Todo en este continente es a gran escala. Los ríos son inmensos, el clima violento tanto en el frío como en el calor, los paisajes imponentes, el trueno y el relámpago tremebundos. Los desórdenes inherentes al país hacen que cualquier constitución tiemble. Aquí, nuestros errores, nuestra falta de ética, nuestras pérdidas, nuestras desgracias, nuestra ruina, se producen a gran escala.
—Lord Carlisle, a George Selwyn, 1778.
El lugar más importante de todo el sudeste de Estados Unidos se anuncia sobre los tejados de cientos de establos por todo Georgia y Tennessee hasta Kentucky. Un conductor que circule por cualquier carretera comarcal pasará por algún establo rojo a medio derruir y verá, pintado en el tejado, el siguiente cartel:
Y cerca de allí, en el tejado de una vaquería medio en ruinas, en blanco y con mayúsculas:
El conductor se verá inducido a creer que Rock City estará a la vuelta de la esquina, y no a más de un día de viaje, en la montaña Lookout, un poco por encima de la frontera del estado, en Georgia, justo al sudoeste de Chattanooga, Tennessee. La montaña Lookout no es gran cosa. Parece una colina increíblemente alta e imponente, marrón si se mira desde lejos y verde por los árboles y las casas si se mira más de cerca. Los chickamauga, una rama de los cherokees, vivían allí cuando llegó el hombre blanco; llamaron a la montaña Chattotonoogee, que suele traducirse como «la montaña que se eleva hasta un punto».
En 1830, la Ley del Traslado Indio de Andrew Jackson los obligó a exiliarse de su tierra —a los choctaw, chickamauga, cherokees y chickasaw— y las tropas de Estados Unidos obligaron a todos los que encontraron a caminar miles de millas hasta los nuevos territorios indios en lo que más adelante sería Oklahoma, siguiendo el Sendero de Lágrimas: un bonito gesto que fue en realidad un genocidio oficioso. Miles de hombres, mujeres y niños murieron por el camino. Si has vencido, has vencido, y eso es algo que nadie puede discutir.
Aquél que controlara la montaña Lookout controlaba el territorio; esa era la leyenda. Era un lugar sagrado, después de todo, y un lugar elevado. Durante la guerra civil, la guerra entre los estados, hubo aquí una batalla: la Batalla por encima de las Nubes. Fue el primer día de lucha, y las fuerzas de la Unión hicieron lo imposible y, sin órdenes, arrasaron Missionary Ridge y lo tomaron. Las tropas del general Grant salieron victoriosas, el Norte tomó la montaña Lookout y ganó la guerra.
Hay túneles y cuevas, algunos muy antiguos, bajo la montaña Lookout. La mayoría están ahora cerrados, aunque un empresario local excavó una cascada subterránea que bautizó con el nombre de Cataratas Rubí. Se puede llegar a ellas en ascensor. Es una atracción turística, aunque la mayor atracción de todas está en la cumbre del Lookout. Eso es Rock City.
Empieza siendo un jardín ornamental en la ladera de una montaña: los visitantes van por un camino que los lleva a través de rocas, por encima de rocas y entre rocas. Les echan maíz a los ciervos, cruzan un puente colgante y miran por unos prismáticos que funcionan con monedas desde donde se supone que podrán ver siete estados en los escasos días en los que el cielo está perfectamente despejado. Y desde ahí, como una gota que cae en un extraño infierno, el camino conduce a los visitantes, millones y millones de ellos cada año, hasta las cavernas, donde pueden contemplar muñecas iluminadas con luz negra que representan escenas sacadas de canciones para niños y cuentos de hadas. Se marchan de allí perplejos, sin saber muy bien por qué han ido ni qué han visto, ni si se lo han pasado bien o no.
Llegaron a la montaña Lookout desde el otro extremo de Estados Unidos. No eran turistas. Llegaron en coche, en avión, en autobús, en tren y a pie. Algunos vinieron volando —volaban bajo, y solo en las horas más oscuras de la noche pero, en cualquier caso, vinieron volando—. Muchos vinieron por debajo de la tierra. Muchos otros haciendo autoestop, gorroneándoles viajes a algún nervioso motorista o camionero. Los que tenían coche o camión propios veían a los que no lo tenían caminando por los arcenes o en las estaciones de servicio y restaurantes del camino y, al reconocerlos, se ofrecían a llevarlos.
Llegaban llenos de polvo y cansados al pie de la montaña Lookout. Si miraban hacia la arbolada ladera podían ver, o imaginaban que veían, los senderos, jardines y arroyos de Rock City.
Empezaron a llegar a primera hora de la mañana. Una segunda oleada llegó al anochecer. Y siguieron llegando durante varios días más.
En un destartalado remolque vinieron varios vila y rusalka agotados por el viaje, con el maquillaje corrido, carreras en las medias, los párpados hinchados y cara de cansancio.
En un grupo de árboles al pie de la colina, un anciano wampyr le ofrecía un Marlboro a una criatura desnuda y de aspecto simiesco cubierta de una maraña de pelo naranja. Lo aceptó gustosa y fumaron en silencio, mano a mano.
Un Toyota Previa aparcó al lado de la carretera, y siete hombres y mujeres chinos salieron de él. Su aspecto era, ante todo, limpio, y vestían trajes oscuros como los que suelen llevar los funcionarios de menor rango en algunos países. Uno de ellos llevaba una carpeta, e iba comprobando el inventario según descargaban unas enormes bolsas de golf del maletero del coche: estas contenían espadas ornamentales con empuñaduras lacadas, palos labrados y espejos. Se distribuyeron las armas, se comprobaron y se firmaron los correspondientes recibos.
Un cómico que fue famoso tiempo atrás, dado por muerto en 1920, salió de su herrumbroso coche y procedió a quitarse la ropa: tenía patas de cabra y un rabo corto como el de una cabra.
