Capítulo once

Tres pueden guardar un secreto, si dos de ellos están muertos.

—Ben Franklin, Poar Richards Almanack.

Pasaron tres fríos días. El termómetro no había alcanzado los cero grados en ningún momento, ni siquiera a mediodía. Sombra se preguntaba cómo habían podido sobrevivir en ese clima cuando todavía no existían ni la electricidad, ni las mascarillas térmicas, ni la ropa interior térmica, cuando viajar no era tan fácil como ahora.

Había bajado a la tienda de Henning —videoclub, salón de bronceado, cebos y aparejos de pesca—, y Hinzelmann le había enseñado su colección de cebos hechos a mano. Resultaron más interesantes de lo que había esperado: coloridas falsificaciones de vida, hechas a base de plumas e hilo, con un anzuelo oculto en el interior de cada una de ellas.

—¿En serio? —preguntó Hinzelmann.

—En serio.

—Bueno —le dijo el anciano—, no siempre sobrevivían, a veces morían. Las chimeneas agujereadas, las estufas y las cocinas económicas mal ventiladas mataban a tanta gente como el frío. Pero eran tiempos difíciles; se pasaban el verano y el otoño almacenando comida y leña para el invierno. Lo peor de todo era la locura. He oído por la radio que tiene que ver con la luz del sol, que escasea en invierno. Mi padre decía que la gente perdía la cabeza, y lo llamaban locura de invierno. En Lakeside siempre lo hemos llevado bien, pero en algunas de las poblaciones vecinas sí lo han tenido más difícil. Cuando yo era niño, la gente decía que si tu criada no te mataba antes de febrero era porque no tenía agallas.

»Los libros de cuentos eran entonces un bien muy apreciado; cualquier material de lectura era como un tesoro, incluso antes de que la ciudad tuviera biblioteca. Una vez, mi abuelo recibió un libro de su hermano, que vivía en Baviera. Todos los alemanes de la ciudad se reunían en el ayuntamiento para que se lo leyese en voz alta, y luego los finlandeses, los irlandeses y todos los demás les pedían a los alemanes que les contasen los relatos.

»A treinta kilómetros hacia el sur, en Jibway, un invierno encontraron a una mujer que andaba como Dios la trajo al mundo con un bebé muerto acurrucado contra su pecho, y no dejaba que nadie se lo quitase. —Meneó la cabeza con aire pensativo y cerró la caja de cebos—. Mal asunto. ¿Quieres un carné del videoclub? Acabarán por abrir un Blockbuster aquí y tendremos que echar el cierre, pero de momento tenemos una buena selección.

Sombra le recordó a Hinzelmann que no tenía ni televisión ni vídeo. Le gustaba su compañía: sus recuerdos, sus historias absurdas y la sonrisa de duende del viejo. Aunque seguramente su relación con él se volvería algo incómoda si Sombra le confesara que la televisión le resultaba muy inquietante desde que había empezado a hablarle.

Hinzelmann rebuscó en un cajón y sacó una caja de latón que tenía toda la pinta de haber sido una caja de bombones o galletas de Navidad: un Papá Noel con una bandeja llena de botellas de Coca-Cola sonreía desde la tapa. Destapó la caja y sacó una libreta y unos tacos de papeletas en blanco.

—¿Cuántas quieres que te apunte?

—¿Cuántas qué?

—Papeletas para el cacharro. Lo pondremos en el hielo hoy, así que ya hemos empezado a vender papeletas. Cada una vale cinco dólares, cinco por cuarenta y diez por setenta y cinco. Con cada papeleta compras cinco minutos. Claro que no puedo garantizarte que se vaya a hundir en tus cinco minutos, pero el que más se acerque puede ganar quinientos dólares y, si se hunde en el transcurso de tus cinco minutos, te llevas mil. Cuanto antes compres la papeleta, más posibilidades tendrás de elegir. ¿Quieres ver el folleto de información?

—Claro.

Hinzelmann le pasó una fotocopia. El cacharro era un coche viejo al que le habían quitado el motor y el depósito, que se aparcaba en el lago helado durante el invierno. Al llegar la primavera, el lago empezaría a deshelarse y, cuando las capas de hielo fueran demasiado finas para soportar el peso del coche, este se hundiría. La vez en que el cacharro tardó menos en hundirse en el lago fue un 27 de febrero («En el invierno de 1998. Pero es que aquello no fue invierno ni fue nada») y la vez en que tardó más fue un primero de mayo («El de 1950. Aquel año llegamos a pensar que para que acabara el invierno tendríamos que clavarle una estaca en el corazón»). Al parecer, lo más habitual era que el cacharro se hundiera a principios de abril, normalmente a media tarde.

Las tardes de abril ya estaban todas vendidas, tachadas en la libreta pautada de Hinzelmann. Sombra compró veinticinco minutos de la mañana del 23 de marzo, desde las 9:00 hasta las 9:25. Le dio cuarenta dólares a Hinzelmann.

—Ojalá todos los habitantes de la ciudad fueran tan fáciles de convencer como tú.

—Es un modo de agradecerte que me llevases en coche la primera noche que pasé aquí.

—No, Mike —dijo Hinzelmann—. Es para los niños.

Por un momento se puso serio, sin rastro de aquella expresión de duende travieso en su arrugado rostro.

—Pásate esta tarde, podrías echarnos una mano para empujar el cacharro hasta el centro del lago.

Le dio seis papeletas azules, cada una de las cuales llevaba escritas la fecha y la hora con la anticuada caligrafía de Hinzelmann, y a continuación anotó los detalles en su libreta.

—Hinzelmann, ¿has oído hablar alguna vez de las piedras de águila?

—¿Al norte de Rhinelander? No, calla, eso es el río Águila. Creo que no.

—¿Y de aves del trueno?

—Bueno, había una tienda de marcos que se llamaba así en la calle Quinta, pero hace tiempo que cerró. No estoy siendo de mucha ayuda, ¿no?

—Pues no.

—Se me ocurre una cosa, ¿por qué no te pasas por la biblioteca? Son buena gente, aunque puede que esta semana anden un poco distraídos con lo del mercadillo de libros. Te enseñé dónde está, ¿no?

Sombra asintió y se despidió de Hinzelmann. ¿Cómo no se le había ocurrido antes lo de la biblioteca? Se subió al 4Runner lila, bajó por la calle principal, rodeó el lago hasta el punto más al sur y llegó hasta el edificio que parecía un castillo y albergaba la biblioteca municipal. Entró. Había un cartel con una flecha que señalaba hacia el sótano: «Mercadillo de libros». La biblioteca propiamente dicha estaba en la planta baja. Se sacudió la nieve de las botas y entró.

Una mujer de aspecto severo con los labios fruncidos y pintados de rojo le preguntó sin demasiada amabilidad si podía ayudarle.

—Supongo que necesito un carné de la biblioteca —dijo—. Y quiero empaparme de todo lo que pueda encontrar sobre las aves del trueno.

La mujer le dio un impreso para que lo rellenara, y luego le dijo que tardarían una semana en tener listo su carné. Sombra se preguntó si necesitarían ese tiempo para asegurarse de que no tenía cuentas pendientes con otras bibliotecas de Estados Unidos.

En la cárcel había conocido a un tipo que cumplía condena por haber robado libros de la biblioteca.

—Me parece un poco excesivo —le había dicho Sombra al tipo cuando le contó por qué estaba allí.

—Robé libros por un valor total de medio millón de dólares —había respondido el hombre, con orgullo. Se llamaba Gary McGuire—. La mayoría eran libros raros y antiguos que estaban en bibliotecas y universidades. Me pillaron con un trastero de alquiler lleno de libros desde el suelo hasta el techo. Cerraron el caso en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Y por qué te los llevaste? —le había preguntado Sombra.

