Capítulo dieciséis

Ya sé que está amañada. Pero es la única partida de la ciudad.

—Canadá Bill Jones

El árbol había desaparecido, y el mundo entero, y también el cielo gris de la mañana. El cielo tenía ahora el color de la medianoche. Una única estrella brillaba en lo alto, con una luz cegadora y parpadeante, y nada más. Sombra dio un solo paso y estuvo a punto de sufrir un traspiés.

Miró hacia abajo. Había unos escalones excavados en la roca, que bajaban y eran tan grandes que debían de haber sido abiertos por gigantes que habrían descendido por ellos en un tiempo ya remoto.

Inició el descenso, a ratos saltando de un escalón a otro y a ratos ayudándose con las manos. Le dolía el cuerpo, pero por falta de uso, no por la tortura del cuerpo colgado de un árbol hasta la muerte.

No le sorprendió comprobar que estaba completamente vestido, con unos vaqueros y una camiseta blanca. Iba descalzo. Experimentó una fuerte sensación de déjà vu: era la misma ropa que llevaba en el apartamento de Czernobog la noche en que Zorya Polunochnaya le habló de la constelación del carro de Odín. Había cogido la luna del cielo para dársela a él.

Supo, de repente, lo que pasaría a continuación. Zorya Polunochnaya estaría allí.

Lo estaba esperando al pie de la escalera. No había luna en el cielo, pero sin embargo ella estaba iluminada por la luz lunar: su blanco cabello era pálido como aquélla, y llevaba puesto el mismo camisón de hilo y encaje que había llevado aquella noche en Chicago.

Sonrió al ver a Sombra y miró al suelo, como en un arrebato de vergüenza.

—Hola —le saludó.

—Hola —respondió Sombra.

—¿Cómo estás?

—No lo sé. Creo que este puede ser otro de esos extraños sueños del árbol. Llevo soñando cosas raras desde que salí de la cárcel.

La luz de la luna le confería un brillo de plata al rostro de la mujer (pero no había luna en aquel cielo negro como una ciruela, y ahora, desde el pie de la escalera, hasta la estrella solitaria había desaparecido de su vista) y ella tenía un aspecto que era al mismo tiempo solemne y vulnerable.

—Todas tus preguntas tienen respuesta, si es eso lo que quieres. Pero una vez conozcas las respuestas, no podrás desaprenderlas. Es importante que lo entiendas.

—Lo entiendo —dijo Sombra.

Un poco más allá de donde estaba ella, el camino se bifurcaba. Sombra tendría que elegir qué camino seguir, y lo sabía. Pero antes tenía algo que hacer. Metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y le alivió sentir de nuevo el peso de la moneda en el fondo. La sacó y la sostuvo entre el índice y el pulgar: era un dólar de plata de 1922 con la efigie de la Libertad.

—Esto es tuyo —le dijo a Zorya.

Entonces recordó que en realidad su ropa estaba al pie del árbol. Las mujeres la habían guardado en el saco de lona del que habían sacado las cuerdas, y lo habían atado, y la más grande de ellas había colocado una pesada roca encima para evitar que saliese volando. Por eso sabía que, en realidad, el dólar de plata estaba en un bolsillo dentro de aquel saco, bajo la roca. No obstante, podía sentir su peso ahora en la mano, a las puertas del inframundo.

Zorya lo cogió de la palma de su mano con sus esbeltos dedos.

—Gracias. Ha comprado tu libertad dos veces —le dijo—. Y ahora iluminará tu camino en los lugares oscuros.

Cerró su mano sobre el dólar, y a continuación estiró el brazo y dejó la moneda en el aire, tan alto como pudo. La soltó. Sombra supo entonces que aquello era otro sueño, porque, en lugar de caer, la moneda flotó hacia arriba hasta quedarse medio metro por encima de su cabeza. Sin embargo, ya no era una moneda de plata. La efigie de la Libertad con su corona de púas había desaparecido. El rostro que podía verse ahora en la moneda era la imprecisa cara de la luna en el cielo estival, un rostro que solo se veía cuando no la mirabas directamente, pues entonces no se veían más que oscuros mares y formas caprichosas en los cráteres de la superficie, y los rasgos y el rostro quedaban reducidos a sombras aleatorias y tornadizas.

