.

El halcón levantó el vuelo, subió muy alto, ascendiendo en círculos, y voló en torno al punto entre las grises nubes donde parecía probable que estuviera el sol; según ascendía parecía un punto, y luego una minúscula mota, y después nada, algo que solo se podía imaginar. Las nubes empezaron a deshacerse y a evaporarse, dejando un pedazo de cielo azul por el que el sol resplandecía. El único rayo de sol que atravesaba las nubes y bañaba el prado era precioso, pero la imagen desapareció a medida que el cielo se iba despejando de nubes. Al cabo de unos instantes, el sol de la mañana caía sobre el prado como la luz de mediodía en pleno verano, evaporando el agua de la lluvia matinal en brumas y evaporando la bruma hasta que no quedó nada en absoluto.

La mujer acarició con los dedos de la mano derecha el pecho del cuerpo. Creyó sentir un estremecimiento: algo que no era un latido, pero casi… Dejó la mano allí, en su pecho, justo encima de su corazón.

Puso sus labios sobre los labios de Sombra, le insufló aire en los pulmones, un par de veces, y luego lo besó. Un beso suave, que sabía a lluvias de primavera y a flores silvestres.

La herida del costado empezó a manar de nuevo una sangre escarlata, que a la luz del sol parecía un manantial de líquidos rubíes, y al cabo de unos instantes dejó de sangrar.

Pascua le besó la mejilla y la frente.

—Venga —le dijo—. Ya es hora de levantarse. La cosa está en marcha. No querrás perdértelo, ¿eh?

Los párpados de Sombra temblaron y finalmente abrió los ojos, dos ojos de un gris tan profundo que parecían incoloros, del mismo tono gris del anochecer, y la miró.

Ella sonrió y retiró la mano de su pecho.

—Me has traído de vuelta —dijo Sombra, lentamente, como si se hubiera olvidado de hablar. Había dolor en su voz, y desconcierto.

—Sí.

—He llegado hasta el final. Ya me habían juzgado. Todo había terminado. Y tú me has traído de vuelta. Te has atrevido.

—Lo siento.

—Sí.

Se incorporó lentamente y se tocó el costado con una mueca de dolor. Y de repente parecía desconcertado: tenía un reguero de sangre fresca, pero debajo no había herida.

Alargó una mano, y ella lo rodeó con un brazo y lo ayudó a ponerse en pie. Miró el prado como si quisiera recordar los nombres de las cosas que veía: las flores en la hierba alta, las ruinas de la granja, la calina de verdes capullos que cubrían las ramas del enorme árbol plateado.

—¿Lo recuerdas? —le preguntó ella—. ¿Recuerdas lo que has aprendido?

—Sí. Pero terminará desvaneciéndose. Como un sueño. Lo sé. Perdí mi nombre, y también mi corazón. Y tú me has traído de vuelta.

—Lo siento —replicó ella por segunda vez—. Pronto entrarán en batalla. Los dioses antiguos y los nuevos.

—¿Quieres que luche a vuestro lado? Has perdido el tiempo.

—Te he traído de vuelta porque era mi deber —dijo Pascua—. Es todo cuanto puedo hacer y lo que sé hacer mejor. Lo que decidas ahora es cosa tuya. Tú sabrás. Yo ya he hecho mi parte.

De repente reparó en la desnudez de Sombra, se puso colorada como un tomate y desvió la mirada.

Entre la lluvia y las nubes, las sombras ascendían por la ladera de la montaña, por los caminos de roca.

Zorros blancos subían sigilosamente por la colina en compañía de hombres de pelo rojo con chaquetas verdes. Un minotauro avanzaba junto con un dáctilo con dedos de hierro. Un cerdo, un mono y un ghoul de afilados dientes escalaban la colina en compañía de un hombre de piel azul con un arco flamígero, un oso con flores en el pelo y un hombre con una cota de malla de oro que blandía su espada de ojos.

El bello Antínoo, el que fuera amante de Adriano, encabezaba una cuadrilla de reinas del cuero, con los brazos y los pechos hiperdesarrollados por los esteroides y perfectamente torneados.

Un hombre de piel gris, cuyo único ojo era un enorme cabujón de esmeralda, subía muy erguido por la colina, encabezando un grupo de hombres rechonchos y de tez morena, de rostro impasible y de rasgos tan regulares como los de los relieves aztecas: conocían los secretos que las junglas escondían.

Un francotirador en lo alto de la colina apuntó a uno de los zorros blancos y disparó. Hubo una explosión, una humareda de cordita y aroma de pólvora en el aire húmedo. El cadáver era el de una joven japonesa con el estómago reventado y la cara ensangrentada. Poco a poco, el cadáver empezó a desvanecerse.

La gente siguió subiendo, a dos patas, a cuatro patas, e incluso sin patas.

El camino a través de las montañas de Tennessee había sido sorprendentemente bonito en los momentos en los que amainó la tormenta, y absolutamente desesperante cuando se ponía a llover a cántaros. Ciudad y Laura llevaban todo el camino hablando sin parar. Él estaba encantado de haberla conocido. Era como estar con un viejo amigo, un viejo y buen amigo al que simplemente acabas de conocer. Hablaron de historia, de películas y de música, y resultó ser la única persona —la otra única persona que conocía— que había visto una película extranjera (el señor Ciudad estaba convencido de que era española, y Laura de que era polaca) de los años sesenta que se titulaba El manuscrito hallado en Zaragoza, un film del que había llegado a creer que había sido una alucinación suya.

Cuando Laura le señaló el primer establo con el cartel de VISITE ROCK CITY él se rio y admitió que era allí a donde se dirigía. Ella dijo que era fantástico. Siempre había querido visitar esa clase de sitios, pero nunca encontraba el momento y después siempre se arrepentía. Por ese motivo estaba ahora en la carretera. Estaba viviendo una aventura.

Era agente de viajes, le explicó. Estaba separada de su marido. Admitió que no creía que pudieran volver a estar juntos, y que era culpa suya.

—Eso no me lo puedo creer.

Ella suspiró.

—Pues es verdad, Mack. Ya no soy la mujer con la que se casó.

—Bueno —le dijo él— la gente cambia. —Y antes siquiera de darse cuenta de que ya le había contado todo lo que podía contarle de su vida, se encontró hablándole de Madera y de Piedra, y contándole que los tres eran como los tres mosqueteros, y que a los otros dos los habían matado, y que piensas que trabajando para el gobierno ya no te van a afectar ese tipo de cosas, pero siempre te afectan. Nunca te acostumbras.

Y ella alargó una mano —y estaba tan fría que él encendió la calefacción—, y apretó con cariño la mano de Ciudad.

