Capítulo doce

Estados Unidos ha invertido su religión y su moral en valores contantes y sonantes. Se ha instalado en la inalcanzable posición de una nación que ha sido bendecida por el simple hecho de que merece serlo; y sus hijos, sean cuales sean sus otras preferencias teológicas, se adhieren sin reservas a este credo nacional.

—Agnes Repplier, Times and Tendencies

Sombra conducía en dirección oeste, atravesando Wisconsin y Minnesota, con rumbo a Dakota del Norte, donde las montañas nevadas parecían gigantescos búfalos dormidos, y por los cristales del coche no veían más que nada, una nada inmensa que les acompañaba kilómetro tras kilómetro. Después, se desviaron hacia el sur, hacia Dakota del Sur, camino de la reserva.

Wednesday había cambiado la limusina, al volante de la cual Sombra había disfrutado mucho, por una destartalada caravana Winnebago, que olía, entre otras cosas, a gato macho, y al volante del cual Sombra no disfrutaba lo más mínimo.

Pasaron la primera indicación del monte Rushmore, para el que aún faltaban cien kilómetros largos, y Wednesday gruñó:

—Ahora resulta que eso es un lugar sagrado.

Sombra creía que Wednesday iba dormido.

—Los indios ya lo consideraban un lugar sagrado —replicó.

—Y lo es —dijo Wednesday—. Es el estilo americano: la gente necesita una excusa para acudir a un lugar a rendir culto. Ahora ya no pueden ir a ver una montaña sin más. Por eso tiene que venir el señor Gutzon Borglum y tallar las caras de los presidentes. Una vez talladas, ya tienen la excusa perfecta, y la gente viene en masa hasta aquí para contemplar en persona algo que ya han visto mil veces en las postales.

—Hace tiempo conocí a un tipo. Uno que iba al gimnasio a hacer pesas, hace años. Me contó que los indios dakota escalan la montaña y forman cadenas humanas que llegan hasta el borde de los rostros, desafiando a la muerte, solo para que el último tío de la cadena pueda mear en la nariz del presidente.

Wednesday soltó una risotada.

—¡Genial! ¡Fantástico! ¿Y el blanco de su ira es un presidente en concreto o les vale cualquiera?

Sombra se encogió de hombros.

—Eso no me lo dijo.

Los kilómetros desaparecían bajo las ruedas de la Winnebago. Sombra se imaginaba que era el paisaje de Norteamérica el que se movía a una velocidad constante de cien kilómetros por hora mientras él estaba quieto. Una niebla invernal difuminaba los contornos de las cosas.

Ya era mediodía en su segundo día de viaje, y casi habían llegado a su destino. Sombra, que llevaba un rato pensativo, comentó:

—Una chica de Lakeside desapareció la semana pasada. Cuando estábamos en San Francisco.

—¿Mm? —Wednesday no parecía especialmente interesado.

—Una niña llamada Alison McGovern. No es la primera que desaparece. Ha habido varias desapariciones más. Se marchan en invierno.

Wednesday frunció el ceño.

—Una tragedia, ¿verdad? Esas caritas en los cartones de leche (aunque no puedo recordar cuándo fue la última vez que vi la cara de un niño en un cartón de leche), y en los muros de las áreas de descanso de las autopistas. «¿Me has visto?», preguntan. Una pregunta con una profunda carga existencial en el mejor de los casos. «¿Me has visto?». Coge la próxima salida.

A Sombra le pareció oír un helicóptero, pero las nubes eran demasiado bajas y no se veía nada.

—¿Por qué escogiste Lakeside? —preguntó Sombra.

—Ya te lo he dicho. Es un lugar agradable, tranquilo y muy discreto. Allí estás lejos de todo, fuera del radar.

—Pero ¿por qué?

—Porque sí. Ahora vete a la izquierda.

Sombra giró a la izquierda.

—Algo va mal —dijo Wednesday—. Joder. Me cago en todo lo cagable. Frena, pero no te pares.

—¿Y si te explicas un poco mejor?

—Problemas. ¿Conoces algún camino alternativo?

—La verdad es que no. Es la primera vez que vengo a Dakota del Sur —dijo Sombra—. Y tampoco sé adónde vamos.

Al otro lado de la colina se vio un destello rojo, difuminado por la neblina.

—Un control —dijo Wednesday. Metió la mano hasta el fondo de un bolsillo de su chaqueta, y después en el otro, buscando algo.

—No puedo pararme y dar media vuelta. Si fuéramos en un jeep me saldría de la carretera, pero con la Winnebago acabaríamos volcando.

—No, no podemos volver. Están detrás, también —dijo Wednesday—. Reduce a quince o veinte kilómetros por hora.

Sombra miró el retrovisor. Tenían unos faros detrás, a poco más de un kilómetro.

—¿Lo tienes claro?

Wednesday soltó un bufido.

—Tan claro como que un huevo es un huevo, como dijo un criador de pavos la primera vez que vio nacer una tortuga. ¡Eureka! —exclamó, sacando un pedacito de tiza blanca del fondo de un bolsillo.

Empezó a trazar marcas por todo el salpicadero de la caravana, como si estuviese resolviendo un problema de álgebra; o, quizá, pensó Sombra, como un vagabundo escribiendo un largo mensaje para otros vagabundos en el código de los vagabundos: «Aquí perro agresivo, ciudad peligrosa, mujer simpática, cárcel buena para pasar la noche…».

—Vale —dijo Wednesday—. Ahora sube a cincuenta. Y no bajes.

Uno de los coches que tenían detrás encendió las luces, puso la sirena en marcha y se aproximó a ellos.

—No frenes —insistió Wednesday—. Solo quieren que vayamos más despacio antes de llegar al control.

Ras. Ras. Ras.

Estaban ya en lo alto de la colina. El control estaba a menos de quinientos metros. Había doce coches atravesados en la carretera, varios coches de policía a los lados, y unas cuantas furgonetas negras.

—Ya está —dijo Wednesday, guardándose la tiza. El salpicadero de la Winnebago estaba lleno de garabatos que parecían runas.

El coche que llevaba la sirena estaba justo detrás de ellos. Había reducido la velocidad para ponerse a su altura, y alguien gritó por la megafonía:

—¡Alto!

Sombra miró a Wednesday.

—Gira a la derecha —le dijo éste—. Sal de la carretera.

—No puedo hacerlo con esto. Volcaremos.

—No volcaremos. Gira a la derecha. ¡Ya!

Sombra dio un volantazo a la derecha, y la Winnebago empezó a dar tumbos. Por un momento pensó que tenía razón y que la caravana iba a volcar, pero después el paisaje que se veía a través del parabrisas se desvaneció y titiló, como una imagen reflejada en un lago cristalino cuando el viento roza la superficie, y las Dakotas se estiraron y desaparecieron.

Las nubes, la niebla, la nieve y la luz del día habían desaparecido.

Ahora había estrellas en el cielo, como arpones de luz inmóviles, arponeando el cielo nocturno.

—Aparca aquí —dio Wednesday—. Seguiremos a pie.

Sombra apagó el motor. Fue hasta la parte de atrás de la Winnebago, se puso el abrigo, las botas y los guantes. Después se bajó de la caravana.

—Muy bien —dijo—. Vamos allá.

Wednesday lo miró con sorna y algo más; irritación, quizá. U orgullo.

—¿Por qué no te rebelas? —le preguntó Wednesday— ¿Por qué no exclamas que esto es imposible? ¿Por qué coño haces lo que te digo sin más y te lo tomas todo con esa calma?

—Porque no me pagas para que te haga preguntas —respondió Sombra. Y, percatándose sobre la marcha de que esa era la verdadera razón, añadió—: Y además, desde lo de Laura, ya nada me sorprende, la verdad.

—¿Desde que volvió de entre los muertos?

—Desde que supe que se estaba tirando a Robbie. Eso me dolió. Todo lo demás me resbala. ¿Hacia dónde vamos?

