Capítulo quince

Hang me, O hang me, and I’ll be dead and gone,

Hang me, O hang me, and I’ll be dead and gone,

I wouldn’t mind the hangin’, its bein’ gone so long,

It’s lyin’ in the grave so long.

Cuélgame, oh, cuélgame, y estaré muerto para siempre,

Cuélgame, oh, cuélgame, y estaré muerto para siempre,

No me importa ser ahorcado, llevo muerto mucho tiempo,

Mi cuerpo yace en la tumba desde hace mucho tiempo.

—Canción popular.

El primer día que Sombra permaneció colgado del árbol no sintió más que cierta incomodidad que poco a poco se fue tornando en dolor, miedo y, ocasionalmente, en una emoción a medio camino entre el aburrimiento y la apatía: una gris aceptación, una espera.

Estaba colgado.

El viento estaba en calma.

Transcurridas unas cuantas horas, empezó a experimentar unos fugaces estallidos de color; veía manchas rojas y doradas que vibraban y palpitaban como si tuvieran vida propia.

El dolor que sentía en los brazos y en las piernas se hacía intolerable por momentos. Si los relajaba, si dejaba que su cuerpo se aflojara, si se echaba hacia adelante, la cuerda que tenía alrededor del cuello se tensaba y empezaba a ver luces y a marearse. Así que volvió a pegarse al tronco. Notaba el esfuerzo que tenía que hacer su corazón, que parecía un tambor arrítmico intentando bombear la sangre por su cuerpo…

Esmeraldas, zafiros y rubíes cristalizaban y estallaban frente a sus ojos. Respiraba de forma entrecortada y superficial. La áspera corteza le arañaba la espalda. Completamente desnudo, el frío aire de la tarde le hacía temblar y le ponía la carne de gallina.

«Es fácil —le dijo alguien dentro de su cabeza—. Tiene su truco. O lo haces, o te mueres».

Era un planteamiento muy inteligente, decidió. Le satisfacía y lo oía sin cesar dentro de su cabeza, era algo a medio camino entre un mantra y una cancioncilla popular que se repetía al ritmo de los latidos de su corazón.

Es fácil. Tiene su truco. O lo haces, o te mueres.

Es fácil. Tiene su truco. O lo haces, o te mueres.

Es fácil. Tiene su truco. O lo haces, o te mueres.

Es fácil. Tiene su truco. O lo haces, o te mueres.

Pasó el tiempo. La cantinela seguía repitiéndose. La oía. Alguien repetía las palabras, y solo paraba cuando Sombra notaba la boca seca, cuando su lengua se quedaba seca como si formara parte de su piel. Se apoyó en los pies para enderezarse y separarse un poco del árbol, intentando aguantar su propio peso de forma que pudiera respirar hondo.

Respiró hasta que no pudo continuar sujetándose, y después se dejó caer y volvió a quedar colgado del árbol.

Cuando comenzó el parloteo —un parloteo airado y burlón— cerró la boca, pensando que podía ser cosa suya; pero continuaba oyéndolo. «Será que el mundo entero se ríe de mí», pensó Sombra. Dejó caer la cabeza hacia un lado. Algo bajó corriendo por el tronco del árbol, justo a su lado, y se paró a la altura de su cabeza. Le chilló algo al oído, una sola palabra, que sonaba como «ratatosk». Sombra intentó repetirla, pero la lengua se le pegaba al paladar. Giró la cabeza despacio y se dio de bruces con la cara marrón grisácea y las puntiagudas orejas de una ardilla.

Entonces descubrió que, vistas de cerca, las ardillas no son tan adorables como parece a cierta distancia. Era como una rata, y no tenía un aspecto tierno y encantador, sino peligroso. Sus dientes parecían muy afilados. Confió en que no lo considerara una amenaza o una fuente de alimento. Le parecía recordar que las ardillas no eran carnívoras… pero no sería la primera vez que pensaba que las cosas eran de una determinada manera y luego resultaban ser de otra…

Se quedó dormido.