Llegaron cuatro mexicanos, todo sonrisas, con el cabello negro y muy brillante: se pasaban entre ellos una botella de cerveza que llevaban metida en una bolsa de papel de estraza, y cuyo contenido era una mezcla de chocolate en polvo, licor y sangre.
Un hombre menudo con barba oscura y un bombín polvoriento en la cabeza, dos rizados peyot en las sienes y un chal de oración ribeteado con flecos se acercó a ellos campo a través. Iba un par de metros por delante de su compañero, que era el doble de alto que él y de ese gris soso de la buena arcilla polaca: la palabra inscrita en su frente significaba «verdad».
Seguía llegando gente. Apareció un taxi y salieron de él varios rakshasas, los demonios del subcontinente indio; se quedaron pululando por ahí, observando a la gente que estaba al pie de la colina sin decir una palabra, hasta que vieron a Mama-ji con los ojos cerrados y murmurando una oración. Ella era la única a la que conocían de toda aquella gente, y aún así, recordando viejas batallas, no sabían muy bien si acercarse o no. Las manos de Mama-ji acariciaban la gargantilla de calaveras que llevaba alrededor del cuello. Su piel marrón se iba tornando negra poco a poco, un negro lustroso como el azabache o la obsidiana: sonrió, mostrando sus largos y afilados dientes blancos. Abrió todos sus ojos, les hizo un gesto a los rakshasas para que se acercaran y los saludó como habría saludado a sus propios hijos.
Las tormentas de los últimos días, en el norte y en el este, no habían servido para aliviar la sensación de presión y de incomodidad que flotaba en el aire. Los meteorólogos locales habían empezado a advertir de la presencia de algunos núcleos tormentosos que podrían generar tornados, y de zonas de altas presiones que permanecían inmóviles. De día el ambiente era cálido, pero las noches eran frías.
Se reunían formando corrillos, juntándose a veces por nacionalidades, razas, temperamento e incluso especies. Se los veía preocupados. Se los veía cansados.
Algunos charlaban. De vez en cuando se oía alguna risa, pero contenida y esporádica. Circulaban entre ellos paquetes de seis cervezas.
Varios lugareños se acercaron caminando por los prados, moviéndose de manera extraña; sus voces, cuando hablaban, eran las de los loa que los poseían: un hombre negro y alto hablaba con la voz de Papa Legba, el que abre las puertas; mientras que el Barón Samedi, el señor de la muerte vudú, había adoptado el cuerpo de una adolescente gótica de Chattanooga, probablemente porque ella poseía su sombrero de copa de seda negra, que llevaba ladeado con gracia sobre su oscuro cabello. La chica hablaba con la profunda voz del Barón, fumaba un puro enorme y tenía a sus órdenes a tres Gédé, los Loa de los muertos. Los Gédé habitaban los cuerpos de tres hermanos de mediana edad. Llevaban escopetas y contaban uno tras otro chistes tan guarros que solo a ellos les hacían reír, cosa que hacían continuamente de forma estentórea y vulgar.
Dos mujeres chickamauga de edad indefinida, con vaqueros azules manchados de aceite y viejas cazadoras de cuero, deambulaban por allí, observando a la gente y los preparativos para la batalla. De vez en cuando señalaban algo y se echaban a reír; no tenían intención de participar en el conflicto.
La luna se elevó por el este, faltaba un día para el plenilunio. Según ascendía parecía ocupar la mitad del cielo, de un naranja rojizo intenso, justo por encima de las colinas. Según cruzaba el cielo parecía encoger y hacerse más pálida hasta que se quedó en lo alto como un faro.
Había mucha gente allí esperando, a la luz de la luna, al pie de la montaña Lookout.
Laura tenía sed.
A veces, los vivos ardían en su mente muy despacio, como velas, y otras ardían con grandes llamas, como antorchas. De este modo resultaban más fáciles de evitar y, llegado el caso, también de encontrar. Sombra había brillado de una forma extraña, con su propia luz, colgado de aquel árbol.
Ella le había echado en cara una vez, aquel día que pasearon juntos de la mano, el hecho de no estar vivo. Esperaba, quizá, ver una chispa de emoción sincera, algo que le demostrara que el hombre con el que había estado casada era un hombre de verdad, un hombre vivo. Pero no había visto nada en absoluto.
Recordaba haber paseado a su lado, deseando que pudiera entender lo que intentaba decirle.
Ahora, agonizando en el árbol, Sombra estaba más vivo que nunca. Lo había estado observando mientras su vida se apagaba, y parecía perfectamente orientado y real. Él le había pedido que se quedara a su lado, que se quedara toda la noche. La había perdonado… puede que la hubiera perdonado. Daba igual. Él había cambiado; eso era lo único que sabía.
Sombra le había dicho que fuera a la granja, que allí le darían agua para beber. No había ninguna luz encendida en la casa, y tampoco había sentido allí presencia alguna. Pero él le había dicho que la cuidarían. Empujó la puerta de la casa y se abrió, y las herrumbrosas bisagras chirriaron.
Algo se movió en su pulmón izquierdo, algo que presionaba y se retorcía y le hacía toser.
Se encontró en un estrecho recibidor, con un polvoriento piano de pared que obstaculizaba el paso. El interior de la casa olía a humedad de muchos años. Pasó de lado pegada al piano, abrió una puerta y se encontró en un destartalado salón, todo lleno de muebles desvencijados. Había un quinqué encendido sobre la repisa de la chimenea. En esta ardía un fuego de carbón, aunque no había visto ni olido el humo cuando estaba fuera. El fuego no hacía nada por quitarle el frío que sentía en la sala, aunque, y a Laura no le dolían prendas en admitirlo, puede que la culpa no fuera de la habitación.