Wednesday señaló con el dedo, y echaron a andar. Caminaban sobre un suelo de roca, volcánica y resbaladiza, con destellos cristalinos aquí y allá. Corría un aire fresco, pero no invernal. Bajaron de lado y de mala manera por la colina. Llegaron hasta una especie de sendero, y lo siguieron. Sombra se asomó para ver qué había al pie de la colina, y se dio cuenta de que lo que estaba viendo era imposible.

—¿Qué coño es eso? —preguntó, pero Wednesday se llevó un dedo a los labios y meneó la cabeza enérgicamente. Silencio.

Parecía una araña mecánica de metal azul con destellos de led, y era del tamaño de un tractor. Estaba justo al pie de la colina. Detrás de ella se veían unos huesos y, junto a cada hueso, una llama no más grande que la de una vela.

Wednesday le indicó por gestos que se mantuviese a distancia de aquellos objetos. Sombra se apartó a un lado —un error en un camino tan resbaladizo—, se torció el tobillo y cayó rodando por el terraplén. Se agarró a una roca al caer, pero resultó ser obsidiana y le desgarró el guante de cuero como si fuese de papel.

Acabó al pie de la colina, entre la araña mecánica y los huesos.

Apoyó una mano para levantarse, y se percató de que estaba tocando algo con la palma de la mano, algo que parecía un fémur y de pronto estaba…

… de pie, a plena luz del día, fumándose un cigarrillo y mirando el reloj. Había coches a su alrededor, algunos vacíos y otros no. Deseó no haberse tomado la última taza de café, porque ahora se estaba haciendo pis, y empezaba a sentirse muy incómodo.

Uno de los policías locales se dirigió hacia él, un hombre corpulento con el mostacho escarchado. Ya no recordaba su nombre.

—No sé cómo hemos podido perderlos —le dice el agente, en tono de disculpa y atónito.

—Sería una ilusión óptica —responde—. Suele pasar cuando el tiempo está así de raro. La neblina. Ha sido un espejismo. Iban conduciendo por otra carretera y nos pareció que venían por ésta.

El agente parece decepcionado:

—Vaya. Yo creí que era un expediente X o algo así…

—Siento desilusionarte.

De vez en cuando sufre de hemorroides y ahora mismo le pica el culo, señal de que está a punto de salirle una. Quiere volver a la central. Ojalá hubiera un árbol por allí: ya no aguanta más. Tira el cigarrillo y lo pisa.

El policía local se dirige a uno de los coches patrulla y le comenta algo al conductor. Ambos menean la cabeza.

Se pregunta si no sería mejor apretar los dientes, imaginar que está en Maui sin nadie alrededor, y ponerse a mear en la rueda trasera del coche sin más. Pero es incapaz de mear si hay gente alrededor, y piensa que a lo mejor puede aguantar un poco más, pero de pronto recuerda un recorte de prensa que alguien colgó en el tablón de anuncios de su fraternidad, treinta años antes: hablaba de un anciano que había hecho un largo viaje en un autobús con el servicio estropeado, y el hombre había intentado aguantar y al llegar a su destino le habían tenido que sondar para que pudiera volver a mear…

Pero es ridículo. Él no es un anciano. Cumple los cincuenta en abril, y tiene la fontanería en perfectas condiciones. Todo funciona como la seda.

Saca el teléfono, manipula el menú hasta que encuentra el número registrado como «lavandería», que tanta gracia le hizo cuando lo tecleó; era un homenaje a la serie El agente de CIPOL. Mientras lo mira se da cuenta de que no viene de ahí, eso era «sastre», venía de El superagente 86, y se siente extraño y un poco avergonzado, incluso después de tantos años, por no haber entendido de niño que era una serie cómica, y haber deseado con todas sus fuerzas un zapatófono…

Una voz de mujer responde al teléfono.

—¿Sí?

—Soy el señor Ciudad, páseme con el señor Mundo.

—Un momento, por favor.

Escucha el silencio. Ciudad cruza las piernas, tira del cinturón para que no le apriete la barriga —«tengo que perder los cinco kilos que he ganado»— y, sobre todo, la vejiga. Después, una voz le saluda muy educadamente.

—Diga, señor Ciudad.

—Los hemos perdido —informa Ciudad. Siente una punzada de frustración en la boca del estómago: eran esos cabrones, los hijos de la gran puta que se cargaron a Madi y a Piedra, me cago en Dios. Buena gente. Buena gente, sí señor. Está loco por tirarse a la señora Madera, pero sabe que la muerte de Madera está demasiado reciente como para intentar nada, así que de momento se limita a invitarla a cenar una semana sí y otra no, una inversión de futuro, y ella le agradece mucho el detalle…

—¿Cómo?

—No lo sé. Pusimos un control en la carretera, y no podían ir a ninguna parte, pero allí se han ido.

—Otro de los pequeños misterios de la vida. No te preocupes. ¿Has tranquilizado a los de la policía local?

—Les he dicho que ha sido una ilusión óptica.

—¿Y se lo han tragado?

—Probablemente.

Había algo en la voz del señor Mundo que le resultaba muy familiar. Un pensamiento bastante raro, teniendo en cuenta que hacía ya dos años que era su superior directo; hablaba con él todos los días, cómo no iba a resultarle familiar su voz.

—Ya deben de estar lejos.

—¿Enviamos a alguien a la reserva para interceptarlos allí?

—No vale la pena. Demasiado lío jurisdiccional, y el número de hilos que puedo mover en una sola mañana es limitado. Tenemos tiempo de sobra. Tú vuelve aquí. Yo estoy hasta arriba con la reunión de planificación.

—¿Problemas?

—Es un concurso para ver quién la tiene más grande. Yo he propuesto que nos reunamos aquí. Los friquis quieren que sea en Austin, o como mucho en San José; los actores dicen que en Hollywood y los intangibles en Wall Street. Todos lo quieren a la puerta de su casa. Y ninguno cede.

—¿Quiere que haga algo?

—Todavía no. Primero voy a enseñarles los dientes a unos y a darles palmaditas en la espalda a otros. En fin, lo de siempre, ya sabes.

—Sí señor.

—Sigue así, Ciudad.

La comunicación se corta.

Ciudad piensa que debería haber movilizado una unidad del SWAT para acabar con la puñetera Winnebago, o haber colocado minas terrestres en la carretera o una puta bomba atómica bien situada; eso les habría dejado muy clarito a esos cabrones que iban en serio. Era lo que le había dicho un día el señor Mundo: «Estamos escribiendo el futuro en letras de fuego», y el señor Ciudad piensa que si no mea ya mismo va a perder un riñón; le va a reventar, como solía decir su padre en los viajes largos, cuando Ciudad era un niño e iban por la interestatal, y el padre decía «tengo las muelas encharcadas». Todavía podía oír su voz, con aquel marcado acento del norte: «Voy a tener que parar para echar un pis, que tengo ya las muelas encharcadas»…

… y fue en ese momento cuando Sombra sintió que una mano abría su propia mano, forzando sus dedos uno por uno, para que dejase caer el fémur al que estaba aferrado. Ya no tenía ganas de orinar; esa era otra persona. Estaba de pie bajo las estrellas en una planicie de roca vítrea, y el hueso estaba en el suelo con los demás huesos.

Wednesday le volvió a indicar que guardase silencio. A continuación, echó a andar y Sombra lo siguió.

Se oyó un chirrido que procedía de la araña mecánica, y Wednesday se paró en seco. Sombra se detuvo también, y esperó a su lado. Unas luces verdes se encendieron en los laterales del armatoste. Sombra intentó no hacer ruido al respirar.

Pensó en lo que acababa de sucederle. Había sido como mirar a través de una ventana el interior de la mente de otra persona. Y entonces se acordó: «Al que le resultaba familiar la voz del señor Mundo era a mí. Era un pensamiento mío, no del señor Ciudad. Por eso parecía todo tan raro». Intentó identificar mentalmente la voz, clasificarla en su categoría correspondiente, pero no lo logró.

«Ya me acordaré —pensó—. Tarde o temprano me acordaré».

Las luces verdes se volvieron azules, luego rojas, después el color rojo se fue apagando, y la araña volvió a sentarse sobre sus patas metálicas. Wednesday reanudó la marcha, una figura solitaria bajo las estrellas, con un sombrero de ala ancha, un raído abrigo oscuro ondeando al viento de ninguna parte y su cayado marcando el paso sobre el suelo de roca vítrea.

