Capítulo catorce

People are in the dark, but they don’t know what to do

I had a little lantern, oh but it got blown out too.

I’m reaching out my hand. I hope you are too.

I just want to be in the dark with you.

La gente está en la oscuridad, no sabe qué hacer

Yo tenía un farolito, oh, pero también se apagó.

Alargo la mano, y espero que tú estés haciendo lo mismo.

Solo quiero estar en la oscuridad contigo.

—Greg Brown, in the Dark with You.

Cambiaron de coche a las cinco de la madrugada, en Mineápolis, en el aparcamiento del aeropuerto. Subieron hasta la última planta, donde los coches quedaban aparcados al aire libre.

Sombra se quitó el uniforme naranja, las esposas y los grilletes de los pies, lo metió todo en la bolsa de papel de estraza que había contenido por muy poco tiempo sus objetos personales, la dobló y la tiró a una papelera del aparcamiento. Llevaban diez minutos esperando cuando un joven corpulento salió por una de las puertas del aeropuerto y se dirigió hacia ellos. Iba comiendo patatas fritas del Burger King. Sombra lo reconoció de inmediato: era el tipo que iba sentado en el asiento trasero del coche cuando salieron de la Casa de la Roca, aquel que tarareaba en un tono tan bajo que hizo que el coche vibrara. Ahora lucía una barba con un mechón blanco que no llevaba entonces. Le hacía parecer mayor.

El tipo se limpió la grasa de las manos en la sudadera, y le tendió a Sombra su enorme mano.

—Me he enterado de que el padre de todos ha muerto —dijo—. Pagarán por ello, y lo van a pagar muy caro.

—¿Wednesday era tu padre? —preguntó Sombra.

—Era el padre de todos —respondió el hombre. Su profunda voz se quebró—. Diles que pueden contar con mi gente. Díselo a todos.

Czernobog se sacó una hebra de tabaco de entre los dientes y la escupió sobre la sucia nieve.

—¿Y cuántos sois? ¿Diez? ¿Veinte?

La barba del hombre corpulento se erizó.

—¿Acaso diez de los nuestros no valen más que cien de los suyos? ¿Quién pelearía contra uno de los míos, en una batalla? Pero somos muchos más, en las afueras de las ciudades. Hay unos cuantos en las montañas. Tenemos gente en las Catskills, y hasta en algunas ciudades de Florida. Mantienen sus hachas bien afiladas. Vendrán si les llamo.

—Llámalos, Elvis —dijo el señor Nancy. Sombra creyó entender que lo llamaba Elvis, pero no estaba del todo seguro. Nancy había cambiado su uniforme de ayudante por una gruesa chaqueta de punto marrón, unos pantalones de pana y unos mocasines marrones—. Llámalos. Es lo que hubiera querido ese viejo cabrón.

—Lo traicionaron. Lo mataron. Yo me reí de Wednesday, pero estaba equivocado. Ninguno de nosotros está a salvo —dijo el joven que podría llamarse Elvis—. Pero puedes contar con nosotros.

Le dio a Sombra unas palmaditas en el hombro que casi lo tumban. Era como si una bola de demolición te diera unas palmaditas en la espalda.

Czernobog había inspeccionado el aparcamiento.

—Perdón por la pregunta, ¿cuál es nuestro nuevo vehículo? —preguntó.

El hombre corpulento lo señaló.

—Está allí —dijo.

—¿Eso? —gruñó Czernobog.

Era una furgoneta Volskwagen de 1970. Tenía una calcomanía de un arco iris en la luna trasera.

—Es un vehículo excelente. Y no esperan que conduzcáis algo como esto. Es lo último que buscarían.

Czernobog dio una vuelta alrededor de la furgoneta. Entonces empezó a toser como si fuera a echar los pulmones por la boca, con una tos de viejo fumador a las cinco de la madrugada. Carraspeó, escupió y se masajeó el pecho con la mano para aliviar el dolor.

—Sí, es lo último que se esperan. ¿Y qué pasará cuando nos pare la policía, buscando a los hippies y la droga, eh? No hemos venido para conducir una furgoneta mágica. Se supone que debemos pasar desapercibidos.

El hombre de la barba abrió la puerta del coche.

—Te mirarán a la cara, verán que no sois hippies y os dirán adiós. Es el disfraz perfecto. Y es lo único que he podido encontrar con tan poca antelación.

Czernobog parecía estar dispuesto a seguir con la discusión, pero el señor Nancy terció con sutileza.

—Elvis, has venido hasta aquí por nosotros. Te estamos muy agradecidos. Ahora el coche tiene que volver a Chicago.

—Lo dejaremos en Bloomington —dijo el hombre de la barba—. Los lobos se harán cargo de él. No lo pienses más. —Luego, dirigiéndose a Sombra, le dijo—: De nuevo, te acompaño en el sentimiento. Buena suerte. Y si vas a velarlo, cuentas además con toda mi admiración. —Le estrechó la mano con su manaza de jugador de béisbol. Le hizo daño—. Díselo a su cadáver cuando lo veas. Dile que Alviss, hijo de Vindalf, mantendrá viva la fe.

La furgoneta olía a pachulí, a incienso rancio y a tabaco de liar. Había una alfombra de un rosa desvaído pegada al suelo y a las paredes.

—¿Quién era? —preguntó Sombra, cambiando trabajosamente de marcha para bajar la rampa.

—Acaba de decirlo: Alviss, hijo de Vindalf. Es el rey de los enanos. El más grande, poderoso e importante entre los enanos.

—Pero no es un enano —señaló Sombra—. ¿Cuánto mide? ¿Uno setenta? ¿Uno setenta y cinco?

—Lo que lo convierte en un gigante entre los enanos —dijo Czernobog desde atrás—. El enano más alto de Estados Unidos.

—¿Y qué es eso que ha dicho del velatorio? —preguntó Sombra.

Ninguno de los dos respondió. Sombra miró a su derecha. El señor Nancy iba mirando por la ventanilla.

—¿Y bien? Ha dicho algo de un velatorio. Lo habéis oído perfectamente.

—No tendrás que hacerlo —dijo Czernobog, desde el asiento trasero.

—¿Hacer el qué?

—El velatorio. Habla demasiado. Todos los enanos hablan demasiado. Y cantan. Todo el tiempo. Ni siquiera lo pienses; mejor olvídate.

Viajaban hacia el sur, por carreteras secundarias («Tenemos que asumir que las autopistas están en manos del enemigo. O que son las manos del enemigo por derecho propio», había dicho el señor Nancy). Viajar al sur era como viajar al futuro. Las nieves iban desapareciendo, lentamente, y a la mañana siguiente, cuando llegaron a Kentucky, habían desaparecido por completo. En Kentucky el invierno había acabado ya, y empezaba a llegar la primavera. Sombra empezó a preguntarse si existía alguna regla que lo explicara —quizá por cada cien kilómetros que avanzabas hacia el sur avanzabas un día hacia el futuro.

Se lo habría comentado a sus compañeros de viaje, pero el señor Nancy dormía en el asiento del pasajero y Czernobog roncaba sin cesar en el de atrás.

El tiempo parecía en ese momento un constructo flexible, una ilusión que él mismo imaginaba mientras conducía. Se percató de que empezaba a fijarse con preocupación en los animales y pájaros que veía a su alrededor: veía los cuervos junto a la carretera o en la calzada, picoteando animales atropellados; bandadas de pájaros que revoloteaban por los cielos creando esquemas que casi parecían tener algún sentido; gatos que los miraban desde los jardines y los postes de las vallas.

Czernobog se despertó con un ronquido, y se incorporó lentamente.

—He tenido un sueño raro —dijo—. He soñado que en realidad soy Bielebog. Que ya para siempre el mundo imagina que somos dos, el dios de la luz y el de las tinieblas, pero que somos viejos los dos, y de repente descubro que era solo yo todo el tiempo, concediéndoles mis dones y privándolos de ellos.

Rompió el filtro de un Lucky Strike, se puso el cigarrillo entre los labios y lo encendió.

Sombra bajó la ventanilla.

—¿No te preocupa el cáncer de pulmón? —preguntó.

—Yo soy el cáncer —dijo Czernobog—. No me asusto de mí mismo.

Se echó a reír, y la risa se transformó en un resuello, y el resuello en una tos.

—La gente como nosotros no enferma de cáncer —dijo Nancy—. Ni de arterioesclerosis, ni de parkinson, ni de sífilis. No es tan fácil matarnos.

—A Wednesday lo han matado —replicó Sombra.

Paró a echar gasolina, y luego aparcó al lado de un restaurante para desayunar. Según entraban, el teléfono público de la entrada empezó a sonar. Pasaron por delante pero no lo cogieron, y el aparato dejó de sonar.

Les atendió una viejecita de sonrisa preocupada que estaba sentada leyendo una edición en rústica de Lo que mi corazón pretendía, de Jenny Kerton. El teléfono empezó a sonar de nuevo. La mujer suspiró, se dirigió hacia el teléfono, lo cogió y dijo:

—¿Sí? —Se volvió para mirar hacia el comedor—. Sí, creo que sé por quién pregunta. No cuelgue, por favor.

Se fue directa hacia el señor Nancy.

—Es para usted —dijo.

—Gracias —dijo el señor Nancy—. Ahora asegúrese de que las patatas salgan crujientes de verdad. —Se puso al teléfono—. Soy Nancy —dijo—. ¿Y qué le hace pensar que soy lo bastante tonto como para creerle?… Sabré encontrarlo… Sé dónde está… Sí, lo queremos. Ya sabéis que lo queremos. Y también sé que queréis deshaceros de él, así que no me vengas con gilipolleces.

Colgó el teléfono y volvió a la mesa.