El dolor le despertó varias veces durante las horas siguientes. Lo sacó de un oscuro sueño en el que unos niños muertos se levantaban e iban a por él, con los ojos despellejados, como perlas hinchadas, y le acusaban de haberles fallado; y también de otro sueño en el que estaba mirando a un mamut, peludo y oscuro, que salía de entre la niebla y se dirigía hacia él, pero —se despertó un instante, una araña se paseaba por su cara, y sacudió la cabeza, para quitársela de encima— ahora el mamut era un hombre con cabeza de elefante, barriga abultada y un colmillo roto, y venía hacia Sombra cabalgando a lomos de un ratón gigantesco. El hombre con cabeza de elefante apuntó a Sombra con la trompa y le dijo:

—Si me hubieras invocado antes de emprender este viaje, podrías haberte ahorrado muchos problemas.

El elefante cogió al ratón, que, sin que Sombra supiera cómo, se había vuelto diminuto sin cambiar de tamaño, y se lo pasó de una mano a otra, cerrando los dedos en torno al animalito mientras este huía de una palma a otra; no le sorprendió en absoluto que el dios con cabeza de elefante terminara abriendo sus cuatro manos para mostrarle que estaban completamente vacías. Empezó a encoger alternativamente sus cuatro brazos en un movimiento extrañamente fluido, y miró a Sombra con expresión inescrutable.

—Está en el tronco —le dijo Sombra al hombre elefante, al ver desaparecer una larga cola.

El hombre elefante asintió con su enorme cabeza y respondió:

—Sí, en el tronco. Olvidarás muchas cosas. Y regalarás muchas cosas. Perderás muchas cosas. Pero no pierdas ésta.

Y entonces se puso a llover, y Sombra se despertó de nuevo. Empapado y tiritando, pasó del sueño más profundo a estar completamente despierto. La tiritona fue en aumento, y Sombra llegó a asustarse: jamás hubiera imaginado que fuera posible tiritar de esa manera: su cuerpo se convulsionaba de forma violenta y creciente. Le ordenó que dejara de temblar, pero seguía tiritando, castañeteando los dientes, mientras sus extremidades se agitaban y retorcían sin control. Sentía auténtico dolor, un dolor como un cuchillo que le iba dejando en todo el cuerpo pequeñas heridas invisibles, íntimas e insoportables.

Abrió la boca para recibir la lluvia, que le hidrataba los labios agrietados y la lengua seca y empapaba las cuerdas que lo sujetaban al tronco del árbol. Estalló un relámpago tan brillante que fue como si recibiera un golpe en los ojos, y el paisaje se transformó en una sucesión de imágenes como las que se ven en una linterna mágica. Después llegó el trueno, un redoble, una explosión y un estruendo, y a medida que el eco propagaba el trueno, la lluvia arreciaba. En medio de la lluvia y de la noche se calmaron sus temblores; el cuchillo dejó de herirle. Sombra ya no tenía frío, o mejor dicho, solo sentía el frío, pero a esas alturas se había convertido en parte de él, el frío era parte de él y él del frío.

Sombra pendía del árbol mientras los relámpagos iluminaban el cielo, y los truenos remitían para convertirse en un omnipresente redoble, con estallidos ocasionales que parecían lejanas bombas explotando en la noche. El viento tiraba de él como si quisiera arrancarlo del árbol, sacándole la piel a tiras, penetrando hasta los huesos. La tormenta estaba en pleno apogeo, y Sombra sabía en lo más profundo de su alma que se había desencadenado la auténtica tormenta, la grande, y que ahora que había llegado nadie podía hacer otra cosa que soportarla hasta el final: nadie, ni los dioses antiguos ni los nuevos, espíritus, poderes, hombres y mujeres…

En ese momento una extraña alegría comenzó a crecer en su interior, y se echó a reír mientras la lluvia resbalaba por su piel desnuda; caían los rayos y los truenos retumbaban con tal fuerza que apenas podía oír su propia risa. Estaba exultante y muerto de risa.