A Laura le dolía la muerte, aunque lo que más le dolía eran las ausencias, las cosas que echaba de menos: una sed insaciable, un frío en los huesos que no había forma humana de combatir. A veces se encontraba preguntándose si las crepitantes llamas de una pira funeraria podrían hacerla entrar en calor, o la blanda manta marrón de la tierra; si el frío mar podría aplacar su sed…
El salón, advirtió, no estaba vacío.
Había tres mujeres sentadas en un viejo sofá, como si formaran un conjunto en alguna extravagante exposición. El sofá estaba tapizado de raído terciopelo, de un marrón desvaído que pudo haber sido en tiempos, cien años antes, amarillo canario. Las tres mujeres vestían idénticas faldas y blusas de color gris. Tenían los ojos muy hundidos, y su piel era tan blanca como un hueso. La que estaba sentada a la izquierda era una mujer gigante, o casi; la de la derecha era poco más que una enana y la que estaba entre las dos debía de ser de la altura de Laura. La siguieron con la mirada cuando entró en la habitación, y no dijeron nada.
Laura no se había percatado de su presencia.
Algo se retorció y subió hasta su cavidad nasal. Buscó el pañuelo que guardaba en la manga y se sonó la nariz. A continuación lo arrugó y lo arrojó al fuego, y se quedó observando cómo se arrugaba, se ennegrecía y finalmente se volvía de un brillante color naranja. Vio cómo los gusanos se iban secando y se ponían marrones antes de quemarse.
Una vez hecho esto, se volvió hacia las mujeres que estaban sentadas en el sofá. No se habían movido desde que ella había entrado en la habitación; ni un músculo, ni un pelo. La miraban fijamente.
—Hola, ¿es esta su granja? —preguntó.
La más grande de las mujeres asintió. Tenía las manos muy rojas y la expresión impasible.
—Sombra, el que está colgado del árbol, es mi marido. Me dijo que les dijera que vengo de su parte, que ustedes me darían agua.
Algo grande se movió en sus entrañas. Se retorció y después se quedó quieto.
La mujer más pequeña asintió con la cabeza y bajó del sofá. Sus pies no habían tocado el suelo hasta ese momento. Salió de la sala disparada.
Laura oyó puertas que se abrían y se cerraban por toda la casa. A continuación oyó una serie de fuertes chirridos que venían del exterior. Tras cada chirrido se oía caer el agua.
Al cabo de unos instantes, la mujer pequeña regresó. Llevaba una jarra de agua de barro marrón. La dejó, con cuidado, sobre la mesa, y volvió al sofá. Se subió a pulso y se sentó de nuevo junto a sus hermanas.
—Gracias.
Laura fue hasta la mesa y echó un vistazo a su alrededor buscando un vaso, pero por allí no había nada que pudiera servir. Cogió la jarra. Pesaba más de lo que parecía. El agua era cristalina. Se la llevó a los labios y empezó a beber.
Jamás hubiera pensado que el agua en estado líquido pudiera estar tan fría. Le dejó helados la lengua, los dientes y el gaznate. No obstante continuó bebiendo; no podía parar, sintiendo cómo el agua le iba helando todo el aparato digestivo, las tripas, el corazón y las venas.
El agua fluía hacia su interior. Era como beber hielo líquido.
Se percató de que había vaciado toda la jarra y, sorprendida, la dejó sobre la mesa.
Las mujeres la observaban desapasionadamente. Desde que murió, Laura no había vuelto a pensar en metáforas: las cosas eran o no eran. Pero ahora, mirando a las tres mujeres en el sofá, se encontró pensando en jurados, o en científicos observando algún animal de laboratorio.
De repente, se agitó con convulsiones. Intentó agarrarse a la mesa, pero esta resbalaba y estaba coja, y casi parecía que intentaba evitarla. En cuanto apoyó la mano en la mesa empezó a vomitar. Vomitó bilis y formol, ciempiés y gusanos. Y entonces sintió que empezaba a vaciarse y a hacerse pis: aquello salía de su cuerpo de manera violenta y húmeda. Habría gritado si hubiera podido, pero las sucias tablas de la tarima vinieron a su encuentro tan rápido y con tal fuerza que, si aún respirara, la habrían dejado sin respiración.
El tiempo se aceleró por encima de ella y dentro de ella, como un torbellino. Mil recuerdos se le vinieron a la mente de golpe: estaba tirada en el suelo de la casa, mojada y maloliente; y se había perdido en los grandes almacenes la semana antes de Navidad y no veía a su padre por ninguna parte; ahora estaba sentada en la barra del Chi-Chi’s, pidiendo un daiquiri de fresa y echándole un ojo a su cita a ciegas, aquel niño grande serio y corpulento, preguntándose qué tal besaría; y estaba en el coche, mientras daba vueltas de campana, y Robbie le gritaba hasta que el poste de metal detuvo el coche, pero no lo que iba dentro…
El agua del tiempo, que brota del manantial del destino, del pozo de Urd, no es el agua de la vida. No exactamente. Aunque riega las raíces del árbol del mundo. Y no hay otra agua como ésa.
Cuando Laura se despertó en el salón vacío estaba temblando, y su aliento formaba nubes al contacto con el aire de la mañana. Tenía un arañazo en el dorso de la mano, y dentro había una mancha húmeda, el rojo anaranjado de la sangre fresca.
Y sabía adónde tenía que ir. Había bebido del agua del tiempo, que brota del manantial del destino. Ya podía ver la montaña en su mente. Se lamió la sangre del arañazo, se maravilló al ver la película de saliva y a continuación salió de allí.
Era un húmedo día de marzo, y hacía un frío que no era propio de la estación. Las tormentas de los días anteriores habían azotado los estados del sur, lo que implicaba que había pocos turistas propiamente dichos en Rock City, en la montaña Lookout. Ya habían retirado las luces de Navidad, pero aún no habían empezado a llegar los visitantes estivales.