—¿Quién era? —preguntó Sombra.

—No me lo ha dicho.

—¿Qué querían?

—Nos ofrecían una tregua hasta que nos entreguen el cadáver.

—Mienten. Quieren engatusarnos para luego matarnos, exactamente igual que hicieron con Wednesday. Es lo que hacía yo —dijo Czernobog y, con sombrío orgullo, añadió—: Promételes lo que sea, pero haz lo que te dé la gana.

—Está en territorio neutral —dijo Nancy—. Neutral del todo.

Czernobog se rio. Su risa era como una bolita de metal dentro de una calavera.

—Eso es lo que yo decía. «Venid a una zona neutral», decía, y luego, amparado en la oscuridad de la noche, salía y los mataba a todos. Aquéllos sí que eran buenos tiempos.

El señor Nancy se encogió de hombros. Empezó a engullir sus tostadas patatas fritas y sonrió con satisfacción.

—Mmm. Estas patatas están deliciosas.

—No podemos fiarnos de esa gente —dijo Sombra.

—Escucha, soy mayor que tú, más listo que tú y más guapo que tú —dijo el señor Nancy mientras abría el bote de kétchup y regaba las quemadas patatas—. Puedo tirarme a más tías en una tarde que tú en un año. Bailo como un ángel, peleo como un oso acorralado, soy más astuto que un zorro, canto como un ruiseñor…

—¿Y todo eso nos lleva a…?

Los castaños ojos de Nancy se clavaron en los de Sombra.

—Y necesitan deshacerse del cadáver tanto como nosotros necesitamos recuperarlo.

—No existe ningún lugar neutral —dijo Czernobog.

—Hay uno —dijo el señor Nancy—. El centro.

Czernobog meneó enérgicamente la cabeza.

—No. No querrán reunirse allí con nosotros. Allí no pueden hacernos nada. Y a nosotros tampoco nos conviene reunirnos allí.

—Precisamente por eso han propuesto que la entrega se efectúe en el centro.

Czernobog se quedó reflexionando un momento.

—Puede ser —dijo, tras unos instantes.

—Cuando terminemos de desayunar —dijo Sombra—, conducid vosotros. Necesito dormir un poco.

Determinar cuál es el centro exacto de cualquier cosa puede resultar, en el mejor de los casos, problemático. Con los seres vivos —personas, por ejemplo, o continentes— el problema es una cuestión de intangibilidad: ¿cuál es el centro de un hombre? ¿Dónde está el centro de un sueño? Y en el caso de Estados Unidos, ¿hay que tener en cuenta Alaska a la hora de buscar el centro? ¿Y Hawái?

Cuando empezó el siglo XX se hizo una gran maqueta de cartón de Estados Unidos, de los cuarenta y ocho estados que había entonces, y para encontrar el centro la pusieron sobre un alfiler hasta que encontraron el único punto donde se mantenía en equilibrio.

Difícil de acertar: el centro exacto de Estados Unidos estaba a unos cuantos kilómetros de Líbano, en el condado de Smith, Kansas, en la granja de cerdos de Johnny Grib. En la década de 1930, los habitantes de Líbano quisieron erigir un monumento en mitad de la granja, pero Johnny Grib dijo que no quería que miles de turistas lo pisotearan todo y molestaran a sus cerdos, y sus vecinos pensaron que quizá tenía razón, así que erigieron el monumento al centro geográfico de Estados Unidos tres kilómetros al norte de la ciudad. Construyeron un parque, y un monumento en piedra para colocarlo en el parque, y grabaron una placa para ponerla en el monumento e indicar que aquel era el centro geográfico exacto de Estados Unidos de América. Asfaltaron la carretera que iba desde la ciudad hasta el parque, y, convencidos de que los turistas querrían visitar Líbano en masa, construyeron un motel al lado del monumento. Llevaron hasta allí una capilla prefabricada. Luego esperaron a que llegaran los turistas: toda esa gente que estaba deseando poder contarle a todo el mundo que habían estado en el centro de Estados Unidos, y se maravillaban, y rezaban.

Los turistas no llegaron. Nadie fue a visitarlo.

Ahora es un triste parquecito con una capilla prefabricada no mucho más grande que una cabaña para pescar en el hielo que no serviría ni para celebrar un funeral íntimo, y un motel con ventanas que parecen ojos muertos.

—Razón por la cual —concluyó el señor Nancy, según llegaban a Humansville, Missouri (1.084 habitantes)— el centro exacto de Estados Unidos es un pequeño parque en ruinas, con una iglesia vacía, una pila de piedras y un motel abandonado.

—Una granja de cerdos —dijo Czernobog—. Acabas de decir que el centro exacto de Estados Unidos era una granja de cerdos.

—Lo importante no es cuál es —dijo el señor Nancy—. Lo importante es cuál cree la gente que es. En cualquier caso, es algo imaginario. Por eso es importante. La gente solo lucha por cosas imaginarias.

—¿La gente como yo? —dijo Sombra—. ¿O la gente como tú?

Nancy no dijo nada. Czernobog emitió un sonido que lo mismo podía ser una risa que un ronquido.

Sombra intentó ponerse cómodo en la parte trasera de la furgoneta. Había dormido un poco, pero muy poco. Tenía un mal presentimiento atascado en la boca del estómago. Era peor que el auspicio que había tenido en la cárcel, peor que el que tuvo cuando Laura le habló del atraco. Esta vez era algo muy serio. Le dolía la nuca, se encontraba mal y, de vez en cuando, el miedo se apoderaba de él.

El señor Nancy se detuvo en Humansville y aparcó delante de un supermercado. Entró, y Sombra fue tras él. Czernobog se quedó esperándolos en el aparcamiento, estirando las piernas mientras se fumaba un cigarrillo.

Había un joven rubio, apenas adulto, reponiendo la estantería de los cereales para el desayuno.

—¡Eh! —dijo el señor Nancy.

—¡Eh! —dijo el joven—. Es verdad, ¿no? ¿Lo han matado?

—Sí —confirmó el señor Nancy—. Lo han matado.

El chico colocó unas cuantas cajas de cereales Captain Crunch en la estantería.

—Se creen que pueden aplastarnos como si fuéramos cucarachas —dijo. Tenía acné en una de las mejillas y en la frente, y llevaba un brazalete de plata mate en el antebrazo—. Pero nosotros no nos dejamos aplastar tan fácilmente, ¿verdad?

—No —dijo el señor Nancy—. No nos dejamos.

—Puede contar conmigo, señor —dijo el joven con sus azules ojos en llamas.

—Lo sé, Gwydion —dijo el señor Nancy.

El señor Nancy compró varias botellas de Royal Crown Cola, un paquete de seis rollos de papel higiénico, un paquete de puritos con muy mala pinta, unos cuantos plátanos y unos chicles Doublemint.

—Es un buen chico. Llegó aquí en el siglo XVII. Es galés.

La furgoneta vagó primero hacia el oeste y luego hacia el norte. La primavera empezó a desvanecerse según se acercaban de nuevo al invierno. Kansas tenía el triste tono gris de las solitarias nubes, ventanas vacías y corazones perdidos. Sombra se pasaba el día intentando sintonizar emisoras de radio. Tenía que negociar con el señor Nancy, que solía inclinarse por las tertulias radiofónicas y la música de baile, y con Czernobog, que prefería la música clásica, cuanto más triste mejor, y, para desengrasar, las emisoras evangélicas más radicales. Sombra, por su parte, prefería los viejos éxitos.

Hacia el final de la tarde pararon a petición de Czernobog en las afueras de Cherryvale, Kansas (2.464 habitantes). Czernobog los dirigió hacia un prado en las afueras de la ciudad. Todavía quedaba nieve en las sombras de los árboles, y la hierba tenía un color sucio.

—Esperad aquí —dijo Czernobog.

Caminó solo hasta el centro del prado. Se quedó allí, a merced de los vientos de finales de febrero, un rato. Empezó inclinando la cabeza y luego empezó a gesticular.

—Parece que esté hablando con alguien —dijo Sombra.

—Fantasmas —dijo el señor Nancy—. Sus fieles lo veneraban aquí hace más de cien años. Hacían sacrificios de sangre en su honor, y le ofrecían libaciones. Pasado un tiempo, los habitantes de la ciudad comprendieron por qué muchos de los forasteros que venían a la ciudad no regresaban nunca. Encontraron aquí algunos de los cadáveres.

Czernobog volvió del centro del prado. Su bigote parecía más oscuro ahora, y en su cabello entrecano se veían algunos mechones negros. Sonrió, enseñando su diente de hierro.

—Me siento bien. Ah. Algunas cosas perduran, y la sangre, lo que más.

Caminaron por el prado hasta donde habían aparcado la furgoneta. Czernobog encendió un cigarrillo, pero no tosió.

—Lo hicieron con el martillo —dijo—. Grimnir diría que donde se pongan la horca y la lanza, pero para mí que todo está aquí…

Estiró un dedo amarilleado por la nicotina y lo hundió con fuerza en el centro de la frente de Sombra.

—No hagas eso, por favor —dijo Sombra con mucha educación.

—«No hagas eso, por favor» —repitió Czernobog en tono burlón—. Un día sacaré mi martillo y te haré mucho más daño, amigo; ¿ya no te acuerdas?

—Sí —dijo Sombra—, pero, si me vuelves a poner el dedo en la frente, te rompo la mano.

Czernobog gruñó y dijo:

—Deberían darme las gracias los que viven aquí. En este lugar hubo una increíble concentración de poder. Incluso treinta años después de que obligaran a mi gente a esconderse, esta tierra, esta misma tierra, dio a la mejor estrella del celuloide de todos los tiempos. Fue la más grande de todas.