A la hora de comer comieron comida japonesa mala mientras una tormenta se cernía sobre Knoxville, y a Ciudad no le importó que tardaran en servirles, ni que la sopa de miso estuviera fría y el sushi tibio.

Le encantaba el hecho de que ella estuviera allí con él, viviendo una aventura.

—Bueno —le confesó Laura—, detestaba la idea de quedarme estancada. La verdad es que me estaba pudriendo. Así que salí sin mi coche y sin mis tarjetas de crédito. No me queda más remedio que confiar en la amabilidad de los extraños. Y me lo he pasado en grande. Todo el mundo ha sido muy amable conmigo.

—¿No te da miedo? —le preguntó—. Podrían dejarte tirada, atracarte; podrías morirte de hambre.

Ella meneó la cabeza. Y entonces, con una sonrisa dubitativa, dijo:

—Te he encontrado a ti, ¿no?

Y él ya no supo qué decir.

Cuando terminaron de comer corrieron bajo la lluvia hasta el coche, cubriéndose la cabeza con periódicos en japonés y riendo mientras corrían, como colegiales bajo la lluvia.

—¿Hasta dónde te puedo llevar? —preguntó él una vez dentro del coche.

—Yo voy donde tú vayas, Mack —respondió ella con timidez.

Se alegraba de no haber utilizado el chiste del Big Mack. Esta mujer no era un rollo de una noche, el señor Ciudad lo sentía en lo más hondo de su alma. Puede que le hubiera costado cincuenta años encontrarla, pero por fin la había hallado: era ella, aquella mujer libre y mágica de largo cabello negro.

Aquello era amor.

—A ver —le dijo, según llegaban a Chatanooga. Los limpiaparabrisas extendían el agua por el cristal, difuminando el gris de la ciudad—. ¿Qué te parece si te busco un motel para esta noche? Pago yo. Y en cuanto haga la entrega, podemos… Bueno, podemos darnos un baño juntos, para empezar. Te ayudará a entrar en calor.

—Eso suena fantástico —dijo Laura—. ¿Qué es lo que tienes que entregar?

—Ese palo —respondió, y se echó a reír—. El que llevo en el asiento de atrás.

—Vale —replicó, siguiéndole la corriente—. Pues no me lo cuente, señor Misterioso.

Le dijo que sería mejor que le esperara dentro del coche, en el aparcamiento de Rock City, mientras hacia la entrega. Subió por la ladera de la montaña bajo la lluvia racheada, sin pasar de cincuenta kilómetros por hora, con las luces encendidas.

Aparcaron al fondo del aparcamiento. Apagó el motor.

—Oye, Mack. Antes de que te bajes del coche, ¿no me vas a dar un abrazo? —preguntó Laura con una sonrisa.

—Claro que sí —dijo el señor Ciudad, y la rodeó con sus brazos mientras ella se acurrucaba contra él y la lluvia tamborileaba en el techo del Ford Explorer. Percibió el aroma del cabello de Laura. Había algo desagradable bajo el perfume. El viaje, claro. Los dos necesitaban ese baño, decidió. Se preguntó si habría algún sitio en Chattanooga donde pudiera comprar aquellas bombas de baño aromáticas que tanto le gustaban a su primera mujer. Laura levantó la cabeza y, distraída, deslizó su mano por la línea de su cuello.

—Mack… no dejo de pensarlo. Debes de tener muchas ganas de saber lo que les sucedió a esos dos amigos tuyos —le dijo—. Piedra y Madera, ¿no?

—Claro —dijo, buscando los labios de Laura con los suyos, para su primer beso—. Claro que quiero.

De modo que ella se lo enseñó.

Sombra caminaba por el prado, dando vueltas lentamente alrededor del árbol, cada vez más lejos del tronco. A veces paraba y recogía algo: una flor, una hoja, un guijarro, una ramita o una hoja de hierba. Lo examinaba con atención, como si quisiera concentrarse en la ramidad de la ramita, o la hojedad de la hoja, como si mirara esas cosas por primera vez.

A Pascua le recordaba la mirada de un bebé cuando está aprendiendo a enfocar.

No se atrevía a hablarle. En ese momento habría sido un sacrilegio. Lo miraba, cansada como estaba, y se hacía preguntas.

A unos seis metros de la base del árbol, medio oculta por la hierba alta y enredaderas muertas, encontró una bolsa de lona. Sombra la recogió, desató los nudos y la abrió.

La ropa que sacó era la suya. Estaba vieja, pero aún servía. Miró los zapatos desde todos los ángulos. Acarició la tela de la camisa, la lana del jersey, y los miró como si tuvieran un millón de años.

Se quedó mirando las prendas un rato; luego, una por una, se las fue poniendo.

Metió las manos en los bolsillos y pareció quedarse desconcertado al sacar lo que a Pascua le pareció una canica blanca y gris.

—No hay monedas —dijo. Era lo primero que decía en varias horas.

—¿No hay monedas? —repitió Pascua.

Él meneó la cabeza.

—Me gustaba tener monedas —dijo—. Me ayudaban a mantener las manos ocupadas.

Se inclinó para ponerse los zapatos.

Una vez se hubo vestido, tenía una pinta más normal, pero seria. Ella se preguntó hasta dónde habría viajado y cuánto le habría costado volver. No era el primero cuyo regreso había promovido, y sabía que, muy pronto, la mirada de un millón de años desaparecería, y los recuerdos y los sueños que se había traído del árbol serían borrados por todo un mundo de cosas tangibles. Así sucedía siempre.

Lo llevó hasta el fondo del prado. Su montura esperaba bajo los árboles.

—No puede llevamos a los dos —le dijo—. Yo me las apañaré para volver a casa.

Sombra asintió. Parecía que estaba intentando recordar algo. Entonces abrió la boca y soltó un alarido de bienvenida y de alegría.

El ave del trueno abrió su cruel pico y le respondió con otro alarido de bienvenida.

A primera vista, al menos, parecía un cóndor. Tenía el plumaje negro, con un viso púrpura, y en el cuello una banda blanca. Su pico era negro y cruel: era el de una rapaz, hecho para desgarrar. En reposo, sobre el suelo, con las alas plegadas, era del tamaño de un oso negro, y su cabeza quedaba a la misma altura que la de Sombra.

—Lo he traído yo. Viven en las montañas —dijo Horus, orgulloso.

Sombra asintió.

—Una vez soñé con las aves del trueno —explicó—. El sueño más infernal que he tenido nunca.

El ave del trueno abrió el pico y emitió un sonido sorprendentemente suave: ¿Crooru?

—¿Tú también escuchaste mi sueño? —le preguntó Sombra.