Sombra ya no sabía si estaba mirando una luna del tamaño de un dólar, a medio metro de su cabeza, o una luna del tamaño del océano Pacífico, a miles de kilómetros. Tampoco sabía si había alguna diferencia entre ambos conceptos. Quizás era solo una cuestión de perspectiva. Tal vez no era más que una cuestión de dónde se situara el punto de vista.

Miró la bifurcación del camino que tenía delante.

—¿Qué senda debo tomar? —preguntó—. ¿Cuál es la más segura?

—Toma una, y no podrás tomar la otra —respondió ella—. Pero ninguna de las dos es segura. ¿Qué senda deseas seguir: la de las dolorosas verdades o la de las mentiras sutiles?

Sombra vaciló un momento.

—La de las verdades —dijo por fin—. No he llegado tan lejos para seguir con mentiras.

Ella parecía triste.

—Tendrás que pagar un precio por ello.

—Lo pagaré. ¿Cuál es el precio?

—Tu nombre —respondió ella—. Tu verdadero nombre. Tendrás que dármelo.

—¿Cómo?

—Así —dijo ella. Alargó su perfecta mano para tocar la cabeza de Sombra. Sintió que los dedos de la mujer rozaban su piel, y a continuación la penetraban, y se hundían hasta el fondo de su cabeza. Notó un cosquilleo, primero en el cráneo y luego por toda la columna. La mujer sacó la mano. Una llama, similar a la de una vela, pero con un blanco resplandor de magnesio, oscilaba sobre la yema de su dedo índice.

—¿Eso es mi nombre?

Ella cerró la mano y la luz desapareció.

—Lo era —respondió ella. Extendió la mano y le señaló el camino de la derecha—. Ve por ahí. De momento.

Sin nombre, Sombra caminó por la senda de la derecha bajo la luz de la luna. Cuando se volvió para dar las gracias, no vio nada más que la oscuridad. Tenía la sensación de estar caminando por las profundidades de la tierra, pero si miraba hacia arriba todavía podía ver la diminuta luna.

Dobló una esquina.

Si aquello era el más allá, pensó, se parecía mucho a la Casa de la Roca: mitad diorama y mitad pesadilla.

Se vio a sí mismo deprimido en la cárcel, en el despacho del alcaide, mientras este le comunicaba que Laura había fallecido en un accidente de tráfico. Vio la expresión de su propio rostro: la de un hombre abandonado por el mundo. Le dolió ver su desnudez y su miedo. Apretó el paso, salió de la gris oficina del alcaide y se encontró mirando la tienda de reparaciones de vídeo a las afueras de Eagle Point. Tres años antes. Sí.

Sabía que, en el interior del establecimiento, les estaba dando una paliza de muerte a Larry Powers y B. J. West, destrozándose los nudillos: no tardaría en salir de allí con una bolsa de supermercado llena de billetes de veinte dólares. El dinero que nunca pudieron probar que se había llevado: su parte del botín y un poco más, porque no deberían haber intentado estafarles a él y a Laura de aquella manera. Él solo había sido el conductor, pero había cumplido con su parte, había hecho todo lo que ella le había pedido…

En el juicio, nadie mencionó el atraco al banco, aunque estaba seguro de que todos estaban deseando hacerlo. No podían probar nada mientras nadie abriera la boca. Y nadie la abrió. El fiscal se vio obligado a ceñirse a los daños físicos infligidos a Powers y West. Mostró las fotografías que les habían tomado a los dos hombres cuando ingresaron en el hospital. Sombra apenas se defendió ante el tribunal; era lo más fácil. Al parecer, ni Powers ni West recordaban el motivo de la pelea, pero ambos admitieron que su asaltante había sido Sombra.