Estaba vivo. Nunca se había sentido tan vivo. Nunca.

Si moría, pensó, si moría en ese mismo instante, en el árbol, habría merecido la pena aunque solo fuera por ese perfecto instante de absoluta locura.

—¡Eh! —le gritó a la tormenta—. ¡Eh! ¡Soy yo! ¡Estoy aquí!

Acumuló un poco de agua entre su hombro desnudo y el tronco del árbol, giró la cabeza y bebió el agua de lluvia, lamiendo y sorbiendo, y continuó bebiendo y se echó a reír, con una risa alegre y placentera, no estaba loco, hasta que ya no pudo más, y se quedó allí colgado, exhausto y sin poder moverse.

Al pie del árbol, en el suelo, la lluvia había empapado las sábanas y las había vuelto casi transparentes, y había deshecho parcialmente la mortaja de forma que Sombra podía ver la mano sin vida de Wednesday, pálida como la cera, y distinguir la forma de su cabeza, y le recordó a la Sábana Santa de Turín y le recordó a la chica abierta en canal sobre la mesa de Jacquel en Cairo, y entonces, como para darle en las narices al frío, se percató de que estaba calentito y cómodo, y de que la corteza del árbol se había vuelto suave, y volvió a dormirse, y, si tuvo algún sueño, esta vez no pudo recordarlo.

A la mañana siguiente el dolor era omnipresente. Ya no se limitaba a los lugares en los que las cuerdas laceraban su carne, o donde la corteza le arañaba la piel. Ahora estaba en todas partes.

Además tenía hambre, y sentía punzadas en el estómago vacío. Su cabeza palpitaba de forma muy dolorosa. Por momentos creía que había dejado de respirar y que su corazón había dejado de latir. Entonces contenía el aliento hasta que oía su corazón bombeando un océano de sangre en sus oídos y se veía obligado a coger aire como un buceador recién salido de las profundidades.

Tenía la impresión de que el árbol iba desde el infierno hasta el cielo, y de que llevaba allí colgado desde siempre. Un halcón de plumaje castaño sobrevolaba el árbol en círculos, fue a posarse en una rama cercana y después levantó el vuelo con rumbo al oeste.

La tormenta, que había amainado al amanecer, fue cobrando fuerza a lo largo del día. Unas nubes turbulentas y grises se extendieron a todo lo ancho del horizonte; lentamente, empezó a caer una suave llovizna. El cadáver al pie del árbol parecía haber menguado entre los pliegues de la sábana sucia del motel, desmenuzándose como un pastel de azúcar bajo la lluvia.

Sombra se debatía entre la fiebre y el frío.

Cuando volvieron los truenos se imaginó que eran redobles de tambor, timbales que acompañaban al trueno y los latidos de su corazón, dentro o fuera de su cabeza; eso no importaba.

Percibía el dolor en colores: el rojo de un letrero de bar, el verde de un semáforo en una noche de lluvia, el azul de una pantalla de vídeo vacía.

La ardilla saltó desde la corteza del tronco hasta su hombro, y le clavó las uñas en la piel. «¡Ratatosk!», chilló. Tocó los labios de Sombra con la punta de la nariz. «¡Ratatosk!». Volvió a trepar por el árbol.

Sombra tenía la piel en carne viva, y le dolía como si le estuvieran clavando un millón de alfileres. Aquello era insoportable.

Vio su vida entera al pie del árbol, extendida sobre la mortaja de sábanas de motel, literalmente extendida, como una especie de picnic dadaísta o un cuadro surrealista: allí estaba la mirada atónita de su madre, la embajada de Estados Unidos en Noruega, los ojos de Laura el día de su boda…

Se echó a reír.

—¿Qué te hace tanta gracia, cachorrito? —le preguntó Laura.

—El día de nuestra boda —respondió—. Sobornaste al organista para que en lugar de la marcha nupcial tocase la canción de Scooby-Doo cuando avanzaras por el pasillo de la iglesia. ¿Te acuerdas?