Alargó una mano y le acarició con ternura la cabeza. El ave del trueno la empujó contra su mano como si fuera un poni cariñoso. Le rascó la coronilla por detrás de donde deberían haber estado las orejas.

Sombra se volvió hacia Pascua.

—¿Has venido montada en él?

—Sí. Puedes montarlo tú de vuelta, si te deja.

—¿Cómo se guía?

—Es fácil —le dijo Pascua—, si no te caes. Es como cabalgar sobre el trueno.

—¿Te veré allí?

Pascua dijo que no con la cabeza.

—Yo ya he cumplido, cielo —le dijo—. Tú ve a hacer lo que tengas que hacer. Estoy cansada. Traerte de vuelta… me ha costado lo mío. Necesito descansar y ahorrar energías para cuando llegue mi festividad. Lo siento. Buena suerte.

Sombra asintió.

—Vi a Whiskey Jack cuando estuve en el otro lado. Vino a buscarme. Nos bebimos unas cervezas.

—Sí —dijo Pascua—. Seguro que sí.

—¿Volveré a verte? —le preguntó Sombra.

Ella lo miró con unos ojos verdes como el maíz antes de madurar. No dijo nada. Y, entonces, de repente, meneó la cabeza.

—Lo dudo —dijo.

Sombra subió torpemente a lomos del ave del trueno. Se sentía como un ratón a lomos de un halcón. La boca le sabía a ozono, metálico y azul. Algo crujió. El ave del trueno extendió las alas y empezó a batirlas, con fuerza.

Según veía alejarse el suelo, Sombra se agarró, con el corazón latiendo desbocado dentro de su pecho.

Era exactamente como cabalgar sobre el trueno.

Laura cogió la vara del asiento trasero del coche. Dejó al señor Ciudad en el asiento del conductor, se bajó del Ford Explorer y, bajo la lluvia, echó a andar hacia Rock City. La taquilla estaba cerrada. La puerta de la tienda de regalos no estaba cerrada con llave y entró por ella, pasó por delante de los caramelos con forma de roca y de los refugios para pájaros con el lema «Visite Rock City» y se adentró en la octava maravilla del mundo.

Nadie le dio el alto, pese a que se cruzó con varias personas por el camino, bajo la lluvia. La mayoría de ellos solo parecían sutilmente artificiales; muchos de ellos eran traslúcidos. Cruzó un puente colgante. Pasó por los jardines de ciervos blancos, y también por el Abrazo del Gordo, donde el camino discurría por entre dos inmensos muros de piedra.

Y al final, pasó por encima de una cadena con un cartel que indicaba que esa parte de la atracción estaba cerrada, y entró en una caverna, y vio a un hombre sentado en una silla de plástico, frente a un diorama de gnomos borrachos. Estaba leyendo el Washington Post a la luz de una lamparita eléctrica. Al verla llegar dobló el periódico y lo dejó debajo de la silla. Se puso en pie. Era un hombre alto y con el cabello naranja rapado al uno; lucía una gabardina cara. La saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Daré por sentado que el señor Ciudad ha muerto —dijo—. Bienvenida, portadora de la lanza.

—Gracias. Siento lo de Mack —dijo Laura—. ¿Eran amigos?

—Ni mucho menos. Debería haberse mantenido con vida si quería conservar su trabajo. Pero usted ha traído su vara. —La miró de arriba abajo con unos ojos que brillaban como las anaranjadas ascuas de un fuego en extinción—. Claro que cuenta usted con la ventaja de tenerme a mí. Me llaman el señor Mundo, aquí en lo alto de la montaña.

—Yo soy la mujer de Sombra.

—Pues claro. La encantadora Laura —dijo—. Debería haberla reconocido. Tenía varias fotografías suyas encima de su cama, en la celda que compartíamos. Y si me lo permite, está usted más bonita de lo que debería. ¿No debería estar ya en pleno proceso de putrefacción?

—Estaba en ello —respondió, sencillamente—. Estaba ya medio podrida. No sé muy bien qué es lo que ha cambiado. Solo sé cuándo empecé a sentirme mejor. Fue esta mañana. Aquellas mujeres, las de la granja, me dieron de beber agua de su pozo.

Alzó una ceja.

—¿Del pozo de Urd? Imposible.

Laura se señaló a sí misma. Tenía la piel pálida, y las órbitas de sus ojos estaban oscurecidas, pero era evidente que estaba entera: si era un cadáver viviente, desde luego estaba recién muerta.

—No será permanente —dijo el señor Mundo—. Las nornas solo le han dado a probar un sorbito del pasado. No tardará en disolverse en el presente, y entonces esos preciosos ojos azules se saldrán de sus órbitas y rodarán por esas hermosas mejillas que, para entonces, como es natural, ya no serán hermosas. Por cierto, tiene usted mi vara. ¿Le importa dármela?

El señor Mundo sacó un paquete de Lucky Strike, cogió un cigarrillo y lo encendió con un Bic negro desechable.

—¿Me da uno?

—Claro. Le daré un cigarrillo si usted me da mi vara.

—No —dijo ella—. Si la quiere, vale más que un simple cigarrillo.

El señor Mundo se quedó callado.

—Quiero respuestas, quiero saber cosas —dijo Laura.

Él encendió un cigarrillo y se lo pasó. Laura lo cogió y le dio una calada. Luego, parpadeó.

—Casi puedo saborearlo, vamos a ver si lo consigo —sonrió—. Mm. Nicotina.

—Sí —replicó él—. ¿Por qué fue a ver a las mujeres de la granja?

—Sombra me dijo que fuera a verlas —le explicó—. Me dijo que les pidiera agua.

—Me pregunto si sabría el efecto que iba a producir. Probablemente no. Pero eso es lo bueno de que siga colgado del árbol. Ahora ya sé dónde está en todo momento.

—Usted le tendió una trampa a mi marido —dijo Laura—. Todo fue una trampa desde el principio. Y él es un hombre de buen corazón, ¿lo sabía?

—Sí —dijo el señor Mundo—. Ya lo sé.

—¿Por qué precisamente él?

—Pautas, y distracción —dijo el señor Mundo—. Cuando todo esto acabe, imagino que afilaré una ramita de muérdago, bajaré hasta el fresno y se la clavaré en el ojo. Eso es lo que nunca han podido entender esos imbéciles de ahí afuera. No tiene nada que ver con lo viejo y lo nuevo. Es una cuestión de pautas. Y ahora, deme la vara. Por favor.

—¿Para qué la quiere?

—Como recuerdo de toda esta lamentable historia. No se preocupe, no es muérdago —dijo el señor Mundo con una fugaz sonrisa—. Simboliza una lanza, y en este triste mundo es el símbolo lo que importa.