Cuando la araña no era ya más que un destello distante, en un punto lejano de la llanura, bajo la luz de las estrellas, Wednesday anunció:

—Creo que ahora ya podemos hablar.

—Pero ¿dónde estamos?

—Entre bambalinas.

—¿Cómo?

—Es como si estuviéramos entre bambalinas. Como en un teatro. Yo nos he sacado de entre el público y ahora estamos andando por detrás del escenario. Es un atajo.

—Cuando cogí ese hueso, estuve en la mente de un tipo llamado Ciudad. Es uno de los malos. Nos odia.

—Sí.

—Su jefe se llama señor Mundo. Me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Yo estaba mirando el interior de la cabeza de Ciudad, ¿o estaba dentro? No estoy seguro.

—¿Saben adónde vamos?

—Creo que han cancelado la persecución, de momento. No querían seguirnos hasta la reserva.

—¿Vamos a una reserva?

—Puede ser.

Wednesday descansó un instante sobre su vara, y luego continuó.

—¿Qué era esa especie de araña?

—Una manifestación de la matriz. Un motor de búsqueda.

—¿Son peligrosos?

—Si quieres cumplir mis años, ponte siempre en lo peor.

Sombra sonrió.

—¿Y de cuántos años estamos hablando?

—Los mismos que tiene mi lengua —dijo Wednesday—. Y algunos meses más que mis dientes.

—Juegas con las cartas tan cerca del pecho que ni siquiera estoy seguro de que sean cartas.

Wednesday solo gruñó.

Las colinas que encontraban eran cada vez más difíciles de subir.

Sombra empezó a notar que le dolía de cabeza. Había algo insufrible en la luz de las estrellas, algo que latía al ritmo de su pulso en las sienes y en el pecho. Al pie de la siguiente colina tropezó, abrió la boca para decir algo y, sin previo aviso, vomitó.

Wednesday rebuscó en un bolsillo interior y sacó una petaca pequeña.

—Bebe un sorbo —le dijo—. Pero solo uno.

El líquido era agrio, y se evaporaba en su boca como un buen brandi, aunque no sabía a alcohol. Wednesday le quitó el frasco y se lo guardó.

—Al público no le sienta muy bien andar entre bambalinas, por eso te encuentras mal. Habrá que apretar el paso para sacarte de aquí cuanto antes.

Aceleraron el paso. Wednesday con dificultad pero seguro, y Sombra tropezando de tanto en tanto, pese a que se sentía mejor después de haber bebido aquello, que le había dejado en la boca un sabor en el que se mezclaban la piel de naranja, el aceite de romero, la menta y el clavo.

Wednesday lo cogió por el brazo.

—Allí —le indicó, señalando dos lomas idénticas de roca vítrea helada a su izquierda—. Pasaremos entre esos dos montículos. No te separes de mí.

Al pasar, Sombra se dio de bruces con el aire frío y la cegadora luz del día al mismo tiempo. Se paró, cerró los ojos, algo mareado y deslumbrado, y, después, haciendo visera con la mano, volvió a abrirlos.

Se encontraban a medio camino de una loma. La niebla había desaparecido, lucía el sol y hacía frío, y el cielo estaba completamente azul. Al pie de la colina había un camino de grava y, circulando por él, una furgoneta roja que parecía un coche de juguete. Olía a leña quemada, y el olor provenía de un edificio cercano que parecía una caravana que alguien hubiera dejado tirada allí treinta años antes. La casa estaba llena de parches, remiendos y, en algunos lugares, incluso añadidos: Sombra estaba seguro de que la chimenea de acero galvanizado, de la cual provenía el olor a leña quemada, no formaba parte de la estructura original.

Al llegar a la puerta, esta se abrió y un hombre de mediana edad con la piel oscura, ojos penetrantes y la boca como una puñalada los miró de arriba abajo.

—¡Vaya! Ya me han dicho que había dos blancos que venían a verme, dos blancos en una Winnebago. También me han dicho que se habían perdido, pero los blancos siempre se pierden cuando no les ponen sus señales. Y míralos, animalicos, ahí en la puerta. ¿Sabéis que estáis en terreno lakota?

El hombre tenía el cabello largo y gris.

—¿Desde cuándo eres tú lakota, viejo farsante? —replicó Wednesday, que ahora llevaba un abrigo y un gorro con orejeras. A Sombra ya le parecía bastante improbable que hace apenas unos instantes, bajo las estrellas, fuera vestido con un sombrero de ala ancha y un abrigo raído—. Bueno, Whiskey Jack, me muero de hambre, y aquí mi amigo acaba de echar el desayuno. ¿No nos invitas a entrar?

Whiskey Jack se rascó una axila. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de ropa interior del mismo gris que su pelo. Calzaba unos mocasines indios, y parecía no sentir el frío.

—Se está bien aquí. Entrad, hombres blancos que han perdido su Winnebago.

Dentro de la caravana el aire olía también a humo de leña, y había otro hombre sentado a la mesa. Llevaba unos zahones de ante llenos de manchas y estaba descalzo. Tenía la piel del color de una corteza de árbol.

Wednesday parecía encantado.

—Vaya, al final nuestro retraso ha sido providencial: Whiskey Jack y Apple Johnny. Dos pájaros de un solo tiro.

El tipo de la mesa, Apple Johnny, miró fijamente a Wednesday, y a continuación se llevó una mano al paquete, lo agarró y respondió:

—Te has vuelto a equivocar. Acabo de comprobarlo y sigo teniendo mis dos balas, justo donde tienen que estar. —Miró a Sombra y alzó la mano con la palma hacia arriba—. Soy Johnny Chapman. No te creas nada de lo que tu jefe te diga sobre mí. Es un gilipollas; siempre lo ha sido y siempre lo será. Algunas personas son gilipollas y punto, no hay más que rascar.

—Mike Ainsel —se presentó Sombra.

Chapman se acarició su incipiente barba.

—Ainsel —repitió—. Eso no es un nombre. Pero servirá en caso de necesidad. ¿Cómo te llaman?

—Sombra.

—Entonces te llamaré Sombra. Eh, Whiskey Jack —pero lo que pronunciaba no era «Whiskey Jack», advirtió Sombra; tenía demasiadas sílabas—, ¿cómo va esa comida?

Whiskey Jack cogió una cuchara de madera y levantó la tapa de una olla de hierro negro, que borboteaba en el fogón de la estufa de leña.

—Lista para comer.

Cogió cuatro cuencos de plástico, sirvió el contenido de la olla en ellos y los dejó sobre la mesa. Después abrió la puerta, salió afuera y sacó una jarra de plástico de un montículo de nieve. La llevó a la caravana, sirvió cuatro vasos de un líquido turbio y amarillento, y los colocó junto a los cuencos. Por último sacó cuatro cucharas y se sentó a la mesa con los demás.

Wednesday levantó su vaso con reticencia.

—Parece pis —dijo.

—¿Aún bebes esa porquería? —preguntó Whiskey Jack—. Los blancos estáis locos. Esto es mucho mejor —luego, dirigiéndose a Sombra—. El estofado es de pavo salvaje. Y el licor de manzana lo ha traído John.

—En realidad es sidra suave —aclaró John Chapman—. Nunca me han gustado los licores fuertes. Hacen que la gente se vuelva loca.

El estofado estaba delicioso, y la sidra también era muy buena. Sombra se obligó a comer despacio, masticando la comida sin engullirla, pero tenía más hambre de la que creía. Se sirvió un segundo cuenco de estofado y otro vaso de sidra.

—Según radio macuto, has estado hablando con todo tipo de gente y ofreciéndoles todo tipo de cosas. Dicen que estás llamando a las armas a los viejos camaradas —dijo John Chapman. Sombra y Whiskey Jack estaban fregando y guardando los restos del estofado en fiambreras. Este último los sacó a los ventisqueros que había junto a la puerta, y puso una caja de leche encima para poder encontrarlos después.