—Porque quería tenerlos.

—Dios Santo. Medio millón de dólares en libros.

Gary le había sonreído y, bajando el tono de voz, le había confesado:

—Eso era lo que había en el trastero que encontraron. Pero nunca encontraron el garaje de San Clemente en el que guardo lo que realmente vale la pena.

Gary había muerto en la cárcel. En la enfermería dijeron que se estaba haciendo el enfermo, pero aquella pequeña indisposición terminó en un apéndice reventado. Ahora, en la biblioteca de Lakeside, Sombra se encontró pensando en un garaje de San Clemente lleno de cajas con toda suerte de extraños y maravillosos libros raros pudriéndose en su interior, deteriorándose en la oscuridad y carcomidos por el moho y los insectos, esperando a alguien que ya nunca podría liberarlos.

La sección de religión y tradiciones de los indios americanos ocupaba un único estante en lo que parecía una torrecilla del castillo. Sombra sacó varios libros y se sentó junto a la ventana. En pocos minutos ya sabía que las aves del trueno eran unos pájaros míticos gigantescos que vivían en las cumbres de las montañas, que atraían el rayo y batían las alas para producir el trueno. Algunas tribus, según pudo leer, creían que las aves del trueno habían creado el mundo. La siguiente media hora de lectura no le proporcionó ninguna otra información, y no encontró referencia alguna sobre las piedras de águila en los índices de los libros.

Sombra estaba devolviendo el último de los libros a la estantería cuando se percató de que alguien le estaba observando. Una persona seria de corta estatura le espiaba desde el otro lado de las macizas estanterías. Cuando se volvió para mirar, la cara había desaparecido. Dio la espalda al muchacho, y al mirar a su alrededor pudo comprobar que seguían observándole.

Llevaba el dólar de plata en el bolsillo. Lo sacó y lo cogió con la mano derecha, asegurándose de que el chico podía verlo. Lo escondió con los dedos en la palma de la mano izquierda, mostró ambas manos vacías, se llevó la mano izquierda a la boca, tosió y dejó que la moneda cayese de su mano izquierda a la derecha.

El niño lo miró con los ojos como platos y salió corriendo, pero volvió al cabo de unos instantes arrastrando a una seria Marguerite Olsen, que miraba a Sombra con desconfianza.

—Hola, señor Ainsel. Leon dice que estaba usted haciéndole un truco de magia.

—Solo un poco de prestidigitación, señora.

—Pues no lo haga.

—Lo siento. Solo intentaba entretenerle.

Marguerite Olsen meneó la cabeza, muy seria. Déjalo. Y Sombra lo dejó.

—Todavía no le he agradecido los consejos que me dio para calentar la casa. Ahora se está francamente bien.

—Me alegro —dijo, pero la expresión de su rostro seguía siendo glacial.

—Es una biblioteca muy bonita —dijo Sombra.

—Es un edificio muy bonito. Pero esta ciudad necesita algo más práctico y menos bonito. ¿Va usted a pasarse por el mercadillo?

—No tenía pensado hacerlo.

—Pues debería. Es por una buena causa. Es un modo de recaudar fondos para comprar más libros, liberar algo de espacio en las estanterías y comprar algunos ordenadores para la sección infantil. Pero cuanto antes construyan una biblioteca nueva, mejor.

—Entonces me pasaré a echar un vistazo.

—Entonces no tiene más que salir al vestíbulo y bajar a la planta de abajo. Me alegro de verle, señor Ainsel.

—Puede llamarme Mike.

La mujer no le respondió, cogió a Leon de la mano y se lo llevó a la sección infantil.

—Pero, mamá —le oyó decir a Leon—, no era pristigitación. En serio. He visto cómo desaparecía y luego salía de su nariz. ¡Lo he visto!

Un retrato al óleo de Abraham Lincoln lo miraba desde la pared. Sombra bajó por la escalera de mármol y roble hasta el sótano de la biblioteca y entró en una gran sala llena de mesas, sobre las cuales había libros de todo tipo colocados sin orden ni concierto: libros en rústica y de tapas duras, ficción y no ficción, revistas y enciclopedias, todos mezclados en las mesas, unos con los lomos hacia arriba y otros no.

Sombra fue hasta el fondo de la sala, donde había una mesa con libros encuadernados en piel que parecían antiguos con la signatura de la biblioteca pintada en blanco en el lomo.

—Es la primera persona que veo en ese rincón en lo que va de día —le dijo el hombre que estaba sentado junto a una pila de cajas vacías, unas bolsas y una cajita metálica abierta—. A la mayoría solo le interesan las novelas de misterio, los libros para niños y las novelas rosas de Harlequin. Ya sabe, Jenny Kerton, Danielle Steel y todas esas cosas.

Él estaba leyendo El asesinato de Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie.

—Todos los libros de las mesas valen cincuenta centavos, o también puede llevarse tres por un dólar.

Sombra le dio las gracias y continuó mirando. Encontró un ejemplar de la Historia de Herodoto encuadernado en piel algo deteriorado. Le recordó al ejemplar de bolsillo que había dejado en la cárcel. Había otro titulado Ilusionismo desconcertante de salón, en el que seguramente habría algún truco con monedas. Cogió los dos libros y fue a pagarlos.

—Llévese uno más, le costará lo mismo —le aconsejó el hombre—. Si se lleva otro nos hará un favor, necesitamos más espacio en las estanterías.

Sombra volvió a los libros encuadernados en piel. Decidió llevarse el libro que tuviera menos posibilidades de ser comprado, pero no sabía si inclinarse por Enfermedades comunes del tracto urinario con ilustraciones explicadas por un médico o por las Actas del Ayuntamiento de Lakeside 1872-1884. Echó un vistazo a las ilustraciones del libro de medicina y supuso que algún adolescente de la ciudad podría utilizarlo para dar asco a sus amigos. Llevó las Actas al hombre de la puerta, que le cobró un dólar, y metió los libros en una bolsa de papel de estraza del Delicatessen de Dave.

Sombra abandonó la biblioteca. Mientras rodeaba el lago hasta la orilla norte, pudo disfrutar de la vista. Estaba tan despejado que incluso podía ver el edificio de apartamentos al otro lado del puente, que a esa distancia parecía una caja de cartón. Había varios hombres en el hielo, cerca del puente; eran cuatro o cinco, y estaban empujando un coche verde oscuro hacia el centro del lago blanco.

—Veintitrés de marzo —le dijo al lago, en voz baja—. Entre las 9:00 y las 9:25 de la mañana.

Se preguntó si el lago o el cacharro podrían oírle, y si le harían caso, suponiendo que pudieran oírle. Lo dudaba. En el mundo de Sombra, la suerte, la buena suerte, era algo que acompañaba a otra gente, nunca a él.

El viento le azotó la cara con dureza.

El agente Chad Mulligan le estaba esperando a la puerta de su apartamento cuando llegó. El corazón de Sombra se aceleró al ver el coche de policía, pero se tranquilizó un poco cuando vio que el agente estaba ocupado con el papeleo en el asiento del conductor.

Caminó hacia el coche con la bolsa de libros en la mano. Mulligan bajó la ventanilla.

—¿El mercadillo de la biblioteca?

—Sí.

—Compré una caja entera de novelas de Robert Ludlum hace dos o tres años. Y sigo teniendo intención de leerlas. A mi primo le apasiona. Supongo que si alguna vez me abandonan en una isla desierta y tengo a mano la caja, podré ponerme al día con la lectura.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted, jefe?

—Nada en absoluto, amigo. Solo he pasado a ver qué tal te iba. ¿Recuerdas el proverbio chino que dice que si salvas la vida de un hombre, eres responsable de ella? Bueno, no voy a decir que te salvé la vida la semana pasada, pero pensé que debía pasarme a ver qué tal. ¿Cómo se porta el gunthermóvil violeta?