Los ruidos que venían de fuera eran ahora más fuertes.

—¿De qué lado está usted? —le preguntó ella.

—No es una cuestión de bandos —le respondió—. Pero ya que me lo pregunta, del lado de los que van a ganar. Siempre. Es lo que mejor se me da.

Ella asintió, y no soltó la vara.

—Ya lo veo —dijo.

Se dio la vuelta y fue a asomarse a la puerta de la caverna. Muy por debajo de ella, en las rocas, vio algo que brillaba y palpitaba. Se envolvía alrededor de un hombre delgado, con la cara de color malva y con barba, que peleaba contra ello con un limpiacristales, como esos que usan algunos para embadurnar los parabrisas de los coches parados en los semáforos. Se oyó un grito, y ambos desaparecieron de su vista.

—Muy bien. Le daré la vara.

Oyó la voz del señor Mundo a su espalda.

—Buena chica —dijo en tono conciliador, pero a ella le sonó paternalista y de un machismo indefinible. La carne se le puso de gallina.

Se quedó esperando en el umbral de la caverna hasta que pudo notar el aliento del señor Mundo en la oreja. Tenía que esperar hasta que estuviera lo suficientemente cerca. Hasta ahí lo tenía todo planeado.

El viaje fue más que emocionante; fue eléctrico.

Atravesaron la tormenta como un relámpago, pasando como un rayo de una nube a otra; avanzaban como el rugido del trueno, como un huracán. Era un viaje crepitante, imposible, y Sombra se olvidó del miedo inmediatamente. No puedes tener miedo cuando cabalgas a lomos de un ave del trueno. No hay miedo: solo el poder de la tormenta, imparable y extenuante, y la alegría del vuelo.

Sombra enterró los dedos entre el plumaje del ave del trueno, y la electricidad estática le puso la carne de gallina. Chispas azules recorrían sus manos como diminutas serpientes. La lluvia se deslizaba a mares por su rostro.

—¡Esto es lo más! —gritó, por encima del rugido de la tormenta.

Como si lo hubiera entendido, el ave empezó a ascender, y cada vez que batía las alas se oía un trueno, y se lanzaba en picado y daba volteretas por entre las oscuras nubes.

—En mi sueño te perseguía —dijo Sombra, y el viento se llevó sus palabras—. En mi sueño tenía que quitarte una pluma.

Sí. La palabra era como una interferencia en la radio de su mente. Venían a quitarnos plumas, para demostrar que eran hombres hechos y derechos; y venían para llevarse las piedras de nuestras cabezas, para entregarles nuestras vidas a sus muertos.

Entonces, una imagen invadió la mente de Sombra: un ave del trueno —una hembra, imaginó, pues su plumaje era marrón y no negro—, recién muerta tendida en la ladera de una montaña. A su lado había una mujer. Estaba rompiéndole el cráneo con un hacha de sílex. Hurgó entre los húmedos fragmentos de hueso y los sesos hasta que encontró una piedra lisa y de color pardo rojizo, como un granate, unas llamas opalescentes bailando en su interior. «Piedras de águila», pensó Sombra. Quería llevársela a su hijo, que llevaba muerto tres noches, para dejarla sobre su pecho. Al despuntar el sol, el niño volvería a estar vivo y a reír, y la joya se habría vuelto gris y opaca y, como el ave de la que había sido extraída, estaría muerta.

—Lo entiendo —le dijo al ave.

El ave echó la cabeza hacia atrás y graznó, y su grito era el trueno.

El mundo pasó fugazmente por debajo de ellos como un extraño sueño.

Laura agarró bien la vara, y esperó a que el hombre que conocía como el señor Mundo se le acercara. Estaba de espaldas a él, contemplando la tormenta, y las colinas de color verde oscuro que había más abajo.

«En este lamentable mundo —pensó— es el símbolo lo que importa. Sí».

Notó la mano del señor Mundo acercándose lentamente a su hombro derecho.

«Bien —pensó—. No quiere que me asuste. Tiene miedo de que lance su vara a la tormenta, de que pueda caerse por la ladera y se quede sin ella».

Se echó hacia atrás solo un poquito, lo justo para tocar su pecho con la espalda. El señor Mundo la rodeó con su brazo izquierdo. Era un gesto íntimo. Tenía su mano izquierda abierta delante de ella. Ella agarró la vara por un extremo con ambas manos, exhaló, se concentró.

—Por favor, mi vara —le susurró al oído.

—Sí. Es suya —replicó ella, y entonces, sin saber si querría decir algo, añadió—. Le dedico esta muerte a Sombra.

Y se clavó la vara en el pecho, justo por debajo del esternón, mientras notaba cómo se retorcía y cambiaba entre sus manos para convertirse en una lanza.

La frontera entre sensación y dolor se había difuminado desde que murió. Sintió la punta de la lanza traspasando su pecho y saliendo por su espalda. Una resistencia momentánea —apretó con más fuerza—, y la lanza se clavó en el señor Mundo. Podía sentir su aliento cálido en la fría piel de su nuca, mientras aullaba de dolor y de sorpresa, empalado en la lanza.

Ella no pudo entender las palabras que pronunció, ni sabía en qué idioma estaba hablando. Empujó la lanza un poco más, forzándola a través de su cuerpo y del cuerpo del señor Mundo.

Notaba la sangre caliente del señor Mundo corriendo a chorros por su espalda.

—Zorra —le dijo en su idioma—. Hija de la gran puta.

La voz le salía a borbotones. Imaginó que la lanza le habría perforado un pulmón. El señor Mundo se estaba moviendo, o intentaba moverse, y cada movimiento que hacía la llevaba a ella detrás: estaban unidos por la lanza, empalados juntos como en una brocheta. Llevaba un cuchillo en la mano, según pudo ver Laura, y le asestaba furiosas puñaladas en el pecho y los senos, sin poder ver dónde lo clavaba.

A ella no le importaba. ¿Qué son unas cuantas puñaladas para un cadáver?

Le dio un fuerte puñetazo en la mano, y el cuchillo salió volando y cayó al suelo de la caverna. Laura lo apartó de una patada.

Ahora él lloraba y sollozaba. Notaba cómo se apretaba contra ella, y le palpaba la espalda, y podía sentir sus lágrimas calientes en el cuello. Su sangre le estaba empapando la espalda, y caía a chorros por la parte de atrás de sus piernas.

—Debemos de estar dando una imagen muy poco decorosa —dijo, en un susurro agónico que no carecía de cierta ironía macabra.

Notó que el señor Mundo tropezaba detrás de ella, y Laura tropezó también, y a continuación se resbaló con la sangre —toda de él— que formaba un charco en el suelo de la cueva, y ambos cayeron al suelo.

