Capítulo trece

Hey, old friend.

What do you say, old friend?

Make it okay, old friend.

Give an old friendship a break.

Why so grim? We’re going on forever.

You, me, him —too many lives are at stake…

Eh, viejo amigo.

¿Qué te cuentas, viejo amigo?

Hagamos las paces, viejo amigo

Dale un respiro a esta vieja amistad.

¿A qué tanta tristeza? Seremos amigos para siempre.

Tú, yo, él… —hay demasiadas vidas en juego.

—Stephen Sondheim, «Old friends».

Sábado por la mañana. Sombra fue a abrir la puerta.

Era Marguerite Olsen. No entró, se quedó allí a la luz del sol, con expresión grave.

—¿Señor Ainsel…?

—Por favor, llámame Mike.

—Mike, sí. ¿Te apetece venir a cenar esta noche? ¿Sobre las seis? Nada especial, solo espaguetis con albóndigas.

—Desde luego. Me gustan los espaguetis con albóndigas.

—Claro que si tienes otros planes…

—No tengo ninguno.

—A las seis, entonces.

—¿Llevo flores?

—Tú verás. Pero no es más que un gesto de buena vecindad, no un acercamiento romántico —dijo Marguerite, y se marchó cerrando la puerta.

Sombra se dio una ducha. Salió a dar un breve paseo, hasta el puente y vuelta. El sol lucía en lo alto del cielo como una moneda deslustrada, y llegó a casa sudando bajo el abrigo. El termómetro debía de haber subido por encima del cero. Bajó en coche hasta el Delicatessen de Dave y compró una botella de vino que costaba veinte dólares, algo que interpretó como una especie de garantía de calidad. No entendía de vinos, pero imaginó que si valía veinte dólares estaría bueno. Compró un cabernet de California, porque una vez había visto una pegatina en un coche, cuando era joven y la gente todavía llevaba pegatinas en los coches, que decía «La vida es un cabernet» y le había hecho mucha gracia.

Compró también una planta. Toda hojas, nada de flores. Nada ni remotamente romántico.

Compró un cartón de leche, que nunca llegaría a beberse, y algo de fruta variada, que nunca llegaría a comerse.

Después, se acercó a Mabel’s y solo se llevó una empanadilla para el almuerzo. A Mabel se le iluminó la cara al verlo.

—¿No te has cruzado con Hinzelmann?

—No sabía que me estuviera buscando.

—Sí, quiere llevarte a pescar en el hielo. Y Chad Mulligan también quería saber si te había visto. Ha venido su prima. En realidad es una prima segunda, lo que antes llamábamos «primas con las que te puedes besar». Es adorable. Te va a encantar.

Mabel metió la empanadilla en una bolsa de papel y dobló el borde para que se mantuviese caliente.

Sombra condujo de vuelta a casa, comiendo con una mano y poniéndose perdidos de migas sus pantalones y el suelo del coche. Pasó por delante de la biblioteca de la orilla sur del lago. Con la nieve y el hielo, parecía una ciudad en blanco y negro. La primavera parecía tan lejos que no cabía ni imaginarla: el cacharro seguiría en el hielo para siempre, junto con los refugios para pescar, las furgonetas y las huellas de las motos de nieve.

Llegó a la casa, aparcó y subió por los escalones de madera hasta el apartamento. Los jilgueros y trepadores del comedero apenas le prestaron atención. Entró. Regó la planta, y dudó de si debía meter la botella en el frigorífico o no.

Quedaba mucho tiempo hasta las seis.

Sombra deseó una vez más poder sentarse tranquilamente a ver la televisión. Quería que le entretuviesen, no tener que pensar, solo sentarse y dejar que las luces y el sonido lo envolviesen. «¿Quieres ver las tetas de Lucy?», susurró en su memoria una voz como la de Lucy, y meneó la cabeza aunque nadie podía verlo.

Se percató de que estaba nervioso. Iba a ser su primer contacto social con otra gente —gente normal, no presidiarios, ni dioses, ni héroes culturales, ni sueños— desde que lo arrestaron por primera vez, unos tres años antes. Tendría que entablar conversación como Mike Ainsel.

Miró el reloj. Eran las dos y media. Marguerite Olsen le había dicho que estuviese allí a las seis. ¿Se refería a las seis en punto? ¿Debía llegar con un poco de antelación? ¿Un poco más tarde? Al final, decidió llamar a la puerta contigua a las seis y cinco.

Sonó el teléfono.

—¿Sí? —dijo.

—Ésa no es forma de contestar al teléfono —gruñó Wednesday.

—Cuando tenga línea contestaré con educación —replicó Sombra—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—No lo sé —respondió Wednesday. Hubo un momento de silencio. Después continuó—: Organizar a los dioses es como intentar poner a un montón de gatos en fila india. No está en su naturaleza, simplemente.

Sombra percibió en la voz de Wednesday un agotamiento mortal que no había percibido nunca.

—¿Qué pasa?

—Es difícil. Muy difícil. No sé si va a funcionar. Igual deberíamos cortarnos el cuello nosotros mismos. Cortarnos el cuello y acabar con todo de una vez.

—No deberías decir eso.

—Sí, tienes razón.

—Si decides cortarte el cuello —dijo Sombra, en un intento de animar a Wednesday—, puede que ni siquiera te duela.

—Dolería. Incluso los dioses sentimos dolor. Si te mueves y actúas en el mundo material, el mundo material también actúa en ti. El dolor duele, del mismo modo que la avaricia embriaga y la lujuria quema. Puede que no seamos fáciles de matar, y te puedo asegurar, tan cierto como que el infierno existe, que no morimos bien, pero podemos morir. Mientras aún somos amados y recordados, otros como nosotros aparecen y ocupan nuestro lugar y entonces todo vuelve a comenzar. Pero si nos olvidan, estamos muertos.

Sombra no sabía qué decir.

—Bueno, ¿desde dónde llamas?

—¿Y a ti qué coño te importa?

—¿Estás borracho?

—Todavía no. Es solo que no puedo dejar de pensar en Thor. No le conoces. Es un tipo grande, como tú. De buen corazón. No tiene muchas luces, pero te regalaría su propia camisa si se la pidieses. Se suicidó. Se metió una pistola en la boca y se saltó la tapa de los sesos en 1932, en Filadelfia. ¿Te parece una muerte digna de un dios?

—Lo siento.

—Tú qué coño vas a sentir, chaval. Se parecía mucho a ti. Grande y tonto.

Wednesday dejó de hablar. Tosió.

—¿Qué pasa? —volvió a preguntar Sombra.

—Se han puesto en contacto.

—¿Quiénes?

—Los del otro bando.

—¿Y?

—Quieren pactar una tregua. Conversaciones de paz. Un rollo de esos de vive y deja vivir.

—Y ahora, ¿qué?

—Ahora voy y me tomo un café de mierda con los modernos en la sede de la logia masónica de Kansas.

—Muy bien. ¿Pasas a recogerme o quedamos en algún sitio?

—Tú te quedas ahí y no armas escándalo. No te metas en ningún lío. ¿Me oyes?

—Pero…

Un chasquido, y la línea se cortó. El teléfono no daba tono, pero al fin y al cabo tampoco lo había dado nunca.

Nada que hacer salvo matar el tiempo. La conversación con Wednesday le había dejado con una sensación de inquietud. Se levantó, con la idea de salir a dar una vuelta, pero apenas había luz ya, así que volvió a sentarse.

Cogió las Actas del ayuntamiento de Lakeside 1872-1884 y se puso a hojearlas, pasando la vista por la minúscula letra pero sin leerla, y deteniéndose de tanto en tanto si algo le llamaba la atención.