—Pues claro que me acuerdo, mi amor. Y lo habría hecho, de no haber sido por esos críos entrometidos.

—Te quería tanto.

Podía sentir los labios de Laura sobre los suyos; eran cálidos, húmedos y estaban vivos, no fríos y muertos, así que supo que no era más que otra alucinación.

—No estás aquí, ¿verdad?

—No —respondió ella—. Pero me estás llamando, por última vez. Y estoy de camino.

Ahora le costaba mucho respirar. Las cuerdas que se clavaban en su carne eran un concepto abstracto, como el libre albedrío o la eternidad.

—Duerme, cachorrito —le susurró Laura y, aunque pensó que probablemente era su propia voz lo que oía, se quedó dormido.

El sol era como una moneda de peltre en el plomizo cielo. Estaba despierto, Sombra se dio cuenta poco a poco, y tenía frío. Pero la parte de él que comprendía esto parecía estar muy lejos del resto de su persona. En algún lugar remoto era consciente de que tenía la boca y la garganta en carne viva, y le dolían mucho. A veces, durante el día, veía estrellas fugaces; otras veces veía aves gigantescas, tan grandes como camiones de mercancías, que volaban hacia él. Nada le alcanzaba; nada llegaba a tocarle.

«Ratatosk, Ratatosk». El chillido se había transformado en un reproche.

La ardilla aterrizó, con todo su peso, clavándole las uñas, en su hombro, y lo miró a la cara. Sombra se preguntó si estaría alucinando: el animal llevaba una cáscara de nuez, como si fuera una tacita de juguete, sujeta entre las patas delanteras. Empujó la cáscara contra los labios de Sombra. Al sentir el agua, de forma instintiva, la sorbió, y bebió de la diminuta taza. Dejó que el agua corriese por sus labios agrietados y su deshidratada lengua. Se enjuagó la boca con ella y tragó el resto, que no era mucho.

La ardilla volvió al árbol de un salto, corrió tronco abajo, hacia las raíces, y en cuestión de segundos, o de minutos, o de horas —Sombra había perdido la noción del tiempo; todos los relojes de su cabeza estaban rotos, pensó, y sus engranajes, ruedas y resortes formaban un revoltijo en la hierba—, la ardilla volvió con su tacita de cáscara de nuez, trepando con cuidado, y Sombra bebió el agua que le traía.

El sabor a hierro y lodo del agua inundó su boca y refrescó su sedienta garganta. Alivió su cansancio y le devolvió la cordura.

Tras beberse la tercera cáscara, ya no tenía sed.

Entonces empezó a forcejear, tirando de las cuerdas, agitando su cuerpo, intentando bajar, liberarse, huir. Gimió.

Los nudos estaban muy bien hechos. Las cuerdas eran muy resistentes y no cedían, y al cabo de un rato estaba exhausto de nuevo.

En su delirio, Sombra se convertía en el árbol. Sus raíces se hundían en las profundidades de la tierra, y del tiempo, y de los manantiales subterráneos. Sintió brotar a la mujer llamada Urd, o lo que es lo mismo, el Pasado. Era inmensa, una mujer gigante, una montaña subterránea en forma de mujer, que custodiaba las aguas del tiempo. Otras raíces iban a parar a otros lugares. Algunos de ellos eran secretos. Ahora, cuando tenía sed, absorbía el agua a través de sus raíces y la hacía llegar hasta su cuerpo mortal.

Tenía un centenar de brazos que se dividían en miles de dedos, y todos ellos se elevaban hacia el cielo. Sentía el peso del cielo sobre sus hombros.

No es que aquello paliara las molestias, pero el dolor pertenecía a la figura que colgaba del árbol, no al árbol en sí, y en su delirio, Sombra era mucho más que el hombre colgado allí: era el árbol, y era también el viento que susurraba por entre las ramas desnudas del árbol del mundo; era el cielo gris y las nubes; era la ardilla Ratatosk que correteaba entre las raíces más profundas y las más altas ramas; era el halcón de ojos dementes que estaba posado sobre una rama tronchada en lo alto del árbol oteando el mundo; era el gusano en el corazón del árbol.