El ave del trueno aterrizó en el aparcamiento de Rock City. La lluvia caía como una cortina. Sombra apenas podía ver tres metros más allá de su nariz. Soltó las plumas del ave y se bajó como pudo.

El ave lo miró. Estalló un relámpago y se esfumó.

Sombra se puso en pie.

Unas tres cuartas partes del aparcamiento estaban vacías, y se encaminó hacia la entrada. Pasó por delante de un Ford Explorer, aparcado junto a un muro de piedra. Había algo en el coche que le resultaba muy familiar, y miró en el interior por curiosidad. Dentro vio a un hombre echado sobre el volante como si estuviera dormido.

Sombra abrió la puerta del conductor.

La última vez que había visto al señor Ciudad fue a la puerta del motel en el centro geográfico de Estados Unidos. En su rostro había una expresión de sorpresa. Le habían roto el cuello con mano experta. Sombra le tocó la cara: aún estaba caliente.

Percibió un aroma en el interior del coche; era un olor sutil, como el que se nota años después de que alguien salga de una habitación, pero él habría reconocido ese perfume en cualquier parte. Cerró el Explorer de un portazo y cruzó el aparcamiento.

Según caminaba sintió un dolor en el costado, un dolor punzante que seguramente no existía más que en su cabeza y que duró un segundo, o menos, y después desapareció.

No había nadie en la tienda de regalos ni en la taquilla. Atravesó el edificio y salió a los jardines de Rock City.

Retumbó un trueno que sacudió con violencia las ramas de los árboles y el interior de las inmensas rocas, y la fría lluvia empezó a caer con fuerza. Era media tarde, pero estaba tan oscuro que parecía de noche.

Un rayó atravesó las nubes, y Sombra se preguntó si sería el ave del trueno regresando a sus altos riscos o solo una descarga atmosférica; o si ambas cosas eran, en cierto modo, lo mismo.

Y por supuesto que lo eran. De eso se trataba, después de todo.

Se oyó gritar a un hombre. Sombra lo oyó. Las únicas palabras que pudo entender o que creyó entender fueron:

—… a Odín!

Sombra corrió por el Patio de las Banderas de los Siete Estados, por cuyos adoquines corría el agua de forma peligrosa y torrencial. Resbaló una vez. Una espesa capa de nubes rodeaba la montaña, y con la oscuridad y la tormenta más allá del patio de banderas no se veían ni los siete estados ni nada.

No se oía nada. El lugar parecía totalmente abandonado.

Dio una voz, y le pareció que alguien le respondía. Fue hacia el lugar de donde creía que podía venir la respuesta.

Nadie. Nada. Solo una cadena que indicaba a los turistas que la cueva estaba cerrada.

Pasó por encima.

Miró a su alrededor, escrutando la oscuridad.

La carne se le puso de gallina.

Una voz a su espalda, de alguien que se ocultaba entre las sombras, dijo, en voz muy baja:

—Nunca me has decepcionado.

Sombra no se dio la vuelta.

—Qué raro —replicó—. Yo me decepciono a mí mismo continuamente. Siempre.

—De eso nada —rio la voz—. Has hecho todo lo que tenías que hacer y más. Has conseguido que todo el mundo se fije en ti, de modo que nunca se han fijado en la mano que escondía la moneda. Se llama distracción. Y el sacrificio de un hijo es fuente de poder: poder más que suficiente para que las cosas sigan su curso. A decir verdad, estoy muy orgulloso de ti.

—Estaba amañado —replicó Sombra—. Todo. Nada era real. No era más que una trampa para desencadenar una masacre.

—Exactamente —dijo la voz de Wednesday desde las sombras—. Estaba todo amañado. Pero era la única partida de la ciudad.

—Quiero a Laura —contestó Sombra—. Quiero a Loki. ¿Dónde están?

Solo silencio. Una ráfaga de lluvia le salpicó. Un trueno retumbó casi al alcance de su mano.

Se adentró en la cueva.

Loki, el Herrero Mentiroso, estaba sentado en el suelo apoyado en una jaula de metal. En el interior de la jaula, unos pixies borrachos atendían su alambique. Estaba tapado con una manta. Se le veía la cara, y las manos, largas y blancas, asomaban por debajo de la manta. A su lado, había una lámpara eléctrica sobre una silla que se estaba quedando sin pilas, y su luz era tenue y amarillenta.

Estaba pálido, e intimidaba.

Los ojos, pensó. Sus ojos seguían teniendo un aspecto feroz, y miraban a Sombra con odio mientras avanzaba por la cueva.

Cuando estuvo a pocos pasos de Loki, se detuvo.

—Llegas demasiado tarde —dijo Loki. Su voz era ronca y húmeda—. Ya he arrojado la lanza. He dedicado la batalla. Ya ha comenzado.

—No jodas —dijo Sombra.

—No jodo —contestó Loki—. Da igual lo que hagas. Ya es demasiado tarde.

—Muy bien. —Se paró a reflexionar un momento—. Dices que tenías que arrojar no sé qué lanza para que diera comienzo la batalla. Como aquello de Uppsala. Ésta es la batalla de la que piensas alimentarte, ¿me equivoco?

Silencio. Podía oír a Loki respirar entre estertores.

—Ya lo imaginaba —prosiguió Sombra—, más o menos. No sé muy bien cuándo me di cuenta. Puede que fuera cuando estaba colgado del árbol. O puede que antes. Fue por algo que me dijo Wednesday en Navidad.

Loki se limitaba a mirarlo desde el suelo, sin decir nada.

—No es más que un timo para dos timadores —dijo Sombra—. Como el del obispo, el collar de diamantes y el policía. Como el del tipo del violín y el otro que quiere comprárselo, y el pobre primo que es el que acaba pagando por él. Dos hombres que en principio parecen estar cada uno de un lado pero que en realidad juegan al mismo juego.

—No seas ridículo —susurró Loki.

—¿Por qué? Me gustó lo que hiciste en el motel. Fue algo muy ingenioso. Tenías que estar allí para asegurarte de que todo se hacía según el plan. Te vi. Incluso me di cuenta de quién eras. Aunque no caí en que eras el señor Mundo. O quizás, en el fondo, si caí. En cualquier caso reconocí tu voz.

»Ya puedes salir. —Sombra alzó la voz—. Estés donde estés. Da la cara.

El viento aulló en la entrada de la cueva y les trajo una ráfaga de lluvia. Sombra se estremeció.

—Ya estoy harto de que todo el mundo me trate como a un gilipollas —dijo Sombra—. Sal de una vez. Déjame verte.