Se enteró de que en julio de 1874 al ayuntamiento le preocupaban los muchos leñadores itinerantes que habían llegado a la ciudad. Se iba a construir un teatro de la ópera en la Tercera con Broadway. Era de esperar que las molestias derivadas de la inundación de Mill Creek desaparecieran una vez que el estanque que abastecía de agua al molino se hubiese convertido en lago. El ayuntamiento había autorizado el pago de setenta dólares al señor Samuel Samuels, y de ochenta y cinco al señor Heikki Salminen, en concepto de indemnización por la expropiación de sus tierras y por los gastos que pudieran haberles generado el trasladar sus respectivos domicilios fuera del área de inundación.

A Sombra no se le habría ocurrido pensar que el lago fuese artificial. ¿Por qué bautizar a la ciudad con el nombre de Lakeside si el dichoso lago había sido hasta entonces apenas un estanque para abastecer de agua al molino? Continuó leyendo, y descubrió que un tal señor Hinzelmann, conocido en Brunswick como Hündemuhlen, fue quien dirigió el proyecto de construcción del lago, y que el ayuntamiento había asignado la cantidad de 370 dólares para realizarlo, y que todo lo que excediera de dicha suma sería cubierto por suscripción popular. Sombra cortó una tira de papel de cocina y la colocó dentro del libro a modo de marcapáginas. Ya imaginaba lo contento que se pondría Hinzelmann al ver la referencia a su abuelo. Se preguntó si el viejo sabía que su familia había tenido un papel fundamental en la construcción del lago. Sombra siguió hojeando el libro en busca de alguna otra referencia al proyecto.

El lago se inauguró con una ceremonia en la primavera de 1876, justo antes del centenario de la ciudad. El ayuntamiento le había dado las gracias formalmente al señor Hinzelmann por su trabajo.

Sombra miró el reloj. Eran las cinco y media. Fue al baño, se afeitó y se peinó. Se cambió de ropa. Al final consumió los últimos quince minutos. Cogió el vino y la planta y se fue hacia la puerta de al lado.

Abrieron en cuanto llamó. Marguerite Olsen parecía casi tan nerviosa como él. Cogió la botella y la planta y le dio las gracias. La televisión estaba encendida con un vídeo de El Mago de Oz. Todavía estaba en la parte filmada en blanco y negro, y Dorothy estaba aún en Kansas, sentada en la camioneta del profesor Marvel con los ojos cerrados mientras el viejo farsante fingía leer su mente, y el tornado que iba a alejarla de su vida estaba al caer. Leon estaba sentado frente a la pantalla, jugando con un camión de bomberos. Al ver a Sombra se le iluminó la cara; se levantó y salió corriendo hacia una de las habitaciones del fondo, tropezando con sus propios pies por la emoción, y regresó al cabo de un instante, agitando en la mano una moneda de veinticinco con aire triunfal.

—¡Mira, Mike Ainsel! —gritó. Cerró ambas manos, hizo como si cogiese la moneda con la mano derecha y la abrió completamente— ¡La he hecho desaparecer, Mike Ainsel!

—Sí, señor —dijo Sombra—. Después de cenar, si a tu madre le parece bien, te enseñaré a hacerlo como un auténtico profesional.

—Hazlo ahora, si quieres —dijo Marguerite—. Tenemos que esperar a Samantha. La he mandado a comprar nata agria. No sé por qué tarda tanto.

Como si le hubiera dado el pie para entrar en escena, se oyeron pasos en la terraza de madera, y alguien abrió la puerta empujándola con el hombro. Al principio, Sombra no la reconoció.

—No sabía si querías de la que engorda o de la que sabe a engrudo, así que al final me decidí por la que engorda —dijo Samantha, y entonces Sombra la reconoció: era la chica que había recogido en la carretera cuando iba a Cairo.

—Estupendo —dijo Marguerite—. Sam, este es mi vecino, Mike Ainsel. Mike, esta es Samantha Cuervo Negro, mi hermana.

«No te conozco —pensó Sombra desesperadamente—. No nos hemos visto nunca. Somos dos extraños». Intentó recordar cómo había pensado en «nieve», aquello le había resultado muy fácil, pero esta era una situación desesperada. Le tendió la mano y dijo:

—Encantado de conocerte.

Ella parpadeó y lo miró a la cara. Tras un momento de desconcierto, sus ojos lo reconocieron y las comisuras de su boca se curvaron en una sonrisa.

—Hola.

—Voy a echarle un ojo a la comida —anunció Marguerite, con la voz tensa de alguien a la que se le suelen quemar las cosas en cuanto se despista siquiera un momento.

Sam se quitó el plumas y el gorro.

—Así que tú eres el vecino melancólico y misterioso. ¿Quién lo habría dicho? —dijo, en voz baja.

—Y tú Sam chica —replicó Sombra—. ¿Podemos hablar de esto más tarde?

—Si prometes explicarme qué está pasando.

—Trato hecho.

Leon tiró de la pernera del pantalón de Sombra.

—¿Me lo enseñas ya? —preguntó, con la moneda en la mano.

—Vale —dijo Sombra—. Pero si te lo enseño, debes recordar que un mago nunca le cuenta a nadie cómo hace sus trucos.

—Lo prometo —respondió Leon, con expresión grave.

Sombra se puso la moneda en la mano izquierda, colocó encima la mano derecha de Leon, que al lado de la suya parecía minúscula, y le enseñó a fingir que la cogía con la mano derecha mientras en realidad seguía en la mano izquierda de Sombra. Luego puso la moneda en la mano izquierda de Leon para que lo hiciera él solo.

Tras varios intentos, el niño consiguió dominar el movimiento.

—Ahora ya sabes la mitad del truco —le dijo Sombra—. La otra mitad consiste en esto: centra tu atención en el lugar donde debería estar la moneda. Mira al lugar donde se supone que está. Síguela con la mirada. Si te miras la mano derecha, nadie mirará la izquierda, por muy patoso que seas.

Sam observaba todo esto con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, sin decir nada.

—¡A cenar! —los llamó Marguerite, saliendo de la cocina con una humeante fuente de espaguetis—. Leon, ve a lavarte las manos.

Estaba todo muy bueno: el pan de ajo crujiente, la salsa de tomate bien espesa y las albóndigas muy sabrosas. Sombra felicitó a Marguerite.

—Es una vieja receta familiar —le explicó—. De la rama corsa.

—Pensaba que eras de ascendencia india.

—Papá es cherokee —dijo Sam—, el padre de la madre de Mag era de Córcega.

Sam era la única persona de la habitación que bebía vino.

—Papá la dejó cuando Mags tenía diez años y se mudó a la otra punta de la ciudad. Seis meses después, nací yo. Mis padres se casaron cuando consiguió el divorcio y creo que durante un tiempo intentaron que funcionara, pero papá se fue cuando yo tenía diez años. Se ve que no logra centrar su atención en nada más de diez años.

—Bueno, ahora ya lleva diez años en Oklahoma —dijo Marguerite.

—La familia de mi madre eran judíos europeos —continuó Sam—, de uno de esos sitios que antes eran comunistas y ahora están sumidos en el caos. Creo que le gustaba la idea de estar casada con un cherokee, y freír pan e hígado picado.

Bebió otro sorbo de vino tinto.

—La madre de Sam es una mujer salvaje —dijo Marguerite casi con admiración.

—¿Sabes dónde está ahora? —le preguntó Sam. Sombra movió la cabeza—. En Australia. Conoció a un tío por Internet, vivía en Hobart. Cuando se vieron en persona mi madre descubrió que le daba repelús. Pero Tasmania le encantó, así que decidió quedarse allí, con un grupo de mujeres, para enseñarles la técnica del batik y cosas por el estilo. ¿No te parece genial? ¿A su edad?

Sombra asintió y se sirvió más albóndigas. Sam les contó que todos los aborígenes de Tasmania habían sido exterminados por los ingleses, que habían hecho una cadena humana alrededor de la isla y solo habían atrapado a un viejo y a un niño enfermo. Les contó que los tigres de Tasmania, los tilacinos, se habían extinguido por culpa de los granjeros, que temían por sus ovejas, y que los políticos se habían dado cuenta de que había que proteger a los tilacinos en la década de 1930, cuando murió el último ejemplar. Apuró su segunda copa de vino y se sirvió la tercera.

