Capítulo diez

I’ll tell you all my secrets

But I lie about my past

So send me off to bed forevermore

Te contaré todos mis secretos.

Pero miento sobre mi pasado.

Así que mándame a dormir para siempre jamás.

—Tom Waits, Tango Till They’re Sore

Toda una vida en tinieblas, rodeado de mugre: eso fue lo que soñó Sombra la primera noche que pasó en Lakeside. Era la vida de un niño, lejana en el tiempo y en el espacio, en un país al otro lado del océano, en las tierras del Sol naciente. Pero en aquella vida no había amaneceres, solo opacidad a lo largo del día y ceguera nocturna.

Nadie le hablaba. Oía voces humanas que venían de fuera, pero no entendía el habla humana mejor de lo que entendía el ulular de los búhos o el aullido de los perros.

Recordaba, o creía recordar, que una noche, mucho tiempo atrás, una mujer adulta había entrado, con sigilo, y no lo había abofeteado ni le había dado de comer, sino que lo había levantado hasta su pecho y lo había abrazado. Olía bien. Le había arrullado. Calientes gotas de agua se habían deslizado desde el rostro de la mujer hasta el suyo. Había sentido miedo y gimió asustado.

Ella lo dejó sobre la paja, apresuradamente, y salió de la cabaña, cerrando la puerta tras de sí.

Recordaba ese momento, y lo guardaba como oro en paño, del mismo modo que recordaba la dulzura del corazón de una col, el ácido sabor de las ciruelas, la textura crujiente de las manzanas o la deliciosa untuosidad del pescado asado.

Ahora veía las caras a la luz de la hoguera, que lo miraban mientras lo sacaban por primera y única vez de la cabaña. De modo que ese era el aspecto que tenían las personas. Criado en la oscuridad, nunca había visto un rostro. Todo era muy nuevo. Y muy extraño. La luz de la hoguera hacía que le dolieran los ojos. Le pusieron la soga alrededor del cuello para llevarlo hasta el hueco que había entre las dos hogueras, donde el hombre le estaba esperando.

Cuando se alzó el primer cuchillo a la luz de la hoguera, qué entusiasmo despertó entre la multitud, y el niño de la oscuridad empezó a reír con ellos, franca y libremente.

Entonces cayó la hoja.

Sombra abrió los ojos y se percató de que tenía hambre y frío, y de que estaba en un apartamento en el que una capa de hielo enturbiaba por dentro el cristal de la ventana. Su propio aliento congelado, pensó. Se levantó de la cama y se alegró de no tener que vestirse. Rascó la ventana con un dedo al pasar, sintió que el hielo se fundía bajo la uña.

Intentó recordar lo que acababa de soñar, pero solo logró evocar una sensación de tristeza y de oscuridad.

Se calzó. Imaginó que podría acercarse al centro de la ciudad dando un paseo, y cruzar el puente que atravesaba la orilla norte del lago, si es que había interiorizado bien la geografía de la ciudad. Se puso su ligera cazadora, recordando que se había prometido a sí mismo comprarse un buen abrigo, abrió la puerta del apartamento y salió a la terraza de madera. El frío le dejó sin aliento: inspiró y sintió que todos los pelos de la nariz se le congelaban hasta quedarse rígidos. La terraza le ofrecía una buena vista del lago, irregulares retazos grises rodeados de una extensión blanca.

Se preguntó qué temperatura habría. La ola de frío había llegado ya, eso era seguro. Debían de estar en torno a los cero grados, y el paseo no iba a ser nada agradable, pero estaba seguro de que podría llegar a la ciudad sin demasiados problemas. ¿Qué le había dicho Hinzelmann anoche…? ¿Diez minutos a pie? Sombra era un hombre corpulento. Si andaba a paso ligero se mantendría caliente.

Salió hacia el sur en dirección al puente.

Enseguida empezó a toser, con una tos seca y leve, a medida que el aire frío y áspero le alcanzaba los pulmones. Al poco le dolían las orejas, la cara, los labios, y más tarde los pies. Metió las manos desnudas en los bolsillos de la chaqueta, y cerró los puños buscando un poco de calor. Se encontró recordando los increíbles relatos de Low Key Lyesmith sobre los inviernos en Minnesota, en especial uno en el que un cazador se subía a un árbol huyendo de un oso durante una fuerte helada. El hombre se sacaba la minga y meaba un chorro arqueado, amarillo y humeante que se congelaba antes de llegar al suelo, y se escapaba deslizándose por el chorro de orina congelada dura como una piedra. Sonrió al recordarlo y tosió de nuevo.

Un paso y otro y otro más. Miró hacia atrás. El edificio del que había partido no estaba tan lejos como esperaba.