Las estrellas giraban, y él pasaba sus cien manos por los rutilantes astros, ocultándolos en la palma de su mano, cambiándolos de lugar, haciéndolos desaparecer…

Un momento de lucidez en medio del dolor y la locura: Sombra tenía la sensación de estar saliendo a flote. Sabía que no duraría mucho. El sol de la mañana le deslumbraba. Cerró los ojos, deseando poder protegerlos.

No le quedaba mucho tiempo. Eso también lo sabía.

Cuando abrió los ojos vio que había un joven con él en el árbol.

Tenía la piel muy negra, la frente alta y el cabello negro y muy rizado. Estaba sentado en una rama muy por encima de la cabeza de Sombra, que podía verlo con toda claridad si estiraba el cuello. El chico estaba loco: Sombra se dio cuenta nada más verlo.

—Estás desnudo —le confió el loco con voz cascada—. Yo también estoy desnudo.

—Ya lo veo —replicó Sombra con voz ronca.

El loco lo miró, y a continuación asintió con la cabeza y la giró en redondo, como si tuviera tortícolis. Al cabo de unos instantes, preguntó:

—¿Me conoces?

—No.

—Yo a ti sí. Te estuve observando en Cairo. Te he observado después. Le gustas a mi hermana.

—Eres… —No podía recordar su nombre. «Come animales atropellados». Sí—. Eres Horus.

El loco asintió.

—Soy Horus —dijo—. Soy el halcón de la mañana y el azor de la tarde. Soy el sol. Y tú también eres el sol. Y conozco el verdadero nombre de Ra. Mi madre me lo dijo.

—Qué suerte —respondió Sombra, por educación.

El loco miró atentamente al suelo, sin decir nada. A continuación se dejó caer del árbol.

Un azor cayó al suelo como una piedra, remontó el vuelo, batiendo con fuerza sus alas, y regresó al árbol con un gazapo entre las garras. Se posó en una rama cercana a Sombra.

—¿Tienes hambre? —preguntó el loco.

—No —respondió Sombra—. Supongo que debería tener hambre, pero no la tengo.

—Yo sí —dijo el loco. Engulló el conejo rápidamente, despedazándolo, desgarrándolo. Cuando hubo terminado con él, dejó caer al suelo los huesos roídos y la piel. Continuó bajando por la rama hasta situarse al alcance de la mano de Sombra. Luego, clavó su mirada en él sin pudor alguno, examinándolo con detenimiento y cautela, de los pies a la cabeza. Tenía sangre del gazapo en la barbilla y el pecho, y se la limpió con el dorso de la mano.

Sombra sintió que debía decir algo.

—Eh —exclamó.

—Eh —contestó el loco.

Se puso en pie sobre la rama, se alejó de Sombra y dejó que una corriente de orina oscura cayese formando un arco al prado que tenían a sus pies. Al terminar volvió a ponerse en cuclillas sobre la rama.

—¿Cómo te llaman? —preguntó Horus.

—Sombra.

El loco asintió.

—Tú eres la sombra. Yo soy la luz —dijo—. Todo lo que existe proyecta una sombra. Pronto entrarán en batalla. Estaba observando cuando empezaron a llegar. Estaba en lo alto del cielo y ninguno de ellos me vio, aunque algunos tienen muy buena vista. —Después añadió—: Te estás muriendo, ¿no?

Pero Sombra ya no podía hablar. Todo estaba muy lejos. Un halcón levantó el vuelo, y ascendió volando en círculos, planeando sobre el aire.

Luz de luna.

Una tos sacudió el cuerpo de Sombra, una tos desesperante y dolorosa; era como si lo apuñalaran en el pecho y la garganta. Entre arcadas, intentó respirar.

—Eh, cachorrito —le dijo una voz conocida.