—¿Judy Garland? —preguntó Sombra.

Czernobog meneó la cabeza con brusquedad.

—Está hablando de Louise Brooks —dijo Nancy.

Sombra decidió que sería mejor no preguntar quién era Louise Brooks.

—Vamos a ver si me aclaro —dijo Sombra—. Cuando Wednesday fue a hablar con ellos, habían acordado una tregua.

—Sí.

—Y ahora nos van a devolver el cadáver de Wednesday como si fuera una tregua.

—Sí.

—Y sabemos que me quieren muerto o fuera de su camino.

—Nos quieren a todos muertos —dijo Nancy.

—Lo que no entiendo es por qué pensamos que jugarán limpio esta vez, cuando no lo hicieron con Wednesday.

—Por eso —dijo Czernobog, pronunciando exageradamente cada palabra como si hablara con un niño sordo, extranjero e idiota— hemos quedado en el centro. Es… —frunció el ceño—. ¿Cómo se dice? ¿Lo contrario de sagrado?

—Profano —dijo Sombra, sin pensar.

—No —dijo Czernobog—. Quiero decir cuando un sitio es menos sagrado que cualquier otro. O de una sacralidad negativa. Lugares donde no se pueden construir templos. Lugares a los que la gente no quiere ir y de los que se larga en cuanto puede. Lugares que los dioses no pisan a menos que les obliguen.

—No sé —dijo Sombra—. No creo que exista una palabra para definir esa clase de lugares.

—Todo el territorio de Estados Unidos tiene algo de eso —dijo Czernobog—. Por eso no somos bienvenidos aquí. Pero el centro… el centro es peor. Es como un campo de minas. Allí todos tendremos que andarnos con pies de plomo y no creo que nadie se atreva a romper la tregua.

—Todo eso ya te lo he dicho yo antes —dijo el señor Nancy.

—Vosotros sabréis —dijo Sombra.

Habían llegado ya a la furgoneta. Czernobog le dio unas palmaditas en el brazo a Sombra.

—No te preocupes —dijo, sin mayor entusiasmo—. Nadie va a matarte. Nadie más que yo.

Sombra encontró el centro de Estados Unidos ese mismo día, poco antes de que anocheciera del todo. Estaba en una pequeña colina al noroeste de Líbano. Rodeó el pequeño parque, pasó por delante de la capilla móvil y el monumento de piedra, y cuando vio el motel de una planta al estilo de los años cincuenta en un extremo del parque se le cayó el alma a los pies. Había un inmenso coche negro aparcado delante; un Humvee que parecía un Jeep reflejado en un espejo de feria, tan achatado, absurdo y feo como un coche blindado. No había ninguna luz encendida en el edificio.

Aparcaron al lado del motel y, según aparcaban, un hombre con uniforme y gorra de chófer salió del edificio y los faros de la furgoneta le iluminaron. Se llevó la mano a la gorra para saludarles, se subió al Humvee y se marchó.

—Coche grande, minga pequeña —dijo el señor Nancy.

—¿Creéis que tendrán camas siquiera? —preguntó Sombra—. Hace días que no duermo en una. Parece que vayan a demoler este sitio en cualquier momento.

—Los dueños son unos cazadores de Texas —dijo el señor Nancy—. Vienen una vez al año. Pero no me preguntéis qué es lo que cazan. De no ser por ellos, hace tiempo que lo habrían demolido.

Se bajaron de la furgoneta. Delante del hotel les esperaba una mujer a la que Sombra no reconoció. Iba perfectamente maquillada y peinada. Le recordaba a esas presentadoras de los programas matinales que aparecen sentadas en un estudio que no parece ni por asomo la sala de estar de una casa, sonriendo a cámara.

—Encantada de verlos —dijo ella—. Usted debe de ser Czernobog. He oído hablar mucho de usted. Y usted, Anansi, siempre listo para una nueva trastada, ¿eh? Qué viejo tan simpático. Y usted, usted tiene que ser Sombra. Nos ha tenido de aquí para allá últimamente, ¿eh? —Una mano asió la suya con firmeza y le miró directamente a los ojos—. Soy Comunicación. Encantada de conoceros. Espero que podamos resolver este asunto de la manera más agradable posible.

Las puertas de la entrada principal se abrieron.

—En cierta manera, Toto —dijo el chico gordo que Sombra había visto dentro de una limusina—, tengo la sensación de que ya no estamos en Kansas.

—Estamos en Kansas —dijo el señor Nancy—. Creo que hoy la hemos atravesado de punta a punta. Joder, este país es plano.

—No hay ni luz, ni electricidad ni agua caliente aquí —dijo el chico gordo—. Y sin ánimo de ofender, necesitáis una buena ducha. Oléis como si llevarais una semana metidos en esa furgoneta.

—Creo que ese comentario es del todo innecesario —dijo la mujer con suavidad—. Aquí todos somos amigos. Adelante, les enseñaremos sus habitaciones. Nosotros nos hemos quedado con las cuatro primeras. Su difunto amigo está en la quinta. Todas las demás están vacías, podéis escoger la que queráis. Me temo que no es el Four Seasons, pero qué se le va a hacer.

La mujer les abrió la puerta del vestíbulo. Olía a cerrado, a humedad, a polvo y a podrido.

Había un hombre sentado en el vestíbulo, prácticamente a oscuras.

—¿Tenéis hambre? —preguntó.

—Yo siempre tengo apetito —dijo el señor Nancy.

—El conductor ha ido a por unas hamburguesas. Volverá pronto. —Alzó la vista. Estaba demasiado oscuro para distinguir los rostros pero dijo—: Un tipo grande. Tú eres Sombra, ¿no? ¿El gilipollas que mató a Piedra y a Madera?

—No —dijo Sombra—. No fui yo. Y sé quién eres. —Era verdad, había estado dentro de la cabeza de aquel hombre—. Tú eres Ciudad. ¿Te has acostado ya con la viuda de Madera?

El señor Ciudad se cayó de la silla. En una película habría resultado gracioso; en la vida real fue simplemente una torpeza. Se levantó como un rayo y se dirigió hacia Sombra.

—No empieces nada que no puedas acabar —le dijo Sombra, mirándolo de arriba abajo.

El señor Nancy lo agarró del brazo.

—Es una tregua, ¿recuerdas? —dijo—. Estamos en el centro.

El señor Ciudad se apartó, se inclinó sobre el mostrador y cogió tres llaves.

—Estáis al final del corredor —dijo—. Toma.

Le dio las llaves al señor Nancy y se perdió entre las sombras del pasillo. Oyeron una puerta que se abría, y a continuación un portazo.

Nancy le dio una llave a Sombra y otra a Czernobog.

—¿Habrá una linterna en la furgoneta? —preguntó Sombra.

—No —dijo Nancy—. No es más que oscuridad. No deberías tener miedo de la oscuridad.

—No lo tengo —replicó Sombra—. Lo que me asusta es la gente en la oscuridad.

—La oscuridad es buena —dijo Czernobog. Parecía que no tenía ninguna dificultad para ver en las tinieblas: los llevaba por el pasillo oscuro y metía las llaves en las cerraduras sin titubear—. Estaré en la habitación diez —les dijo, y añadió—: Comunicación. Creo que he oído hablar de ella. ¿No fue la que mató a sus hijos?

—Otra mujer —dijo el señor Nancy—. Mismo trato.

El señor Nancy estaba en la habitación ocho, y Sombra enfrente de los dos, en la nueve. La habitación olía a humedad, a polvo, y estaba desierta. Había un somier con un colchón encima, pero no había sábanas. Por la ventana entraba algo de la luz crepuscular. Sombra se sentó en el colchón, se quitó los zapatos y se estiró cuan largo era. Había conducido demasiado en los últimos días.

Puede que se durmiera.

Iba caminando.

Un viento frío agitaba su ropa. Los diminutos copos de nieve parecían poco más que un polvo cristalino que iba y venía con el viento.

Había árboles sin hojas, era invierno. Tenía unas altas colinas a ambos lados. Era una tarde de invierno: el cielo y la nieve habían adquirido el mismo tono púrpura. Un poco más adelante —con aquella luz era imposible calcular las distancias— se veían las llamas amarillas y anaranjadas de una hoguera.

Un lobo gris caminaba por la nieve delante de él.

Sombra se paró. El lobo también se paró, dio la vuelta y esperó. Uno de sus ojos brilló con un destello verde amarillento. Sombra se encogió de hombros y caminó hacia las llamas, y el lobo anduvo sin prisas delante de él.

La hoguera ardía en medio de un grupo de árboles. Debía de haber por lo menos un centenar de árboles plantados en dos filas. Unas figuras colgaban de las ramas. Al final de las filas había un edificio que parecía una especie de barco volcado. Estaba tallado en madera, plagado de criaturas y rostros de madera —dragones, grifos, trolls y verracos— que bailaban a la caprichosa luz del fuego.

La hoguera estaba tan alta y ardía de tal forma que Sombra apenas podía acercarse. El lobo caminó alrededor de la hoguera sin inmutarse.

Sombra esperó a que apareciera por detrás de la hoguera, pero el que apareció no fue el lobo sino un hombre. Se apoyaba en un largo bastón.

—Estás en Uppsala, en Suecia —dijo el hombre con una voz grave que le resultaba familiar—. Hace unos cien años.

—¿Wednesday? —dijo Sombra.

El hombre que podría ser Wednesday continuó hablando como si Sombra no estuviera allí.

—Al principio todos los años, luego, más adelante, cuando la cosa empezó a decaer, se volvieron más laxos, y cada nueve años venían aquí a hacer sus sacrificios. Un sacrificio de nueves. Todos los días, durante nueve días, colgaban nueve animales en esos árboles. Uno de esos animales era siempre un hombre.