Aun así, había mucha gente allí. Esa misma mañana había llegado incluso un autocar, del que habían salido doce personas perfectamente bronceadas luciendo unas deslumbrantes y tranquilizadoras sonrisas. Parecían locutores del telediario, y hasta tenían una cierta apariencia digital: daba la impresión de que dejaban una estela cuando se movían. Había un Humvee negro aparcado en el aparcamiento de delante de Rock City, cerca de Rocky, el enanito robot.
Los de la televisión caminaron atentamente por Rock City y se detuvieron cerca de la roca en equilibrio, donde hablaron unos con otros con voces agradables y moderadas.
No eran los únicos visitantes. Si hubierais paseado por los caminos de Rock City aquel día habríais visto personas que parecían estrellas de cine, personas que parecían extraterrestres y una serie de individuos que se ajustaban a la idea que tenemos de lo que es una persona pero no a la realidad. Puede que los vieras, pero no habrías reparado en ellos en absoluto.
Venían a Rock City en limusinas, en pequeños deportivos y en inmensos todoterrenos. Había muchos con gafas de sol, gente que acostumbra a llevar gafas de sol tanto en lugares cerrados como al aire libre y se sienten desnudos sin ellas. Había bronceados, trajes, gafas de sol, sonrisas y malas caras. Vino gente de todas las formas y tamaños, de todas las edades y estilos.
Lo único que tenían en común era la mirada, una mirada muy concreta. Decía: «Me conoces»; o quizá: «Deberías saber quién soy». Una familiaridad instantánea que era al mismo tiempo una distancia, una apariencia o una actitud; la confianza que da saber que el mundo existía para ellos, y que les daba la bienvenida y que les adoraba.
El chico gordo se movía entre ellos con el andar vacilón de quien, pese a carecer de habilidades sociales, ha obtenido un éxito muy superior al que había soñado. Su abrigo negro ondeaba al viento.
Algo que estaba de pie junto al puesto de refrescos en la Corte de mamá Ganso carraspeó para llamar su atención. Era enorme, y de su rostro y sus dedos salían cuchillas afiladas como escalpelos. Su rostro era canceroso.
—Será una batalla grandiosa —le dijo con una voz glutinosa.
—No va a haber ninguna batalla —respondió el chico gordo—. Lo único que va a haber aquí es un puto cambio del paradigma. Es una estafa. Eso de la «batalla» es un rollo muy Lao Tsé.
La cosa cancerosa parpadeó.
—En espera —fue su respuesta.
—Lo que tú digas —dijo el chico gordo. Y añadió—: Estoy buscando al señor Mundo. ¿Lo has visto?
La cosa se rascó con una de las cuchillas y estiró su labio superior lleno de tumores en una expresión de concentración. Después asintió.
—Por allí —señaló.
El chico gordo se fue, sin darle las gracias, en la dirección indicada. La cosa cancerosa esperó, sin decir nada, hasta que perdió de vista al chico.
—Sí que habrá una batalla —le dijo a una mujer con la cara manchada de puntos fosforescentes.
Ella asintió y se acercó más a la cosa.
—¿Y eso cómo te hace sentir? —le preguntó con voz comprensiva.
La cosa parpadeó y empezó a contárselo.
El Ford Explorer de Ciudad tenía un GPS, una cajita plateada que escuchaba los satélites y le chivaba al coche su ubicación, pero aun así se perdió en cuanto llegó al sur de Blacksburg y empezó a circular por carreteras comarcales: los caminos por los que transitaba no tenían nada que ver con el jaleo de líneas que se veía en el mapa que aparecía en pantalla. Al final, paró el coche en un camino, bajó la ventanilla y le preguntó a una mujer blanca y gorda arrastrada por un perro lobo en su paseo matutino dónde estaba la granja Ashtree.
Ella asintió, señaló y le dijo algo. Ciudad no pudo entender lo que le decía pero se lo agradeció efusivamente, subió la ventanilla y se fue hacia donde había señalado la mujer.
Siguió conduciendo otros cuarenta minutos por una carretera comarcal detrás de otra; todas ellas parecían prometedoras, pero ninguna era la que andaba buscando. Ciudad empezó a morderse el labio inferior.
—Estoy ya muy viejo para estas gilipolleces —dijo en voz alta, disfrutando de la frase a lo «soy una estrella de cine cansada del mundo».
Rondaba los cincuenta. Había pasado la mayor parte de su vida profesional en un departamento del gobierno que solo se nombra por sus iniciales, y si había dejado de trabajar para él doce años atrás para pasarse al sector privado o no era una cuestión de opinión: algunos días pensaba de una manera; otros, de otra. En cualquier caso, solo el ciudadano de a pie cree que hay alguna diferencia.
Estaba a punto de darse por vencido cuando subió una colina y vio el letrero, pintado a mano, en la puerta. Solo decía, tal como le habían advertido, ASH. Detuvo el coche, se bajó y quitó el alambre que sujetaba la puerta. La cruzó a bordo del coche.
Era como guisar una rana, pensó. Metes la rana en el agua y enciendes el fuego. Y para cuando la rana se da cuenta de que algo va mal, ya está cocida. El mundo en el que trabajaba era demasiado raro. No había suelo firme bajo sus pies; el agua de la olla hervía a borbotones.
Cuando lo trasladaron a la Agencia todo parecía muy sencillo. Ahora todo era demasiado… complejo no, decidió; simplemente extraño. Había estado en el despacho del señor Mundo a las dos de la mañana, y le había dicho lo que tenía que hacer.
—¿Lo tienes claro? —le dijo el señor Mundo, entregándole el puñal en su funda de cuero negro—. Córtame una rama. Que no mida más de sesenta centímetros.