Miró hacia abajo.

La luz de la luna ardía con un resplandor blanco por entre las ramas del árbol, brillante como la luz del día, y una mujer a la luz de la luna lo miraba desde el suelo, con su rostro pálido y oval. El viento susurraba entre las ramas del árbol.

—Hola, cachorrito —dijo la mujer.

Sombra intentó hablar, pero le entró la tos, una tos que nacía en lo más hondo de su pecho y se prolongó durante un buen rato.

—Vaya —dijo ella, amablemente—, eso no suena nada bien.

—Hola, Laura —dijo él con voz ronca.

Ella lo miró con sus ojos sin vida, y sonrió.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Sombra.

Ella se quedó callada, unos instantes, a la luz de la luna.

—Eres lo más cercano a la vida que tengo —le dijo—. Eres lo único que me queda, lo único que no es sombrío, monótono, gris. Incluso con los ojos cerrados en lo más profundo del océano sabría dónde encontrarte. Aun enterrada a cientos de miles de metros sabría dónde estás.

Miró a la mujer a la luz de la luna, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Voy a bajarte —le dijo, pasado un rato—. Me paso el tiempo salvándote, ¿eh?

Él volvió a toser.

—No, déjame —le dijo cuando pudo hablar—. Tengo que hacer esto.

Ella lo miró y meneó la cabeza.

—Estás loco. Te estás muriendo. O te quedarás lisiado, si es que no te has quedado ya.

—Puede ser —replicó Sombra—. Pero estoy vivo.

—Sí —dijo ella al cabo de unos instantes—. Supongo que sí.

—Lo que me dijiste cuando estábamos en el cementerio…

—Parece que ha pasado una eternidad desde entonces, cachorrito —replicó ella—. Me encuentro mejor aquí. No me duele tanto. ¿Entiendes lo que quiero decir? Pero estoy muy seca.

Empezó a soplar el viento, y entonces él pudo percibir el olor de Laura: un hedor a carne podrida, a enfermedad, a descomposición, un olor penetrante y desagradable.

—Me han echado del trabajo —le dijo—. Era un trabajo nocturno, pero según ellos la gente se quejaba. Les dije que estaba enferma, pero les dio igual. Tengo mucha sed.

—Las mujeres —le dijo Sombra—. Ellas tienen agua. La casa.

—Cachorrito… —Laura parecía asustada.

—Diles… diles que vas de mi parte…

El pálido rostro de Laura lo miraba desde el suelo.

—Debería irme ya —le dijo. Entonces empezó a convulsionar, hizo una mueca y escupió una masa blanca que al tocar el suelo se rompió y se alejó retorciéndose.

A Sombra le resultaba casi imposible respirar. Le pesaba el pecho y la cabeza le daba vueltas.

—Quédate —suplicó, en un susurro, sin saber muy bien si ella podía oírle—. Por favor, no te vayas. —Le entró la tos de nuevo—. Quédate esta noche.

—Me quedaré un rato —lo tranquilizó. Y como si fuera una madre hablándole a su hijo—: Nadie va a hacerte daño mientras yo esté a tu lado; lo sabes, ¿no?

Sombra volvió a toser. Cerró los ojos. «Solo un momento», pensó, pero cuando volvió a abrirlos la luna ya se había puesto y estaba solo.

Sentía un fuerte dolor de cabeza, un dolor mil veces más intenso que el de una migraña, más intenso que cualquier otro. Todo se transformó en un enjambre de diminutas mariposas que revoloteaban a su alrededor como una tormenta de arena multicolor para esfumarse después en medio de la noche.

El viento matutino agitaba estrepitosamente la blanca sábana que envolvía el cadáver situado al pie del árbol.

El dolor comenzó a remitir. Todo se hizo más lento. No le quedaba nada por lo que seguir respirando. El corazón dejó de latir dentro de su pecho.

La oscuridad en la que se adentró esta vez era muy profunda, sin más luz que la de una única estrella, y era definitiva.