Hubo un cambio en las sombras al fondo de la cueva. Algo se volvió más sólido; algo cambió.

—Sabes demasiado, chico —dijo Wednesday con su atronadora voz.

—Vaya, parece que no estás muerto.

—Me mataron. Nada de esto habría funcionado si no me hubieran matado. —La voz de Wednesday estaba amortiguada; no es que hablara bajo, pero parecía salir de una vieja radio mal sintonizada—. Si no hubiera muerto de verdad nunca habrían venido hasta aquí. Kali, la Morrigan, los loa, los putos albaneses y… Bueno, ya los has visto a todos. Fue mi muerte lo que los reunió. Yo fui el chivo expiatorio.

—No —replicó Sombra—, fuiste la cabra de Judas.

El espectro entre las sombras giró y se movió.

—Ni mucho menos. De ser así, habría traicionado a los antiguos dioses por los nuevos. Y no era eso lo que pretendíamos.

—Ni mucho menos —susurró Loki.

—Ya lo veo —replicó Sombra—. Ninguno de los dos traicionó a los de su bando. Los traicionabais a los dos al mismo tiempo.

—Sí, supongo que sí —dijo Wednesday. Parecía satisfecho consigo mismo.

—Querías una masacre. Necesitabas un sacrificio de sangre. Un sacrificio de dioses.

El viento arreció; el aullido en la entrada de la cueva se transformó en un grito, como si algo desmesuradamente grande estuviera gritando de dolor.

—Qué coño, ¿y por qué no? Llevo mil doscientos años atrapado en este puñetero país. Apenas me queda sangre. Estoy muerto de hambre.

—Y ambos os alimentáis de muerte —dijo Sombra.

En ese momento le pareció ver a Wednesday entre las sombras. Detrás de él —a través de él— se veían los barrotes de una jaula llena de leprechauns de plástico. Era una figura hecha de oscuridad, que parecía más real cuando Sombra desviaba la mirada y dejaba que cobrara forma en su visión periférica.

—Solo de la muerte que se me ofrece —contestó Wednesday.

—Como la mía en el árbol —replicó Sombra.

—Eso —dijo Wednesday— fue algo especial.

—¿Y tú también te alimentas de muerte? —preguntó Sombra mirando a Loki.

Éste meneó la cabeza, apesadumbrado.

—No, claro que no —apuntó Sombra—. Tú te alimentas del caos.

Loki sonrió al oírlo, una sonrisa fugaz y dolorida, y unas anaranjadas llamas bailaron en sus ojos y oscilaron como un encaje ardiendo bajo su pálida piel.

—Jamás lo habríamos logrado sin ti —le dijo Wednesday. Sombra lo vio por el rabillo del ojo—. He estado con tantas mujeres…

—Necesitabas un hijo —dijo Sombra.

—Te necesitaba a ti, hijo mío —retumbó la voz de Wednesday—. Sí, mi propio hijo. Sabía que habías sido concebido, pero tu madre abandonó el país. Tardamos mucho en encontrarte. Y cuando por fin te encontramos, estabas en la cárcel. Teníamos que averiguar qué era lo que te motivaba. Qué botones había que apretar para que te pusieras en marcha. Quién eras. —Por un instante, Loki pareció satisfecho consigo mismo. A Sombra le dieron ganas de pegarle—. Y tenías una esposa esperándote en casa. Un golpe de mala suerte. Pero se podía arreglar.

—No te convenía —susurró Loki—. Estabas mejor sin ella.

—Si hubiera habido otro modo… —terció Wednesday, y esta vez Sombra entendió lo que quería decir.

—Y si ella hubiera tenido la consideración de quedarse muerta —jadeó Loki—. Madera y Piedra… eran buena gente. Iban a dejar que te escaparas cuando el tren atravesara las Dakotas.

—¿Dónde está? —preguntó Sombra.

Loki alzó su pálido brazo y señaló hacia el fondo de la caverna.

—Se fue por ahí —dijo. A continuación, sin previo aviso, su cuerpo se derrumbó sobre el suelo de roca.

Sombra vio lo que la manta le había estado ocultando; el charco de sangre, el agujero en la espalda de Loki, la gabardina empapada de negra sangre.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Loki no respondió. Sombra no creía que fuera a decir nada nunca más.

—Le ha pasado tu mujer, hijo mío —dijo la voz de Wednesday a lo lejos. Ahora era más difícil de ver, como si se estuviera disolviendo en el éter—. Pero la batalla le devolverá la vida. Del mismo modo que me la devolverá a mí, para siempre. Yo soy un fantasma, y él un cadáver, pero ya hemos ganado. La partida estaba amañada.

—Las partidas amañadas son las más fáciles de ganar —dijo Sombra, recordando las palabras de Wednesday.

No hubo respuesta. Nada se movió entre las sombras.

—Adiós —dijo Sombra. Y añadió—: Padre.

Pero para entonces ya no había nadie más en la caverna. Ni rastro.

Sombra volvió al Patio de las Banderas de los Siete Estados, pero no vio a nadie, y tampoco oyó nada más que el ruido que hacían las banderas agitadas por el viento. No había espadachines en la Roca en Equilibrio de Mil Toneladas, ningún defensor en el puente colgante. Estaba solo.

No había nada que ver. El lugar estaba desierto. Era un campo de batalla completamente vacío.

No. No estaba desierto. No exactamente.

Se había equivocado de sitio, nada más.

Aquello era Rock City. Había sido un lugar de culto y temor durante miles de años; ahora, los millones de turistas que caminaban por los jardines y cruzaban el puente colgante tenían el mismo efecto que el agua cuando hace girar un millón de rodillos de oraciones. La realidad era poco consistente aquí. Y Sombra sabía dónde tenía lugar la batalla.

Acto seguido echó a andar. Recordaba cómo se había sentido en el carrusel e intentó sentir lo mismo, solo que en un momento distinto…

Recordó cómo había hecho girar la Winnebago, colocándola en ángulo recto con todo. Intentó capturar esa sensación…

Y entonces, con toda facilidad y perfección, sucedió.

Era como atravesar una membrana, como sumergirse en el aire desde las aguas más profundas. Con un único paso se había trasladado de la ruta turística de la montaña hasta…

Un lugar real. Estaba entre bambalinas.

Seguía estando en la cima de una montaña. Hasta ahí, todo igual. Pero era mucho más que eso. Esa cumbre era la quintaesencia del lugar, el corazón de las cosas tal y como eran. Comparada con eso, la montaña Lookout de la que había partido era un cuadro pintado sobre el telón de fondo, o una maqueta de papel maché de las que anuncian por la tele; una simple representación de la cosa, no la cosa misma.