—Bien —dijo Sombra—. Va bien. Funciona estupendamente.

—Me alegra oírlo.

—Acabo de ver a mi vecina en la biblioteca. La señorita Olsen. Me preguntaba…

—¿Qué se le ha metido en el culo y se le ha podrido allí?

—Es una manera de decirlo.

—Es una larga historia. Si te apetece subir y darte una vuelta conmigo, te la cuento.

Sombra se lo pensó un momento.

—Vale —dijo.

Subió al coche y ocupó el asiento del pasajero. Mulligan se dirigió hacia el norte de la ciudad. Al cabo de unos minutos, apagó las luces y aparcó junto a la carretera.

—Darren Olsen conoció a Marge en la Universidad de Wisconsin, en Stevens Point, y se la trajo a Lakeside. Ella se había licenciado en periodismo. Él estaba estudiando turismo, o algo así. Cuando llegaron aquí, nos quedamos con la boca abierta. Estamos hablando de hace trece o catorce años. Era tan guapa… con ese pelo tan negro… —Se interrumpió un momento—. Darren dirigía el motel América de Camden, a unos treinta kilómetros al oeste de aquí. Pero al parecer nadie paraba en Camden y el motel acabó cerrando. Tenían dos hijos. Por aquel entonces Sandy tenía once años. Y el pequeño (Leon, creo) era un bebé.

»Darren Olsen no era lo que se dice un valiente. Fue un buen jugador de fútbol americano en el instituto, pero eso fue lo más cerca del éxito que llegó. El caso es que no tuvo valor para contarle a Margie que se había quedado sin trabajo. Así que, durante un mes, o puede que dos, siguió saliendo temprano de casa y volviendo por la noche, quejándose del día tan duro que había tenido en el motel.

—¿Y qué hacía?

—Mmm. No sabría decirte. Supongo que subía a Ironwood o bajaba hasta Green Bay. Me imagino que empezó a buscar trabajo. Pero enseguida empezó a beber, a fumar porros y, seguramente, a tirarse a alguna que otra pilingui para darse una alegría de vez en cuando. Es posible que empezara a jugar. Lo único que sé seguro es que se fundió su cuenta conjunta en unas diez semanas. Solo era cuestión de tiempo que Margie se diera cuenta de todo y… ¡allá vamos!

Puso en marcha el coche, encendió la sirena y las luces y le dio un susto de muerte a un tipo pequeño que conducía un coche con matrícula de Iowa y acababa de bajar la colina a más de cien kilómetros por hora.

Una vez hubo multado al listillo de Iowa, Mulligan retomó la historia.

—¿Por dónde iba? Ya me acuerdo. El caso es que Margie lo echó de casa y pidió el divorcio. El proceso se convirtió en una guerra sin cuartel por la custodia. Así es cómo lo dicen en la revista People: guerra sin cuartel por la custodia. Finalmente se la concedieron a ella. A Darren le otorgaron derechos de visita y poco más. Bien, por aquel entonces Leon era muy pequeño. Sandy era un poco mayor, un buen chico, de esos niños que adoran a su padre. No toleraba que Margie hablase mal de él. Perdieron la casa (tenían una bonita casa en Daniels Road). Ella se mudó al apartamento y él se fue de la ciudad. Volvía de vez en cuando para amargarle la vida a todo el mundo.

»La cosa siguió así durante algunos años. Darren volvía, se gastaba un dineral con los niños y dejaba a Margie hecha un mar de lágrimas. La mayoría empezamos a desear que no volviese nunca más. Sus padres se habían trasladado a Florida al jubilarse, decían que no podían soportar otro invierno en Wisconsin. Así que el año pasado vino, y dijo que quería llevarse a los niños a pasar las Navidades en Florida. Margie dijo que ni hablar y le soltó que se perdiera por ahí. Las cosas se pusieron bastante feas. Llegó un punto en el que tuve que intervenir. Pelea doméstica. Cuando llegué, Darren estaba en el jardín delantero gritando toda clase de barbaridades, los niños intentando contenerle, y Margie llorando.

»Le advertí a Darren de que se estaba ganando una noche entre rejas. Por un momento pensé que me iba a pegar, pero estaba lo bastante sobrio como para no cometer ese error. Me lo llevé al camping que hay al sur de la ciudad y le dije que hiciera el favor de comportarse, que ya le había hecho a Margie bastante daño… Al día siguiente se marchó de la ciudad.

»Dos semanas más tarde, Sandy desapareció. No subió al autobús del colegio. Le había dicho a su mejor amigo que iba a ver pronto a su padre, que Darren le iba a traer un regalo especial para compensarle por no haber podido llevarle a pasar las Navidades en Florida. Nadie lo ha vuelto a ver. Los secuestros por parte del progenitor que no tiene la custodia son los peores. Es muy difícil encontrar a un crío que no quiere que le encuentren, ¿entiendes?

Sombra dijo que lo entendía. Y entendió también otra cosa: Chad Mulligan estaba enamorado de Marguerite Olsen. Se preguntó si sería consciente de lo mucho que se le notaba.

Mulligan volvió a salir, con las luces puestas, y paró a unos adolescentes por ir a más de noventa. No les multó, solo les enseñó «lo que era el temor de Dios».

Aquella noche, Sombra se sentó a la mesa de la cocina intentando encontrar el modo de transformar un dólar de plata en un penique. Era un truco que había encontrado en Ilusionismo desconcertante de salón, pero las instrucciones eran exasperantes, inútiles y muy vagas. Cada dos por tres tropezaba con frases como «entonces haga desaparecer el penique de la manera habitual». Sombra se preguntaba cuál sería «la manera habitual» en ese contexto. ¿Escondiéndolo bajo la manga? ¿Gritando: «¡Oh, Dios mío, miren… un león gigante!» y dejándolo caer en el bolsillo de la chaqueta aprovechando la distracción?

Lanzó el dólar de plata al aire, lo recogió y, recordando la luna y la mujer que se la había dado, intentó repetir el truco. Parecía que no funcionaba. Entró en el baño, lo intentó frente al espejo y confirmó sus sospechas. El truco, tal y como estaba escrito, no funcionaba. Suspiró, dejó caer las monedas en el bolsillo y se sentó en el sofá. Se echó una manta barata sobre las piernas y abrió las Actas del Ayuntamiento de Lakeside 1872-1884. El tipo de letra, a dos columnas, era tan pequeño que apenas se podía leer. Hojeó el libro, mirando las reproducciones de fotografías de la época, los retratos de las personas que habían formado parte del ayuntamiento: largas patillas que se prolongaban hasta el bigote, pipas de barro, sombreros viejos y relucientes sombreros sobre rostros que, en muchos casos, le resultaban extrañamente familiares. No le sorprendió ver que el corpulento secretario del ayuntamiento en 1882 era un tal Patrick Mulligan: afeitado y con diez kilos menos habría sido el vivo retrato de Chad Mulligan, su… ¿tataratataranieto? ¿Estaría el abuelo pionero de Hinzelmann en las fotos? No parecía que hubiese ocupado ningún cargo. Le parecía recordar haber visto el nombre de Hinzelmann en alguna parte, mientras pasaba de foto en foto, pero no pudo encontrarla al volver atrás, y aquella letra tan pequeña le hacía polvo los ojos.

Dejó el libro sobre su pecho y se percató de que estaba dando cabezadas. Sería una estupidez quedarse dormido en el sofá, decidió con seriedad. El dormitorio estaba al lado. Por otro lado, este y la cama seguirían en el mismo sitio dentro de cinco minutos y, de todos modos, no pensaba quedarse dormido, solo necesitaba cerrar los ojos un momentito…

La oscuridad rugía.