Se alejó de la hoguera y fue hacia los árboles, y Sombra le acompañó. A medida que se acercaba empezó a distinguir las figuras que había colgadas: piernas, ojos, lenguas y cabezas. Sombra meneó la cabeza: ver un toro colgado del cuello era una visión lúgubre y triste y, al mismo tiempo, tan surrealista que resultaba cómica. Sombra pasó por delante de un ciervo, un perro lobo, un oso pardo y un caballo castaño con la crin blanca, poco más grande que un poni. El perro todavía estaba vivo: cada poco tiempo, sus patas se agitaban espasmódicamente y emitía un gañido mientras se balanceaba colgado de la soga.

El hombre al que seguía cogió su largo bastón, que en realidad, descubrió Sombra en ese momento, era una lanza, y atravesó el estómago del perro clavándola hacia abajo como si fuera un cuchillo. Sus vísceras humeantes cayeron sobre la nieve.

—Consagro esta muerte a Odín —dijo el hombre.

—No es más que un gesto —dijo, volviéndose hacia Sombra—. Pero los gestos lo son todo. La muerte de un perro simboliza la muerte de todos los perros. Me entregaron nueve hombres, pero representaban a todos los hombres, toda la sangre, todo el poder. Pero no fue suficiente. Un buen día dejó de correr la sangre. La fe sin sangre no nos lleva tan lejos. Debe correr la sangre.

—Te vi morir —dijo Sombra.

—Entre dioses —dijo la figura, y Sombra supo entonces con toda certeza que se trataba de Wednesday, pues nadie más tenía ese tono áspero, esa alegría tan profundamente cínica en el hablar— no es la muerte lo que importa. Lo importante es la oportunidad de resucitar. Y cuando corre la sangre…

Señaló con un gesto a los animales y las personas que colgaban de los árboles.

Sombra no sabía si le horrorizaban más los seres humanos muertos que había visto al pasar o los animales: al menos los humanos supieron que iban a morir. Los hombres desprendían un penetrante olor a alcohol, lo que permitía deducir que les habían permitido anestesiarse de camino a la horca, mientras que los animales probablemente fueron linchados y colgados vivos, aterrorizados. Los rostros humanos parecían muy jóvenes: ninguno de ellos tenía más de veinte años.

—¿Quién soy? —preguntó Sombra.

—Eres una distracción —dijo el hombre—. Tú fuiste una oportunidad. Le diste a todo este asunto un aire de credibilidad que a mí solo me habría costado mucho darle. Aunque los dos estamos lo bastante comprometidos con la causa como para morir por ella, ¿eh?

—¿Quién eres? —preguntó Sombra.

—Lo más difícil de todo es sobrevivir —dijo el hombre. La hoguera (que según acababa de descubrir Sombra con gran estupor estaba hecha de huesos: costillas, calaveras que les observaban desde las llamas con las cuencas refulgentes lanzando chispas verdes, amarillas y azules en la oscuridad de la noche) ardía de tal forma que despedía un intenso calor—. Tres días en el árbol, tres días en el inframundo, tres días para encontrar el camino de vuelta.

Las llamas ardían y chisporroteaban de forma tan intensa que Sombra no podía mirarlas directamente. Dirigió su mirada hacia las sombras que proyectaban los árboles.

Ya no había fuego, ni nieve. No había árboles, ni cadáveres ahorcados, ni lanza ensangrentada.

Un golpe en la puerta. La luz que entraba ahora por la ventana era la luz de la luna. Sombra se levantó sobresaltado.

—La cena está servida —dijo la voz de Comunicación.

Sombra volvió a calzarse, fue hacia la puerta y salió al pasillo. Alguien había encontrado unas velas y el vestíbulo estaba iluminado con una luz tenue y dorada. El conductor del Humvee entró por una puerta de vaivén con una bandeja de cartón y una bolsa de papel. Llevaba un largo abrigo negro y una gorra de chófer con visera.

—Siento el retraso —dijo, con voz ronca—. He cogido lo mismo para todos: un par de hamburguesas, patatas grandes, Coca-Cola grande y tarta de manzana. Yo cenaré en el coche.

Dejó la bandeja y volvió afuera. El olor de la comida rápida inundó el vestíbulo. Sombra cogió la bolsa de papel y fue pasando la comida, las servilletas y las bolsitas de kétchup.

Cenaron en silencio a la luz de las velas, con el chisporroteo de la cera de fondo.

Sombra se percató de que Ciudad le miraba con odio. Movió la silla un poco para ponerse de espaldas a la pared. Comunicación se comía la hamburguesa con una servilleta cerca de los labios para quitarse las migas.

—Vaya, pues qué bien. Estas hamburguesas están frías —dijo el chico gordo. Todavía llevaba puestas las gafas de sol, algo que a Sombra le pareció absurdo y estúpido, dada la escasa luz de la habitación.

—Lo siento. El hombre ha tenido que darse un buen paseo para comprarlas —dijo Ciudad—. El McDonald’s más cercano está en Nebraska.

Se acabaron las hamburguesas prácticamente frías y las patatas frías. El chico gordo mordió su porción de tarta de manzana, y el relleno le chorreó por la barbilla. Éste aún estaba caliente, cosa que no esperaba.

—¡Oh! —exclamó. Se limpió con la mano y se chupó los dedos—. ¡Esto quema! Estas tartas de manzana son para ponerles una demanda colectiva.

Sombra se dio cuenta en ese momento de que tenía unas ganas locas de darle un puñetazo. Había querido hacerlo desde que sus matones le dieron aquella paliza en la limusina, tras el funeral de Laura. Sabía que no era buena idea, no era el momento ni el lugar, así que trató de apartarlo de su mente.

—¿Y no podríamos coger el cadáver de Wednesday y largarnos sin más? —preguntó.

—A medianoche —dijeron el señor Nancy y el niño gordo al unísono.

—Estas cosas hay que hacerlas según el protocolo establecido —dijo Czernobog.

—Sí —dijo Sombra—. Pero nadie me explica cuál es ese protocolo. Os pasáis la vida hablando de las malditas reglas, y yo a estas alturas todavía no sé ni a qué juego estáis jugando.

—Es como saltarte la fecha de lanzamiento —dijo Comunicación en tono jovial—. Ya sabes, el día en que se pone algo a la venta.

—Me parece que todo esto es una mierda —dijo Ciudad—. Pero si sus normas les hacen felices, entonces mi agencia es feliz y todo el mundo lo es. —Sorbió ruidosamente su Coca-Cola—. Esperemos hasta la medianoche. Vosotros cogéis el cadáver y os largáis. Luego nos despedimos y todos tan amigos. Después podremos continuar con la cacería y exterminaros como ratas que sois.

—¡Eh! —le dijo el chico gordo a Sombra—. Eso me recuerda… Te pedí que le dijeras a tu jefe que ya era historia. ¿Se lo dijiste?

—Lo hice —dijo Sombra—. ¿Y sabes lo que me contestó? Me dijo que le recordara al mocoso, si volvía a cruzarme con él, que el futuro de hoy es el ayer del mañana.

Wednesday no había dicho nunca nada parecido, pero Sombra lo dijo al estilo de Wednesday. Y a esa gente le gustaban las frases lapidarias. Las gafas negras reflejaban las llamas de las velas, parecían ojos.

—Este sitio es una puta cueva —dijo el chico gordo—. No hay electricidad, no hay cobertura. Y si tienes que usar cables para conectarte es que has vuelto a la Edad de Piedra.

El chico sorbió lo que le quedaba de Coca-Cola con la pajita, tiró el vaso en la mesa y se fue por el pasillo.

Sombra alargó el brazo y echó la basura del chico gordo dentro de la bolsa de papel.

—Voy a ver el centro de América —anunció.

Se levantó y salió afuera. El señor Nancy lo siguió. Atravesaron juntos el parquecito sin dirigirse la palabra hasta que llegaron al monumento. Soplaba un viento racheado.

—Vale —dijo—. Y ahora, ¿qué?

Una pálida media luna brillaba en el negro cielo.

—Ahora —dijo Nancy— deberías volver a tu habitación. Cierra con llave e intenta dormir un poco. A medianoche nos entregarán el cadáver. Y luego nos largamos de aquí. El centro no es un sitio seguro para nadie.

—Si tú lo dices.

El señor Nancy le dio una calada a su cigarrillo.

—Esto no debería haber ocurrido —dijo—. Nada de esto tendría que haber pasado. La gente como nosotros es… —movió el cigarrillo como si lo utilizara para buscar la palabra adecuada y lo clavó en un punto en el aire— muy exclusiva. No alternamos en sociedad. Ni siquiera yo. Ni siquiera Baco. No durante mucho tiempo. Vamos a nuestro aire o formamos pequeños grupos. No trabajamos bien en equipo. Nos gusta que nos adoren, que nos respeten y nos veneren. A mí me gusta que se cuenten historias sobre mí, cuentos que den testimonio de mi astucia. Es un defecto, lo sé, pero es mi forma de ser. Nos gusta ser grandes. Hoy en día, en estos tiempos tan cutres, somos pequeños. Los nuevos dioses van y vienen continuamente. Pero este no es un país que tolere a los dioses por mucho tiempo. Brahma crea, Vishnu preserva, Shiva destruye y Brahma vuelve a tener campo libre para crear de nuevo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sombra—. ¿Que se ha acabado la guerra? ¿Que la batalla ha terminado?

El señor Nancy gruñó.

—¿Te has vuelto loco? Han matado a Wednesday. Lo han matado y alardean de ello. Lo gritan a los cuatro vientos. Lo han emitido por televisión para que todo el mundo lo vea. No, Sombra: esto no ha hecho más que empezar.