Nadie habló del dinero.

Nadie mencionó siquiera a Laura, que era lo que Sombra deseaba.

Se preguntó si no habría sido mejor seguir la senda de las mentiras sutiles. Se alejó de aquel lugar y siguió el camino de roca hasta algo que parecía la habitación de un hospital público de Chicago, y sintió la bilis subiéndole por la garganta. Se detuvo. No quería mirar. No quería seguir caminando.

En la cama del hospital su madre agonizaba de nuevo, igual que cuando él tenía dieciséis años, y sí, ahí estaba él, un adolescente grande y torpe con la piel de color café con leche llena de acné, sentado junto a su cama, incapaz de mirarla, leyendo un grueso libro de bolsillo. Sombra se preguntó qué libro sería, y rodeó la cama para observarlo de más cerca. Se quedó entre la cama y la silla mirando alternativamente a un lado y a otro, el chico grande encorvado en la silla, con la nariz pegada a El arcoíris de la gravedad, de Thomas Pynchon, intentando huir de la muerte de su madre al bombardeo de Londres, pero la ficticia locura del libro no le proporcionó la excusa que necesitaba para huir de aquello.

Con los ojos cerrados, su madre descansaba en brazos de la morfina: lo que ella había tomado por otro brote de anemia falciforme, otro periodo de dolor que había que soportar, había resultado ser, según habían descubierto después, demasiado tarde ya, un linfoma. Su piel tenía un tono gris amarillento. Tenía poco más de treinta años, pero parecía mucho mayor.

Sombra quería zarandearse a sí mismo, al adolescente torpe que había sido, para que cogiera la mano de su madre, o le hablase, o hiciera algo, lo que fuera, antes de que ella se marchase, como sabía que iba a suceder. Pero no pudo tocarla y continuó leyendo; finalmente su madre murió mientras él seguía sentado a su lado, leyendo un libro muy gordo.

Después de aquello prácticamente había dejado de leer. No se podía confiar en la ficción. ¿De qué servían los libros si no podían protegerte de algo así?

Sombra salió de la habitación del hospital y continuó por el tortuoso pasillo, adentrándose en las entrañas de la tierra.

Lo primero que ve es a su madre y no puede creer lo joven que está; calcula que no debe de tener ni veinticinco años, antes de que tuviera que retirarse por enfermedad. Están en su apartamento, otro piso de la embajada en algún lugar del norte de Europa. Mira a su alrededor buscando algo que le dé una pista, ahora no es más que un niño con ojos grandes de color gris claro y el cabello oscuro y liso. Están discutiendo. Sombra no necesita oír las palabras para saber por qué discuten: después de todo, era el único tema sobre el que discutían.

—Háblame de mi padre.

—Está muerto. No me preguntes más por él.

—Pero ¿quién era?

—Olvídalo. Está muerto y enterrado y no te has perdido nada.

—Quiero ver una foto suya.

—No tengo ninguna —le decía en tono furibundo, bajando la voz, y él sabía que si seguía preguntando ella se pondría a dar voces, o incluso le daría una bofetada, y también sabía que él no podía dejar de hacerlas, así que dio media vuelta y siguió caminando por el túnel.

La senda que seguía daba vueltas y vueltas alrededor de sí misma, y eso le trajo a la mente las pieles de las serpientes, los intestinos y las raíces más profundas de los árboles. Había un estanque a su izquierda; en algún lugar al fondo del túnel oía el goteo del agua, que apenas perturbaba la especular superficie del estanque. Cayó de rodillas y bebió, usando la mano para llevarse el agua a la boca. Después continuó hasta encontrarse bajo las caleidoscópicas luces de una bola de discoteca. Era como estar en el centro del universo con todos los planetas y las estrellas a su alrededor, y no podía oír nada, ni la música, ni las conversaciones a gritos por encima de la música, y ahora estaba mirando a una mujer que tenía exactamente el aspecto que no había tenido su madre mientras él la conoció; apenas una niña…

Y está bailando.