—Bueno, Mike —dijo Sam, con las mejillas encendidas—, háblanos de tu familia. ¿Cómo son los Ainsel? —Sonreía con malicia.

—Somos muy sosos —dijo Sombra—. Ningún Ainsel ha viajado nunca a un lugar tan lejano como Tasmania. Así que vives en Madison y vas al colegio. ¿Cómo es?

—Ya lo sabes, estudio historia del arte, feminismo y hago esculturas en bronce.

—Cuando sea mayor —interrumpió Leon— haré magia. Puf. ¿Me enseñarás, Mike Ainsel?

—Claro —dijo Sombra—. Si a tu madre le parece bien.

Marguerite se encogió de hombros.

—Después de cenar, Mags —dijo Sam—, mientras acuestas a Leon, le pediré a Mike que me lleve al Buck Stops Here y estaremos fuera una hora o así.

Marguerite no se encogió de hombros. Inclinó la cabeza y arqueó una ceja.

—Parece un tipo interesante —dijo Sam—. Y tenemos mucho de qué hablar.

Marguerite miró a Sombra, que estaba muy concentrado en limpiarse una imaginaria mancha de salsa de tomate de la barbilla.

—Bueno, ya sois mayorcitos los dos —dijo, en un tono que sugería que no lo eran o que, aun si lo fueran, no deberían ser considerados como tales.

Después de cenar, Sombra ayudó a Sam a fregar los platos —se encargó de secarlos— y luego le hizo otro truco a Leon. Consistía en contar unos peniques que el niño tenía en la mano: cada vez que Leon la abría y los contaba, había uno menos que la última vez. Cuando llegó al último, le preguntó:

—¿Lo estás agarrando bien fuerte?

Cuando Leon volvió a abrir la mano, el penique se había convertido en una moneda de diez centavos. El niño se fue a la cama medio llorando, diciendo:

—Pero ¿cómo se hace? Mamá, ¿cómo lo ha hecho? Joo…

Sam le pasó el abrigo.

—Andando —le dijo. Tenía las mejillas encendidas por el vino.

Fuera hacía frío.

Sombra pasó por su apartamento para coger las Actas del ayuntamiento de Lakeside 1872-1884, las metió en una bolsa de plástico del supermercado y se las llevó. A lo mejor se encontraba con Hinzelmann en el Buck, y quería enseñarle la parte en la que se mencionaba a su abuelo.

Bajaron por el sendero. Sombra abrió la puerta del garaje, y ella se echó a reír.

—No me lo puedo creer —exclamó, al ver el todoterreno—, ¡pero si es el coche de Paul Gunther! Le has comprado el coche a Paul Gunther. ¡No me lo puedo creer!

Sombra le abrió la puerta, dio la vuelta y se subió.

—¿Conoces el coche?

—De cuando estuve aquí hace dos o tres años. Fui yo quien lo convenció para que lo pintara de violeta.

—Vaya —dijo Sombra—. Ahora ya sé a quién echarle la culpa.

Sacó el coche a la calle. Se bajó y cerró la puerta del garaje. Volvió a subirse. Sam lo miró de forma extraña, como si empezara a perder la confianza. Sombra se puso el cinturón de seguridad, y ella le dijo:

—Tengo miedo. Esto ha sido una estupidez, ¿verdad? Subirme al coche de un psicópata asesino.

—La última vez te dejé en casa sana y salva —replicó Sombra.

—Has matado a dos hombres —dijo Sam—. Te buscan los federales. Y ahora resulta que estás viviendo al lado de mi hermana con un nombre falso. ¿O Mike Ainsel es tu verdadero nombre?

—No —contestó Sombra, y suspiró—. No lo es.

Odiaba tener que admitirlo. Era como si estuviese dejando escapar algo muy importante, como si al negarlo abandonara a Mike Ainsel, como si estuviese dejando tirado a un amigo.

—¿Mataste a esos hombres?

—No.

—Vinieron a mi casa y me dijeron que nos habían visto juntos. Y aquel tipo me enseñó fotos tuyas. ¿Cómo se llamaba, señor Sombrero? No. Señor Ciudad. Eso es. Era como en El fugitivo. Pero yo les dije que no te había visto.

—Gracias.

—A ver —dijo—. Cuéntame qué está pasando aquí. Guardaré tus secretos si tú guardas los míos.

—No conozco ninguno de los tuyos —dijo Sombra.

—Bueno, sabes que fue idea mía lo de pintar esto de violeta, convirtiendo así a Paul Gunther en el hazmerreír de toda la región hasta el punto de que tuvo que irse de la ciudad. Estábamos un poco fumados —admitió.

—No creo que esto último sea un gran secreto —dijo Sombra—. Seguro que todo Lakeside está al corriente. Este violeta en particular es muy del gusto de los fumetas.

Entonces, Sam le habló en voz muy baja, y muy rápido.

—Si vas a matarme, no me hagas daño, por favor. No debería haber venido contigo. Soy una idiota. Soy muy, muy, muy idiota. Tendría que haber huido o haber llamado a la poli en cuanto te vi. Te puedo identificar. ¡Dios! Qué pedazo de idiota.

Sombra suspiró.

—Nunca he matado a nadie. En serio. Y ahora nos vamos al Buck —le dijo—. O si lo prefieres, doy la vuelta y te llevo a casa. Te invitaré a una copa, si es que de verdad tienes edad para beber, y si no te invitaré a un refresco. Luego te llevaré otra vez con Marguerite, te dejaré en casa sana y salva, y espero que no se te ocurra llamar a la policía.

Cruzaron el puente en completo silencio.

—¿Quién mató a esos hombres? —preguntó Sam.

—Si te lo dijese, no me creerías.

—Sí que te creeré. —Pareció enfadada. Sombra pensó que quizá no había sido tan buena idea llevar vino a la cena. En ese preciso instante la vida no era un cabernet, desde luego.

—No es fácil de creer.

—Yo puedo creer cualquier cosa. Tú no tienes ni idea de lo que puedo llegar a creer.

—¿En serio?

—Puedo creer cosas que son verdad y también cosas que no lo son y cosas que nadie sabe si son verdad o mentira. Puedo creer en Papá Noel y en el conejo de Pascua y en Marilyn Monroe y en los Beatles y en Elvis y en Mister Ed, el caballo que habla. Mira: creo que las personas son perfectibles, que el conocimiento es infinito, que el mundo está dirigido por cárteles financieros secretos y que los extraterrestres nos visitan con cierta frecuencia, alienígenas buenos que parecen lémures arrugados, y alienígenas malos que mutilan el ganado y quieren apropiarse de nuestra agua y nuestras mujeres. Creo que el futuro es negro y creo que el futuro mola y creo que un día la Mujer Búfalo Blanco regresará y nos dará a todos una patada en el culo. Creo que todos los hombres son solo niños muy grandes con serios problemas de comunicación y que el declive del buen sexo en Estados Unidos comenzó con el declive de los motocines en todos los estados de la Unión. Creo que todos los políticos son unos impresentables sin sentido de la ética y también creo que son mejores que la alternativa. Creo que California se hundirá en el mar cuando se produzca el gran terremoto, mientras que Florida desaparecerá en medio de la locura, los caimanes y los vertidos tóxicos. Creo que los jabones antibacterianos están acabando con nuestras defensas y eso hará que el día menos pensado un catarro común nos borre a todos de la faz de la Tierra, como les sucedía a los marcianos en La guerra de los mundos. Creo que los poetas más grandes del pasado siglo fueron Edith Sitwell y Don Marquis, que el jade es esperma de dragón seco, y que hace miles de años, en una vida anterior, yo fui un chamán siberiano manco. Creo que el destino de la humanidad está escrito en las estrellas. Creo que las chuches estaban mucho más ricas cuando era pequeña, que es aerodinámicamente imposible que los abejorros vuelen, que la luz es a un tiempo onda y partícula, que en algún lugar del mundo hay un gato en una caja que está vivo y muerto al mismo tiempo (aunque si no abren nunca esa caja y no le dan de comer acabará estando muerto y muerto), y creo que en el universo hay estrellas miles de millones de años más antiguas que el propio universo. Creo en un dios personal que me cuida y se preocupa por mí y ve todo lo que hago. Creo en un dios impersonal que puso el universo en marcha y luego se fue de farra con sus novias y ni siquiera sabe que existo. Creo en un universo vacío y sin dios de caos causal, en el ruido de fondo y en la suerte pura y ciega. Creo que cualquiera que diga que el sexo está sobrevalorado lo dice porque nunca ha echado un buen polvo. Creo que cualquiera que diga que sabe lo que está pasando también miente en las cosas más simples. Creo en la sinceridad absoluta y en la sensatez de las mentiras piadosas. Creo en el derecho de elección de la mujer, en el derecho a la vida del bebé, en que toda vida humana es sagrada y en que eso no está reñido con la pena de muerte si damos por supuesto que se puede confiar en el sistema judicial, y creo también que solo un imbécil confiaría en el sistema judicial. Creo que la vida es un juego, que la vida es una broma cruel y que la vida es lo que sucede cuando estás vivo y que lo mejor que puedes hacer es tumbarte a la bartola y disfrutarla.