Estaba en una llanura abierta. A su lado se hallaba el lugar del que había emergido antes, el agujero por el que la tierra lo había expulsado. Las estrellas seguían cayendo del cielo y cada estrella que tocaba la tierra roja se convertía en un ser humano. Los hombres tenían el cabello largo y negro y los pómulos marcados. Todas las mujeres eran como Marguerite Olsen. Era la gente de las estrellas.

Todos lo miraban con sus ojos oscuros y orgullosos.

—Habladme de las aves del trueno —les dijo Sombra—. Por favor. No es por mí, es por mi mujer.

Uno por uno le dieron la espalda y, a medida que dejaba de ver sus rostros, desaparecían, se fundían con el paisaje. Pero la última, que tenía el cabello de color gris oscuro con un mechón blanco, señaló algo antes de volverse, señaló el cielo de color vino.

—Pregúntales tú mismo —le dijo. Un relámpago estival iluminó por un instante el paisaje de un lado a otro del horizonte.

Cerca de él había unas rocas muy altas, unos peñascos de arenisca acabados en punta y en forma de aguja, y Sombra comenzó a escalar el más cercano. Tenía el color del marfil antiguo. Se agarró a un saliente, que se desprendió entre sus manos. «Es un hueso», pensó. «No es piedra. Es un hueso viejo y reseco».

Pero era un sueño, y en los sueños, a veces, no tienes elección: o bien no hay decisiones que tomar, o bien las decisiones están tomadas mucho antes de empezar a soñar. Sombra continuó escalando. Le dolían las manos. El hueso reventaba, se desprendía y se fragmentaba bajo sus pies descalzos, provocándole dolorosos cortes. El viento tiraba de él, y se aferraba a la roca, y continuaba escalando por la torre.

Se percató de que la roca estaba compuesta de una sola clase de hueso, repetido una y otra vez. Era un hueso seco y de forma esférica. Por un instante imaginó que podían ser viejas cáscaras amarillentas, o el huevo de un pájaro gigantesco. Pero otro relámpago le reveló otra cosa: tenían agujeros en lugar de ojos, y dientes, que sonreían sin alegría ninguna.

En alguna parte cantaban los pájaros. La lluvia le salpicaba el rostro.

Estaba a más de cien metros del suelo, agarrado a la pared de la torre de cráneos, mientras los truenos iluminaban las alas de los sombríos pájaros que volaban en círculos alrededor de la torre —gigantescas aves negras que parecían cóndores, con una especie de collar blanco—. Eran muy grandes, gráciles, aterradoras, y el batir de sus alas restallaba en el cielo nocturno como un trueno.

Volaban en círculos alrededor de la torre.

«Deben de medir cinco, seis metros con las alas extendidas», pensó Sombra.

Entonces el primer pájaro planeó hacia él; rayos azulados chisporroteaban en sus alas. Se agazapó en una grieta entre los cráneos, las cuencas vacías lo miraban, unos dientes marfileños le sonreían, pero continuó escalando, subiendo por la montaña de calaveras, dejándose la piel en cada arista, ascendiendo sobrecogido por la repulsión y el terror.

Otro pájaro se acercó a él y le clavó una garra en el brazo.

Alargó la mano y trató de arrancarle una pluma del ala. Si se presentaba ante su tribu sin una pluma de ave del trueno sería una deshonra, nunca lo considerarían un hombre, pero el pájaro se apartó, y no pudo arrancarle ni una sola pluma. El ave del trueno lo liberó y ascendió con el viento. Sombra siguió trepando.

«Debe de haber por lo menos mil calaveras —pensó Sombra—. Un millón de ellas. Y no todas son humanas». Por fin llegó a lo alto de la torre. Los gigantescos pájaros, las aves del trueno, empezaron a rodearle, planeando sobre las ráfagas de viento con sutiles movimientos de sus alas.

Oyó una voz, la voz del hombre búfalo, que lo llamaba a través del viento y le decía a quién pertenecían las calaveras…

La torre empezó a desmoronarse, y el pájaro más grande, cuyos ojos eran como deslumbrantes rayos blancos y azules, se lanzó en picado hacia él en medio de un estruendo ensordecedor, y Sombra empezó a caer, dando tumbos por la torre de cráneos…

El timbre del teléfono lo despertó. Sombra ni siquiera sabía que tenía línea. Atontado y tembloroso, lo descolgó.

—¡Qué coño…! —le gritó Wednesday, enfadado como nunca lo había oído Sombra—. ¿A qué coño crees que estás jugando, joder?

—Estaba dormido —contestó, atontado.

—¿De qué coño sirve que te haya escondido en Lakeside, si tú vas y montas un jaleo que podría despertar a un muerto?

—Estaba soñando con aves del trueno… —le explicó Sombra—. Y había una torre. Un montón de calaveras…

En aquel momento le parecía muy importante contar aquel sueño.

—Ya sé lo que estabas soñando. Todo el mundo sabe lo que estabas soñando. Por todos los santos, ¿qué sentido tiene que te escondas, si tú vas pregonándolo a los cuatro vientos?

Sombra no dijo nada.

Al otro lado del teléfono hubo un silencio.

—Llegaré por la mañana —le dijo. Parecía que su cólera se había aplacado—. Nos vamos a San Francisco. Lo de las flores en el pelo es opcional.

La comunicación se cortó.

Sombra dejó el teléfono en la alfombra y se sentó con la espalda rígida. Eran las seis de la mañana y aún no había amanecido. Se levantó del sofá tiritando. Podía escuchar el ulular del viento atravesando el lago helado. Y oyó también un llanto cercano, justo al otro lado de la pared. Estaba seguro de que era Marguerite Olsen, que lloraba sin hacer ruido, tan inconsolablemente que partía el corazón.

Sombra entró en el baño a hacer pis, se fue al dormitorio y cerró la puerta; no quería oír el llanto de la mujer. Afuera, el viento gemía como si llorara también la pérdida de un hijo, y ya no pudo dormir más aquella noche.

La temperatura en San Francisco en el mes de enero era excesivamente cálida, lo suficiente como para que a Sombra le escociese la nuca por el sudor. Wednesday llevaba un traje azul oscuro y unas gafas de montura dorada que le daban el aspecto de un abogado de los que salen por televisión.

Iban caminando por la calle Haight. Los vagabundos, los chaperos y los mendigos los miraban pasar, pero nadie se les acercó a pedir limosna con un vaso de plástico, ni les pidió nada en absoluto.

Wednesday apretaba las mandíbulas. Sombra se había percatado inmediatamente de que aún estaba enfadado, y no hizo preguntas cuando el Lincoln negro pasó a buscarle aquella mañana. Tampoco hablaron en el trayecto hasta el aeropuerto. Se había sentido aliviado al ver que Wednesday iba en primera y él en la parte de atrás.

Era ya media tarde. A Sombra, que no había estado en San Francisco desde que era niño, y que no había vuelto a verlo más que en las películas, le sorprendió que siguiera resultándole tan familiar; aquellas coloridas e inconfundibles casas de madera, las empinadas cuestas hacían de ella un lugar único.

—Cuesta creer que esté en el mismo país que Lakeside —comentó.

Wednesday lo miró con hostilidad.

—No lo está —replicó—. San Francisco y Lakeside no están en el mismo país más que Nueva Orleans y Nueva York o Miami y Mineápolis.

—¿En serio? —dijo Sombra, tímidamente.

—Ya te digo. Pueden compartir ciertos significantes culturales (el dinero, un gobierno federal, el espectáculo); evidentemente, forman parte del mismo continente, pero los únicos elementos sobre los que se basa la ilusión de que pertenecen a una misma nación son el dólar, el programa de Jay Leno y McDonald’s. —Estaban llegando a un parque al final de la calle—. Sé amable con la mujer que vamos a ver. Pero no demasiado.