Cuando reconoció al hombre que bailaba con ella, Sombra descubrió que no le sorprendía lo más mínimo. No había cambiado demasiado en treinta y tres años.

Ella está borracha: Sombra se da cuenta nada más verla. No es que lo esté mucho, pero no está acostumbrada a beber, y dentro de una semana embarcará con rumbo a Noruega. Han estado tomando margaritas, y ella aún tiene sal en los labios y en el dorso de la mano.

Wednesday no lleva traje y corbata, pero el alfiler con forma de árbol de plata que lleva en el bolsillo de la camisa brilla cuando refleja la luz de la bola de discoteca. No baila mal; hacen buena pareja, teniendo en cuenta la diferencia de edad. Wednesday se mueve con cierta elegancia lupina.

Un baile lento. Él la abraza, y su zarpa le agarra posesivamente el trasero, para acercarla más a él. Con la otra mano le coge la barbilla y le levanta la cara, y se besan, allí mismo, en la pista, mientras las luces de la bola les rodean y los transportan al centro del universo.

Poco después se marchan. Ella se tambalea y busca apoyo en él, que la saca de la sala de baile. Sombra hunde la cabeza entre las manos, y no va tras ellos, porque no puede o no quiere presenciar el momento de su propia concepción.

Las luces de discoteca habían desaparecido, y ahora no hay más luz que la de la diminuta luna que brilla en lo alto del cielo.

Continuó caminando. Al llegar a un recodo del camino, se paró para recuperar el aliento.

Sintió que una mano le acariciaba la espalda, y unos suaves dedos se deslizaban por la parte de atrás de su cabeza.

—Hola —susurró una ronca voz femenina a sus espaldas.

—Hola —respondió Sombra, volviendo la cabeza.

La mujer tenía el pelo castaño, la piel tostada y los ojos color ámbar dorado como la buena miel. Sus pupilas eran dos rajas verticales.

—¿Te conozco? —preguntó algo confuso.

—Íntimamente —respondió ella con una sonrisa—. Antes dormía en tu cama. Mi gente te ha estado vigilando por mí.

La mujer se volvió hacia el camino que había delante de Sombra y señaló las tres sendas entre las que tenía que elegir ahora.

—Muy bien —dijo—. Uno de estos caminos te hará sabio, otro te hará sentir completo y otro te matará.

—Ya estoy muerto, creo —replicó Sombra—. Morí en el árbol.

Ella hizo un mohín.

—Hay muertos, muertos y muertos. Todo es relativo. —Volvió a sonreír—. Podría hacer una broma fácil, ¿verdad? Sobre la muerte de las relaciones.

—No —dijo Sombra—. No hace falta.

—Bueno, ¿qué camino prefieres?

—No lo sé —admitió.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado, en un gesto inconfundiblemente felino. De repente, Sombra supo exactamente quién era, y de qué la conocía. Notó que se ruborizaba.

—Si confías en mí —dijo Bastet—, puedo elegir por ti.

—Confío —respondió él sin vacilación alguna.

—¿Quieres saber lo que te va a costar?

—Ya he perdido mi nombre.

—Los nombres van y vienen. ¿Ha merecido la pena?

—Sí. Puede ser. No ha sido fácil. Las revelaciones han sido, por decirlo de alguna manera, bastante personales.

—Todas las revelaciones son personales —replicó Bastet—. Por eso levantan tantas suspicacias.

—No lo entiendo.

—No, claro que no. Me quedaré con tu corazón. Lo vamos a necesitar más adelante. —Alargó la mano, la hundió en su pecho y la sacó con algo parecido a un rubí que palpitaba entre sus afiladas uñas. Tenía el color de la sangre de una paloma, y estaba hecho de pura luz. Se expandía y contraía rítmicamente.

Bastet cerró la mano y el corazón desapareció.

—Sigue la senda de en medio.

Sombra dudó.

—¿Estás aquí de verdad?

Ella inclinó la cabeza hacia un lado, lo miró con seriedad y no dijo nada en absoluto.