Sam se interrumpió, se había quedado sin aliento.

Sombra estuvo a punto de soltar el volante para aplaudir. Pero se limitó a decir:

—Vale. O sea que, si te cuento lo que he descubierto, no pensarás que soy un pirado.

—Puede —dijo Sam—. Ponme a prueba.

—¿Me creerías si te digo que todos los dioses imaginados por el ser humano siguen entre nosotros hoy en día?

—Puede.

—Y que ahora han surgido nuevos dioses, dioses de los ordenadores y de los teléfonos y todo esto, y todos parecen creer que no hay sitio en el mundo para ambos tipos de deidades. Y que probablemente está a punto de estallar una especie de guerra.

—¿Y fueron esos dioses los que mataron a aquellos dos hombres?

—No, fue mi mujer.

—¿No me dijiste que estaba muerta?

—Lo está.

—¿Los mató antes de morir, entonces?

—Después. No preguntes.

Sam se apartó el pelo de la frente.

Aparcaron en la calle principal, a la puerta del Buck. El cartel de la entrada tenía dibujado un ciervo con cara de sorpresa, de pie sobre las patas traseras y con una jarra de cerveza. Sombra cogió la bolsa con el libro y se bajó del coche.

—¿Y por qué se van a enzarzar en una guerra? —preguntó Sam—. Parece que no tiene mucho sentido. ¿Qué pueden ganar?

—No lo sé —admitió Sombra.

—Resulta más fácil creer en los extraterrestres que en los dioses —dijo Sam—. A lo mejor el señor Ciudad y el señor Mundo eran Hombres de Negro, solo que extraterrestres.

—A lo mejor, entre otras cosas.

Estaban en la acera, justo delante del bar, cuando Sam se detuvo. Miró a Sombra y su aliento flotó en el aire nocturno como una leve nube.

—Solo dime que eres uno de los buenos —le pidió.

—No puedo —dijo Sombra—. Ojalá pudiera. Pero me esfuerzo mucho.

Le miró, y se mordió el labio inferior. Luego asintió.

—Con eso me basta —dijo—. No te voy a delatar. Te dejo que me invites a una cerveza.

Sombra le abrió la puerta, y una explosión de calor y de música les golpeó en plena cara. Entraron.

Sam saludó con la mano a algunos amigos. Sombra saludó con un gesto de la cabeza a media docena de personas cuyas caras —que no sus nombres— recordaba del día en que estuvo buscando a Alison McGovern, o de las mañanas en Mabel’s. Chad Mulligan estaba en la barra, rodeando con el brazo los hombros de una pelirroja bajita; la prima segunda, supuso Sombra. Se preguntó qué aspecto tendría, pero le daba la espalda. Chad alzó la mano a modo de saludo cuando lo vio. Sombra le sonrió, y le saludó con la mano. Echó un vistazo a su alrededor buscando a Hinzelmann, pero el viejo no parecía encontrarse allí aquella noche. Avistó una mesa libre en el fondo y fue hacia ella.

Entonces alguien se puso a chillar.

Era un alarido desagradable, desgarrador, el grito histérico de quien ha visto un fantasma, y todo el mundo se quedó callado. Sombra miró a su alrededor, con la seguridad de que estaban asesinando a alguien, y entonces se percató de que todas las miradas estaban clavadas en él. Incluso el gato negro, que se pasaba el día dormido en el alféizar de la ventana, estaba encima de la gramola mirándolo con la cola tiesa y el lomo arqueado.

El tiempo se ralentizó.

—¡Cogedle! —gritó una voz de mujer, al borde de la histeria—. ¡Por el amor de Dios, que alguien lo detenga! ¡No dejéis que se escape! ¡Por favor!

La voz le resultaba familiar.

Nadie se movió. Todos miraban fijamente a Sombra, y él los miraba fijamente a ellos.

Chad Mulligan dio un paso al frente y avanzó por entre la gente. La pelirroja lo seguía con cautela, con los ojos desorbitados, como si estuviese a punto de ponerse a gritar de nuevo. Sombra la conocía. Y tanto que la conocía.

Chad aún llevaba la cerveza en la mano, y la dejó en una mesa cercana.

—Mike.

—Chad.

Audrey Burton estaba justo detrás de Chad Mulligan. Tenía la cara pálida y los ojos llenos de lágrimas. Era ella la que había gritado.

—Sombra —dijo—. Cabrón. Cabrón asesino y perverso.

—¿Estás segura de que conoces a este hombre, cielo? —preguntó Chad. Parecía incómodo. Era evidente que esperaba que todo aquello fuera un simple error, que Audrey lo hubiera confundido con otra persona y que algún día pudieran reírse al recordarlo.

Audrey Burton lo miró con incredulidad.

—¿Estás loco? Trabajó para Robbie durante años. La guarra de su mujer era mi mejor amiga. Le buscan por asesinato. Tuve que responder a muchas preguntas. Está en busca y captura.

Estaba fuera de sí, con la voz trémula por la tensión que le producía el esfuerzo de contener la histeria; lloriqueaba como una actriz de telenovela intentando aspirar al Emmy. «Primas segundas», pensó Sombra, sin dejarse impresionar.

En el bar, todo el mundo seguía callado. Chad Mulligan miró a Sombra.

—Tiene que ser un error. Seguro que enseguida lo aclaramos todo —dijo con mucha sensatez. Luego se dirigió al resto de la parroquia—. No pasa nada. No hay de qué preocuparse. Vamos a aclarar esto. No pasa nada. —Luego, dirigiéndose a Sombra de nuevo—: Vamos fuera, Mike.

Sereno y competente. Sombra estaba impresionado.

—Claro.

Notó que una mano tocaba la suya, y al volverse vio que Sam lo miraba. Le sonrió, intentando tranquilizarla.

Samantha miró a Sombra, y a continuación miró a la gente que los miraba.

—No sé quién eres —le dijo a Audrey Burton—. Pero-eres-una-hija-de-puta.

Se puso de puntillas, tiró de Sombra y le plantó un beso en la boca, apretando los labios durante un instante que a él le pareció eterno pero que, con el reloj en la mano, puede que no durara más de cinco segundos.

Fue un beso extraño, pensó Sombra mientras los labios de Sam se apretaban contra los suyos: no iba dirigido a él. Iba dirigido al resto de la concurrencia del bar, para hacerles saber que ella había tomado partido. Lo besó como quien agita una bandera. Y pese a ello, Sombra estaba seguro de que ni siquiera le gustaba; no en ese sentido.