Se inclinó al pie del monumento de piedra, apagó su cigarrillo en el suelo y lo dejó allí, como una ofrenda.

—Antes contabas chistes —dijo Sombra—. Y ahora ya no lo haces.

—La cosa no está para bromas últimamente. Wednesday ha muerto. ¿Vienes adentro?

—Ahora voy.

Nancy se fue hacia el motel. Sombra alargó la mano y tocó el monumento de piedra. Pasó sus grandes dedos por la placa de latón. A continuación se volvió y se fue hacia la capilla blanca, atravesó la puerta abierta y se adentró en la oscuridad. Se sentó en el banco más cercano, cerró los ojos e inclinó la cabeza. Pensó en Laura, en Wednesday y en el hecho de estar vivo.

Oyó un clic detrás de él y un ruido de pasos en la arena. Se levantó y dio la vuelta. Había alguien de pie al otro lado de la puerta, una silueta oscura con las estrellas detrás. La luz de la luna se reflejaba en algún elemento metálico.

—¿Vas a dispararme? —preguntó Sombra.

—Dios, me encantaría —dijo el señor Ciudad—. La llevo solo para defenderme. ¿Así que estás rezando? ¿Te han convencido de que los dioses existen? No son dioses.

—No estaba rezando —dijo Sombra—. Solo pensando.

—Para mí que son mutaciones —dijo el señor Ciudad—. Experimentos de la evolución. Un poco de hipnosis, un poco de abracadabra y pueden hacer que la gente se crea cualquier cosa. Tampoco es para tanto. Eso es todo. Al fin y al cabo, mueren igual que los seres humanos.

—Siempre ha sido así —dijo Sombra.

Se levantó y el señor Ciudad retrocedió un paso. Sombra salió de la pequeña capilla, y el señor Ciudad mantuvo las distancias.

—¡Eh! —le llamó Sombra—. ¿Sabe usted quién era Louise Brooks?

—¿Una amiga suya?

—No, era una estrella de cine. Nació al sur de este lugar.

—A lo mejor se cambió el nombre y se hizo famosa como Liz Taylor o Sharon Stone o algo así —sugirió amablemente tras una pausa.

—Puede ser. —Sombra echó a andar hacia el motel. Ciudad le acompañó.

—Tendrías que estar en la cárcel —dijo el señor Ciudad—. Qué coño la cárcel, tendrías que estar en el corredor de la muerte.

—Yo no maté a sus socios —dijo Sombra—. Pero le voy a decir algo que me dijeron hace tiempo, cuando estaba en la cárcel. Algo que nunca he olvidado.

—¿A saber?

—Solo hay un tío en toda la Biblia al que Jesús le prometió personalmente que vería el Paraíso. No fue ni Pedro ni Pablo, ni ninguno de ésos. Fue un ladrón convicto al que estaban ejecutando. No te metas con los que están en el corredor de la muerte; quizá saben algo que tú no sabes.

El chófer estaba junto al Humvee.

—Buenas noches —les saludó cuando pasaron a su lado.

—Buenas noches —dijo el señor Ciudad. Y luego, dirigiéndose a Sombra—: A mí personalmente todo esto no me importa un carajo. Yo hago lo que el señor Mundo me dice que haga. Es más fácil así.

Sombra avanzó por el pasillo hasta la habitación nueve. Abrió la puerta y entró.

—Perdón —dijo—, pensaba que esta era mi habitación.

—Y lo es —dijo Comunicación—. Te estaba esperando.

A la luz de la luna pudo distinguir su cabello y su pálido rostro. Estaba sentada en la cama, un poco tensa.

—Me buscaré otra habitación.

—No me quedaré mucho rato —dijo—. Pensé que sería un buen momento para hacerle una oferta.

—Muy bien. Adelante.

—Relájate —dijo, con voz sonriente—. Parece que te hayan metido un palo por el culo. Mira, Wednesday está muerto. No le debes nada a nadie. Únete a nosotros. Es hora de que te unas al equipo ganador. —Sombra no dijo nada—. Podemos hacerte famoso, Sombra. Podemos darte poder sobre lo que la gente cree, dice, viste y sueña. ¿Quieres ser el próximo Cary Grant? Podemos hacer que eso ocurra. Podemos convertirte en los futuros Beatles.

—Creo que me gustabas más cuando te ofrecías a enseñarme las tetas de Lucy —dijo Sombra—. Si es que eras tú.

—¡Ah! —dijo ella.

—Quiero que me devuelvas mi habitación. Buenas noches.

—Y también, por supuesto —dijo sin moverse del sitio, como si no hubiera oído lo que acababa de decir—, podemos hacer todo lo contrario. Podemos ponerte las cosas muy difíciles. Serías un chiste malo toda tu vida, Sombra. O podríamos hacer que fueras recordado como un monstruo. Podríamos hacer que te recordaran para siempre, pero como se recuerda a Manson, a Hitler… ¿Qué te parecería?

—Lo siento, señora, pero estoy algo cansado —dijo Sombra—. Le agradecería mucho que se marchara ya.

—Te he ofrecido el mundo —dijo ella—. Acuérdate cuando estés agonizando en una alcantarilla.

—Lo haré —dijo Sombra.

Se marchó, dejando su perfume impregnado en el aire. Sombra se tumbó en el colchón sin sábanas y pensó en Laura, pero todas las imágenes que le venían a la cabeza —Laura jugando al frisbi, Laura comiéndose un batido a cucharadas, Laura riendo a carcajadas, enseñándole la lencería sexy que se había comprado durante un congreso de profesionales del turismo en Anaheim— acababan transformándose en la imagen de Laura chupándole la polla a Robbie mientras un camión los sacaba de la carretera, condenándolos para siempre al olvido. Y luego oía sus palabras, y volvían a dolerle igual que la primera vez.

«No estás muerto —le decía Laura en voz baja, dentro de su cabeza—. Pero tampoco estoy segura de que estés vivo».

Llamaron a la puerta, Sombra se levantó y abrió. Era el chico gordo.

—Esas hamburguesas —dijo— estaban repugnantes. ¿Te lo puedes creer? A setenta kilómetros del McDonald’s más cercano. Jamás hubiera imaginado que pudiera existir un lugar a setenta kilómetros del McDonald’s más cercano.

—Este sitio empieza a parecer la estación Grand Central —dijo Sombra—. Vale, supongo que estás aquí para ofrecerme la libertad de Internet si me paso a vuestro bando, ¿eh?

El chico gordo estaba temblando.

—No, tú ya estás muerto —dijo—. Tú eres un puto manuscrito gótico. No podrías ser hipertexto ni queriendo. Yo… yo soy sináptico, y tu sinóptico…

Sombra se percató de que olía raro. Había un tipo en la celda de enfrente que nunca supo cómo se llamaba. Una vez se quitó la ropa en pleno día y se puso a gritar que él había sido enviado para llevarlos, a los inocentes como él, en una nave plateada a un lugar perfecto. Después de aquello, Sombra no había vuelto a verlo. El chico gordo olía como aquel tipo.

—¿Se puede saber a qué has venido?

—Solo quería charlar —dijo el chico gordo. Su voz sonaba como un lloriqueo—. Mi habitación es inquietante, eso es todo. Es muy inquietante. A setenta kilómetros del McDonald’s más cercano, ¿te lo puedes creer? Pensé que podía quedarme aquí contigo.

—¿Qué ha sido de tus colegas de la limusina? Los que me pegaron. ¿No sería mejor que te quedaras con ellos?

—Los niños no funcionan aquí. No hay cobertura.

—Queda un rato largo para la medianoche, y más largo aún hasta que amanezca. Creo que lo que necesitas es descansar. Yo, al menos, lo necesito.

El chico gordo se quedó callado un momento, asintió con la cabeza y salió de la habitación.

Sombra cerró la puerta y echó la llave. Volvió a tumbarse en el colchón.

Tras unos pocos segundos empezó a oír un ruido. Tardó unos instantes en descubrir lo que era, luego salió al pasillo. Era el chico gordo, que había vuelto a su habitación. Parecía como si estuviera lanzando algo enorme contra las paredes. Por el sonido, Sombra imaginó que era él el que se estaba dando golpes contra la pared.

«¡Es solo mi imagen!», sollozaba. O quizá decía: «¡Es solo mi carne!». Sombra no estaba seguro

—¡Silencio! —bramó Czernobog desde su habitación, al final del pasillo.

Sombra fue hacia el vestíbulo y salió del motel. Estaba cansado.

El chófer seguía de pie junto al coche, una silueta oscura con una gorra de visera.

—¿No puede dormir? —preguntó.

—No —dijo Sombra.

—¿Un cigarrillo?

—No, gracias.

—¿Le importa si fumo?

—En absoluto.

El conductor tenía un mechero Bic recargable y, cuando lo encendió, Sombra pudo verle por fin la cara, y lo reconoció, y empezó a entenderlo todo.

Conocía ese rostro enjuto. Sabía que, bajo esa gorra, había un cabello de color naranja cortado al rape, como las brasas de una hoguera. Sabía que, cuando el hombre sonriera, le saldrían un montón de arruguitas en las comisuras.

—Tienes buen aspecto, grandullón —dijo el conductor.

—¿Low Key? —Sombra miró con cautela a su antiguo compañero de celda.

Es bueno hacer amigos en la cárcel: te ayudan a soportar la estancia en un lugar deprimente y los momentos de bajón. Pero esa amistad normalmente dura el tiempo que dura tu condena, y encontrarte con uno de esos amigos fuera de la cárcel te provoca sentimientos ambivalentes.