—No te preocupes.

Caminaron por el césped.

Una chica de unos catorce años, con el cabello teñido de verde, naranja y rosa, se quedó mirándolos cuando pasaron por delante. Estaba sentada al lado de un perro, un chucho que llevaba atado con una cuerda. La chica parecía aún más hambrienta que el animal. El perro les ladró y meneó el rabo.

Sombra le dio un billete a la chica. Ella lo miró cómo si no supiese muy bien qué era.

—Para que le compres algo de comida al perro —dijo Sombra.

La chica asintió con una sonrisa.

—Te voy a ser sincero —dijo Wednesday—. Tienes que tener mucho cuidado con la mujer que vamos a visitar. Podría encapricharse de ti, y eso sería un desastre.

—¿Es tu novia o algo así?

—Ni por todos los juguetes de plástico de la China —contestó Wednesday en tono agradable. Parecía que se le había pasado el enfado, o quizás había decidido ahorrarlo con vistas al futuro. Sombra sospechaba que la cólera era el motor de Wednesday.

Había una mujer sentada en la hierba, bajo un árbol, con un mantel de papel extendido a sus pies y varias tarteras repartidas por él.

Era… No era gorda, ni mucho menos; la palabra más adecuada para describirla era una que Sombra nunca había tenido ocasión de utilizar: era curvilínea. Su cabello era tan rubio que parecía blanco, una de esas melenas de color rubio platino que solían llevar las actrices de otros tiempos, llevaba los labios pintados de carmín, y su edad podía estar entre los veinticinco y los cincuenta años.

Cuando llegaron a su encuentro estaba escogiendo un huevo relleno de una de las tarteras. Alzó la vista al ver llegar a Wednesday, dejó el huevo que había escogido y se limpió los dedos.

—Hola, viejo farsante —lo saludó con una sonrisa. Wednesday inclinó la cabeza, cogió su mano y se la llevó a los labios.

—Tienes un aspecto divino.

—¿Y qué otro podría tener? —preguntó con dulzura—. De todos modos, eres un embustero. Lo de Nueva Orleans fue un error imperdonable; engordé, ¿cuánto, quince kilos? Supe que tenía que marcharme cuando empecé a andar como un pato. Ahora, mis muslos se rozan al andar, ¿te lo puedes creer? —Esto último iba dirigido a Sombra, que no tenía ni idea de qué responder y sintió que un rubor intenso le inundaba el rostro. La mujer rio con deleite—. ¡Se ha puesto colorado! Qué detalle, Wednesday; me has traído a un chico que se pone colorado. ¡Qué maravilla! ¿Cómo se llama?

—Éste es Sombra —dijo Wednesday. Parecía disfrutar viendo a Sombra incómodo—. Sombra, saluda a Pascua.

Él profirió algo que se podía interpretar como un «hola», y la mujer le sonrió de nuevo. Sombra se sintió como si le apuntaran con un foco, una de esas potentes luces que usan los furtivos para desorientar a los ciervos antes de dispararles. Podía sentir el aroma de su perfume sin necesidad de acercarse, una embriagadora mezcla de jazmín y madreselva, de una leche dulce y piel de mujer.

—Bien, ¿qué tal te va? —preguntó Wednesday.

Pascua se rio a carcajadas, alborozada; todo su cuerpo rebosaba alegría. ¿Cómo podía no gustarte alguien que se reía de esa forma?

—No me puedo quejar. ¿Y tú qué tal, viejo lobo?

—Tenía la esperanza de poder contar con tu ayuda.

—Pierdes el tiempo.

—Deberías escucharme antes de mandarme a paseo.

—No serviría de nada. No te molestes. —Miró a Sombra—. Por favor siéntate y come lo que quieras. Toma un plato, llénalo hasta los topes. Todo está muy bueno. Hay huevos, pollo asado, pollo con curry, ensalada de pollo, y en este de aquí hay conejo, el conejo frío es una delicia, y en ese cuenco de allí, liebre estofada. Bueno, mejor te sirvo yo. —Cogió un plato de plástico, le sirvió un poco de todo y se lo pasó. Después miró a Wednesday—. ¿Tú piensas comer?

—Estoy a tu disposición.

—Estás tan lleno de mierda que no sé cómo no se te ponen los ojos marrones —le pasó un plato vacío—. Sírvete tú mismo.

El sol vespertino transformaba sus cabellos en un aura platino.

—Sombra —le dijo mientras masticaba con deleite un muslo de pollo—, es un nombre bonito. ¿Por qué te llaman Sombra?

Sombra se humedeció los labios con la lengua.

—Cuando era niño, vivíamos mi madre y yo… Éramos, quiero decir, ella era secretaria en distintas embajadas de Estados Unidos, y nos pasábamos la vida trasladándonos de una ciudad a otra por todo el norte de Europa. Después enfermó, tuvo que pedir la jubilación anticipada y volvimos a América. Me costaba relacionarme con los demás niños, así que me pegaba a algún adulto y lo seguía, sin decir palabra. Supongo que solo necesitaba compañía. No lo sé. Era un crío.

—Has crecido mucho.

—Sí, he crecido bastante.

Pascua se volvió hacia Wednesday, que estaba sirviéndose algo que parecía sopa fría de quingombó.

—¿Es este el chico que tiene a todo el mundo soliviantado?

—¿Te has enterado?

—Es que tengo el oído muy fino —le respondió. Y después se dirigió a Sombra—. No te cruces en su camino. Hay demasiadas sociedades secretas pululando por ahí, y no entienden de amor y de lealtad. Ya sean comerciales, independientes o gubernamentales, viajan todas en el mismo barco. Algunas son bastante incompetentes, pero también las hay muy peligrosas. Eh, viejo lobo, el otro día me contaron un chiste que te va gustar. ¿Cómo sabes que la CIA no tuvo nada que ver con el asesinato de Kennedy?

—Ya lo he oído.

—Qué pena. —Volvió a centrar su atención en Sombra—. Pero los espías, aquellos tipos con los que tropezaste, son otra cosa. Existen porque todos saben que deben existir.

Apuró un vaso de algo que parecía vino blanco, y se puso de pie.

—Sombra es un buen nombre —dijo—. Quiero un café mocaccino. Vamos.

Pascua echó a andar.

—¿Y qué pasa con la comida? —preguntó Wednesday—. No puedes dejarla aquí, sin más.

Ella le sonrió, y señaló a la chica que estaba sentada junto al perro. Después extendió los brazos como si quisiera abarcar el parque Haight y el mundo entero.

—Deja que sirva para alimentarlos —dijo, y siguió andando, con Wednesday y Sombra pegados a sus talones—. Recuerda —le dijo al viejo sin dejar de caminar—: yo soy rica. Me va de cine. ¿Por qué debería ayudarte?

—Porque eres una de los nuestros. Estás tan olvidada y tan falta de amor como nosotros. Me parece que está bastante claro de qué lado deberías estar.

Llegaron a una cafetería con terraza y entraron. Solo había una camarera, que llevaba un aro en la ceja como para indicar a qué casta pertenecía, y una mujer tras la barra que hacía café. La camarera se acercó con una sonrisa automática, los sentó y anotó su pedido.

Pascua posó su esbelta mano sobre el dorso de la ancha y grisácea mano de Wednesday.

—Ya te lo he dicho: a mí me va muy bien. Los días de mi festividad todavía se celebran con huevos y conejos, con dulces y con carne, que representan el renacimiento y la cópula. Todavía llevan flores en sus sombreros y se las regalan unos a otros. Y lo hacen en mi nombre. Cada año hay más gente que se une a la celebración. Y lo hacen en mi nombre, viejo lobo.