Sin embargo, una vez había leído un cuento, hacía mucho tiempo, cuando era pequeño: era la historia de un viajero que había resbalado y había caído por un barranco, con tigres hambrientos de carne humana en lo alto y una caída letal a sus pies, pero había conseguido detener la caída a medio camino, aferrándose a la roca con toda su alma. A su lado había una mata de fresas, y una muerte segura tanto hacia arriba como hacia abajo. La pregunta era: ¿Qué hacer? La respuesta: comerse las fresas.

De niño, aquella historia le pareció absurda. Pero ahora la entendía.

Cerró los ojos, se abandonó al beso y no sintió nada salvo los labios de Sam y la suavidad de su piel, dulce como una fresa silvestre.

—Vamos, Mike —dijo Chad Mulligan, con firmeza—. Por favor. Vámonos afuera.

Sam se apartó. Se lamió los labios y sonrió, y su sonrisa casi alcanzó sus ojos.

—No está mal —dijo—. Besas bien para ser un chico. Vale, ya podéis salir a jugar. —A continuación se volvió hacia Audrey Burton—. Pero tú sigues siendo una hija de puta.

Sombra le tiró a Sam las llaves de su coche. Ella las cogió al vuelo, con una sola mano. Sombra atravesó el bar y salió afuera, seguido de Chad Mulligan. Estaba empezando a nevar, y los copos se arremolinaban en torno al letrero luminoso del bar.

—¿Hay algo que quieras contarme? —le preguntó Chad.

—¿Estoy detenido? —preguntó a su vez Sombra.

Audrey los había seguido hasta la acera. Parecía a punto de ponerse a gritar de nuevo. Habló con voz trémula.

—Ha matado a dos hombres, Chad. Los del FBI vinieron a verme. Es un psicópata. Si quieres, te acompaño a la comisaría.

—Usted ya ha causado bastantes problemas, señora —dijo Sombra, con una voz que incluso a él le sonó cansada—. Por favor, váyase.

—Chad, ¿has oído eso? ¡Me ha amenazado! —exclamó Audrey.

—Vuelve dentro, Audrey —dijo Chad Mulligan. Parecía que iba a ponerse a discutir, pero apretó los labios de tal forma que se pusieron blancos, y volvió a entrar en el bar.

—¿Algo que alegar a lo que ha dicho? —le preguntó Chad Mulligan.

—No he matado a nadie en mi vida.

Chad asintió.

—Te creo. Estoy seguro de que podremos aclarar esas acusaciones sin mayor problema. Seguramente no es nada, pero tengo que hacerlo. No me vas a crear problemas, ¿no, Mike?

—Ninguno. Todo esto es un error.

—Exacto —dijo Chad—. Supongo que deberíamos ir a mi oficina y acararlo todo allí.

—¿Estoy detenido?

—No —respondió Chad—. A menos que quieras que te detenga. La idea es que, apelando a tu valor cívico, me acompañes a mi oficina y hagamos lo que haya que hacer para aclarar todo este embrollo.

Chad cacheó a Sombra, y no encontró ningún arma. Subieron al coche de Mulligan. Sombra se subió una vez más a la parte de atrás, separado del jefe Mulligan por unos barrotes metálicos. «SOS. Mayday. Socorro», pensó. Intentó presionar a Mulligan mentalmente, como había hecho ya en una ocasión con un policía de Chicago. «Es tu viejo amigo Mike Ainsel. Le salvaste la vida. ¿No ves que esto es una estupidez? Déjalo correr».

—He pensado que lo mejor era sacarte de ahí —dijo Chad—. Solo faltaba que algún bocachancla decidiera que fuiste tú quien mató a Alison McGovern y todo el mundo se uniera al linchamiento.

—Tienes razón.

—¿Estás seguro de que no hay nada que quieras contarme?

—No. No tengo nada que decir.

Permanecieron en silencio durante el resto del trayecto hasta la comisaría de Lakeside. El edificio, le explicó Chad, mientras aparcaba el coche a la puerta, pertenecía en realidad al departamento del sheriff del condado. Les cedían algunos despachos a los de la policía local. El condado no tardaría en construir algo más moderno, pero por el momento no quedaba más remedio que conformarse.

Entraron.

—¿Debería pedir un abogado?

—No se te acusa de nada, pero haz lo que quieras —le respondió Mulligan. Pasaron por varias puertas de vaivén—. Siéntate ahí.

Sombra tomó asiento en una silla de madera con quemaduras de cigarrillo en el lateral. Se sentía estúpido y bloqueado. En el tablón de anuncios había un pequeño póster junto a un gran cartel de «Prohibido fumar». El póster decía: «Desaparecida y en peligro». La fotografía era de Alison McGovern.

Había una mesa de madera con ejemplares atrasados de Sports Illustrated y Newsweek. La iluminación era bastante pobre. La pintura de la pared era de color amarillo, pero puede que originalmente fuera blanca.

Diez minutos más tarde, Chad le trajo un vaso de chocolate aguado de la máquina.

—¿Qué llevas en la bolsa? —le preguntó. Y en ese momento Sombra se percató de que todavía llevaba la bolsa de plástico con las Actas del ayuntamiento de Lakeside.

—Un libro antiguo —respondió Sombra—. Hay una foto de tu abuelo. O de tu bisabuelo, no estoy seguro.

—¿Sí?

Sombra pasó las páginas hasta encontrar el retrato de la plana mayor del ayuntamiento, y señaló al hombre que aparecía identificado como Mulligan. Chad se rio.

—Ésta sí que es buena.

Pasaron los minutos, y las horas, en aquel despacho. Sombra se había leído ya dos números del Sports Illustrated y cogió el Newsweek. De vez en cuando, Chad venía para ver si Sombra necesitaba ir al baño, o para ofrecerle un bocadillo de jamón y una bolsita de patatas fritas.

—Gracias —dijo Sombra, y los aceptó—. ¿Estoy detenido?

Chad aspiró el aire entre los dientes.

—Pues enseguida saldremos de dudas. Pero parece que Mike Ainsel no es tu nombre oficial. Por otro lado, en este estado puedes utilizar el nombre que te dé la gana, siempre y cuando no lo hagas con intenciones delictivas. No te preocupes.

—¿Puedo hacer una llamada?

—¿Local?

—Conferencia.

—Te saldrá más barato si la cargo en mi tarjeta telefónica; si no, vas a tener que meter diez dólares en monedas de veinticinco en ese trasto que hay a la entrada.

«Claro —pensó Sombra—. Así sabrás a qué número he llamado, y probablemente escucharás mi conversación desde cualquiera de las extensiones».

—Te lo agradezco —dijo Sombra. Se trasladaron a un despacho vacío, justo al lado del de Chad. Aquel despacho estaba mejor iluminado. El número que Sombra le dictó a Chad era el de una funeraria de Cairo, Illinois. El policía marcó y le pasó el auricular a Sombra.

—Te dejo solo —dijo, y salió de la habitación.

El teléfono sonó varias veces antes de que atendieran la llamada.

—Jacquel e Ibis. ¿En qué puedo ayudarle?

—Hola. Señor Ibis, soy Mike Ainsel. Estuve echándoles una mano estas Navidades.

Hubo un momento de vacilación y después:

—Claro, Mike. ¿Cómo estás?

—No muy bien, señor Ibis. Tengo un problemilla. Me van a detener. He pensado que igual mi tío andaba por ahí o, si no, a lo mejor le puedes hacer llegar el recado.

—Preguntaré por ahí, descuida. Espera un momento, Mike. Hay alguien aquí que quiere hablar contigo.

Le pasaron el teléfono a alguien, y una voz ronca de mujer le saludó:

—Hola, cariño. Te echo de menos.