—Dios, Low Key Lyesmith —dijo Sombra, y al oírse a sí mismo pronunciando aquel nombre en voz alta lo comprendió todo—. Loki. «Loki Lie-Smith»: Loki, el Herrero Mentiroso.

—Eres lento —dijo Loki—, pero al final lo has entendido.

Le dedicó una sonrisa maliciosa, y sus sombríos ojos brillaron como ascuas.

Se sentaron en la cama, en la habitación de Sombra, cada uno en un extremo del colchón. Los ruidos procedentes de la habitación del chico gordo habían cesado casi por completo.

—Me mentiste —dijo Sombra.

—Es una de las cosas que mejor sé hacer —dijo Loki—. Pero tuviste suerte de que nos metieran en la misma celda. Sin mí, no habrías sobrevivido al primer año.

—¿No podrías haber salido de allí por tus propios medios?

—Es más fácil cumplir la condena. No entiendes cómo funciona esto de ser un dios. No es magia; no exactamente. Es más bien un problema de concentración. Tiene que ver con ser tú mismo, o más bien con ser como los que creen en ti esperan que seas. Tienes que ser la esencia concentrada y exagerada de ti mismo. Tienes que convertirte en trueno o en la energía de un caballo a galope tendido o en sabiduría. Recibes toda esa fe, y todas esas plegarias, y se convierten en una especie de certeza, en algo que te permite hacerte más grande, más atractivo, sobrehumano. Te cristalizas. —Se interrumpió un momento—. Y entonces un día se olvidan de ti, dejan de creer en ti, dejan de ofrecerte sacrificios y se olvidan, y cuando te quieres dar cuenta no eres más que un vulgar trilero en la esquina de Broadway con la Cuarenta y Tres.

—¿Por qué estabas en mi celda?

—Coincidencia. Nada más y nada menos. Fue la celda que me asignaron. ¿No me crees? Es cierto.

—¿Y ahora eres chófer?

—Entre otras cosas.

—Trabajas de chófer para la oposición.

—Si quieres llamarlos así… Depende del lado en el que estés. Yo prefiero pensar que trabajo para el equipo vencedor.

—Pero Wednesday y tú, los dos erais, ambos sois…

—Dioses del panteón escandinavo. Ambos pertenecemos al panteón escandinavo. ¿Era eso lo que intentabas decir?

—Sí.

—¿Y?

Sombra vaciló.

—Imagino que en algún momento fuisteis amigos.

—No. Nunca fuimos amigos. No lamento que haya muerto. Era un lastre para todos nosotros. Con él fuera de juego, los demás van a tener que afrontar la situación: renovarse o morir, evolucionar o perecer. Yo estoy por la evolución. Él ya no está. La guerra ha terminado.

Sombra lo miró, desconcertado.

—No puedes ser tan estúpido —dijo—. Siempre fuiste un tipo listo. La muerte de Wednesday no va a acabar con nada. De hecho, solo ha servido para que los que no sabían si tirarse a la piscina se decidan a zambullirse de cabeza.

—Mezclar metáforas es una mala costumbre, Sombra.

—Lo que tú digas —dijo Sombra—. Pero eso no quita que sea verdad lo que digo. Joder. Con su muerte consiguió de inmediato lo que llevaba meses intentando conseguir: unirlos a todos. Su muerte les ha dado algo en lo que creer.

—Puede. —Loki se encogió de hombros—. Por lo que yo sé, lo que se creía a este lado es que quitando de en medio la causa del problema se resolvía el problema. Pero tampoco es asunto mío, yo me limito a conducir.

—Dime una cosa —dijo Sombra—: ¿por qué todo el mundo se preocupa por mí? Actúan como si fuera alguien importante. ¿Por qué importa lo que yo haga?

—Eres una inversión —dijo Loki—. Eras importante para nosotros porque lo eras para Wednesday. En cuanto al porqué… no creo que nadie lo sepa. Él sí lo sabía, pero ahora está muerto. Otro pequeño misterio de los muchos que hay en la vida.

—Estoy cansado de tanto misterio.

—¿Sí? Yo creo que son la sal de la vida.

—Así que tú eres el chófer. ¿Los llevas a todos?

—A cualquiera que me necesite —dijo Loki—. Es una manera como otra cualquiera de ganarse la vida.

Alzó la muñeca hasta su cara y pulsó un botón del reloj: la esfera se iluminó con una suave luz azul que se reflejó también en su cara, dándole un aire fantasmagórico.

—Las doce menos cinco. Es la hora —dijo Loki—. Ya es momento de ir encendiendo las velas. Diremos unas palabras en recuerdo del ausente. Cumpliremos con las formalidades habituales. ¿Vienes?

Sombra respiró hondo.

—Voy.

Recorrieron juntos el oscuro pasillo del motel.

—He comprado unas velas para la ocasión, pero luego he visto que aquí había un montón —dijo Loki—. Algunos cabos de velas usadas en las habitaciones y en una caja que hay en un armario. Creo que no me dejo nada. También tengo una caja de cerillas. Si te pones a encender velas con un mechero, acabas por quemarte.

Llegaron a la habitación número cinco.

—¿Entras? —preguntó Loki.

Sombra no quería entrar en aquella habitación.

—Bueno —dijo.

Entraron.

Loki sacó una caja de cerillas del bolsillo, y despabiló una vela antes de encenderla. El fogonazo hirió los ojos de Sombra. La llama parpadeó pero enseguida prendió. Luego encendió otra. Loki cogió otra cerilla y continuó encendiendo velas: estaban colocadas sobre el alféizar de la ventana, a la cabecera de la cama y en el lavabo que había en un rincón del cuarto. A la luz de las velas pudo ver la habitación.

Habían arrastrado la cama desde la pared hasta el centro, dejando un espacio entre la cama y las paredes. Estaba cubierta por unas sábanas viejas, apolilladas y llenas de manchas, que Loki debía de haber encontrado en alguno de los armarios del motel. Wednesday estaba tendido sobre ellas, completamente quieto.

Iba vestido con el mismo traje claro que vestía cuando le dispararon. La parte derecha de su cara estaba intacta, perfecta, sin manchas de sangre. La parte izquierda estaba destrozada, y el hombro izquierdo y la parte delantera del traje estaban salpicados de manchas oscuras, como un cuadro puntillista. Tenía las manos a los lados. La expresión en aquel rostro destrozado distaba mucho de ser apacible; se le veía herido: herido en el alma, herido en lo más profundo de su ser, lleno de odio, de ira y de locura en estado puro. Pero, en cierto modo, parecía satisfecho.

Sombra se imaginó los hábiles dedos del señor Jacquel eliminando con suavidad el odio y la rabia, reconstruyéndole el rostro con maquillaje y una cera especial, dándole la paz y la dignidad que incluso la muerte le había negado.

Sin embargo, su cuerpo no parecía más pequeño ahora que estaba muerto. No había mermado. Y todavía desprendía un leve aroma a Jack Daniel’s.

El viento de las llanuras comenzaba a arreciar: Sombra oía cómo aullaba en torno al viejo motel situado en el centro exacto e imaginario de Estados Unidos. Las velas del alféizar parpadeaban.

Oyó ruido de pasos en el pasillo. Alguien llamó a una puerta y dijo: «Date prisa, por favor. Es la hora», y empezaron a entrar los demás con paso cansino y la cabeza inclinada.

Ciudad fue el primero en llegar, y detrás de él, Comunicación, el señor Nancy y Czernobog. El último en llegar fue el chico gordo: tenía la cara llena de hematomas recientes y movía los labios sin cesar, como si estuviera recitando algo en voz muy baja, pero no emitía sonido alguno. Sombra se dio cuenta en ese momento de que sentía lástima por él.

De manera informal, sin mediar palabra, se distribuyeron alrededor del cuerpo, guardando una distancia de un brazo entre ellos. En la habitación reinaba una atmósfera religiosa, profundamente religiosa, una sensación que Sombra no había experimentado jamás. No se oía nada aparte del aullido del viento y el crepitar de las velas.

—Estamos aquí reunidos, en este lugar sin dios —dijo Loki— para entregar el cadáver de este individuo a aquellos que sabrán darle un final más acorde con sus ritos. Si alguien desea decir algo, que lo haga ahora.

—Yo no —dijo Ciudad—. No tuve trato con él. Y todo esto me hace sentir bastante incómodo.

—Estas acciones tendrán consecuencias —dijo Czernobog—. Lo sabéis, ¿no? Esto no es más que el principio.

El chico gordo se echó a reír con una risa chillona, como de chica.

—Vale, vale. Mensaje recibido —dijo. Y de pronto, se puso a recitar:

Gira que te gira en círculos cada vez más amplios

El halcón no puede oír al halconero;

Todo se desbarata; el centro no aguanta…

Entonces se quedó en blanco, y frunció el ceño.

—Mierda. Antes podía recitarlo entero. —Se masajeó las sienes, hizo una mueca y se quedó callado.

A continuación todos miraron a Sombra. El viento aullaba con fuerza. No sabía qué decir.

—Todo esto es muy triste —dijo—. La mitad de los aquí presentes lo mataron o participaron en su muerte. Ahora nos entregáis su cadáver. Fantástico. Era un viejo cabrón irascible pero bebí su hidromiel y todavía trabajo para él. Eso es todo.

—En un mundo en el que muere gente todos los días —dijo Comunicación—, creo que lo más importante es tener presente que por cada minuto de pena que sentimos por alguien que nos deja hay un minuto de júbilo cuando un bebé llega a este mundo. Ese primer llanto… en fin, es mágico, ¿no? Quizá suene un poco duro, pero la alegría y la pena son como la leche y las galletas. Casi no se puede concebir la una sin la otra. Creo que deberíamos guardar unos minutos de silencio para meditar sobre ello.