—Afirmativo —dijo, y luego le preguntó—: ¿Por qué tengo que hacer esto, señor?
—Porque lo digo yo —contestó el señor Mundo sin más—. Encuentra el árbol, haz el trabajo. Y reúnete conmigo en Chattanooga. No pierdas tiempo.
—¿Y qué hago con el gilipollas?
—¿Sombra? Si lo ves, limítate a evitarlo. No lo toques, ni te metas con él. No quiero que lo conviertas en mártir. En el plan de juego actual no hay lugar para los mártires. —Sonrió. El señor Mundo se divertía con facilidad. Ciudad ya lo había notado en otras ocasiones. Hasta le había divertido hacer de chófer en Kansas.
—Escuche…
—Nada de mártires, Ciudad.
Y Ciudad había asentido, había cogido el puñal y la funda y había reprimido cuidadosamente su creciente ira.
El odio que el señor Ciudad sentía por Sombra se había convertido en parte de él. Lo último que veía antes de quedarse dormido era el rostro serio de Sombra, aquella sonrisa que no era sonrisa; la manera en que Sombra tenía de sonreír sin sonreír hacía que le entraran ganas de pegarle un puñetazo en la boca del estómago, y mientras se quedaba dormido notaba que se le apretaban las mandíbulas, se le tensaban las sienes y le ardía la garganta.
Condujo el Ford Explorer por el prado y pasó por delante de una granja abandonada. Subió a un risco y vio el árbol. Aparcó el coche un poco más adelante, y apagó el motor. El reloj del salpicadero marcaba las 6:38. Dejó las llaves puestas y se dirigió hacia el árbol.
Era grande; parecía existir en su propia escala. Ciudad no habría sabido decir si medía quince metros o sesenta. La corteza era gris como una bufanda de seda.
Había un hombre desnudo amarrado al tronco con cuerdas un poco más arriba del suelo, y algo envuelto en una sábana al pie del árbol. Ciudad entendió qué era aquello al pasar por delante. Levantó la sábana con la punta del pie. La mitad destrozada de la cara de Wednesday lo miró fijamente. Creía que estaría llena de gusanos y de moscas, pero los insectos la habían respetado. Ni siquiera olía mal. Tenía el mismo aspecto que cuando lo había llevado al motel.
Llegó al árbol. Se ocultó tras el grueso tronco, para que no pudieran verlo desde la casa, y a continuación se bajó la cremallera de la bragueta y meó en el tronco. Se la subió de nuevo. Se acercó a la casa, cogió una escalera de madera extensible y la llevó hasta el árbol. La apoyó en el tronco con cuidado y subió.
El cuerpo de Sombra colgaba, inerte, de las cuerdas que lo unían al árbol. Ciudad se preguntó si todavía estaría vivo: su pecho no subía ni bajaba. Muerto o prácticamente muerto, daba igual.
—Hola, capullo —dijo Ciudad en voz alta. Sombra no se movió.
Llegó al final de la escalera y sacó el cuchillo. Encontró una rama pequeña que parecía cumplir con las condiciones del señor Mundo y le dio un golpe con la hoja del puñal, cortándola para después arrancarla con la mano. Medía unos setenta centímetros.
Volvió a guardar el cuchillo en su funda. Luego empezó a bajar las escaleras. Cuando estaba enfrente de Sombra, se detuvo.
—Dios, cómo te odio —le dijo. Se hubiera quedado muy a gusto sacando la pistola y pegándole un tiro, pero sabía que no podía hacerlo. Y entonces amenazó al ahorcado con la vara, como si fuera a clavársela. Fue un gesto instintivo, que contenía toda la frustración y toda la rabia que Ciudad tenía dentro. Imaginó que la vara era una lanza y la clavaba en las entrañas de Sombra.
—Vamos —dijo en voz alta—. Ya es hora de ponerse en marcha.
Y entonces pensó: «El primer síntoma de la locura es hablar solo». Descendió unos cuantos peldaños más y luego se bajó de un salto. Miró la vara que llevaba en la mano, sintiéndose como un niño con una espada de mentira. «Podría haber cortado una rama de cualquier árbol. No tenía por qué ser de éste. ¿Quién coño habría notado la diferencia?». Y entonces cayó en la cuenta: «El señor Mundo la habría notado».
Llevó la escalera de vuelta a la casa. Pensó que había visto con el rabillo del ojo que algo se movía y miró por la ventana, a la oscura sala llena de muebles rotos, con las paredes desconchadas. Por un momento, como en un sueño, imaginó que veía a tres mujeres sentadas en el oscuro salón.
Una de ellas estaba haciendo punto, otra lo miraba directamente a la cara y la tercera parecía dormida. La mujer que lo miraba esbozó una sonrisa, una enorme sonrisa que parecía partir su cara a lo ancho, una sonrisa que iba de oreja a oreja. Luego levantó un dedo, se tocó un lado del cuello y lo arrastró suavemente hacia el otro lado.
Eso fue lo que pensó que había visto, todo en un segundo, en aquella habitación vacía donde no había más, según pudo comprobar al fijarse mejor, que muebles podridos, cagadas de mosca y porquería seca. Allí no había absolutamente nadie.
Se frotó los ojos.
Ciudad volvió al Ford Explorer marrón y se subió. Dejó la vara sobre la tapicería de cuero blanco del asiento del acompañante y giró la llave en el contacto. El reloj del salpicadero marcaba las 6:37. Ciudad frunció el ceño y miró su reloj de muñeca, que marcaba las 13:58.
«Genial —pensó—. O me he pasado ocho horas subido a ese árbol, o menos de un minuto». Eso se dijo, pero lo que creía en realidad era que ambos relojes habían empezado, casualmente, a funcionar mal.