Estaba seguro de no haber oído nunca esa voz. Pero el caso era que la conocía. Sí, la conocía…

«Déjate llevar —le susurraba la ronca voz en su mente, en un sueño—. Abandónate».

—¿Quién era esa chica a la que estabas besando? ¿Quieres ponerme celosa?

—Solo somos amigos —replicó Sombra—. Creo que simplemente quería demostrar algo. ¿Cómo has sabido que me ha besado?

—Tengo ojos dondequiera que haya uno de los míos. Cuídate, cariño.

Hubo un instante de silencio, y a continuación el señor Ibis volvió a ponerse al teléfono.

—¿Mike?

—Sí.

—Ahora mismo no puedo localizar a tu tío. Parece que anda liado. Pero voy a ver si le paso el recado a tu tía Nancy. Buena suerte.

Colgó.

Sombra se sentó y esperó a que volviera Chad. Se quedó sentado en el despacho vacío, pensando que ojalá tuviera algo con lo que distraerse. Con cierta reticencia, cogió las Actas una vez más, las abrió por la mitad al azar y se puso a leer.

La ordenanza que prohibía escupir en las aceras o en el suelo de los edificios públicos, o tirar al suelo cualquier clase de tabaco, se había presentado y aprobado, por ocho votos a cuatro, en diciembre de 1876.

Lemmi Hautala tenía doce años y «se temía que hubiera huido en un ataque de locura» el 13 de diciembre de 1876. «Se había iniciado su búsqueda inmediatamente, pero las fuertes nevadas habían obligado a cancelar la búsqueda». El pleno había decidido por unanimidad expresar sus condolencias a la familia Hautala.

El incendio que se declaró en las caballerizas de Olsen la semana siguiente había sido extinguido sin daño alguno ni pérdida de vidas humanas o equinas.

Sombra ojeó las siguientes columnas. No vio que se volviera a mencionar a Lemmi Hautala.

Después, dejándose llevar por un impulso, pasó las páginas hasta el invierno de 1877. Encontró lo que buscaba en un pequeño anexo a las actas de enero: Jessie Lovat, cuya edad no se especificaba, pero sí que era «una niña negra», había desaparecido en la noche del 28 de diciembre. Se creía que podía haber sido «raptada por unos supuestos vendedores ambulantes, que habían huido de la ciudad la semana anterior tras descubrirse que estaban implicados en algunos robos de poca monta. Al parecer, se dirigían hacia Saint Paul». No se enviaron condolencias a la familia Lovat.

Sombra estaba ya ojeando las actas del invierno de 1878 cuando Chad Mulligan llamó a la puerta y entró, con la actitud avergonzada de un niño que vuelve a casa con un informe de mal comportamiento.

—Señor Ainsel —dijo—, Mike. Siento mucho todo esto, de verdad. Personalmente, me caes muy bien. Pero eso no cambia nada, ¿lo entiendes?

Sombra le dijo que lo entendía.

—No tengo elección —continuó Chad—. Tengo que detenerte por violar la condicional.

A continuación, el jefe de policía le leyó a Sombra sus derechos. Cumplimentó unos documentos, le tomó las huellas y lo condujo hasta el calabozo, en la otra punta del edificio.

A un lado de la habitación había un mostrador largo y varias puertas, y en el lado opuesto, dos celdas y otra puerta. Una de las celdas estaba ocupada por un hombre que dormía sobre una cama de cemento, tapado con una fina manta. La otra estaba vacía.

Tras el mostrador había una mujer de aspecto somnoliento con un uniforme marrón, que estaba viendo a Jay Leno en un televisor portátil blanco. Cogió la documentación que le entregó Chad y registró la entrada de Sombra. Chad se quedó un rato resolviendo el papeleo. La mujer salió de detrás del mostrador, cacheó a Sombra, recogió todos sus objetos personales —la cartera, unas monedas, la llave del apartamento, el libro, el reloj— y los dejó sobre el mostrador; a continuación le entregó una bolsa de plástico con ropa de color naranja y le dijo que fuera a cambiarse a la celda que estaba vacía. Podía quedarse con su ropa interior y sus calcetines. Fue a la celda y se puso la ropa naranja y los zuecos de goma. Dentro el olor era nauseabundo. La camiseta naranja llevaba un letrero detrás en grandes letras negras: PRISIÓN DEL CONDADO DE LUMBER.

El retrete metálico de la celda estaba atascado, y lleno hasta el borde de un caldo marrón de heces líquidas y orina añeja con un toque de cerveza.

Sombra salió y entregó su ropa a la mujer, que la introdujo en la misma bolsa que sus objetos personales. Le hizo firmar un recibo. Sombra firmó como Mike Ainsel, aunque empezaba a ver a Mike Ainsel como alguien que había llegado a apreciar en el pasado pero no volvería a ver en el futuro. Antes de entregar la cartera, la revisó.

—Cuídemela bien —le dijo a la mujer—. Toda mi vida está aquí dentro.

La mujer la cogió y le aseguró que no tenía de qué preocuparse. Sombra preguntó a Chad si aquéllo era cierto y éste, que ya estaba terminando con el papeleo, confirmó que Liz decía la verdad, que hasta el momento nunca habían perdido las pertenencias de ningún recluso.

Sombra se había guardado en los calcetines los cuatro billetes de cien dólares que había sustraído de la cartera cuando se estaba cambiando, junto con el dólar de plata que había hecho desaparecer mientras se vaciaba los bolsillos.

—¿Hay algún problema en que me quede con el libro para terminar de leerlo? —preguntó al salir.

—Lo siento, Mike. Las normas son las normas —respondió Chad.

Liz colocó la bolsa con los objetos de Sombra en la habitación de atrás, y Chad anunció que iba a dejarlo en las eficaces manos de la agente Bute. Liz parecía cansada e indiferente. Chad se marchó. Sonó el teléfono y Liz —la agente Bute— contestó.

—Sí —dijo—. Sí. No hay problema. Vale. No hay problema. Muy bien.

Colgó el teléfono e hizo una mueca.

—¿Algún problema?

—Sí. Bueno, no. Más o menos. Mandan a alguien desde Milwaukee para recogerle. A ver, ¿padece usted alguna enfermedad, diabetes, ese tipo de cosas?

—No —respondió Sombra—. Nada en absoluto. ¿Y cuál es el problema?

—Que va a tener que quedarse aquí conmigo otras tres horas. Esa celda de ahí —dijo, señalando el calabozo que estaba junto a la puerta, donde había un hombre dormido— está ocupada. Tengo que vigilarle para que no se suicide. No debería meterle en la misma celda. Tampoco merece la pena trasladarle a la prisión del condado para sacarle dentro de tres horas. Y no querrá usted meterse ahí —señaló la celda vacía en la que se había cambiado de ropa—, porque el retrete está atascado. Huele que apesta, ¿verdad?

—Sí, francamente.

—Es una cuestión de humanidad. Ya están tardando en trasladarnos al edificio nuevo. Seguro que una de las mujeres que encerramos ayer tiró un tampón. Y mira que siempre les digo que no lo hagan, que para eso están las papeleras. Los tampones atascan las cañerías. Cada puto tampón que tiran por el váter le cuesta al condado cien dólares de fontanería. Puedo custodiarle aquí fuera si le pongo las esposas. Si no, tendrá que meterse en la celda. Usted decide.

—No es que me vuelvan loco —dijo—, pero me quedo con las esposas.

Ella cogió un par que llevaba en el cinturón y palpó la semiautomática en su funda, como para recordarle que estaba allí.

—Las manos a la espalda.

Las esposas le apretaban: sus muñecas eran muy grandes. Luego le encadenó también los tobillos y lo sentó en un banco en el otro extremo del mostrador, pegado a la pared.

—Muy bien —dijo—. Si no me molesta, yo no le molestaré a usted.

Giró la televisión para que él también pudiera verla.

—Gracias —dijo Sombra.

—Cuando nos traslademos al edificio nuevo —dijo Liz—, no se darán estas situaciones tan absurdas.