Éste era el verdadero lugar.

Los muros de roca formaban un anfiteatro natural. Había senderos de piedra que lo circundaban y lo atravesaban, formando intrincados puentes naturales que volvían sobre sí mismos como en un cuadro de Escher.

Y el cielo…

El cielo era oscuro. Estaba iluminado, y el mundo por debajo de él estaba iluminado también, por un ardiente reflejo blanco verdoso que brillaba más que el sol y cruzaba caprichosamente el cielo de lado a lado, como una raja blanca en una superficie oscurecida.

Era un rayo, advirtió Sombra. Un rayo congelado en un momento que se prolongaba indefinidamente en el tiempo. La luz que arrojaba era intensa e inmisericorde: decoloraba los rostros, creaba profundas sombras en torno a los ojos.

Era el momento de la tormenta.

Los paradigmas estaban cambiando; podía sentirlo. El viejo mundo, un mundo de infinita vastedad y recursos y futuro ilimitados, se estaba enfrentando a otra cosa: una red de energía, de opiniones, de abismos.

«La gente cree —pensó Sombra—. Eso es lo que la gente hace: creen. Y luego no se responsabilizan de sus creencias; invocan cosas, y no confían en sus invocaciones. La gente puebla la oscuridad con fantasmas, dioses, electrones, cuentos. La gente imagina y cree: y es esa creencia, esa creencia firme como la roca, la que hace que las cosas sucedan».

La cima de la montaña era un campo de batalla; lo entendió de inmediato. Y estaban ya en sus puestos a ambos lados del campo de batalla.

Eran demasiado grandes. Todo era demasiado grande en aquel lugar.

Había dioses antiguos: dioses con pieles marrones como las setas oxidadas, rosas como la carne de pollo, amarillas como las hojas de otoño. Algunos estaban locos y otros cuerdos. Sombra reconoció a los antiguos dioses. Ya los conocía, o había conocido a algunos como ellos. Había ifrits y piskies, gigantes y enanos. Vio a la mujer que había conocido en la habitación oscura de Rhode Island, vio su rizada cabellera de verdes serpientes. Vio a Mama-ji, la del carrusel, que tenía sangre en las manos y una sonrisa en los labios. Los conocía a todos.

Reconoció también a los nuevos.

Había alguien que debía de ser un magnate del ferrocarril, llevaba un traje antiguo y la leontina del reloj cruzada a lo largo del chaleco. Tenía el aspecto de quien ha conocido tiempos mejores. Su frente estaba arrugada.

Estaban los grandes dioses grises de los aviones, herederos de todos los sueños de viajar por el aire pesando más que el viento.

También estaban allí los dioses de los coches: un poderoso contingente de rostros serios con manchas de sangre en sus negros guantes y en sus dientes de cromo: destinatarios de un sacrificio humano de tal calibre que desde los aztecas nadie se habría atrevido a soñar siquiera. Hasta ellos parecían a disgusto. Los mundos cambian.

Otros tenían el rostro de fósforo emborronado; brillaban levemente, como si tuvieran luz propia.

Sombra sintió lástima por todos ellos.

Había arrogancia en los nuevos. Sombra podía verlo. Pero también había miedo.

Tenían miedo de que a menos que siguieran el ritmo del cambiante mundo, a menos que rehicieran, redibujaran y reconstruyeran el mundo a su imagen y semejanza, estarían acabados.

Cada bando se enfrentaba al otro con valentía. Para cada bando, los del bando contrario eran los demonios, los monstruos, los condenados.

Sombra vio que ya había tenido lugar una pequeña escaramuza. Ya había sangre en las rocas.

Se estaban preparando para la auténtica batalla; para la auténtica guerra. Era ahora o nunca, pensó. Si no se movía ahora, sería demasiado tarde.

«En Estados Unidos todo dura una eternidad —dijo una voz dentro de su cabeza—. La década de 1950 duró mil años. Tienes todo el tiempo del mundo».

Sombra avanzó medio caminando, medio tambaleándose controladamente, hasta el centro del campo de batalla.

Podía sentir las miradas, de ojos y de cosas que no eran ojos. Se estremeció.

La voz del búfalo le dijo: «Lo estás haciendo muy bien».

Sombra pensó: «Tienes razón, qué coño. He vuelto de entre los muertos esta mañana. Después de eso, todo lo demás tendría que ser pan comido».

—Sabéis —le dijo Sombra al aire, como quien no quiere la cosa—, esto no es una guerra. Nunca trató de serlo. Y si alguno de vosotros piensa que es una guerra, se está engañando.

Oyó gruñidos a ambos lados. No había convencido a nadie.

—Luchamos por nuestra supervivencia —mugió un minotauro desde un lado del campo.

—Luchamos por nuestra existencia —gritó una boca desde una columna de humo brillante, desde el otro lado.

—Éste es un mal sitio para los dioses —dijo Sombra. Como proclama inicial no era «Amigos, romanos, compatriotas», pero podía valer—. Eso es algo que probablemente ya habéis descubierto todos, cada uno a su manera. Los antiguos dioses son ignorados; los nuevos se adoptan con la misma rapidez con la que se abandonan, reemplazados por la siguiente gran novedad. O habéis sido olvidados ya, o tenéis miedo de quedaros obsoletos, o sencillamente estáis hartos de someter vuestra existencia al capricho de la gente.

Se oían menos gruñidos ahora. Había dicho algo con lo que estaban de acuerdo. Ahora que había captado su atención, tenía que contarles la historia:

—Hubo una vez un dios que vino de una tierra muy lejana, cuyo poder e influencia empezaron a menguar a medida que menguaba la fe que le profesaban. Era un dios cuyo poder emanaba del sacrificio, y de la muerte, y sobre todo de la guerra. Le ofrecían las muertes de aquellos que caían en combate; campos de batalla enteros que, en el Viejo Continente, le daban poder y sustento.

»Se había hecho viejo. Se ganaba la vida como timador, conchabado con otro dios de su panteón, el dios del caos y del engaño. Juntos estafaban a los crédulos. Juntos desplumaban a la gente.

»En algún momento (puede que fuera hace cincuenta años, quizá cien), pusieron en marcha un plan para crear una reserva de poder de la que pudieran vivir los dos. Algo que los hiciera más fuertes de lo que habían sido jamás. Después de todo, ¿qué podía ser más poderoso que un campo de batalla lleno de dioses muertos? El juego al que jugaban se llamaba «Que tú y el otro se peleen».

»¿Lo entendéis?