—Creo que es un justo y sensato resumen de los acontecimientos —respondió Wednesday.

—Vencerán ellos —afirmó Whiskey Jack, con indiferencia—. Ya han ganado. Y tú ya has perdido. Igual que mi gente contra el hombre blanco. Ganaron ellos. Y cuando perdían, firmaban un tratado. Luego rompieron los tratados. Y volvieron a ganar. No pienso volver a luchar por otra causa perdida.

—A mí no me mires —dijo John Chapman—, porque incluso si luchara por ti, cosa que no voy a hacer, no te serviría de nada. Esos cabrones sarnosos con rabo de rata no me quieren y se han olvidado por completo de mí.

Se interrumpió un momento. Luego continuó.

—Paul Bunyan. —Meneó la cabeza lentamente y repitió—: Paul Bunyan.

Sombra nunca había oído unas palabras tan inocuas proferidas de forma tan acusadora.

—¿Paul Bunyan? —preguntó—. Pero ¿qué hizo?

—Ocupar sitio en la mente —respondió Whiskey Jack. Le gorroneó un cigarro a Wednesday y los dos se pusieron a fumar.

—Es como esos idiotas que parece que creen que a los colibríes les preocupa el sobrepeso o la caries dental, o a lo mejor solo quieren ahorrarles a los pájaros los peligros del azúcar —explicaba Wednesday—, y por eso rellenan sus comederos con sacarina. Los colibríes vienen y se la beben. Y después se mueren, porque por mucho que coman su comida no contiene calorías. Igual que Paul Bunyan. Nadie contó nunca cuentos de Paul Bunyan. Nadie creyó nunca en Paul Bunyan. Salió tambaleándose de una agencia de publicidad de Nueva York en 1910 y sació el hambre de mitos de la nación con calorías vacías[6].

—A mí me gusta Paul Bunyan —dijo Whiskey Jack—. Me subí a los rápidos en el Hall of America hace unos años. Puedes ver al viejo Paul Bunyan allá en lo alto justo antes de caer al agua. ¡Chof! Yo no tengo nada contra él. No me importa que nunca haya existido, eso quiere decir que nunca taló un árbol. Aunque tampoco es como si los hubiera plantado. Plantarlos es mejor.

—Parece un trabalenguas —dijo Johnny Chapman.

Wednesday hizo un anillo de humo, que se quedó suspendido en el aire como en los dibujos de la Warner, y se disipó poco a poco formando volutas y curvas.

—Joder, Whiskey Jack, sabes que no se trata de eso.

—No voy a ayudarte —insistió Whiskey Jack—. Cuando te peguen la patada en el culo, vienes y, si todavía estoy aquí, te invitaré a comer otra vez. La mejor comida es la del otoño.

—Las demás alternativas son peores —dijo Wednesday.

—No tienes ni idea de cuáles son las alternativas —replicó Whiskey Jack.

Después miró a Sombra.

—Tú estás de caza —le dijo, con la voz enronquecida por el tabaco. Y su voz resonó por la caravana, inundada por el humo de la estufa y de los cigarrillos.

—Estoy trabajando —dijo Sombra.

Whiskey Jack negó con la cabeza.

—Pero también estás buscando algo —dijo—. Tienes una deuda que quieres saldar.

Sombra pensó en los labios azules de Laura y en la sangre de sus manos, y asintió.

—Escúchame. El primero en llegar fue el Zorro, que era hermano del Lobo. El Zorro dijo que la gente viviría para siempre y, si morían, no sería por mucho tiempo. El Lobo dijo «no, la gente morirá, debe morir, todo lo que vive debe morir, de lo contrario se extenderán por todo el mundo y lo colonizarán, y se comerán todos los salmones y los caribúes y los búfalos, y todas las calabazas y el maíz». Un día el Lobo murió, y le dijo al Zorro: «Deprisa, deprisa, devuélveme a la vida». Pero Zorro respondió: «No, los muertos deben permanecer muertos». Tú me convenciste. Y se lo dijo entre lágrimas. Pero lo había dicho, y ya no había vuelta atrás. Ahora el Lobo reina en el mundo de los muertos y el Zorro vive eternamente bajo el sol y la luna, y todavía llora la muerte de su hermano.

—Si no pensáis entrar en el juego, no entréis —dijo Wednesday—. Nosotros seguiremos adelante.

El rostro de Whiskey Jack permaneció impasible.

—Estoy hablando con este joven —dijo—. Tú eres un caso perdido, pero él no.

Se volvió hacia Sombra.

—¿Sabes que no puedes venir aquí a verme si yo no lo deseo? —Sombra descubrió que sí lo sabía.

—Sí.

—Cuéntame tu sueño —le dijo Whiskey Jack.

—Estaba subiendo por una torre de calaveras. Había unas aves gigantescas volando alrededor. Tenían rayos en las alas. Me atacaban. La torre se desplomó.

—Todo el mundo sueña —dijo Wednesday—. ¿Nos vamos ya?

—No todo el mundo sueña con las Wakinyau, las aves del trueno —dijo Whiskey Jack—. El eco del sueño llegó hasta aquí.

—¿No te lo acabo de decir? —dijo Wednesday.

—Hay una bandada de aves del trueno en Virginia Occidental —terció Chapman sin mayor énfasis—, al menos un par de hembras y un viejo gallo. También hay una pareja criando por allí, en lo que antes llamaban el estado de Franklin, aunque el viejo Ben nunca consiguió su estado, ahí, entre Kentucky y Tennessee. Claro que nunca ha habido demasiados, ni en sus buenos tiempos.

Whiskey Jack alargó una mano del color de la arcilla, y tocó la cara de Sombra, con suavidad. Los iris de sus ojos eran de color marrón claro, con el borde más oscuro, y, en contraste con el resto de la cara, resultaban muy luminosos.

—Sí, es verdad —dijo—. Si cazaras un ave del trueno podrías traer de vuelta a tu mujer. Pero su lugar está con el Lobo, en la tierra de los muertos, no aquí en la tierra.

—¿Y cómo sabes eso?

Los labios de Whiskey Jack no se movieron.

—¿Qué te dijo el búfalo?

—Que creyese.

—Buen consejo. ¿Piensas seguirlo?

—Más o menos. Supongo.

Hablaban sin palabras, sin boca, sin sonidos. Sombra se preguntó si a los otros dos hombres que había en la habitación les parecería que estaban de pie, sin moverse, el tiempo que dura un latido o incluso una fracción de latido.

—Cuando encuentres tu tribu, vuelve a verme —le dijo Whiskey Jack—. Puedo ayudarte.

—Lo haré.

Whiskey Jack bajó la mano. Después se volvió hacia Wednesday.

—¿Vas a ir a buscar tu Ho-Chunk?

—¿Mi qué?

Ho-Chunk, así es como los indios Winnebago se llaman a sí mismos.

Wednesday meneó la cabeza.

—Es demasiado arriesgado. Recuperarlo puede ser problemático. Estarán buscándolo.

—¿Es robado?

Wednesday se hizo el ofendido.

—De eso nada. Tengo los papeles en la guantera.

—¿Y las llaves?

—Las tengo yo —dijo Sombra.

—Mi sobrino, Harry Bluejay, tiene un Buick del 81. ¿Por qué no me das las llaves de vuestra caravana? Podéis llevaros su coche.

Wednesday se enfadó.

—¿Qué clase de trato es ése?

Whiskey Jack se encogió de hombros.

—¿Sabes lo difícil que va a ser traer la caravana desde el lugar en que la abandonaste? Te estoy haciendo un favor. Lo tomas o lo dejas. A mí me da lo mismo —dijo, y cerró su boca de puñalada.

Wednesday parecía furioso, pero la furia se convirtió en arrepentimiento y dijo:

—Sombra, dale a este tío las llaves de la Winnebago.

Sombra se las entregó.

—Johnny —dijo Whiskey Jack—, ¿te importaría llevar a estos dos donde Harry Bluejay? Dile que yo les he dicho que pueden llevarse su coche.

—Será un placer.