El programa del sábado noche ya se había acabado. Jay y sus invitados se despidieron con una gran sonrisa. Empezó un episodio de Cheers. Sombra no seguía la serie; solo había visto uno de los episodios —ese en el que la hija del entrenador va al bar—, pero varias veces. Había llegado a la conclusión de que cuando ves un episodio de una serie que no sigues siempre acabas pillando el mismo aunque hayan pasado años desde la última vez; pensó que seguramente era una especie de ley cósmica.

La agente Liz Bute se recostó en la silla. No estaba dormida, pero tampoco despierta, así que no se dio ni cuenta cuando los de la pandilla de Cheers dejaron de hablar y de hacer gags y empezaron a mirar a Sombra.

Diane, la camarera rubia que se las daba de intelectual, fue la primera en hablar:

—Sombra, estábamos muy preocupados por ti. Pensamos que te habías borrado del mapa. Nos alegramos de volver a verte, aun con el bondage y ese conjunto naranja.

—Pues digo yo que lo suyo es —pontificó Cliff, el pelma del bar— que te escapes cuando llegue la temporada de caza, que es cuando todo el mundo va vestido de naranja.

Sombra no dijo nada.

—Ah, ya veo, te ha comido la lengua el gato, ¿eh? —interrumpió Diane— Pues qué bien, con lo que nos ha costado dar contigo.

Sombra desvió la mirada. La agente Liz había empezado a roncar levemente. Carla, la camarera bajita, dijo:

—¡Eh, tonto del culo! Interrumpimos esta emisión para enseñarte algo que va a hacer que te mees encima como un niño chico. ¿Estás listo?

La pantalla parpadeó y la imagen fundió a negro. Las palabras EN DIRECTO aparecieron sobreimpresas en blanco en la esquina inferior izquierda. Una débil voz en off de mujer anunció:

—Aún no es demasiado tarde para pasarse al bando vencedor. Pero, como es natural, es usted libre de permanecer donde está. En eso consiste ser estadounidense. Ése es el milagro de Estados Unidos. La libertad de culto es también la libertad de elegir el culto equivocado. Del mismo modo que la libertad de expresión te garantiza el derecho a guardar silencio.

En la televisión se veía ahora una escena callejera. La cámara se movía a tirones, como si hubiera sido grabada en mano, al estilo de los documentales.

Un hombre de cabello ralo, bronceado y con expresión levemente avergonzada ocupaba toda la pantalla. Estaba apoyado contra una pared, bebiendo café a sorbos de un vaso de plástico. Miró a la cámara y declaró:

—Hoy en día se abusa de la palabra terrorismo. Pero los verdaderos terroristas se esconden tras expresiones engañosas como «adalides de la libertad», cuando en realidad no son más que vulgares asesinos. Eso no facilita nuestro trabajo, pero al menos sabemos que estamos cambiando el mundo. Estamos dispuestos a arriesgar nuestras vidas para cambiarlo.

Sombra reconoció la voz. Había estado dentro de la mente de aquel hombre una vez. La voz del señor Ciudad sonaba distinta desde dentro —parecía más profunda, más potente—, pero no dejaba lugar a dudas.

Las cámaras se alejaron para mostrar que el señor Ciudad estaba junto a un edificio de ladrillo en alguna calle de Estados Unidos. Encima de la puerta había una escuadra y un compás que enmarcaban la letra «g».

—Todo el mundo a sus puestos —dijo alguien fuera de plano.

—Vamos a ver si funcionan las cámaras del interior —dijo la voz en off femenina.

Las palabras «En directo» continuaban parpadeando en la esquina inferior izquierda de la pantalla. La película mostraba ahora el interior de una sala pequeña y mal iluminada. Había dos hombres sentados a una mesa al fondo de la habitación. Uno de ellos estaba de espaldas a la cámara. La cámara hizo un torpe zoom para mostrarlos en primer plano. Al principio estaban desenfocados, pero enseguida corrigieron el enfoque. El hombre que estaba de frente a la cámara se levantó y se puso a caminar de un lado a otro, como un oso encadenado. Era Wednesday. Hasta cierto punto, parecía que disfrutaba con la situación. Según corregían el enfoque, empezó a oírse el audio.

El hombre de espaldas a la pantalla decía:

—…os estamos ofreciendo la oportunidad de acabar con todo esto, aquí y ahora, sin más derramamiento de sangre, sin más violencia, sin más dolor, sin sacrificar más vidas. ¿No te parece que ahora deberíais ceder un poco?

Wednesday dejó de pasear y se dio la vuelta. Las aletas de su nariz se dilataban y se contraían alternativamente.

—En primer lugar —rugió—, tenéis que entender que me estáis pidiendo que hable por todos nosotros, por todos y cada uno de los individuos que se encuentran en la misma situación que yo por todo el país. Y eso no tiene el más mínimo sentido. Cada uno hará lo que le parezca, y yo en eso no tengo ni voz ni voto. En segundo lugar, ¿por qué demonios voy a creer que mantendréis vuestras promesas?

El hombre que estaba de espaldas a la cámara meneó la cabeza.

—Te estás subestimando —le dijo—. Está claro que vosotros no tenéis líderes. Pero a ti te escuchan todos. Tienen en cuenta tu opinión, señor Cargo. Y en cuanto a tus dudas sobre si mantendremos o no nuestras promesas, ¿qué puedo decir? Estas conversaciones preliminares se están filmando y difundiendo en directo. —Señaló la cámara—. Algunos de los vuestros están viendo ahora mismo nuestra conversación. Otros se enterarán porque se lo contarán personas dignas de su confianza. Otros verán las grabaciones en vídeo. La cámara no miente.

—Todo el mundo miente —replicó Wednesday.

Sombra reconoció la voz de hombre que daba la espalda a la cámara. Era el señor Mundo, el que había hablado con Ciudad por el móvil mientras Sombra estaba dentro de su cabeza.

—¿No crees que vayamos a cumplir nuestras promesas? —le preguntó el señor Mundo.

—Creo que vuestras promesas y juramentos son papel mojado. Pero yo sí que pienso mantener mi palabra.

—Un salvoconducto es un salvoconducto —dijo el señor Mundo—, y acordamos una tregua. Y por cierto, creo que debería informarte de que tu joven protegido vuelve a estar bajo nuestra custodia.

Wednesday resopló.

—No —dijo—, eso no puede ser.

—Estamos buscando la manera de enfrentarnos al futuro cambio de paradigma. No tenemos por qué ser enemigos, ¿no te parece?

Wednesday seguía pareciendo alterado.

—Haré todo lo que este en mi mano… —dijo.

Sombra se percató de que sucedía algo extraño con la imagen de Wednesday en la pantalla. Había un reflejo rojo en su ojo izquierdo, el de cristal. Era como una luz roja, y dejaba una estela fosforescente cuando Wednesday se movía. Él no parecía ser consciente de ello.

—Éste es un país grande —dijo Wednesday mientras ordenaba sus pensamientos. Movió la cabeza y el punto rojo se deslizó hasta su mejilla, parecía un puntero láser. Después, volvió a desplazarse hasta su ojo izquierdo—. Hay espacio suficiente…

Se oyó un disparo, amortiguado por los altavoces de la televisión, y el lateral de la cabeza de Wednesday explotó. Su cuerpo se desplomó hacia atrás.

El señor Mundo se puso en pie, siempre de espaldas a la cámara, y salió de plano.

—Vamos a verlo de nuevo, y esta vez a cámara lenta —dijo la voz del locutor, en tono apaciguador.

Las palabras «En directo» desaparecieron y en su lugar apareció sobreimpresionada la palabra «Repetición». El láser rojo volvió a desplazarse, más despacio ahora, hasta el ojo de cristal de Wednesday, y una vez más su cabeza estalló en una nube de sangre. La imagen se quedó congelada.