—Pues voy a tener que decirlo yo, porque veo que nadie piensa hacerlo —dijo el señor Nancy tras aclararse la garganta—. Estamos en el centro de este país: una tierra que no tiene tiempo para dioses, y menos aún aquí en el centro. Es tierra de nadie, un lugar para la tregua, y nosotros sí respetamos las treguas. No tenemos elección. Así que entregadnos el cadáver de nuestro amigo. Lo aceptamos. Pagaréis por ello: ojo por ojo, diente por diente.

—Lo que tú digas —dijo Ciudad—. Os ahorraréis un montón de tiempo y esfuerzo si volvéis a vuestras respectivas casas y os descerrajáis un tiro en la cabeza. Prescindid de los intermediarios.

—Que te den —dijo Czernobog—. Que te den por saco a ti y a la madre que te parió. Ni siquiera morirás en la batalla. Ningún guerrero saboreará tu sangre. Ningún ser vivo te quitará la vida. Tendrás una muerte blanda y miserable. Morirás con un beso en los labios y una mentira en tu corazón.

—Déjalo ya, vejestorio —dijo Ciudad.

—«Se ha desatado la marea de sangre» —dijo el chico gordo—. Creo que es así como sigue.

El viento aulló.

—Muy bien —dijo Loki—. Es todo vuestro. Ya hemos terminado. Llevaos de aquí al viejo cabrón.

Envolvieron el cadáver en las sábanas del motel, su improvisada mortaja, para que ninguna parte del cuerpo quedara al descubierto y pudieran transportarlo. Los dos viejos se pusieron cada uno en un extremo del cadáver, pero Sombra les dijo:

—Dejadme ver una cosa… —Se agachó, puso los brazos alrededor del cuerpo envuelto en la sábana y se lo echó sobre un hombro. Enderezó las rodillas y se puso de pie con cuidado—. Vale, ya lo tengo. Vamos a ponerlo en la parte trasera del coche.

Czernobog parecía querer discutir, pero cerró la boca. Se chupó el índice y el pulgar y empezó a apagar las velas. Sombra oyó el zumbido de las velas al extinguirse la llama según atravesaba la habitación, cada vez más oscura.

Wednesday pesaba mucho, pero Sombra podía con él si caminaba con paso seguro. No tenía elección. Las palabras de Wednesday resonaban en su cabeza a cada paso que daba, y sentía el sabor agridulce del hidromiel en la garganta. «Ahora trabajas para mí. Me proteges. Me ayudas. Me llevarás de un lugar a otro. De vez en cuando llevarás a cabo algunas pesquisas; tendrás que ir a determinados sitios y hacer preguntas en mi nombre. Y en caso de emergencia, pero solo en caso de emergencia, tendrás que hacer daño a determinadas personas que deben ser castigadas. En el improbable caso de que yo muriera, serás tú quien me vele…».

Un trato era un trato, y este lo llevaba en la sangre y en los huesos.

El señor Nancy le abrió la puerta del vestíbulo del motel y salió corriendo para abrir la de la parte de atrás de la furgoneta. Los otros cuatro ya estaban al lado del Humvee, mirándoles como si estuvieran deseando largarse de allí. Loki se había puesto la gorra de chófer. El fuerte viento agitaba las sábanas y empujaba a Sombra.

Colocó a Wednesday con la mayor delicadeza posible en la parte trasera de la furgoneta.

Alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Sombra se dio la vuelta. Era Ciudad, que le ofrecía algo que llevaba en la mano.

—Toma —dijo—, el señor Mundo me pidió que te lo diera.

Era un ojo de cristal. Tenía una fina grieta en el medio, y una diminuta esquirla se había desprendido de la parte de delante.

—Lo encontramos en la sala mientras limpiábamos. Guárdalo, te dará suerte. Dios sabe que vas a necesitarla.

Sombra cerró los dedos sobre el ojo. Deseó poder decirle algo ingenioso e inteligente, pero Ciudad ya estaba subiendo al coche, y a Sombra todavía no le había venido la inspiración.

Czernobog fue el último en salir del motel. Mientras echaba la llave a la puerta, se quedó mirando el Humvee, que arrancó y se alejó por la carretera. Dejó la llave del motel debajo de una piedra que había junto a la puerta principal y meneó la cabeza.

—Tendría que haberme comido su corazón —le dijo a Sombra—. La maldición no es suficiente. Alguien tiene que enseñarle lo que es el respeto.

Czernobog se subió a la furgoneta por la puerta de atrás.

—Pásate al asiento del pasajero —dijo el señor Nancy a Sombra—. Me apetece conducir un rato.

Salieron dirección al este.

El amanecer los sorprendió en Princeton, Missouri. Sombra no había logrado dormirse.

—¿Quieres que te dejemos en algún sitio? —le preguntó Nancy—. Yo en tu lugar me agenciaría un carné de identidad y me largaría a Canadá. O a México.

—Me quedo con vosotros —dijo Sombra—. Es lo que Wednesday habría querido.

—Ya no trabajas para él. Está muerto. Una vez que enterremos su cadáver, serás libre de marcharte.

—¿Y qué voy a hacer?

—Mantenerte al margen, mientras dure la guerra —dijo Nancy. Puso el intermitente y giró a la izquierda.

—Escóndete durante un tiempo —dijo Czernobog—. Y cuando todo esto termine, vuelve a buscarme y te remataré. Con mi maza.

—¿Adónde llevamos el cadáver? —preguntó Sombra.

—A Virginia. Allí hay un árbol —contestó Nancy.

—El árbol del mundo —explicó Czernobog en tono satisfecho y lúgubre—. Teníamos uno donde yo vivía. Pero el nuestro crece hacia el inframundo.

—Lo pondremos a los pies del árbol —dijo Nancy—. Y ahí lo dejaremos. Márchate. Seguimos viaje hacia el sur y entramos en batalla. Hay derramamiento de sangre y muchos mueren. Y el mundo cambia, siquiera un poquito.

—¿No queréis que luche a vuestro lado? Soy bastante fuerte. Podría ser muy útil en una batalla.

Nancy se volvió hacia Sombra con una sonrisa: era la primera sonrisa de verdad que veía en la cara del señor Nancy desde que lo rescató de la cárcel del condado de Lumber.

—La batalla se librará sobre todo en un lugar al que tú no puedes ir, y que no puedes tocar.

—En los corazones y almas de las personas —dijo Czernobog—. Igual que en el tiovivo.

—¿Eh?

—El carrusel —dijo el señor Nancy.

—¡Ah! —dijo Sombra—. Entre bambalinas. Ya lo entiendo. Como aquel desierto de huesos.

El señor Nancy alzó la cabeza.

—Entre bambalinas. Sí. Siempre pienso que no tienes agallas y luego vas y me sorprendes. Eso es, entre bambalinas. Ahí es donde tendrá lugar la auténtica batalla. Todo lo demás serán simples rayos y truenos.

—Contadme cómo será el velatorio —dijo Sombra.

—Alguien tiene que quedarse con el cadáver. Es una tradición. Uno de los nuestros se encargará.

—Él quería que fuera yo.

—No —dijo Czernobog—. Te matará. Una idea mala, muy mala, malísima.

—¿En serio? ¿Velar su cadáver me matará?

—Es lo que pasa cuando se muere el Padre de Todos —dijo el señor Nancy—. Conmigo será diferente. El día que yo muera, lo único que quiero es que me planten en un lugar cálido. Y cuando una mujer hermosa se acerque a la fosa la agarraré del tobillo, como en aquella película.

—No la he visto —dijo Czernobog.

—Claro que la has visto. Es justo al final. Es la película esa del instituto en la que todos los chicos van al baile de graduación.

Czernobog meneó la cabeza.

Carrie, señor Czernobog. Bueno, que alguno de vosotros me cuente lo de la vigilia —dijo Sombra.

—Cuéntaselo tú, yo estoy conduciendo —dijo Nancy.

—Nunca he oído hablar de esa película. Explícalo tú.

—A la persona que vela el cuerpo se la ata al árbol —le explicó Nancy—. Como hicieron con Wednesday. Y los dos deben permanecer allí durante nueve días y nueve noches. Sin comida ni agua, solos los dos. Al final cortan la cuerda, y si sigue con vida… Bueno, a veces ocurre. Así ha de terminar el velatorio de Wednesday —dijo Nancy.

—Puede que Alviss nos envíe a uno de los suyos. Un enano podría sobrevivir.

—Yo lo haré —dijo Sombra.

—No —dijo Nancy.

—Sí —dijo Sombra.

Los dos viejos se quedaron callados.

—¿Por qué? —preguntó Nancy al cabo de unos instantes.

—Porque los seres humanos vivos somos así.

—Estás loco —dijo Czernobog.

—Puede. Pero voy a velar a Wednesday.

Cuando pararon a echar gasolina, Czernobog anunció que estaba mareado y que quería pasarse al asiento del pasajero. A Sombra no le importaba cambiarse. Podría estirarse y dormir un poco.

Siguieron viaje en silencio. Sombra sentía que había hecho algo muy grande y muy extraño, y no sabía a ciencia cierta qué era.

—Eh, Czernobog —dijo el señor Nancy al rato—. ¿Te has fijado en el ciberchico en el motel? No se le veía muy contento. Ha estado jugando con fuego y se ha quemado. Ése es el principal problema con los jóvenes de ahora: se creen que lo saben todo y solo aprenden por las malas.

—Estupendo —dijo Czernobog.