—¿Y tú engordas y prosperas gracias a su adoración y su amor? —preguntó fríamente.

—Mira que eres capullo —de pronto, su voz denotaba un profundo cansancio. Probó su mocaccino.

—Es un asunto muy serio, querida. No te voy a discutir que millones y millones de ellos se hacen regalos en tu nombre, y que siguen practicando todos los ritos de tu festividad, incluso lo de ir a buscar huevos escondidos. Pero ¿cuántos de ellos saben quién eres? Eh, perdone, señorita —Wednesday se dirigía a la camarera.

—¿Le traigo otro espresso?

—No, querida. Pero quizá puedas ayudarnos a zanjar una cuestión que no terminamos de aclarar. Mi amiga y yo no nos ponemos de acuerdo sobre el significado de la palabra «Pascua». ¿Tú lo sabes?

La chica lo miró como si de la boca de Wednesday salieran sapos verdes en lugar de palabras.

—Yo de cristianismo no tengo ni idea. Soy pagana.

La mujer de la barra dijo:

—Creo que viene del latín, significa «Cristo resucitado» o algo así.

—¿En serio? —exclamó Wednesday.

—Sí, claro —replicó la mujer—. En inglés decimos «Easter». Como el Sol, que renace por el este cada mañana.

—El hijo que renace. Claro, parece una deducción lógica. —La mujer sonrió y volvió a su molinillo de café. Wednesday alzó la vista hacia la camarera—. Creo que ahora sí me tomaré ese café, si no te importa. Y dime, como pagana, ¿a quién veneras?

—¿Venerar?

—Eso es. Me imagino que las opciones deben de ser muy diversas. ¿Ante quién te arrodillas? ¿A quién rezas al amanecer y al atardecer?

Los labios de la camarera cambiaron de forma varias veces sin articular palabra alguna hasta que finalmente respondió:

—Al principio femenino. Tiene que ver con la autoafirmación y eso.

—Efectivamente. Y este principio femenino tuyo, ¿tiene algún nombre?

—Es la diosa que todas llevamos dentro —dijo la chica del aro en la ceja, con las mejillas encendidas—. No hace falta llamarla de ninguna manera.

—Ah —dijo Wednesday, con una gran sonrisa de mono—. ¿Así que organizáis bacanales desenfrenadas en su honor? ¿Bebéis vino de sangre a la luz de la luna llena, rodeadas de velas rojas en candelabros de plata? ¿Os adentráis desnudas en la espuma del mar, elevando extáticos cánticos a vuestra diosa sin nombre mientras las olas acarician vuestras piernas y vuestros muslos como las lenguas de un millar de leopardos?

—Usted se está riendo de mí —dijo la chica—. No hacemos todas esas tonterías de las que habla.

La camarera respiró hondo. Sombra intuyó que estaba contando hasta diez.

—¿Más café? ¿Quiere otro mocaccino, señora? —Su sonrisa parecía tan falsa como la que les había dedicado al principio.

Todos dijeron que no con la cabeza, y la camarera se volvió para atender a otros clientes.

—Ahí lo tienes —dijo Wednesday—. Una de esos que «carecen de fe y nunca se divertirán», Chesterton. Pagana, desde luego. Y bien, Pascua, querida, ¿quieres que salgamos a la calle y repitamos el experimento? ¿Quieres que averigüemos cuántos americanos saben que la palabra «Easter» deriva del nombre de la diosa Ostara? Vamos a ver… ya lo tengo. Preguntaremos a cien personas. Por cada uno que conozca el verdadero origen de la palabra, puedes cortarme un dedo, primero de las manos y luego de los pies; y, por cada veinte que no lo sepan, me regalas una noche de amor. Y juegas con ventaja, que al fin y al cabo estamos en San Francisco. Aquí hay impíos, paganos y fieles de la Wicca por todas partes.

Sus ojos verdes miraban a Wednesday. Sombra decidió que tenían el color de una hoja en primavera con el sol brillando a través de ella. Pascua no dijo nada.

—Podríamos probarlo —continuó Wednesday—. Aunque seguro que acabo con mis veinte dedos intactos, y pasando cinco noches en la cama contigo. Así que no me digas que te adoran y que celebran tu festividad. Vocalizan tu nombre, pero no significa nada para ellos. Absolutamente nada.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

—Ya lo sé —dijo con un hilo de voz—. No soy idiota.

—No —replicó Wednesday—, no lo eres.

«Se le ha ido la mano», pensó Sombra.

Wednesday bajó la mirada, avergonzado.

—Lo siento —dijo Wednesday, y Sombra percibió que su sinceridad era genuina—. Te necesitamos. Necesitamos tu energía. Necesitamos tu poder. ¿Lucharás a nuestro lado cuando llegue la tormenta?

Ella vaciló un instante. Llevaba una cadena de nomeolvides tatuada en la muñeca izquierda.

—Sí —dijo, al cabo de unos segundos—, supongo que sí.

Wednesday se besó un dedo y acarició con él la mejilla de Pascua. A continuación, llamó a la camarera y pagó los cafés. Contó los billetes cuidadosamente, los dobló con el tique y se los entregó.

Cuando se marchaba, Sombra le avisó:

—¡Señorita! Disculpe, creo que se le ha caído esto —dijo, recogiendo del suelo un billete de diez dólares.

—No —dijo la camarera, mirando los billetes que llevaba en la mano.

—Lo he visto caer —insistió Sombra en tono cortés—. Debería contarlos.

Ella contó el dinero y con una mirada de incredulidad exclamó:

—¡Vaya! Tiene razón, lo siento.

La camarera cogió el billete de diez dólares de la mano de Sombra y se marchó.

Pascua salió hasta el paseo con ellos. Comenzaba a atardecer. Le hizo un gesto con la cabeza a Wednesday, tocó la mano de Sombra y le preguntó:

—¿Qué soñaste anoche?

—Aves del trueno —dijo Sombra—. Y una montaña de calaveras.

Pascua asintió con la cabeza.

—¿Y sabes a quién pertenecían esas calaveras?

—Había una voz en el sueño, y me lo explicó.

Pascua asintió y quedó a la espera.

—Me dijo que eran mías. Antiguas calaveras mías. Había miles y miles de ellas.

Pascua miró a Wednesday.

—Yo diría que es un guardián —le dijo.

La mujer les dedicó una espléndida sonrisa. Luego, le dio unas palmaditas en el brazo a Sombra y se alejó por el paseo. Éste se quedó mirándola, intentando —sin éxito— no pensar en sus muslos rozándose entre sí al caminar.

En el taxi de camino al aeropuerto Wednesday le interpeló:

—¿A qué coño venía lo de los diez dólares?

—Le pagaste de menos. Y si la caja no cuadra se lo descuentan del sueldo.

—¿Y a ti qué coño te importa? —Su ira parecía real.

Sombra reflexionó un instante antes de contestar:

—Bueno, no me gustaría que alguien me hiciera una cosa así. Ella no había hecho nada malo.

—¿No? —Wednesday se quedó un momento con la mirada perdida—. A los siete años encerró a un gatito en un armario, estuvo oyéndole maullar durante días, y cuando por fin dejó de maullar lo metió en una caja de zapatos y lo enterró en el jardín. Quería enterrar algo. Tiene la costumbre de robar por sistema en los lugares en los que trabaja. Pequeñas cantidades, de forma habitual. El año pasado fue a visitar a su abuela a la residencia en la que vive. Se llevó un reloj de oro antiguo que la señora tenía en la mesilla de noche, y después estuvo merodeando por diversas habitaciones, sustrayendo pequeñas cantidades de dinero y objetos personales de los otoñales internos en sus años dorados. Cuando llegó a casa no sabía qué hacer con lo que había robado, le preocupaba que pudieran ir tras ella, y acabó tirándolo todo excepto el dinero.