Aquel paseo era un error, decidió. Pero estaba a tres o cuatro minutos del apartamento, y ya podía divisar el puente sobre el lago. Tanto sentido tenía continuar como volver (y, si volvía, ¿qué iba a hacer? ¿Llamar a un taxi desde el teléfono cortado? ¿Esperar a la primavera? En el apartamento no había comida, se recordó).

Siguió caminando, revisando a la baja sus estimaciones sobre la temperatura a medida que iba andando. ¿Diez bajo cero? ¿Veinte? Quizá cuarenta, ese extraño punto del termómetro en el que los grados centígrados y los grados Fahrenheit dicen lo mismo. Probablemente no hacía tanto frío. Pero el viento daba esa sensación térmica, y ahora soplaba con fuerza y de forma ininterrumpida sobre el lago, procedente del Ártico y a través de Canadá.

Recordó con envidia los calentadores químicos para manos y pies que se había llevado del tren. Deseó poder tener uno en ese momento.

Calculó que habría caminado otros diez minutos más, pero el puente no parecía mucho más cerca que antes. Tenía demasiado frío como para tiritar. Le dolían los ojos. Aquel frío no era normal: era de ciencia ficción. Era una historia ambientada en la cara oculta de Mercurio, de la época en que se pensaba que Mercurio tenía una cara oculta. Se encontraba en algún lugar del rocoso Plutón, donde el sol no es más que otra estrella, si acaso un poco más brillante que las demás. Aquel sitio, pensó Sombra, era casi idéntico a uno de esos lugares en los que el aire se trae en cubos y se sirve como si fuera cerveza.

Los coches que ocasionalmente pasaban a su lado parecían irreales: naves espaciales, pequeños y congelados envoltorios metálicos con cristales, ocupados por personas que iban mejor abrigadas que él. Un antiguo villancico que a su madre le encantaba, Walking in a Winter Wonderland (Caminando por un paraíso invernal), le empezó a rondar por la cabeza; Sombra la tarareó con los labios cerrados y se puso a caminar al compás.

Había perdido por completo la sensibilidad en los pies. Se miró los zapatos de cuero negro, los calcetines finos de algodón y empezó a pensar seriamente que corría peligro de que se le congelaran de verdad.

No era ninguna broma. Ya había traspasado el límite de la imprudencia y estaba adentrándose en el territorio «Dios esta vez sí que la he cagado bien cagada». Le hubiese dado igual ir envuelto en una red o en un vestido de encaje: el viento lo atravesaba todo, le helaba los huesos hasta el mismo tuétano, le helaba las pestañas, le helaba la zona cálida justo debajo de los testículos, que empezaban a retraerse hacia la cavidad pélvica.

«Tú sigue andando —se decía—. Sigue andando. Ya pararás a respirar bien hondo cuando llegues a casa». Una canción de los Beatles empezó a sonar en su cabeza, y siguió caminando al compás de la misma. Fue al llegar al estribillo cuando se dio cuenta de que estaba tarareando Help (Ayuda).

Ya casi estaba en el puente. Todavía tenía que cruzarlo, y después aún le quedaban otros diez minutos de paseo hasta las tiendas que había al oeste del lago, quizás algo más…

Un coche pasó de largo, frenó, dio marcha atrás en medio de una nube de humo y se paró a su lado. Bajaron una ventanilla, y el vapor neblinoso que salía del interior del vehículo se mezcló con el humo del tubo de escape, formando alrededor del coche una nube que parecía el aliento de un dragón.

—¿Todo bien por ahí? —preguntó un policía que iba dentro del coche.

El primer e instintivo impulso de Sombra fue contestar: «Sí, agente, todo está perfectamente bien, no pasa nada. Circule. Aquí no hay nada que ver». Pero ya era demasiado tarde para eso y empezó a decir: «Creo que me estoy congelando. Me dirigía a Lakeside para comprar algo de ropa y comida, pero me temo que queda más lejos de lo que pensaba». O eso era lo que tenía en la cabeza, pero al llegar a ese punto se percató de que la única palabra que había logrado articular era:

—C-congelado. —También había emitido algún otro sonido ininteligible, así que añadió—: P-perdón. M-mucho frío.

El policía abrió la puerta trasera del coche.

—Haga el favor de subir a ver si entra en calor, ¿de acuerdo?

Sombra subió agradecido, y se sentó en el asiento trasero mientras se frotaba las manos, tratando de no preocuparse por si se le habían congelado los dedos de los pies. El policía volvió al asiento del conductor. Sombra lo miró a través de la rejilla metálica. Intentó no pensar en la última vez que había estado sentado en la parte trasera de un coche de policía, ignorar el hecho de que no hubiera manillas en las puertas de atrás, y concentrarse únicamente en devolverles la vida a sus manos. Le dolía la cara, le dolían los enrojecidos dedos y ahora además, con el calor, empezaba a sentir dolor en los dedos de los pies. Pero a fin de cuentas, pensó Sombra, que le dolieran era buena señal.

El policía arrancó y siguió adelante.