En el árbol, el cuerpo de Sombra empezó a sangrar. Tenía la herida en el costado. La sangre que salía era lenta, espesa y negra como la melaza.
No se movía. Si estaba dormido, no se despertó.
Las nubes cubrían la cima de la montaña Lookout.
Pascua estaba sentada a cierta distancia de la multitud congregada al pie de la montaña, contemplando el amanecer sobre las montañas que había al este. Llevaba una cadena de nomeolvides azules tatuada en la muñeca izquierda, y la acariciaba, con aire ausente, con el pulgar derecho.
Había pasado otra noche, y aún nada. La gente seguía llegando, solos o en parejas. La noche anterior habían llegado diversas criaturas del sudoeste, incluidos dos niños del tamaño de un manzano, y algo que solo había podido ver de refilón, pero que parecía una cabeza sin cuerpo del tamaño de un Volkswagen Escarabajo. Habían desaparecido entre los árboles que había al pie de la montaña.
Nadie les molestaba. Nadie del mundo exterior parecía haberse dado cuenta de que estaban allí: imaginaba a los turistas de Rock City mirándolos por los prismáticos que funcionaban con monedas, oteando hacia el cochambroso campamento poblado de cosas y de gente al pie de la montaña, sin ver nada más que árboles, arbustos y rocas.
Le llegó el humo de un fuego encendido para cocinar, y el olor de beicon frito con el frío viento del amanecer. Alguien en la otra punta del campamento se puso a tocar la armónica, y eso le hizo sonreír instintivamente y estremecerse. Llevaba un libro en su mochila, y esperó a que hubiera más luz para ponerse a leer.
Había dos puntos en el cielo, justo debajo de las nubes: uno pequeño y uno más grande. Una leve lluvia le salpicó la cara con el viento de la mañana.
Del campamento salió una chica descalza que se dirigió hacia ella. Se paró junto a un árbol, se levantó las faldas y se puso en cuclillas. Cuando hubo terminado, Pascua la saludó. La chica se dirigió hacia ella.
—Buenos días, señora —dijo—. La batalla no tardará en empezar.
Tocó sus labios escarlata con su rosada lengua. Llevaba un ala negra de cuervo atada a su hombro con una cinta de cuero, y una pata de cuervo colgada del cuello con una cadena. Tenía los brazos tatuados con líneas, grecas y nudos intrincados.
—¿Cómo lo sabes?
La chica sonrió.
—Soy Macha, de la Morrigan. Cuando llega la guerra puedo olerla en el aire. Soy una diosa de la guerra, y afirmo que hoy habrá derramamiento de sangre.
—Ah —dijo Pascua—. Vaya. Ya estamos otra vez.
Estaba mirando el punto pequeño que había en el cielo, que caía hacia ellos como una piedra.
—Y lucharemos contra ellos, y los mataremos a todos —prosiguió la muchacha—. Y nos quedaremos con sus cabezas como trofeo, y dejaremos que los cuervos se coman sus ojos y sus cadáveres.
El punto se había transformado en un pájaro con las alas extendidas planeando sobre las corrientes del viento matutino.
Pascua ladeó la cabeza.
—¿Posees una especie de sabiduría oculta como diosa de la guerra que eres? —preguntó—. ¿Por eso sabes ya quién va a ganar? ¿Quién se va a llevar la cabeza de quién?
—No —dijo la chica—. Solo huelo la batalla, nada más. Pero vamos a ganar, ¿a que sí? Tenemos que ganar. Yo vi lo que le hicieron al Padre de Todos. Es ellos o nosotros.
—Sí —replicó Pascua—. Supongo que tienes razón.
La chica volvió a sonreír. Aún no había amanecido del todo y regresó al campamento. Pascua apoyó la mano en el suelo y palpó un brote verde que sobresalía de la tierra como una navaja. Al tocarlo empezó a crecer, se abrió, se retorció y cambió, y cuando quiso darse cuenta tenía la mano apoyada sobre un tulipán verde. Cuando saliera el sol, la flor se abriría.
Pascua alzó la vista y miró al halcón.
—¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó.
El ave volaba en círculos a medio metro de la cabeza de Pascua, lentamente; después descendió hasta ella y aterrizó en el suelo. La miró con ojos de loco.
—Hola, guapo —le susurró—. ¿Qué aspecto tienes en realidad? ¿Eh?
El halcón dio unos saltitos hacia ella, sin demasiada seguridad, y de repente ya no era un halcón, sino un joven. La miró y después volvió a mirar a la hierba.
—¿Tú? —preguntó él. Su mirada iba de un lado a otro sin cesar: al cielo, a los arbustos. Pero a ella no la miró.
—Yo —replicó ella—. ¿Qué pasa conmigo?
—Tú —se interrumpió. Parecía que intentaba ordenar sus pensamientos; su semblante adoptaba expresiones de lo más extrañas.
«Lleva demasiado tiempo siendo un pájaro —pensó ella—. Ya se ha olvidado de cómo ser un hombre». Esperó con paciencia. Finalmente, el muchacho se decidió a hablar:
—¿Vendrás conmigo?
—A lo mejor. ¿Adónde quieres que vaya?
—El hombre del árbol. Te necesita. Una herida fantasma, en el costado. Salió sangre, después paró. Creo que está muerto.
—Estamos en mitad de una guerra. No puedo irme así, por las buenas.
El joven desnudo no dijo nada, solo pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro como si no supiera cuánto pesaba, como si estuviera acostumbrado a descansar en el aire o en una rama, no en tierra firme. Después añadió:
—Si se va para siempre, se habrá acabado todo.
—Pero la batalla…
—Si lo perdemos a él, dará igual quién gane. —Tenía pinta de necesitar una manta, y una taza de café con mucho azúcar, y de que alguien se lo llevara a algún sitio donde pudiera temblar y babear a gusto hasta que recuperara el juicio. Llevaba los brazos apretados contra su cuerpo.