—¿Qué eres? —preguntó Sombra—. ¿Qué sois todos vosotros?

Bastet bostezó, mostrando una perfecta lengua de color rosa oscuro.

—Piensa que somos símbolos; somos el sueño que la humanidad crea para encontrarles un sentido a las sombras en las paredes de la caverna. Y ahora sigue tu camino. Tu cuerpo se está enfriando. Los locos se están reuniendo en la montaña. El tiempo apremia.

Sombra asintió y continuó andando.

El camino se había vuelto resbaladizo. Había hielo en la roca. Sombra avanzaba trastabillando y patinando por el camino de piedra, hacia el punto en el que se bifurcaba, y se despellejó los nudillos con un saliente que quedaba a la altura de su pecho. Avanzaba lo más despacio que podía. La luz de la luna se reflejaba en los cristales de hielo que se habían formado en el aire: había un cerco alrededor de la luna, un halo, que tamizaba la luz. Era hermoso, pero dificultaba su caminar. El camino era traicionero.

Llego a la bifurcación.

Miró el primer camino y le pareció reconocerlo. Conducía hasta una gran sala, o varias salas conectadas, como un oscuro museo. Ya lo conocía. Había estado allí una vez, aunque a ratos no recordaba ni cuándo ni dónde. Oía los prolongados ecos de ruidos casi imperceptibles. Oía el ruido del polvo al posarse sobre las superficies.

Era el lugar con el que había soñado la primera noche que Laura se le apareció, en el motel, mucho tiempo atrás: la infinita sala conmemorativa en honor de los dioses ya olvidados, y de los dioses cuya misma existencia se había perdido.

Dio un paso atrás.

Fue hacia la senda del otro extremo y miró hacia adelante. El pasillo recordaba un poco a Disneylandia: paredes de plexiglás negro con luces empotradas. Las luces de colores parpadeaban creando la ilusión de que seguían un orden, pero sin razón alguna, como las luces del panel de control de una nave espacial en una serie de televisión.

También oyó algo: una especie de zumbido en un tono muy bajo cuyas vibraciones podía sentir en la boca del estómago.

Se paró y miró a su alrededor. Ninguno de los dos caminos le parecía el adecuado. Ya no. Estaba harto de tanto sendero. El camino de en medio, el que la mujer gato le había aconsejado que siguiera, era su camino. Se dirigió hacia él.

La luna en lo alto empezaba a desvanecerse: el borde había empezado a adquirir un tono rosa y parecía que se iba a eclipsar. El sendero estaba enmarcado por una puerta enorme.

Ya no había ningún trato que hacer, nada que negociar. Lo único que tenía que hacer era entrar. Así que Sombra cruzó la puerta, en medio de la oscuridad. El aire era cálido y olía a polvo mojado, como las calles de una ciudad tras la primera lluvia del verano.

No tenía miedo.

Ya no. El miedo había muerto en el árbol, del mismo modo que Sombra. Ya no le quedaba miedo, ni odio, ni dolor. Nada, salvo la esencia.

Algo muy grande chapoteó, silenciosamente, en la distancia, y el eco del chapoteo retumbó en la inmensidad. Entornó los ojos, pero no pudo ver nada. Estaba demasiado oscuro. Y entonces, en el mismo lugar del que venía el chapoteo, surgió una luz fantasmagórica y el mundo a su alrededor cobró forma: estaba en una caverna, y frente a él, lisa como un espejo, había una extensión de agua.

El chapoteo se oía cada vez más cerca y la luz era cada vez más brillante, y Sombra se quedó esperando en la orilla. Al cabo de unos breves instantes apareció un bote bajo y plano, con la luz blanca y oscilante de un farol parpadeando en su elevada proa, y otra luz reflejada en la cristalina superficie negra del agua varios metros más abajo. Había una figura alta que hacía avanzar la barca con una pértiga, que era la que producía el chapoteo al salir a la superficie y moverse para empujar la embarcación sobre las aguas del lago subterráneo.