»La batalla para la que habéis venido aquí no es algo que ninguno pueda ganar o perder. A él no le importa quién gane o quién pierda, a ninguno de los dos. Lo que les importa es que muráis unos cuantos, los suficientes. Por cada uno que caiga en el campo de batalla, ellos se harán un poco más poderosos. El que muera, les servirá de alimento. ¿Lo entendéis ahora?

El crepitar de algo que prendía fuego retumbó por todo el campo de batalla. Sombra miró hacia el lugar de donde provenía el ruido. Un hombre enorme con la piel oscura como la caoba, el pecho desnudo, un sombrero de copa y puro en la boca, habló con una voz de ultratumba.

—Muy bien. Pero Odín está muerto. En las conversaciones de paz. Esos hijos de puta lo mataron. Él murió. Conozco la muerte. Nadie puede engañarme en relación con la muerte —dijo el Barón Samedi.

—Obviamente —dijo Sombra—. Tenía que morir de verdad. Sacrificó su cuerpo físico para que se desencadenara esta guerra. Después de la batalla habría sido más poderoso de lo que había sido jamás.

Alguien gritó:

—¿Quién eres tú?

—Yo soy… Yo era… Soy su hijo.

Uno de los nuevos dioses —Sombra sospechó que debía de ser una droga por como sonreía, brillaba y se estremecía— dijo:

—Pero el señor Mundo dijo…

—No había ningún señor Mundo. Nunca existió. Solo era uno de esos cabrones que intentaban alimentarse del caos que había creado.

Le creían, y vio el dolor en sus ojos.

Sombra meneó la cabeza.

—Mirad —dijo—, creo que prefiero ser hombre que dios. No necesitamos que nadie crea en nosotros. Seguimos adelante como podemos. Eso es lo que hacemos.

El silencio reinó en la cumbre.

Y de repente, con un trueno impresionante, el rayo congelado en el cielo se rompió en la cima de la montaña y el campo de batalla quedó sumido en la oscuridad.

Muchas de aquellas presencias brillaban en la oscuridad. Sombra se preguntó si iban a discutir con él, a atacarlo, o si intentarían matarlo. Esperó algún tipo de respuesta.

Y entonces se dio cuenta de que las luces se estaban apagando. Los dioses estaban abandonando el lugar, primero en pequeños grupos, después de veinte en veinte, y al final a cientos.

Una araña del tamaño de un rottweiler correteaba hacia él con sus siete patas; sus múltiples ojos brillaban levemente.

Sombra no se movió de su sitio, aunque empezaba a sentirse algo mareado.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la araña le habló con la voz del señor Nancy.

—Buen trabajo. Estoy orgulloso de ti. Bien hecho, chaval.

—Gracias —replicó Sombra.

—Deberíamos llevarte de vuelta. Si te quedas mucho tiempo aquí este lugar te va a volver majara.

Apoyó una de sus peludas patas marrones en el hombro de Sombra…

… y, de vuelta en el Patio de las Banderas de los Siete Estados, el señor Nancy tosió. Tenía la mano derecha apoyada en el hombro de Sombra. Había dejado de llover. La mano izquierda la tenía posada en el costado, como si le doliera. Sombra le preguntó si estaba bien.

—Soy duro como las uñas viejas —replicó el señor Nancy—. Más duro aún.

No parecía contento, sino un viejo dolorido.

Había docenas de ellos, de pie o sentados en el suelo o en los bancos. Parecía que algunos estaban gravemente heridos.

Sombra oyó un ruido en el cielo que llegaba desde el sur. Miró al señor Nancy.

—¿Helicópteros?

El señor Nancy asintió con la cabeza.

—No te preocupes. Ya no hay por qué. Arreglarán un poco todo este desastre y se irán. Son muy buenos en eso.

—Entiendo.

Sombra sabía que había una parte del desastre que quería ver por sí mismo, antes de que lo arreglaran. Le pidió prestada una linterna a un hombre de pelo gris que parecía un presentador del telediario retirado y empezó la búsqueda.

Encontró a Laura tirada en el suelo de una cueva lateral, junto a un diorama de unos enanos mineros que parecían sacados directamente de Blancanieves. El suelo debajo de ella estaba pegajoso por la sangre. Estaba tendida de costado, en el mismo sitio en el que debió de dejarla Loki cuando sacó la lanza que los atravesaba a los dos.

Una de las manos de Laura estaba aferrada a su pecho. Parecía muy vulnerable. También parecía muerta, pero a esas alturas Sombra estaba ya bastante acostumbrado a eso.

Se agachó a su lado, le acarició la mejilla y pronunció su nombre. Los ojos de Laura se abrieron, levantó la cabeza y la giró para mirarle a los ojos.

—Hola, cachorrito —le dijo, en un hilo de voz.

—Hola, Laura. ¿Qué ha pasado aquí?

—Nada —replicó ella—. Cosas. ¿Han ganado?

—No lo sé —respondió Sombra—. Creo que esas cosas son relativas. Pero detuve la batalla que pretendían desatar.

—Qué listo es mi cachorrito —dijo Laura—. Ese hombre, el señor Mundo, me dijo que te iba a clavar una rama en un ojo. No me gustó un pelo.

—Ya está muerto. Lo has matado, cielo.

Laura asintió con la cabeza.

—Qué bien.

Cerró los ojos. Sombra buscó su fría mano y la cogió entre las suyas. Al cabo de unos instantes volvió a abrir los ojos.

—¿Llegaste a encontrar la manera de rescatarme de entre los muertos? —le preguntó.

—Supongo que sí. Al menos, conozco una manera de hacerlo.

—Qué bien —dijo ella. Le apretó la mano con su mano helada—. ¿Y al revés? ¿Sabes hacerlo?

—¿Al revés?

—Sí —susurró—. Creo que me lo he ganado.

—No quiero hacerlo.

Se quedó callada. Se limitó a esperar.

—Muy bien —dijo Sombra.

Retiró su mano de la de ella y la colocó alrededor de su cuello.

—Éste es mi marido —dijo Laura con orgullo.

—Te quiero, mi amor —dijo Sombra.

—Te quiero, cachorrito —susurró ella.

Cerró la mano alrededor de la moneda de oro que colgaba de su cuello. Tiró con fuerza de la cadena, que se rompió con facilidad. A continuación cogió la moneda entre el índice y el pulgar, la sopló y abrió la mano por completo.

La moneda había desaparecido.

Laura aún tenía los ojos abiertos, pero ya no se movían.

Sombra se inclinó y la besó, delicadamente, en su fría mejilla, pero ella no respondió. No esperaba que lo hiciera. Se levantó y salió de la caverna a contemplar la noche.

Las tormentas habían amainado. El aire había quedado limpio y fresco y nuevo una vez más.

El siguiente, a Sombra no le cabía la menor duda, sería un día espléndido.