—Ya lo pillo.

—Además padece gonorrea asintomática —añadió Wednesday—. Sospecha que puede estar infectada pero no hace nada al respecto. Cuando su último novio le acusó de habérsela pasado se hizo la ofendida y se negó a volverlo a ver.

—No hace falta que sigas —dijo Sombra—. Ya he cogido la idea. Puedes hacer esto con cualquiera, ¿no? Contarme sus miserias.

—Claro —dijo Wednesday—, todo el mundo hace cosas malas. Se creen que sus pecados son originales, pero la mayor parte de ellos son mezquinos y repetitivos.

—¿Y eso justifica que le robes diez pavos?

Wednesday pagó el taxi, los dos entraron en el aeropuerto y se dirigieron hacia la puerta de embarque. Todavía no habían empezado a embarcar.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Ya no sacrifican carneros o toros en mi honor. No me envían las almas de asesinos o esclavos, ahorcados y picoteados por los cuervos. Ellos me crearon y ahora me han olvidado. Solo me tomo una pequeña revancha. ¿Acaso no es justo?

—Mi madre solía decir que «la vida no es justa».

—Normal —dijo Wednesday—. Son frases típicas de madre, como esa de: «¿Y si todos tus amigos se tiran por la ventana, tú te tiras también?».

—Le birlaste diez dólares a esa chica. Yo le regalé otros diez —respondió con obstinación—. Era lo justo y por eso lo hice.

Una voz anunció que ya podían empezar a embarcar. Wednesday se puso en pie.

—Ojalá siempre que tengas que tomar una decisión lo veas así de claro. —Una vez más, parecía totalmente sincero.

«Es verdad lo que dicen —pensó Sombra—. Si eres capaz de fingir la sinceridad, tienes el éxito asegurado».

La ola de frío ya empezaba a remitir cuando Wednesday dejó a Sombra en su apartamento, a altas horas de la madrugada. En Lakeside seguía haciendo un frío escandaloso, pero ya no resultaba inconcebible. Cuando atravesaron la ciudad, el cartel electrónico que había en el lateral del banco M&I marcaba «3:30 A. M.» y «-20°».

Eran las nueve y media de la mañana cuando el jefe de policía Chad Mulligan llamó a la puerta del apartamento y le preguntó a Sombra si conocía a una chica llamada Alison McGovern.

—Creo que no —respondió, todavía somnoliento.

—Ésta es su foto —dijo Mulligan. Era una foto del instituto. Sombra la reconoció inmediatamente: era la chica con la ortodoncia de gomas azules, la que había estado escuchando la lección de su amiga sobre los usos orales del Alka-Seltzer.

—Ah, sí. Ya sé quién es. Venía en el autobús que me trajo a la ciudad.

—¿Dónde estuvo ayer, señor Ainsel?

Sombra sintió que el mundo empezaba a darle vueltas. Sabía que no tenía ninguna razón para sentirse culpable («Estás violando la condicional al vivir bajo una falsa identidad —le susurró una voz dentro de su cabeza—. ¿Te parece poco?»).

—En San Francisco —respondió—, en California. Tenía que ayudar a mi tío a transportar una cama con dosel.

—¿Puedes demostrarlo? ¿El resguardo del billete? ¿Algo de ese tipo?

—Claro. —Tenía sus dos tarjetas de embarque en el bolsillo de atrás y las sacó—. ¿Qué ha pasado?

Chad Mulligan examinó las tarjetas.

—Alison McGovern ha desaparecido. Colaboraba con la Sociedad Humanitaria de Lakeside, dando de comer a los animales y paseando perros. Iba unas horas al terminar las clases. Le encantaban los animales. Dolly Knopf, que dirige la Sociedad Humanitaria, la acercaba todas las noches a su casa después de cerrar. Ayer no vio a Alison por allí.

—Ha desaparecido…

—Sí. Sus padres nos llamaron anoche. La muy tonta solía hacer dedo para ir a la sociedad. Está en la comarcal oeste, bastante aislada. Sus padres ya le habían dicho que no lo hiciera, pero este no es un lugar peligroso… Ni siquiera cerramos con llave las casas. Qué les vas a decir a los niños. Bueno, mira la foto otra vez.

Alison McGovern sonreía. En la foto, las gomas de la ortodoncia eran rojas, no azules.

—¿Puedes garantizarme que no la has raptado, violado, asesinado ni nada parecido?

—Estaba en San Francisco. Y yo no haría una cosa así, joder.

—Ya me lo imaginaba. ¿Te importa echarnos una mano con la búsqueda?

—¿Yo?

—Sí, tú. Esta mañana ha venido la policía con los perros, pero no han encontrado nada —suspiró—. Dios, Mike. Solo espero que aparezca en Twin Cities con algún novio fumado.

—¿Crees que es una posibilidad?

—Podría ser. ¿Quieres unirte a la partida de búsqueda?

Sombra recordó que había visto a la chica en la tienda de Henning, su tímida sonrisa con las gomas azules, y se acordó también de que había pensado en lo guapa que sería dentro de unos años.

—Voy contigo.

Había dos docenas de hombres y mujeres esperando en el vestíbulo del cuartel de bomberos. Sombra reconoció a Hinzelmann y varios rostros más que le resultaban familiares. Había agentes de policía, vestidos con su uniforme azul, y varios hombres y mujeres del departamento del sheriff del condado de Lumber, con sus uniformes marrones.

Chad Mulligan les explicó qué ropa llevaba puesta Alison en el momento de la desaparición (un mono de nieve rojo, guantes verdes y un gorro de lana azul bajo la capucha del mono). Después, dividió a los voluntarios en grupos de tres. Sombra, Hinzelmann y un hombre llamado Brogan formaban uno de ellos. Les recordó que no tendrían muchas horas de luz, y les advirtió de que si encontraban el cadáver de Alison, Dios no lo quisiera, no debían tocar absolutamente nada, solo pedir refuerzos por radio; pero que, si la encontraban viva, debían mantenerla caliente hasta que llegasen los refuerzos.

Los dejaron en la comarcal W.

Hinzelmann, Brogan y Sombra caminaban por la orilla de un riachuelo helado. A cada grupo se le había entregado un pequeño walkie-talkie antes de partir.

Había nubes bajas, y todo estaba teñido de gris. No había vuelto a nevar en las últimas treinta y seis horas. Las huellas destacaban en la brillante superficie de la nieve.

Brogan tenía el aspecto de un coronel retirado, por su bigote fino y sus sienes plateadas. Era él quien los guiaba, y le explicó a Sombra que era un director de instituto jubilado.

—Pedí la jubilación anticipada cuando comprendí que ya no me iba a hacer más joven. Aún doy algunas clases, organizo los juegos de la escuela, que de todas formas son lo mejor del curso, y, por lo demás, me dedico a cazar y paso demasiado tiempo en la cabaña que tengo en Pike Lake —dijo mientras salían—. Por un lado, espero que la encontremos, pero preferiría que la encontraran otros. ¿Me entendéis?

Sombra lo entendía perfectamente.

No hablaron demasiado. Se limitaron a caminar, buscando un mono de nieve rojo, unos guantes verdes, un gorro azul o un cadáver blanco. De vez en cuando Brogan, que era el que llevaba el walkie, se ponía en contacto con Chad Mulligan.

A la hora del almuerzo se sentaron junto con el resto de la partida en un autobús escolar requisado a comerse unos perritos calientes y tomarse un caldo. Alguien avistó un ratonero de cola roja en un árbol sin hojas, y otro dijo que más bien parecía un halcón, pero el pájaro se alejó volando y se terminó la discusión.