—¡Eh, hola! —gritó Sombra. De pronto, se vio rodeado por el eco de sus palabras: era como si todo un coro le diera la bienvenida y lo llamara, pero todos tenían la voz de Sombra.

La persona que llevaba la barca no respondió.

El piloto era alto y muy delgado; si es que era un hombre. Vestía una túnica blanca sin adornos, y la cabeza pálida que la coronaba era tan claramente inhumana que Sombra dio por sentado que era una máscara: era una cabeza de pájaro, pequeña, con un cuello muy largo y el pico alto y largo. Sombra sabía que había visto antes aquella figura espectral en forma de pájaro. Estaba a punto de recordarlo cuando descubrió, con gran decepción, que la imagen que estaba evocando era la de la escena animada de la Casa de la Roca que funcionaba con fichas, y la figura pálida con forma de pájaro era la que aparecía fugazmente por detrás de la lápida y representaba el alma del borracho.

El agua goteaba desde la pértiga y desde la proa resonando por toda la caverna, y la estela del bote perturbaba la cristalina superficie del agua. La embarcación estaba hecha de juncos, ligados unos a otros y bien atados.

La barca se acercó a la orilla y el piloto se apoyó en la pértiga. Giró lentamente la cabeza para mirar a Sombra.

—Hola —dijo sin mover su largo pico. Su voz era masculina y, como todo lo que había visto hasta ahora del más allá, le resultaba familiar—. Sube a bordo. Me temo que te vas a mojar los pies, pero no hay forma de evitarlo. Estas embarcaciones son muy viejas, y si me acerco más podría destrozar la quilla.

Sombra se quitó los zapatos —hasta ese momento ni siquiera era consciente de que los llevaba puestos— y se metió en el agua. Se introdujo hasta las rodillas y, tras la primera impresión, descubrió que el agua estaba inesperadamente tibia. Llegó hasta la barca, el piloto le tendió una mano y lo ayudó a subir. El bote se tambaleó un poco, el agua salpicó por encima de los laterales y luego volvió a estabilizarse.

El piloto hizo palanca con la pértiga para alejar el bote de la orilla. Sombra se quedó de pie, mirando, con las perneras chorreando.

—Te conozco —le dijo a la criatura que manejaba la pértiga.

—Pues claro que me conoces —respondió el barquero. La lámpara de aceite que pendía de la proa ardía ahora de forma irregular, y el humo que desprendía hizo toser a Sombra—. Trabajaste para mí. Siento decirte que tuvimos que inhumar a Lila Goodchild sin ti.

La voz era pedante y precisa.

El humo le escocía en los ojos. Se enjugó las lágrimas con la mano y, a través del humo, creyó ver a un hombre alto, vestido de traje, y con anteojos de montura dorada. El humo se dispersó, y el barquero volvió a ser una criatura semihumana con cabeza de ave de río.

—¿Señor Ibis?

—Me alegro de verte, Sombra —respondió la criatura con la voz del señor Ibis—. ¿Sabes lo que es un psicopompo?

Sombra creía haber oído aquella palabra, pero hacía mucho tiempo. Dijo que no con la cabeza.

—Es una forma pomposa de designar a un acompañante —le explicó el señor Ibis—. Todos tenemos tantas facetas, formas muy diversas de existir. Yo me veo como un erudito que lleva una vida discreta, dedicado a escribir sus modestas historias, que sueña con un pasado que puede haber existido o no. Y es verdad, hasta cierto punto. Pero también soy, en otra de mis facetas, como muchas de las personas con las que te has relacionado últimamente, un psicopompo. Acompaño a los vivos hasta el mundo de los muertos.

—Yo creí que este era el mundo de los muertos.

—No. No per se. Es más bien un preliminar.

El barco se deslizaba por la superficie especular de la laguna subterránea. La cabeza de pájaro de la criatura que iba en la proa miraba hacia delante. Y entonces, el señor Ibis habló sin mover el pico:

—Vosotros habláis de los vivos y los muertos como si fueran dos categorías mutuamente excluyentes. Como si no pudiera existir un río que fuese también una carretera, o una canción que fuese también un color.