John se levantó y se fue hacia la puerta; cogió un saquito de yute que había al lado, abrió la puerta y salió. Sombra y Wednesday se fueron con él. Whiskey Jack se despidió en la puerta:

—Eh, Wednesday, no vuelvas por aquí. No eres bienvenido.

Wednesday alzó su dedo corazón.

—Súbete aquí y pedalea —respondió en tono amable.

Bajaron andando por la nieve, abriéndose paso entre ventisqueros. Chapman iba al frente, con los pies descalzos enrojecidos en contacto directo con la quebradiza superficie de la nieve.

—¿No tienes frío? —preguntó Sombra.

—Mi mujer era una choctaw.

—¿Y te enseñó alguna fórmula mística para no sentir el frío?

—No. Pensaba que estaba loco —dijo Chapman—. Me decía: «Johnny, ¿qué te cuesta ponerte unas botas?».

La pendiente de la colina se hizo más escarpada y tuvieron que dejar de hablar. Los tres iban tropezando y resbalándose por la nieve, usando los troncos de los abedules que crecían en la colina para mantener el equilibrio y no caerse. Cuando el desnivel se suavizó, Chapman continuó hablando.

—Ella ya está muerta, claro. Supongo que cuando murió me volví un poco majara. Pero eso le puede pasar a cualquiera. A ti, sin ir más lejos. —Le dio a Sombra una palmada en el brazo—. Por Cristo y por Josafat, eres un tío grande.

—Eso me han dicho.

Siguieron descendiendo penosamente por la colina media hora más, hasta que llegaron a la carretera de grava que la rodeaba, y continuaron por ella en dirección al grupo de casas que habían visto desde lo alto.

Un coche frenó y se detuvo. La mujer que lo conducía se estiró, bajó la ventanilla del lado del pasajero, y preguntó:

—¿Queréis que os lleve, chicos?

—Es usted muy gentil, señora —respondió Wednesday—. Buscamos al señor Harry Bluejay.

—Estará en la sala recreativa —dijo la mujer. Debía de tener cuarenta y tantos años, calculó Sombra—. Subid.

Subieron. Wednesday se sentó delante, John Chapman y Sombra se subieron detrás. Las piernas de este eran demasiado largas para el asiento trasero, pero hizo lo que pudo. El coche dio una sacudida hacia delante y empezó a bajar por la carretera de grava.

—¿De dónde venís?

—Hemos venido a visitar a un amigo —respondió Wednesday.

—Vive en la colina, allí atrás —añadió Sombra.

—¿Qué colina?

Sombra miró hacia atrás por la sucia luna trasera del coche. Pero allí ya no había ninguna colina; solo nubes sobre la planicie.

—Whiskey Jack —dijo.

—Ah, por aquí lo llamamos Inktomi. Creo que es el mismo tipo. Mi abuelo me contaba historias sobre él, aunque las mejores eran un poco subidas de tono. —El coche cogió un bache y la mujer soltó un improperio—. ¿Vais bien ahí atrás?

—Sí, señora —respondió Johnny Chapman, que iba aferrado al asiento de atrás con las dos manos.

—Carreteras de reserva —comentó la mujer—. Uno acaba por acostumbrarse.

—¿Todas son así? —preguntó Sombra.

—Más o menos. Por aquí, sí. Y no vayas a preguntar qué hacemos con el dinero de los casinos, porque, ¿quién en su sano juicio vendría hasta aquí solo para ir a un casino?

—Lo siento.

—No lo sientas. —Cambió de marcha y la palanca gimió—. ¿Sabes que apenas quedan blancos por aquí? Sales y no ves más que ciudades fantasma. ¿Cómo los vas a retener en una granja después de haber visto cómo es el resto del mundo en la pantalla de su televisor? De todas formas, a nadie le merece la pena seguir cultivando estas tierras tan pobres. Nos quitaron nuestras tierras, se instalaron en ellas y ahora se marchan. Se van al sur, o al oeste. A lo mejor, si esperamos a que la mayoría se vaya a Nueva York, Miami o Los Ángeles, podemos recuperar todo el Medio Oeste sin una sola batalla.

—Buena suerte —dijo Sombra.

Encontraron a Harry Bluejay en la sala recreativa, en la mesa de billar, haciendo unos tiros con efecto para impresionar a un grupo de chicas. Llevaba un arrendajo azul tatuado en el dorso de la mano derecha, y varios piercings en la oreja derecha.

Ho hoka, Harry Bluejay —le saludó John Chapman.

—Que te den, pirado descalzo y espectral —replicó Harry Bluejay—. Es verte y se me ponen los pelos como escarpias.

Había varios ancianos al fondo de la sala; algunos jugaban a las cartas, otros charlaban. También había otros más jóvenes, de la edad de Harry Bluejay, esperando su turno para la mesa de billar. Era una mesa de gran tamaño, y tenía un siete en el paño que había sido reparado con cinta aislante plateada.

—Te traigo un mensaje de tu tío —dijo Chapman sin inmutarse—. Dice que les des tu coche a estos dos.

Debía de haber unas treinta o cuarenta personas en la sala, y todos ellos miraban fijamente sus cartas, sus pies o sus uñas, fingiendo que no prestaban atención.

—No es mi tío.

El humo del tabaco flotaba por toda la sala como un cirro. Chapman sonrió abiertamente, mostrando la dentadura más espantosa que Sombra había visto en una boca humana.

—¿Y por qué no se lo cuentas a tu tío? Dice que tú eres la única razón por la que sigue entre los lakota.

—Whiskey Jack dice muchas cosas —respondió Harry Bluejay, con aire petulante, pero él tampoco decía «Whiskey Jack». Sonaba casi igual, pero no del todo: «Wisakedjack —pensó Sombra—. Eso es lo que dicen. No Whiskey Jack».

—Sí, y una de las cosas que dice es que cambiemos nuestra Winnebago por tu Buick —dijo Sombra.

—No veo ninguna Winnebago.

—Te la traerá él —aseguró John Chapman—. Sabes que lo hará.

Harry Bluejay intentó un nuevo tiro con efecto y falló. No tenía el pulso lo suficientemente firme.

—No soy el sobrino de ese viejo zorro —replicó Harry Bluejay—. Y preferiría que no fuera diciendo eso por ahí.

—Mejor un zorro vivo que un lobo muerto —apuntó Wednesday, con una voz tan profunda que parecía un rugido—. Y ahora, ¿nos vas a vender tu coche?

Harry Bluejay tembló, de manera ostensible y violenta.

—Claro, claro, solo era una broma. Me encanta gastar bromas. —Dejó el taco apoyado en la mesa y cogió una cazadora gruesa de entre un montón de cazadoras similares colgadas de un perchero junto a la puerta—. Dejadme que saque mis cosas del coche primero.

Continuó lanzando miradas a Wednesday, como si temiese que fuera a explotar.

El coche de Harry Bluejay estaba aparcado a unos cien metros. Según caminaban hacia él, pasaron por delante de una iglesia católica bien encalada, y un hombre de cabello rubio con alzacuellos los miró desde la puerta. Fumaba un cigarro como si lo hiciera por obligación.

—¡Buenos días, padre! —le saludó Johnny Chapman, pero el tipo del alzacuellos no respondió; aplastó el cigarrillo con el talón, recogió la colilla, la tiró en la papelera que había al lado de la puerta y entró.

—Te dije que no le dieras esos panfletos la última vez que viniste por aquí —dijo Harry Bluejay.

—Es él quien está en un error, no yo —replicó Chapman—. Y si hubiera leído el Swedenborg que le dejé, lo sabría. Iluminaría su vida.

El coche de Harry Bluejay no tenía retrovisores, y las llantas estaban completamente lisas: una goma negra y sedosa. Harry Bluejay les advirtió de que el coche consumía mucho, pero les dijo que mientras continuasen llenando el depósito, les llevaría hasta el fin del mundo, a no ser que se parase antes.

Harry llenó una bolsa de basura negra con la mierda del coche, que entre otras cosas incluía varias botellas de cerveza barata con tapón de rosca a medias, una china de hachís envuelta en papel de aluminio mal escondida en el cenicero del coche, una cola de mofeta, dos docenas de cintas de country y un ejemplar manoseado y amarillento de Forastero en tierra extraña.