Hinzelmann les relató una historia sobre su abuelo, que había querido tocar la trompeta durante una ola de frío, pero allí junto al granero, donde su abuelo había ido a practicar, hacía tanto frío que no consiguió que sonara siquiera.

—Luego, al entrar en la casa, dejó la trompeta junto a la estufa para que se deshelase. Y esa noche, cuando toda la familia estaba ya en la cama, de repente las notas congeladas empezaron a salir de la trompeta. Mi abuela se asustó tanto que casi le dio un ataque.

La tarde se les hizo eterna, infructuosa y deprimente. La luz del día iba desapareciendo lentamente, las distancias se juntaban, el paisaje se iba tiñendo de una luz añil y el viento era tan frío que les quemaba la cara. Cuando ya no hubo luz para continuar, Mulligan los llamó para suspender la búsqueda por esa tarde, y pasaron a recogerlos para llevarlos de vuelta al cuartel de bomberos.

En la manzana siguiente a la del cuartel estaba la taberna The Buck Stops Here, y allí acabaron la mayor parte de los voluntarios. Estaban exhaustos y desanimados, y hablaban del águila calva que habían visto volar en círculos, del frío que habían pasado, de que probablemente Alison aparecería en un par de días sin saber lo preocupados que los había tenido.

—Espero que no se haga una idea equivocada de la ciudad por esto —le dijo Brogan—. Es un sitio muy tranquilo.

—Lakeside —añadió una mujer esbelta cuyo nombre Sombra ya no recordaba, si es que los habían presentado— es la mejor ciudad de los Northwoods. ¿Sabe cuántos parados hay en Lakeside?

—No —respondió Sombra.

—Menos de veinte, y hay más de cinco mil personas viviendo aquí o en los alrededores. Puede que no seamos ricos, pero todos tenemos trabajo. No es como las ciudades mineras del nordeste, que en su mayoría son ciudades fantasma. También había ciudades ganaderas, pero el desplome de los precios de la leche o la bajada del precio del cerdo acabaron con ellas. ¿Sabe cuál es la mayor causa de muerte no natural entre los granjeros del Medio Oeste?

—¿El suicidio? —aventuró Sombra.

La mujer parecía casi decepcionada.

—Sí. Exacto, se matan. —Meneó la cabeza, y continuó—: Por aquí hay demasiadas ciudades que viven solo de los cazadores y los turistas, ciudades que se limitan a coger su dinero, mandarlos de vuelta a casa con sus trofeos y llenos de picaduras de mosquito. Después están las ciudades que crecen en torno a una determinada empresa, donde todo va de cine hasta que Wal-Mart cambia de lugar su centro de distribución o 3M deja de fabricar cajas para CD o lo que sea y de la noche a la mañana resulta que hay mil tipos que no pueden pagar la hipoteca. Perdone, no me he quedado con su nombre.

—Ainsel —dijo Sombra—. Mike Ainsel.

La cerveza que estaba bebiendo era de una marca local, elaborada con agua de manantial. Era francamente buena.

—Yo soy Callie Knopf, la hermana de Dolly. —Aún tenía el rostro enrojecido por el frío—. Lo que digo es que en Lakeside tenemos suerte. Aquí hay un poco de todo: ganadería, industria ligera, turismo, artesanía. Y buenas escuelas.

Sombra la miraba desconcertado. Había algo vacío en el fondo de sus palabras. Era como si estuviese escuchando a un vendedor, a un buen vendedor, de esos que creen en su producto, pero que intentan asegurarse por todos los medios de que vuelvas a casa con todos los cepillos o todos los tomos de la enciclopedia. Quizás ella percibió algo en su rostro, porque dijo:

—Lo siento, pero es que cuando algo te encanta, no puedes dejar de hablar de ello. ¿A qué se dedica, señor Ainsel?

—Al transporte de mercancías pesadas —respondió Sombra—. Mi tío se dedica a la compraventa de antigüedades por todo el país. Le ayudo a transportar los artículos pesados, de gran tamaño. Sin que se hagan añicos. Es un buen trabajo, pero un tanto irregular.

—Al menos le da la oportunidad de viajar —comentó Brogan—. ¿Y se dedica a eso en exclusiva, o tiene algún otro trabajo?

—¿Lleva encima ocho monedas de veinticinco centavos? —preguntó Sombra. Brogan rebuscó entre sus monedas. Encontró cinco de veinticinco, se las pasó a Sombra por encima de la mesa. Callie Knopf le dio otras tres.

Sombra colocó las monedas en dos filas de cuatro. Entonces, con un rápido pase de mano, hizo como si pasara la mitad de las monedas a través de la mesa de madera, soltándolas con la mano izquierda y recogiéndolas con la derecha. Después cogió las ocho monedas con la mano derecha y un vaso de agua vacío con la izquierda, cubrió el vaso con una servilleta e hizo que las monedas fueran desapareciendo una por una de su mano derecha para aterrizar a través de la servilleta en el interior del vaso con un sonoro repiqueteo. Finalmente, abrió la mano derecha para demostrar que estaba vacía, y retiró la servilleta para que se viesen las monedas en el vaso.

Devolvió las monedas —tres a Callie y cinco a Brogan—, volvió a coger una de las de Brogan y dejó cuatro en su mano. Sopló la moneda, que se transformó en un penique, y se la devolvió a Brogan, que se quedó pasmado al comprobar que seguía teniendo cinco monedas de veinticinco en la mano.

—Eres un Houdini —rio Hinzelmann con deleite—. Eso es lo que eres.

—Solo soy un aficionado —puntualizó Sombra—. Todavía tengo mucho que aprender.

Con todo, sintió un poquito de orgullo. Era la primera vez que actuaba frente a un público adulto.

Paró en el supermercado de camino a casa para comprar un cartón de leche. La chica pelirroja de la caja le resultaba familiar y tenía los ojos enrojecidos por el llanto. Su rostro era una enorme peca.

—Te conozco, eres… —Estuvo a punto de decir «la chica del Alka-Seltzer», pero se mordió la lengua y dijo—. Eres la amiga de Alison, la del autobús. Espero que ella esté bien.

La chica sollozó y asintió con la cabeza.

—Yo también.

Se sonó la nariz con un pañuelo de papel y se lo guardó en la manga.

Llevaba una chapa que decía: «¡Hola, soy Sophie! ¡Pregúntame cómo puedes perder diez kilos en 30 días!».

—Me he pasado todo el día buscándola, pero no ha habido suerte.

Sophie asintió, conteniendo las lágrimas. Agitó el cartón de leche frente al escáner, que les cantó el precio con un pitido. Sombra le dio dos dólares.

—Me largo de esta puta ciudad —dijo la chica, en un arrebato, con voz ahogada—. Me voy a vivir a Ashland con mi madre. Alison ha desaparecido. Sandy Olsen desapareció el año pasado. Jo Ming el anterior. ¿Y si el año que viene soy yo?

—Pensaba que a Sandy Olsen se lo había llevado su padre.

—Sí —respondió con amargura—, seguro que sí. Y Jo Ming se fue a California, y Sarah Lindquist se perdió en una excursión y nunca la encontraron. Me da igual. Yo me voy a Ashland.

Respiró hondo y retuvo el aire un instante. Después le sonrió, y no fue una sonrisa insincera. Fue la sonrisa de alguien que sabe que su trabajo consiste en sonreír al darle el cambio a un cliente, y cuando le entregó a Sombra su tique le deseó que tuviese un buen día. A continuación, se puso a atender a la mujer que iba detrás de él, con el carrito lleno hasta los topes.

Sombra cogió su leche y se subió al coche, pasó por delante de la gasolinera y del cacharro en el hielo, cruzó el puente y llegó a casa.