—Y no puede —dijo Sombra—, ¿o sí?

El eco le devolvió sus palabras susurradas desde el otro lado de la laguna.

—No debes olvidar —dijo el señor Ibis, exasperado— que la vida y la muerte son dos caras de la misma moneda. Como la cara y la cruz de una moneda de veinticinco centavos.

—¿Y si yo tuviera una moneda de dos caras?

—Solo los dioses y los locos tienen monedas de dos caras.

Sombra sintió entonces un escalofrío según avanzaban por las negras aguas. Imaginó que podía ver rostros de niños mirándole con expresión de reproche bajo la cristalina superficie del agua: sus caras estaban anegadas y blandas, sus ciegos ojos nublados. No había viento en la caverna subterránea que pudiese perturbar la superficie negra del lago.

—Así que estoy muerto —dijo Sombra. Empezaba a hacerse a la idea—. O voy a estar muerto.

—Nos dirigimos a la Sala de los Muertos. Pedí ser yo quien viniera a buscarte.

—¿Por qué?

—Soy un psicopompo. Me caes bien. Fuiste un buen empleado. ¿Por qué no?

—Porque… —Sombra intentó poner en orden sus pensamientos—. Porque yo nunca he creído en vosotros. Porque no sé mucho de mitología egipcia. Porque no me esperaba esto. ¿Qué ha sido de san Pedro y de las Puertas del Cielo?

La cabeza blanca de pico alargado se movió de un lado a otro, con aire solemne.

—No importa que no creyeras en nosotros —replicó el señor Ibis—. Nosotros creímos en ti.

El barco tocó fondo. El señor Ibis salió por el lateral y se metió en el agua, y le pidió a Sombra que hiciera lo mismo. Tomó un cabo de la proa de la barca y le pasó el farol a Sombra para que lo llevase. Tenía la forma de la luna creciente. Caminaron hacia la orilla, y el señor Ibis amarró la barca a una anilla metálica clavada en el suelo de roca. Recuperó el farol de las manos de Sombra y avanzó con rapidez, manteniendo la linterna en alto, proyectando largas sombras sobre el suelo y las altas paredes de roca.

—¿Tienes miedo? —preguntó el señor Ibis.

—En realidad, no.

—Pues intenta cultivar las emociones de auténtico temor y terror espiritual por el camino. Son los sentimientos apropiados para la situación que estás a punto de vivir.

Sombra no estaba asustado. Sentía interés y cierta aprensión, pero nada más. No tenía miedo de la mudable oscuridad, ni de estar muerto, ni siquiera de la criatura con cabeza de perro y del tamaño de un silo que los observaba mientras se acercaban. Gruñía desde lo más profundo de la garganta, y Sombra notó cómo se le erizaba el pelo de la nuca.

—Sombra —dijo la criatura—. Ha llegado la hora del juicio.

Alzó la vista para mirarlo.

—¿Señor Jacquel? —preguntó.

Las manos de Anubis descendieron, unas manos enormes y oscuras, y cogieron a Sombra para verlo más de cerca.

La cabeza del chacal lo examinó con sus ojos brillantes, tan desapasionadamente como el señor Jaquel había examinado a la chica sobre la mesa de autopsias. Sombra sabía que le estaba extrayendo todos sus defectos, sus fracasos, sus debilidades para pesarlos y medirlos; que en cierto modo lo estaban diseccionando, troceando y probando.

No siempre recordamos las cosas que no hablan bien de nosotros. Las justificamos, las cubrimos con vistosas mentiras o con el espeso polvo del olvido. Todas las cosas que Sombra había hecho a lo largo de su vida y de las que no se sentía orgulloso, todo aquello que desearía haber hecho de otro modo o no haber hecho se le vino encima como un torbellino de culpa, remordimiento y vergüenza, sin que pudiera eludirlo de ningún modo. Estaba desnudo y abierto en canal como un cadáver sobre una mesa de autopsias, y Anubis, el oscuro, el dios chacal, era el forense, el fiscal y el juez.