—Siento haberte tocado los cojones antes —le dijo Harry Bluejay a Wednesday, pasándole las llaves del coche—. ¿Sabes cuándo me darán la Winnebago?

—Pregúntaselo a tu tío —rugió Wednesday—. Él es el puto vendedor de coches usados.

—Wisakedjak no es mi tío —protestó Harry, y cogió su bolsa de basura negra, se fue a la casa más cercana y cerró la puerta tras de sí.

Dejaron a Johnny Chapman en Sioux Falls, frente a una tienda de alimentación macrobiótica.

Wednesday no abrió la boca durante el viaje. Iba rumiando.

En un restaurante familiar a las afueras de Saint Paul, Sombra cogió un periódico que alguien había dejado allí. Lo miró, lo volvió a ojear y se lo enseñó a Wednesday.

—Mira.

Éste suspiró, y miró el periódico con una expresión de dolor en el rostro, como si el mero gesto de inclinar la cabeza le provocara un intenso dolor.

—Me complace sobremanera que el conflicto de los controladores aéreos se haya resuelto sin recurrir a la huelga.

—Eso no —dijo Sombra—. Mira, es catorce de febrero.

—Feliz San Valentín.

—Vamos a ver, salimos el… veinte o veintiuno de enero, ¿no? No he prestado atención a las fechas, pero era la tercera semana de enero. Hemos pasado tres días en carretera, en total. ¿Cómo puede ser catorce de febrero?

—Porque estuvimos caminando casi un mes —dijo Wednesday—. Por aquel yermo, entre bambalinas.

—Pedazo de atajo —dijo Sombra.

Wednesday apartó el periódico.

—Ese Johnny Appleseed, siempre dando el coñazo con Paul Bunyan. En la vida real Johnny Chapman era dueño de catorce huertos de manzanas. Cultivaba cientos de hectáreas. Avanzaba al tiempo que la frontera del oeste, pero no hay ni una sola historia sobre él que contenga una palabra de verdad, salvo que una vez se trastornó un poco. Pero da igual. Como decían los periodistas de antes: si la verdad no es lo suficientemente grande, escribe la leyenda. Este país necesita sus propias leyendas. Pero incluso las propias leyendas ya no lo creen.

—Tú te das cuenta.

—Pero yo ya soy pasado. ¿A quién coño le importo?

—Eres un dios —dijo Sombra, con suavidad.

Wednesday lo miró con dureza. Parecía estar a punto de decir algo, pero se recostó en su asiento, miró la carta y no dijo más que:

—¿Y?

—Ser un dios no está nada mal.

—¿Tú crees? —replicó Wednesday, y esta vez fue Sombra quien desvió la mirada.

En una gasolinera a cuarenta kilómetros de Lakeside, en la pared del baño, Sombra vio una fotocopia de un cartel: una foto en blanco y negro de Alison McGovern y, escrita a mano encima de la foto, la pregunta «¿Me has visto?». Era la misma fotografía del anuario: una chica que sonríe confiada, con una ortodoncia con gomas en los dientes superiores, y que quiere trabajar con animales cuando sea mayor. «¿Me has visto?».

Sombra compró una chocolatina, una botella de agua y un ejemplar del Lakeside News. El artículo en portada era de Marguerite Olsen, nuestra reportera en Lakeside, y mostraba una fotografía de un chico y un hombre mayor, en el lago helado, junto a una cabaña para pescar en el hielo. Sostenían entre los dos un pez enorme y sonreían. «Padre e hijo baten el récord local de pesca de lucios. Lea el artículo completo en páginas interiores».

Wednesday iba al volante.

—Léeme cualquier cosa medianamente interesante que encuentres en el periódico.

Sombra miró con atención, pasó las páginas despacio, pero no encontró nada.

Wednesday lo dejó en la entrada de su apartamento. Un gato de color humo lo miraba desde el camino, pero se escapó corriendo en cuanto se agachó para acariciarlo.

Sombra se paró un momento en la terraza de madera de su apartamento y miró al lago, donde se veían cabañas de pesca verdes y marrones aquí y allá. Muchas de ellas tenían coches aparcados al lado. Cerca del puente descansaba sobre el hielo el viejo cacharro verde, igual que en la foto del periódico.

—Veintitrés de marzo —le exhortó Sombra—. En torno a las nueve y cuarto de la mañana. Venga, tú puedes.

—Ni hablar —exclamó una voz femenina—, tres de abril a las seis de la tarde. Así la luz del sol calentará el hielo.

Sombra sonrió. Marguerite Olsen llevaba un traje de esquí. Estaba en el otro extremo de la terraza, rellenando el comedero de los pájaros con trocitos de manteca.

—He leído su artículo en el Lakeside News sobre el récord local de pesca de lucios.

—¿Emocionante, eh?

—Bueno, más bien pedagógico.

—Ya pensaba que no iba a volver con nosotros. Ha estado fuera una temporadita, ¿no?

—Mi tío me necesitaba y se nos ha ido el tiempo volando.

Marguerite colocó el último pedazo de manteca, y empezó a llenar una red con semillas de cardo que traía en una jarra de plástico. Varios jilgueros, con su abrigo pardo de invierno, gorjeaban impacientes en un abeto cercano.

—No he visto nada en el periódico sobre Alison McGovern.

—No ha habido novedades. Sigue desaparecida. Corrió el rumor de que alguien la había visto en Detroit, pero resultó ser una falsa alarma.

—Pobre chica.

Marguerite Olsen volvió a enroscar la tapa de la jarra.

—Espero que esté muerta —dijo, muy realista.

Sombra se sorprendió.

—¿Por qué?

—Porque las alternativas son peores.

Los jilgueros saltaban frenéticamente de rama en rama en el abeto, esperando impacientes a que se marcharan.

«No estás pensando en Alison —se dijo Sombra—. Estás pensando en tu hijo. Estás pensando en Sandy».

Recordó que alguien había dicho que echaba de menos a Sandy. ¿Quién había sido?

—Un placer charlar contigo.

—Sí, lo mismo digo.

Febrero pasó en una sucesión de días cortos y grises. Algunos días nevaba, pero la mayoría, no. El tiempo empezó a ser más cálido e incluso, en los días buenos, el termómetro subía por encima del cero. Sombra se recluyó en el apartamento hasta que empezó a sentirse como en una celda, y entonces, en los días en que Wednesday no lo necesitaba, empezó a dar largos paseos.

Pasaba la mayor parte del día caminando, largas caminatas fuera de la ciudad. Paseaba, solo, hasta la reserva natural que había al noroeste, o a los campos de maíz y los pastos del sur. Seguía la ruta verde del condado de Lumber, o las antiguas vías del tren y las carreteras secundarias. En un par de ocasiones incluso bordeó el lago helado, de norte a sur. De vez en cuando se cruzaba con algún vecino, o algún turista de invierno, o gente que había salido a correr, y les saludaba con la mano. Pero la mayor parte del tiempo no se cruzaba con nadie, solo cuervos y pinzones, y, en alguna que otra ocasión, con algún halcón dándose un banquete con una zarigüeya o un mapache atropellados. En una única y memorable ocasión vio un águila cazando un pez plateado en mitad del río White Pine, cuyas aguas estaban heladas en los bordes, pero aún fluían raudas en el centro. El pez se revolvía entre las garras del águila, cintilando al sol del mediodía; Sombra se lo imaginó liberándose, surcando el cielo a nado, y sonrió.

Descubrió que mientras paseaba no tenía que pensar, y eso era exactamente lo que buscaba; cuando se ponía a pensar, su mente se trasladaba a lugares que escapaban a su control, lugares que le hacían sentir incómodo. Era preferible quedarse exhausto. Cuando estaba exhausto, sus pensamientos no le llevaban hacia Laura, ni hacia sus extraños sueños, ni hacia las cosas que podían y no podían ser. Al volver a casa después de una caminata, se dormía sin problemas y sin sueños.