Sombra se había estirado cuan largo era en el asiento de atrás. Se sentía como si fuera dos personas distintas, o más de dos. Una parte de él se sentía bien: por fin había sido capaz de hacer algo. Se había movido. No habría importado si no quisiera vivir, pero quería, y eso lo cambiaba todo. Esperaba salir con vida de aquello, pero estaba dispuesto a morir si ese era el precio que había que pagar por estar vivo. Por un momento todo aquello le pareció muy divertido, lo más divertido del mundo, y se preguntó si Laura sabría apreciar aquella ironía.

Pero había otra parte de él —quizá fuera Mike Ainsel, pensó, que se había esfumado con solo apretar un botón en la comisaría de policía de Lakeside— que todavía no terminaba de entender todo aquello, que intentaba comprender aquella extraña situación.

—Indios escondidos —dijo en voz alta.

—¿Qué? —dijo Czernobog en tono irritado desde el asiento de delante.

—Los dibujos que te dan para colorear cuando eres pequeño. «¿Puedes ver los diez indios escondidos en el dibujo? Hay diez indios escondidos, ¿eres capaz de encontrarlos?». A primera vista solo veías la cascada, las rocas y los árboles, pero luego te das cuenta de que si giras el dibujo hay una sombra que en realidad es un indio…

Sombra bostezó.

—Duerme —le sugirió Czernobog.

—Pero todo el conjunto —dijo Sombra. Entonces se durmió, y soñó con indios escondidos.

El árbol estaba en Virginia en mitad de la nada, en la parte de atrás de una antigua granja. Para llegar a ella habían tenido que conducir rumbo al sur desde Blacksburg durante una hora, por carreteras con nombres como Pennywinkle Branch («rama de vinca») y Rooster Spur («espolón de gallo»). Tuvieron que dar la vuelta dos veces y el señor Nancy y Czernobog acabaron discutiendo entre ellos y con Sombra.

Pararon para preguntar en una minúscula tienda situada a los pies de una colina, justo donde la carretera se bifurcaba. Un hombre mayor salió de la trastienda y se los quedó mirando: llevaba un mono vaquero y nada más, ni siquiera zapatos. Czernobog cogió unas manitas de cerdo en escabeche de un enorme bote que había sobre el mostrador y salió afuera a comérselas sentado en el suelo, mientras que el señor Nancy y el tipo del mono se turnaban para trazar mapas en unas servilletas, señalando los puntos en los que había que girar y las referencias locales.

Volvieron a la furgoneta, con el señor Nancy al volante, y no tardaron en llegar más de diez minutos. Había una placa en la entrada que decía: ASH.

Sombra se bajó y abrió la puerta. La furgoneta entró en la finca y avanzó por el prado. Cerró la puerta. Decidió ir caminando detrás del vehículo un rato, para estirar las piernas, y de vez en cuando se daba una carrera para alcanzarlo. Era muy agradable poder moverse un poco después de tanto tiempo en la furgoneta.

Había perdido por completo la noción del tiempo desde que salieron de Kansas. ¿Llevaban dos días en la carretera? ¿Tres? No lo sabía.

No parecía que el cadáver que iba en la parte trasera de la furgoneta se estuviera descomponiendo. Todavía le llegaba un ligero aroma a Jack Daniel’s mezclado con algo que bien podría ser miel agria. Pero no era un olor desagradable. De vez en cuando sacaba el ojo de cristal de su bolsillo y lo miraba: debía de estar hecho añicos por dentro a consecuencia del impacto de la bala, pero, aparte de la esquirla que se había desprendido, la superficie estaba intacta. Sombra lo manoseó, lo hizo rodar por la palma, se lo puso entre los dedos. Era un suvenir espeluznante, pero de algún modo le reconfortaba, y sospechaba que a Wednesday le habría hecho gracia saber que su ojo había ido a parar al bolsillo de Sombra.

La casa estaba a oscuras y cerrada a cal y canto. La hierba estaba muy alta y aquello parecía abandonado. El tejado se había hundido por la parte de atrás y estaba cubierto con un plástico negro. La furgoneta dio un brinco al pasar por encima de un surco y Sombra divisó el árbol.

Era de color gris plateado y más alto que la casa. Era el más bonito que Sombra había visto en su vida: espectral y, sin embargo, muy real y de una simetría casi perfecta. Y nada más verlo le resultó familiar: se preguntó si lo habría soñado, pero entonces se dio cuenta de que no, de que lo había visto antes, quizás en un dibujo o en una foto, muchas veces. Era el alfiler de corbata de Wednesday.

La furgoneta avanzó a trompicones por el prado y se paró a unos cinco metros del tronco.

Había tres mujeres al lado del árbol. A primera vista Sombra pensó que eran las Zoryas, pero no tardó en descubrir que estaba equivocado. No las conocía. Parecían cansadas y aburridas, como si llevaran mucho tiempo esperando. Cada una de ellas portaba una escalera de madera. La más grande llevaba también un saco marrón. Parecían una muñeca rusa: una alta —como Sombra, o incluso más alta—, una de estatura media y otra tan pequeña y tan encorvada que al principio Sombra pensó que era una niña. Y se parecían tanto —era la frente, o los ojos, o quizá la barbilla— que a Sombra no le cabía duda de que tenían que ser hermanas.

La más pequeña hizo una reverencia nada más llegar la furgoneta. Las otras dos se limitaron a mirar. Compartían un cigarrillo, y lo apuraron hasta el filtro antes de que una de ellas lo apagara aplastándolo contra una raíz.

Czernobog abrió la puerta trasera de la furgoneta. La más grande se le adelantó y, con gran facilidad, como si se tratara de un saco de harina, cogió en brazos el cadáver de Wednesday y lo llevó hasta el árbol. Lo dejó tendido delante, a unos dos metros del tronco. Ella y sus hermanas desenvolvieron el cadáver. Tenía peor aspecto a la luz del día que a la de las velas de la habitación del motel y, tras echarle un rápido vistazo, Sombra desvió la mirada. Las mujeres le arreglaron la ropa, le pusieron bien el traje y a continuación lo colocaron en una esquina de la sábana y lo volvieron a amortajar.

Luego las mujeres se acercaron a Sombra.

—¿Eres tú el elegido? —preguntó la mayor.

—¿El que velará al Padre de Todos? —dijo la mediana.

—¿Te has presentado voluntario? —preguntó la más pequeña.

Sombra asintió con la cabeza. Más tarde, sería incapaz de recordar si efectivamente había oído sus voces. A lo mejor lo había deducido todo de su expresión y su mirada.

El señor Nancy, que había vuelto hasta la casa para ir al baño, volvió al árbol caminando. Venía fumándose un cigarrillo y parecía pensativo.

—Sombra —le dijo—. No tienes por qué hacerlo. Podemos encontrar a alguien más adecuado. No estás preparado para esto.

—Voy a hacerlo —dijo Sombra, llanamente.

—No tienes por qué —insistió el señor Nancy—. No tienes ni la menor idea de lo que te espera.

—Da igual —replicó Sombra.

—¿Y si mueres? —preguntó el señor Nancy—. ¿Y si te mata?

—Pues si me muero —dijo Sombra—, me muero.

Tiró la colilla, irritado.

—Te dije que tenías una boñiga por cerebro, y sigues teniendo una boñiga por cerebro. ¿Es que no te das cuenta de que solo intento ayudarte?

—Lo siento —dijo Sombra. No dijo nada más. Nancy volvió a la furgoneta.

Czernobog fue hacia Sombra. No parecía muy contento.

—Tienes que salir con vida de esta —dijo—. Hazlo por mí.

A continuación, golpeó suavemente la frente de Sombra con los nudillos y dijo: «¡Zas!». Le apretó el hombro, le dio una palmada en el brazo y fue a reunirse con el señor Nancy.

La más grande de las mujeres, que al parecer se llamaba Urtha o Urder —Sombra intentó pronunciarlo varias veces, pero ni una sola a gusto de la mujer— le indicó, mediante señas, que debía quitarse la ropa.

—¿Todo?

La mujer se encogió de hombros. Sombra se quedó en calzoncillos y la camiseta. Las mujeres apoyaron sus escaleras en el tronco del árbol y le indicaron que se fuera hacia una de ellas, la que tenía una cenefa de flores y hojas pintadas a mano.

La mujer mediana vació el contenido del saco sobre la hierba. Había un montón de cuerdas enredadas, sucias y marrones por el paso del tiempo, y empezó a ordenarlas por longitud y a dejarlas con cuidado en el suelo, junto al cadáver de Wednesday.

Subieron por las escaleras y empezaron a atar las cuerdas, con intrincados y elegantes nudos, pasándolas primero por el árbol, y luego alrededor de Sombra. Sin pudor alguno, como si fueran comadronas, enfermeras o empleadas de una funeraria, le quitaron la camiseta y los calzoncillos y lo amarraron, no muy fuerte pero de forma segura. Sombra estaba sorprendido de lo bien que las cuerdas y los nudos aguantaban su peso. Pasaban por debajo de sus brazos, entre sus piernas, alrededor de la cintura, de los tobillos y del pecho.

Le ataron una última cuerda, muy floja, alrededor del cuello. Al principio resultaba incómodo, pero el peso estaba bien distribuido y ninguna de las cuerdas se le clavaba.

Sus pies estaban a un metro y medio del suelo. El árbol no tenía hojas y era enorme, sus ramas se recortaban en negro sobre el fondo gris del cielo y la corteza era suave y de color gris plateado.

Retiraron las escaleras. Por un momento sintió pánico al ver que su cuerpo se desplazaba unos centímetros hacia abajo, pues ahora las cuerdas soportaban todo el peso. Pero mantuvo la calma.

En ese momento estaba completamente desnudo.

Las mujeres colocaron el cadáver, envuelto en su mortaja de sábanas de motel, al pie del árbol, y allí lo dejaron.

Lo dejaron allí completamente solo.