—Por favor —dijo Sombra—. Por favor, para.

Pero el examen continuaba. Todas las mentiras que había contado en su vida, todo lo que había robado, todo el dolor que había infligido a otras personas, todos los pequeños delitos y los insignificantes asesinatos, cada una de esas pequeñas cosas y muchas más fueron extraídas y examinadas a la luz por el juez de los muertos con cabeza de chacal.

Sombra se echó a llorar, con desgarro, en la palma de la mano del oscuro dios. Volvía a ser un niño pequeño, más indefenso e impotente que en toda su vida.

Y entonces, sin previo aviso, el examen concluyó. Sombra jadeaba y sollozaba, con un moco colgando de su nariz; seguía sintiéndose desamparado, pero las manos lo dejaron, con cuidado, casi con ternura, sobre el suelo de roca.

—¿Quién tiene su corazón? —gruñó Anubis.

—Yo —ronroneó una voz femenina.

Sombra alzó la vista. Bastet estaba junto a la criatura que ya no era el señor Ibis con el corazón de Sombra en su mano derecha. Iluminaba el rostro de la mujer con una luz de rubí.

—Dámelo —dijo Thot, el dios con cabeza de ibis, y lo tomó entre sus manos, que ya no eran humanas, y se deslizó hacia adelante.

Anubis cogió una balanza de oro y se la puso delante.

—Así que ahora es cuando vemos qué es lo que me corresponde —susurró Sombra a Bastet—. ¿Cielo? ¿Infierno? ¿Purgatorio?

—Si la pluma equilibra la balanza —respondió Bastet—, podrás elegir tu propio destino.

—¿Y si no?

Bastet se encogió de hombros, como si le resultara incómodo hablar de eso.

—En ese caso entregaremos tu corazón y tu alma a Amamet, el Devorador de Almas…

—A lo mejor… —dijo Sombra—. Es posible que todo esto tenga un final más o menos feliz para mí.

—No solo no hay finales felices —dijo Bastet—. Ni siquiera hay finales.

En uno de los platos de la balanza, con sumo cuidado y reverencia, Anubis colocó una pluma, y el corazón de Sombra en el otro plato. Algo se movió bajo la balanza, en las sombras, algo que Sombra quería examinar más de cerca.

La pluma pesaba bastante, pero también el corazón de Sombra, y los platos subieron y bajaron de manera preocupante.

Pero los platillos quedaron equilibrados al final, y la criatura que merodeaba entre las sombras se escabulló, contrariada.

—Pues esto es todo —dijo Bastet con aire melancólico—. Una calavera más para el montón. Es una pena. Esperaba que pudieras aportar algo bueno a la turbulenta situación en la que nos encontramos. Es como ver un accidente de coche a cámara lenta y no poder hacer nada por evitarlo.

—¿No estarás allí?

Ella negó con la cabeza.

—No me gusta que los demás escojan mis batallas.

Entonces se hizo el silencio; en la inmensa Sala de los Muertos, solo se oía el eco del agua y de la oscuridad.

—¿Y ahora ya puedo escoger mi próximo destino? —preguntó Sombra.

—Escoge —respondió Thot—. O podemos escoger por ti, si lo prefieres.

—No —dijo Sombra—. No hace falta. Soy yo quien debe elegir.

—¿Y bien? —rugió Anubis.

—Lo que quiero ahora es descansar —dijo Sombra—. Eso es lo que quiero. No quiero nada: ni cielo, ni infierno, ni nada. Solo quiero que se acabe.

—¿Estás seguro? —preguntó Thot.

—Sí.

El señor Jacquel le abrió la última puerta a Sombra, y tras ella no había nada. No había oscuridad. Ni siquiera olvido. Solo nada.

Sombra lo aceptó, completamente y sin reservas, cruzó la puerta y se adentró en la nada con una extraña e incontenible alegría.