Se tropezó con el jefe Mulligan en la barbería de George, en la plaza de la ciudad. Sombra siempre afrontaba con gran ilusión los cortes de pelo, pero nunca llegaban a la altura de sus expectativas. Después de pasar por la peluquería su aspecto era más o menos el mismo, solo que con el pelo un poco más corto. Chad, sentado en la silla contigua a la de Sombra, parecía sorprendentemente preocupado por su apariencia. Cuando acabaron de cortarle el pelo, se miró muy serio en el espejo, con la misma cara que cuando ponía una multa.

—Le queda bien —dijo Sombra.

—¿Pensarías lo mismo si fueses una mujer?

—Supongo.

Fueron juntos a Mabel’s al otro lado de la plaza y pidieron un par de chocolates a la taza.

—Oye, Mike, ¿no has pensado nunca en unirte a las fuerzas del orden?

Sombra se encogió de hombros.

—No, la verdad es que no —respondió Sombra—. Creo que hay que estudiar mucho para eso.

Chad negó con la cabeza.

—¿Sabes en qué consiste la mayor parte del trabajo de un policía en un sitio como éste? En mantener la calma. Pasa algo, alguien viene gritándote, chillando como un poseso, tú solo tienes que ser capaz de decir que estás seguro de que todo ha sido un error y de que podrás arreglarlo si se apartan y te dejan hacer tu trabajo. Solo tienes que ser capaz de decirlo con convicción.

—¿Y después lo solucionas?

—La mayor parte de las veces se resuelve cuando les pones las esposas. Pero sí, tratas de solucionarlo. Si necesitas trabajo, dímelo; estamos contratando gente, y tú eres el tipo de persona que buscamos.

—Lo tendré en cuenta, por si lo de mi tío no va bien.

Se bebieron el chocolate a sorbos, y Mulligan dijo:

—Dime una cosa, Mike, ¿qué harías si tuvieras una prima? Una especie de viuda. ¿Y si empezara a llamarte?

—A llamarte, ¿cómo?

—Por teléfono. Conferencia. Vive fuera del estado —se sonrojó—. La vi el año pasado en una boda familiar, en Oregón. Por aquel entonces estaba casada; bueno, quiero decir que su marido aún vivía, y como ella es de la familia… No una prima de sangre, sino bastante lejana.

—¿Sientes algo por ella?

Se ruborizó.

—No lo sé.

—Bueno, entonces digámoslo de otro modo. ¿Ella siente algo por ti?

—Bien, algo me dijo por teléfono. Es una mujer muy guapa.

—Y entonces… ¿qué piensas hacer al respecto?

—Podría decirle que se viniese, ¿no? Me ha dado a entender que le gustaría venir por aquí unos días.

—Ambos sois adultos. Yo creo que estaría bien.

Chad asintió, y se ruborizó, y volvió a asentir.

El teléfono del apartamento de Sombra estaba muerto, en silencio. Pensó en darlo de alta, pero no se le ocurría a quién podía querer llamar. Una noche, ya tarde, lo cogió y se puso a escuchar, y estaba seguro de haber oído el viento y una conversación distante entre un grupo de personas que hablaban en voz tan baja que no podía entender lo que decían. Dijo: «¿Oiga? ¿Hay alguien ahí?», pero no recibió respuesta alguna, solo un silencio repentino y el sonido de una risa lejana, tan leve que ni siquiera estaba seguro de que su imaginación no le hubiera jugado una mala pasada.

Sombra hizo más viajes con Wednesday en las semanas posteriores.

Esperó en la cocina de una casa de campo en Rhode Island, y escuchó mientras Wednesday se sentaba en un dormitorio a oscuras y discutía con una mujer que no quería salir de la cama, ni permitía que Wednesday o Sombra viesen su rostro. En el frigorífico había una bolsa de plástico llena de grillos y otra con cadáveres de ratones recién nacidos.

En un club de rock de Seattle, Sombra vio a Wednesday saludar a gritos, para hacerse oír por encima del ruido que armaba la banda, a una chica con el cabello corto y rojo, con tatuajes azules en forma de espiral. Aquella conversación debió de ser fructífera, porque Wednesday salió sonriendo de oreja a oreja.

Cinco días más tarde, Sombra esperaba en un coche de alquiler cuando Wednesday salió, con el ceño fruncido, del vestíbulo de un edificio de oficinas en Dallas. Cuando subió al coche, cerró dando un portazo y se quedó allí sentado, en silencio, con la cara roja de ira.

—Dale —dijo—. Putos albaneses. Qué se habrán creído.

Tres días más tarde cogieron un avión para ir a Boulder, donde disfrutaron de un agradable almuerzo con cinco jóvenes japonesas. Fue una comida llena de cortesías y formalidades, de la que Sombra salió sin tener muy claro si habían llegado a algún acuerdo o decidido algo. Wednesday, sin embargo, parecía bastante satisfecho.

Sombra empezaba a tener morriña de Lakeside. Era un lugar tan lleno de paz, tan acogedor, que le había cogido cariño.

Cada mañana, cuando no salía de viaje con Wednesday, cogía el coche, cruzaba el puente y se dirigía a la plaza. Se compraba dos empanadillas en Mabel’s; una de ellas se la comía allí, acompañada de un café. Si había algún periódico por allí se lo leía, aunque no le interesaba lo suficiente como para comprarse uno.

La segunda empanadilla se la guardaba, envuelta en una bolsa de papel, para comérsela al mediodía.

Una mañana estaba leyendo el USA Today cuando Mabel le dijo:

—Oye, Mike, ¿adónde vas hoy?

El cielo era de un azul pálido. El relente había dejado los árboles cubiertos de escarcha.

—No lo sé —respondió Sombra—. Puede que me dé un paseo por la pista forestal.

Le rellenó la taza de café.

—¿Nunca has ido hacia el este por la comarcal Q? Es una zona muy bonita. Es esa carretera pequeña que sale de enfrente de la tienda de alfombras de la avenida Veinte.

—No, no he ido nunca.

—Pues es un sitio muy bonito.

Era realmente bonito. Sombra dejó el coche a la salida de la ciudad, y caminó por el arcén. Era una carretera secundaria que serpenteaba por entre las colinas que había al este de la ciudad. Estaban cubiertas de arces sin hojas, abedules blancos, oscuros abetos y pinos. No había sendero, y Sombra tuvo que caminar por el asfalto de la carretera, apartándose a un lado cuando oía venir un coche.

En un momento dado, un gato pequeño y oscuro decidió acompañarle en su paseo. Era de color gris, y tenía las patas delanteras blancas. Sombra se acercó. El gato no salió corriendo.

—Hola, gato —dijo Sombra.

El animal inclinó la cabeza, y lo miró con sus ojos de color esmeralda. A continuación soltó un bufido, pero no a él, sino a algo que había al lado de la carretera, algo que Sombra no podía ver.

—Tranquilo.

El gato salió corriendo, cruzó la carretera y desapareció por un campo sembrado de maíz sin cosechar.

Pasada la siguiente curva de la carretera, Sombra se topó con un minúsculo cementerio. Las lápidas estaban deterioradas, aunque en algunas había ramos de flores frescas. No había ninguna tapia que delimitase el cementerio, ninguna valla, solo unas moreras bajas, plantadas en el perímetro, y dobladas por el peso del hielo y los años. Sombra pasó sobre el hielo y la nieve derretida apilados al borde de la carretera. Había dos pilares que señalaban la entrada del cementerio, pero no había puerta. Entró por entre los dos pilares.

Vagó por el cementerio, mirando las lápidas. No había ninguna inscripción posterior a 1969. Limpió la nieve de un ángel de granito macizo, y se apoyó contra él.

Sacó la empanadilla que llevaba en el bolsillo. Rompió la parte superior: una leve nube de vapor se elevó en el aire invernal. Olía francamente bien. Le hincó el diente.

Oyó un murmullo a sus espaldas. Por un momento pensó que sería el gato, pero después olió el perfume y, por debajo, el hedor de la podredumbre.

—Por favor, no me mires —le pidió ella, desde atrás.

—Hola, Laura.

Había cierta inseguridad en su voz, pensó Sombra; quizás, incluso, cierto temor.

—Hola, cachorrito.

Partió un trozo de empanadilla.