—¿Y dónde está eso? ¿Por aquí cerca?
Miró el tulipán y meneó la cabeza.
—Muy lejos.
—Bueno —dijo ella—, pues a mí me necesitan aquí. Y no puedo marcharme sin más. ¿Cómo quieres que vaya? Yo no puedo volar como tú, ¿sabes?
—No —dijo Horus—. No puedes.
Luego alzó la vista hacia el cielo, con seriedad, y le señaló el otro punto que volaba en círculos sobre ellos, y que había empezado a descender desde las oscuras nubes, haciéndose cada vez más grande.
—Pero él sí puede —dijo.
Unas cuantas horas más dando vueltas con el coche, y Ciudad odiaba ya el GPS casi tanto como a Sombra. No obstante, era un odio desapasionado. Creía que encontrar la granja y llegar hasta el gran fresno plateado había sido difícil; pero salir de allí le estaba costando todavía más. Por lo visto daba igual qué carretera tomara, en qué dirección viajara por aquellas vías secundarias —las tortuosas carreteras secundarias de Virginia debían de haber sido en tiempos caminos de cabras—, al final siempre volvía a la granja y al cartel que rezaba: ASH.
Pero eso era una locura, ¿no? Solo tenía que volver al punto de partida, girar a la izquierda donde antes había girado a la derecha y girar a la derecha donde antes había girado a la izquierda.
Pero eso era lo que había hecho la última vez, y allí estaba, de nuevo en la granja. Nubes de tormenta empezaban a cernirse sobre él, y el cielo se oscurecía muy deprisa; parecía más de noche que de día y le quedaba un largo camino por delante: a este paso no llegaría a Chattanooga antes de media tarde.
Su móvil se limitaba a darle el mensaje de «Sin servicio». En el mapa que llevaba en la guantera aparecían las carreteras principales, todas las interestatales y las autopistas, pero lo demás como si no existiese.
Tampoco había nadie por allí a quien pudiera preguntar. Las casas estaban apartadas de los caminos; no tenían luces. Estaba a punto de quedarse sin gasolina. Oyó un trueno lejano, y una solitaria gota de lluvia se estrelló contra el parabrisas.
Así que cuando Ciudad vio a la mujer que caminaba por el arcén se encontró sonriendo automáticamente.
—Gracias a Dios —dijo en voz alta, y se detuvo a la altura de la mujer. Bajó la ventanilla—. ¿Señora? Perdone, pero creo que me he perdido. ¿Me puede indicar cómo llegar desde aquí a la autopista ochenta y uno?
La mujer lo miró por la ventanilla abierta y le contestó:
—Mire, no sé si sabría explicárselo. Pero le puedo indicar, si quiere. —Estaba muy pálida, y su largo y oscuro cabello estaba empapado.
—Suba —le dijo Ciudad. No lo dudó un momento—. Antes de nada, tengo que echar gasolina.
—Gracias —dijo ella—. Si no hubiera tenido que ir a pie.
Subió al coche. Tenía los ojos sorprendentemente azules.
—Hay un palo en el asiento —dijo, un poco desconcertada.
—Déjelo en el asiento de atrás, por favor. ¿Hacia dónde va? —le preguntó—. Mire, si me lleva hasta una gasolinera y me indica cómo llegar a la autopista, la dejo en la puerta de su casa.
—Gracias, pero me parece que yo voy más lejos que usted —replicó ella—. Con que me deje en la autopista, me basta. Quizás encuentre a algún camionero que vaya en la misma dirección.
Y sonrió con una sonrisa ladeada y decidida. Fue la sonrisa la que lo sedujo.
—Señora, le aseguro que conmigo irá mejor que con cualquier camionero. —Podía oler su perfume, denso y embriagador, una esencia empalagosa, magnolias o violetas, pero no le importaba.
—Voy a Georgia —dijo ella—. Está muy lejos.
—Yo voy a Chattanooga. La llevaré hasta donde pueda.
—Mmm —dijo ella—. ¿Cómo se llama?
—Me llaman Mack —replicó el señor Ciudad. Cuando intentaba ligar con una mujer en un bar, a veces añadía «y los que me conocen bien me llaman Big Mack». Pero eso podía esperar. Después de todo, tenían mucha carretera por delante e iban a pasar muchas horas juntos; ya tendrían tiempo de conocerse—. ¿Y usted?
—Laura —le dijo.
—Bueno, Laura —contestó él—. Estoy seguro de que vamos a ser grandes amigos.
El chico gordo encontró al señor Mundo en la Sala del Arcoíris, una parte del recorrido que estaba cerrada, con los cristales de las ventanas hechos con láminas de plástico de color verde, rojo y amarillo. Iba impaciente de una ventana a otra, mirando hacia fuera y viendo el mundo alternativamente amarillo, rojo y verde. Tenía el pelo de color rojo anaranjado y muy rapado. Llevaba una gabardina Burberry.
El chico gordo tosió. El señor Mundo alzó la vista.
—Disculpe, ¿señor Mundo?
—¿Sí? ¿Todo va según lo previsto?
El chico tenía la boca seca. Se humedeció los labios y dijo:
—Ya lo tengo todo listo, pero no he recibido confirmación de los helicópteros.
—Estarán aquí cuando los necesitemos.
—Bien —dijo el chico gordo—. Bien.
Y se quedó ahí plantado, sin abrir la boca, sin decidirse a marchar. Tenía un cardenal en la frente.
Después de un rato el señor Mundo le preguntó:
—¿Puedo hacer algo más por ti?
Una pausa. El muchacho tragó saliva y asintió:
—Sí, algo más —dijo—. Sí.
—¿Te sentirías más cómodo si hablamos de esto en privado?
El chico volvió a asentir.