—Sí, seguimos viviendo en la Tierra Elegida por Dios —dijo el locutor, pronunciando el eslogan final—. Lo único que hace falta saber ahora es: ¿cuáles son esos dioses?

Otra voz —que a Sombra le pareció la del señor Mundo, porque le resultaba igualmente familiar—, anunció:

—Devolvemos la conexión y les dejamos con su programación habitual.

En Cheers, el entrenador intentaba convencer a su hija de que era una auténtica belleza, igual que su madre.

Sonó el teléfono, y la agente Liz dio un respingo. Lo cogió:

—Sí. Sí. Vale. Sí. Allí estaré.

Colgó el teléfono, salió de detrás del mostrador e informó a Sombra:

—Lo siento, pero voy a tener que meterle en la celda. No use el váter. Si necesita ir al baño, pulse el timbre que hay al lado de la puerta; yo bajaré lo antes posible y le acompañaré al lavabo y de vuelta a la celda. Los del departamento del sheriff de Lafayette llegarán enseguida.

Le quitó las esposas y los grilletes y lo encerró en la celda. Con la puerta cerrada, la peste era aún peor.

Sombra se sentó en la cama de hormigón, sacó el dólar de plata del calcetín y comenzó a moverlo en distintas posiciones, del dedo a la palma, de una mano a otra, con el único objetivo de evitar que pudiese verlo cualquiera que mirase dentro de la celda. Era una manera de matar el tiempo. Estaba entumecido.

De pronto, sintió una profunda nostalgia de Wednesday. Añoraba su confianza, su actitud, su convicción.

Abrió la mano, y miró la efigie en relieve de la estatua de la Libertad. Cerró los dedos sobre la moneda y la apretó con fuerza. Se preguntó si acabaría siendo uno de esos desgraciados que cumplen la perpetua por algo que no han hecho. Si es que lograba llegar tan lejos. Por lo que había visto del señor Mundo y del señor Ciudad, no les costaría nada sacarle del sistema. Igual pensaban hacerle desaparecer en un desafortunado accidente de camino a la próxima prisión. O puede que le dispararan y alegaran que había intentado escapar. No le extrañaría lo más mínimo.

Parecía haber cierto ajetreo al otro lado del cristal. La agente Liz estaba de vuelta. Apretó un botón, se abrió una puerta que Sombra no podía ver y un agente con el uniforme marrón del departamento del sheriff entró y se dirigió apresuradamente hacia el mostrador.

Sombra se volvió a guardar la moneda en el calcetín, y la empujó hasta el tobillo.

El nuevo ayudante del sheriff le entregó unos papeles, Liz los revisó y los firmó. Llegó Chad Mulligan, le dijo unas palabras al recién llegado, abrió la puerta de la celda y se metió dentro.

—Este olor no hay quien lo aguante.

—A mí me lo vas a contar.

—Bueno. Han venido a recogerte. Parece que eres una cuestión de seguridad nacional. ¿Lo sabías?

—Un buen artículo para la primera plana del Lakeside News.

Chad lo miró inexpresivo.

—¿Un artículo para contar que han detenido a un fulano por violar la condicional? Pues menuda noticia.

—¿Así que eso es todo?

—Eso es lo que me han dicho.

Esta vez Sombra puso las manos delante, y Chad le esposó. Le puso los grilletes en los tobillos y unió las esposas de las manos con los grilletes de las piernas.

Sombra pensó: «Me van a sacar. Quizá pueda escaparme. Aunque estoy como para fugarme, con las esposas, los grilletes y esta ropa tan fina y naranja en mitad de la nieve». Y según lo pensaba se daba cuenta de lo estúpido de la idea.

Chad lo acompañó a la oficina. Liz había apagado ya la televisión. El ayudante negro lo miró de arriba abajo.

—Sí que es grande —le comentó a Chad. Liz le pasó al ayudante la bolsa de papel con las pertenencias de Sombra, y le hizo firmar un recibo.

Chad miró a Sombra, y a continuación al ayudante. En voz baja, pero lo suficientemente alta como para que Sombra pudiese oírle, le dijo al ayudante:

—Oiga, solo quiero dejar constancia de que no me gusta cómo están llevando este asunto.

El ayudante asintió. Tenía una voz profunda y cultivada: era la voz de un hombre que lo mismo podía organizar una conferencia de prensa que una masacre.

—Tendrá que ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. Yo me limito a trasladarle.

Chad torció el gesto. Se volvió hacia Sombra.

—Muy bien —dijo Chad—. Salga por esa puerta, y luego al patio.

—¿Cómo?

—Por ahí. Donde está el coche.

Liz abrió las puertas.

—Quiero que me devuelvan el uniforme —le dijo al ayudante—. La última vez que enviamos a un preso a Lafayette no volvimos a ver el uniforme. Y le cuestan un buen dinero al condado.

Condujeron a Sombra hasta el patio, donde esperaba el coche. No era un vehículo del departamento del sheriff, sino una limusina negra. Otro ayudante, un tipo blanco de cabello gris y con bigote, estaba de pie junto al coche, fumándose un cigarrillo. Cuando los vio venir, lo aplastó con un pie y le abrió a Sombra la puerta trasera.

Sombra se subió al coche y se sentó como pudo, pues las esposas y los grilletes dificultaban sus movimientos. No había reja entre los asientos delanteros y los traseros.

Los dos ayudantes se subieron delante. El ayudante negro arrancó el coche. Esperaron a que abrieran la puerta del patio.

—Venga, venga —decía el ayudante negro tamborileando con los dedos sobre el volante.

Chad Mulligan llamó a la ventanilla. El agente blanco miró al conductor y después la bajó.

—Esto no está bien —insistió Chad—; solo quería decírselo.

—Tomamos nota de sus comentarios y se los haremos llegar a las autoridades competentes —respondió el conductor.

Se abrieron las puertas al mundo exterior. La nieve continuaba cayendo en remolinos frente a las luces del coche. El conductor pisó el acelerador y salieron al exterior en dirección a la calle principal.

—¿Te has enterado de lo de Wednesday? —preguntó el conductor. Su voz sonaba en ese momento más vieja, diferente y a la vez familiar—. Ha muerto.

—Sí, lo sé —dijo Sombra—. Lo he visto por la tele.

—Esos cabrones —exclamó el agente blanco. Era lo primero que decía, su voz era áspera, con un fuerte acento y, al igual que la del conductor, Sombra la conocía—. Te lo digo yo, son todos una panda de cabrones.

—Gracias por venir a buscarme.

—De nada —contestó el conductor. A la luz de un coche que venía de frente, su rostro parecía aún más viejo. También más pequeño. La última vez que Sombra lo vio llevaba unos guantes de color amarillo limón y una chaqueta de cuadros—. Estábamos en Milwaukee, y cuando Ibis nos llamó salimos zumbando en el coche.

—¿Te creías que íbamos a dejar que te llevasen a la silla eléctrica cuando yo todavía estoy esperando para romperte el cráneo con mi maza? —preguntó el agente blanco con aire melancólico, rebuscando en el bolsillo un paquete de cigarros. Tenía acento de la Europa del Este.

—Dentro de una hora más o menos se descubrirá el pastel —dijo el señor Nancy, que cada vez se parecía más a sí mismo—, cuando pasen a recogerte. Pararemos antes de llegar a la autopista 53 para quitarte los grilletes y que puedas cambiarte de ropa.

Czernobog exhibió la llave de las esposas y sonrió.

—Me gusta el bigote —le dijo Sombra—. Te favorece.

Czernobog se lo acarició con un dedo amarillento.

—Gracias.

—Wednesday —dijo Sombra—. ¿Está muerto de verdad? No es ningún montaje, ¿no?

Se dio cuenta de que hasta ese momento se había aferrado a esa última esperanza, por estúpido que pudiese resultar. Pero la expresión en el rostro de Nancy le dijo todo lo que necesitaba saber, y la esperanza se esfumó.