—¿Quieres un poco?

Ella estaba de pie justo detrás de él.

—No —respondió ella—. Cómetela tú. Yo ya no como.

Se comió la empanadilla. Estaba buena.

—Quiero verte —dijo Sombra.

—No te va a gustar.

—Por favor.

Ella caminó alrededor del ángel de piedra. Sombra la miró, a la luz del día. Había algo distinto, pero también algo que permanecía igual. Sus ojos no habían cambiado, ni el tímido optimismo de su sonrisa. Y era muy evidente que estaba completamente muerta. Sombra se terminó la empanadilla. Se levantó, vació las migas de la bolsa de papel, la dobló y se la guardó en el bolsillo.

De algún modo, después del tiempo que había pasado en la funeraria de Cairo, le resultaba más fácil estar con ella. No sabía qué decirle.

La mano fría de Laura buscó la suya, y la apretó con suavidad. Era muy consciente de los latidos de su corazón. Tenía miedo, pero lo que le asustaba era la normalidad del momento. Se sentía tan a gusto con ella a su lado que hubiera deseado permanecer allí para siempre.

—Te echo de menos —admitió.

—Estoy aquí.

—Es cuando más te echo de menos. Cuando estás conmigo. Cuando no estás, eres solo un fantasma del pasado o un sueño de otra vida; entonces es más fácil.

Ella le apretó los dedos.

—¿Y bien? —dijo Sombra— ¿Qué tal la muerte?

—Difícil —dijo ella—. No se acaba nunca.

Laura apoyó la cabeza en su hombro, y eso le desarmó.

—¿Te apetece que demos un paseo? —le preguntó Sombra.

—Claro.

Le sonrió, con una sonrisa torcida y nerviosa en su muerto rostro.

Salieron del cementerio y volvieron a la carretera, en dirección a la ciudad, cogidos de la mano.

—¿Dónde has estado? —preguntó ella.

—Aquí. La mayor parte del tiempo.

—Después de Navidad te perdí el rastro. A veces sabía dónde estabas, durante algunas horas, o unos pocos días. Te sentía en todas partes. Después volvías a perderte.

—He estado aquí, en Lakeside —dijo Sombra—. No es muy grande, y es un sitio agradable.

—Oh.

Ya no llevaba el traje azul con el que la habían enterrado. Llevaba varios jerséis, una falda larga oscura y unas botas altas color burdeos. Sombra hizo un comentario sobre ellas.

Laura agachó la cabeza. Sonrió.

—¿No son geniales? Las encontré en esa zapatería tan grande de Chicago.

—Bueno, ¿y cómo es que has decidido venir desde Chicago?

—Hace mucho que no voy por Chicago, cachorrito. Me dirigía al sur. Me molestaba el frío. Parecerá una tontería, pero seguramente tiene que ver con estar muerta. Ya no sientes el frío como tal. Sientes como una especie de vacío, y supongo que cuando estás muerta lo único que temes ya es el vacío. Pensaba ir a Texas. Había planeado pasar el invierno en Galveston. Creo recordar que cuando era niña pasábamos el invierno en Galveston.

—No creo —dijo Sombra—. Es la primera vez que lo mencionas.

—¿No? Entonces quizás era otra persona. No lo sé. Recuerdo las gaviotas; les echaba pan, había cientos de ellas, todo el cielo cubierto de gaviotas que batían las alas y cazaban el pan al vuelo. —Hizo una pausa—. Si no era yo, debía de ser otra persona.

Un coche apareció por una curva. El conductor les saludó con la mano. Sombra le devolvió el saludo. Parecía maravillosamente normal que estuviera dando un paseo con su mujer.

—Esto es muy agradable —dijo Laura, como si le estuviese leyendo el pensamiento.

—Sí.

—Me alegro de que a ti también te lo parezca. Cuando llegó la llamada tuve que volver corriendo. Ya casi estaba en Texas.

—¿La llamada?

Laura alzó la vista para mirarle. La moneda de oro que llevaba alrededor del cuello lanzó un destello.

—Sentí como una llamada —le explicó—. Me puse a pensar en ti, en que estaría mucho mejor contigo que en Galveston. Era hambre.

—¿Entonces supiste que estaba aquí?

—Sí —se interrumpió. Frunció el ceño, y se mordió suavemente el azulado labio inferior. Inclinó la cabeza a un lado, y continuó—: Sí, lo supe de repente. Pensé que me estabas llamando, pero no eras tú, ¿verdad?

—No.

—No querías verme.

—No es eso —vaciló—. No, no quería verte. Me duele demasiado.

La nieve crujía bajo sus pies y brillaba como los diamantes a la luz del sol.

—Debe de ser difícil —dijo Laura—. Estando muerta.

—¿Quieres decir que te resulta difícil estar muerta? Mira, todavía estoy buscando la manera de traerte de vuelta, como es debido. Creo que voy por buen camino…

—No es eso. Quiero decir, te lo agradezco y espero que puedas conseguirlo. He metido mucho la pata… —meneó la cabeza—. Pero me refería a ti.

—Yo estoy vivo —dijo Sombra—. No estoy muerto, ¿lo recuerdas?

—No estás muerto, pero tampoco estoy muy segura de que estés vivo. En el fondo, no.

«No es esta la conversación que deberíamos tener —pensó Sombra—. Ésta no es forma de hacer las cosas».

—Te quiero —dijo ella, desapasionadamente—. Eres mi cachorrito. Pero cuando estás muerto de verdad ves las cosas más claras. Es como si no hubiese nadie ahí dentro, ¿entiendes? Eres como un vacío en forma de hombre grande y fuerte. —Frunció el ceño—. Incluso cuando estábamos juntos. Me encantaba estar contigo porque me adorabas, y habrías hecho cualquier cosa por mí. Pero a veces entraba en una habitación y parecía como si no hubiera nadie allí. Encendía la luz, la apagaba y me daba cuenta de que estabas allí, sentado, solo; no estabas leyendo, ni viendo la tele; no hacías nada de nada.

Lo abrazó, como para quitarle hierro a sus palabras, y añadió:

—Lo mejor de Robbie es que él sí que era alguien. A veces era un gilipollas, y podía ser un desastre, y le encantaba tener espejos a nuestro alrededor cuando hacíamos el amor para poder verse follándome, pero estaba vivo, cachorrito. Quería cosas. Llenaba el espacio. —Se interrumpió un instante, lo miró, e inclinó la cabeza hacia un lado—. Lo siento. ¿He herido tus sentimientos?

No podía confiar en que su voz no le traicionara, así que se limitó a menear la cabeza.

—Bien —dijo ella—. Me alegro.

Se estaban acercando al área de descanso donde había dejado el coche. Sombra sentía que debía decir algo: «Te quiero», o «por favor no te vayas», o «lo siento». La clase de cosas que se dicen cuando una conversación se desliza, sin previo aviso, hacia terreno pantanoso. Pero no fue capaz.

—Yo no estoy muerto.

—Puede que no —replicó Laura—. Pero ¿estás seguro de estar vivo?

—Mírame.

—Ésa no es una respuesta —le dijo su difunta esposa—. Cuando lo estés, lo sabrás.

—Y ahora, ¿qué?

—Bueno —dijo ella—, ya te he visto. Me vuelvo al sur.

—¿Vuelves a Texas?

—A cualquier sitio cálido. No me importa cuál.

—Yo tengo que quedarme aquí —dijo Sombra—. Hasta que mi jefe me reclame.

—Eso no es vivir —dijo Laura. Suspiró; a continuación, sonrió con aquella sonrisa que siempre lo desarmaba, por muchas veces que la hubiera visto. Cada vez que le sonreía era como si le sonriera por primera vez.

—¿Volveré a verte?

Laura alzó la vista y dejó de sonreír.

—Supongo que sí —dijo—. Tarde o temprano. Tú y yo no hemos terminado aún, ¿verdad?

—No. No hemos terminado.

Quiso rodearla con el brazo, pero ella meneó la cabeza y se apartó. Se sentó al borde de una mesa de picnic cubierta de nieve, y se quedó mirándolo mientras el coche se alejaba.