El señor Mundo volvió con el chico a su centro de operaciones: una cueva húmeda en la que había un diorama de unos pixies borrachos destilando aguardiente con un alambique. Fuera había un cartel que indicaba a los turistas que la sala estaba cerrada por reformas. Los dos hombres se sentaron en unas sillas de plástico.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el señor Mundo.
—Sí, bueno, vale, dos cosas. La primera: ¿a qué estamos esperando? Y dos. La dos es más chunga. A ver. Tenemos las pistolas, vale. Tenemos las armas de fuego. Ellos no tienen más que espadas, cuchillos, martillos y hachas de piedra. Y palancas. Y nosotros tenemos bombas inteligentes.
—Que no vamos a usar —señaló el señor Mundo.
—Ya lo sé. Ya lo dijo usted. Ya lo sé. Y se puede hacer. Pero, mire, desde que le hice el trabajo aquel de la puta de Los Ángeles he estado…
El chico no terminó la frase, hizo una mueca, parecía que no quería seguir.
—¿Inquieto?
—Sí, buena palabra. Inquieto. Sí, como en «centro para adolescentes inquietos». Curioso. Sí.
—¿Y qué es lo que te inquieta exactamente?
—Bueno, luchamos y ganamos.
—¿Y eso es una fuente de inquietud? Para mí es más bien una sensación de triunfo y de placer.
—Pero iban a morir igualmente. Son especies en extinción, como las palomas migratorias y los tilacinos, ¿no? ¿A quién le importan? De esta manera va a haber un baño de sangre. Pero si nos limitamos a esperar, ganaremos igualmente.
—Ah —dijo el señor Mundo, asintiendo con la cabeza.
Lo seguía. Eso era bueno. El chico gordo continuó:
—Mire, no soy el único que piensa así. Lo he comentado con los de la Radio Moderna, y ellos también son partidarios de arreglar esto de manera pacífica; y los Intangibles se inclinan firmemente por dejar que los mercados se ocupen de ello. Yo solo intento, ya sabe, ser la voz de la razón.
—Sí que lo eres. Por desgracia, no dispones de toda la información —dijo el señor Mundo con una sonrisa maliciosa.
El chico parpadeó.
—Señor Mundo —dijo—. ¿Por qué tiene los labios llenos de cicatrices?
Mundo suspiró.
—Pues si quieres saber la verdad, alguien me los cosió hace mucho tiempo.
—Buagh —dijo el chico gordo—. Hay que joderse con la omertà.
—Pues sí. ¿Quieres saber a qué estamos esperando? ¿Por qué no atacamos anoche?
El chico asintió. Estaba sudando, pero era un sudor frío.
—No hemos atacado aún porque estoy esperando a que me traigan una vara.
—¿Una vara?
—Eso es. Una vara. ¿Y sabes qué voy a hacer con esa vara?
El chico meneó la cabeza.
—Vale, voy a picar: ¿qué?
—Podría decírtelo —respondió el señor Mundo con seriedad—. Pero entonces tendría que matarte.
El señor Mundo parpadeó, y la tensión que flotaba en la sala se desvaneció.
El chico gordo se echó a reír, y su risa parecía la de un cerdito.
—Vale —dijo—. Je, je. Vale. Je. Lo pillo. Mensaje recibido en el planeta tecnológico. Alto y claro. Déjate ya de preguntas.
El señor Mundo meneó la cabeza. Le puso una mano sobre el hombro.
—Oye, ¿de verdad quieres saberlo?
—Claro.
—Bueno, pues como estamos entre amigos —dijo el señor Mundo—, te lo voy a contar: voy a coger esa vara y se la voy a lanzar a los ejércitos cuando estén todos reunidos. Cuando la tire, se convertirá en una lanza. Y cuando la lanza esté volando por encima del campo de batalla, gritaré: le dedico esta batalla a Odín.
—¿Eh? —dijo el chico gordo—. ¿Y por qué?
—Poder —replicó el señor Mundo. Se rascó la barbilla—. Y comida. Una combinación de ambas. Verás, el resultado de la batalla no es importante. Lo importante es el caos, y la carnicería.
—Pues no lo pillo.
—Te lo voy a enseñar. Será exactamente así —dijo el señor Mundo—. ¡Mira!
Sacó el cuchillo de cazador con la hoja de madera del bolsillo de su gabardina y, en un solo y ágil movimiento, clavó la hoja en la blanda papada del chico gordo, y empujó fuerte hacia arriba, hacia el cerebro.
—Le dedico esta muerte a Odín —dijo mientras le hundía el cuchillo.
Le cayó por la mano una sustancia que no era sangre de verdad, y por detrás de los ojos del chico gordo se oyó una especie de chisporroteo. El aire olía a cable aislante quemado, como si hubiera por allí un enchufe con sobrecarga.
La mano del chico gordo se agitó de forma espasmódica, y después cayó. En su rostro había una expresión de desconcierto, y de sufrimiento.
—Míralo —dijo el señor Mundo, hablándole al aire—. Cualquiera diría que acaba de ver cómo una secuencia de ceros y unos se transformaba en una bandada de pájaros y levantaban el vuelo.
No hubo respuesta desde el desierto pasillo de piedra.
El señor Mundo se echó el cuerpo al hombro, como si no pesara nada, abrió el diorama de los pixies, dejó el cadáver tirado al lado del alambique y lo cubrió con su larga gabardina negra. Ya se desharía de él por la noche, decidió, y esbozó una sonrisa llena de cicatrices: esconder un cadáver en un campo de batalla sería coser y cantar. Nadie se daría cuenta. A nadie le importaría.
Durante un rato, el silencio reinó en el lugar. Y luego una voz áspera que no era la del señor Mundo se aclaró la garganta entre las sombras y dijo:
—Buen comienzo.