—Me va usted a perdonar —le dijo, sin volverse a mirarle, pero alzando un poco la voz—, pero lo que ha hecho es una estupidez como un piano. ¿Es que no se ha enterado usted de las alertas meteorológicas? Estamos a treinta bajo cero. Y solo Dios sabe cuál es la sensación térmica con este viento, de sesenta o setenta bajo cero, aunque imagino que a esa temperatura la sensación térmica es lo de menos.

—Gracias —dijo Sombra—. Gracias por parar. No sabe cuánto se lo agradezco.

—Esta mañana una mujer de Rhinelander salió en bata y zapatillas para poner alpiste a sus pájaros y se congeló, literalmente: se quedó pegada a la acera. La tienen en cuidados intensivos. Escuché la noticia en la radio esta mañana. Usted es nuevo en la ciudad. —Era casi una pregunta, pero el policía conocía de sobra la respuesta.

—Llegué anoche en el autocar. Imaginé que podría acercarme hoy a la ciudad para comprar ropa de abrigo, algo de comida y un coche, pero no me esperaba que hiciera este frío.

—Sí —dijo el policía—, a mí también me ha cogido por sorpresa. Estaba demasiado ocupado preocupándome por el calentamiento global. Me llamo Chad Mulligan. Soy el jefe de policía de Lakeside.

—Mike Ainsel.

—Encantado, Mike. ¿Ya te encuentras mejor?

—Un poco mejor, sí.

—¿Adónde quieres que te lleve primero?

Sombra acercó las manos a la rejilla de la calefacción, pero el calor le hizo daño en los dedos, así que las retiró. Cada cosa a su tiempo.

—Me basta con que me acerque al centro de la ciudad, si no es molestia.

—Ni hablar. Mientras no pretendas que te haga de conductor para atracar un banco, no tengo inconveniente en llevarte a donde sea. Imagina que soy el comité de bienvenida a la ciudad.

—¿Por dónde sugiere que empecemos?

—Llegaste anoche, ¿no?

—Así es.

—¿Ya has desayunado?

—Todavía no.

—Bueno, entonces me parece que vamos a empezar por ahí.

Ya habían pasado el puente y entraban en la ciudad por el lado noroeste.

—Ésta es la calle principal —dijo Mulligan, y después de cruzar la calle y girar a la derecha añadió—: Y esta es la plaza.

Incluso en invierno la plaza era impresionante, pero Sombra sabía que el lugar estaba pensado para ser admirado en verano: debía de ser un estallido de color, con amapolas, lirios y todo tipo de flores, y el grupo de abedules de la esquina debía de ser como un cenador en tonos verdes y plateados. Ahora no había color, aunque había cierta belleza en su desnudez, con el quiosco de música vacío, la fuente cerrada, el ayuntamiento de arenisca con los tejados cubiertos por la blanca nieve.

—… y esto de aquí —concluyó Chad Mulligan, deteniendo el coche frente a un edificio antiguo con fachada de cristal situado en el lado oeste de la plaza— es Mabel’s.

Se bajó del coche y le abrió la puerta a Sombra. Agacharon la cabeza para protegerse del frío y del viento, y se apresuraron a cruzar la acera hasta el cálido establecimiento, que olía a pan recién hecho, a pasteles, a sopa y a beicon.

El local estaba prácticamente vacío. Mulligan se sentó a una mesa y Sombra se sentó frente a él. Sospechaba que el agente se había ofrecido a ayudarle para tomarle el pulso al forastero. Pero también podía ser que el jefe de policía fuese tan solo lo que aparentaba: un tipo amable con ganas de ayudar, una buena persona.

Una camarera se acercó rápidamente a la mesa. No era gorda, pero sí grande, una mujer corpulenta de unos sesenta años, pelirroja de bote.

—Hola, Chad, ¿quieres una taza de chocolate mientras decides lo que vas a comer? —Les tendió dos cartas.

—Pero sin nata por encima. Mabel me conoce perfectamente —le comentó a Sombra—. Y tú, ¿qué vas a tomar?

—Un chocolate caliente me vendría de maravilla —dijo Sombra—. Y si viene con nata, mejor que mejor.

—Buena elección —comentó Mabel—. Tú di que sí, cielo; qué sería de la vida sin algo de riesgo. ¿No piensas presentarnos, Chad? ¿Es tu nuevo ayudante?

—Todavía no —respondió Chad Mulligan, mostrando fugazmente su blanca dentadura—. Es Mike Ainsel. Llegó a Lakeside anoche. Y ahora, si me perdonáis.

Chad se levantó, se dirigió al fondo del local y entró por una puerta con un cartel que rezaba «Pointers». Al lado había otra en la que decía «Setters».

—Eres el nuevo, el del apartamento de arriba de Northridge Road. Lo que antes era la casa de Pilsen. Eso es —dijo, en tono jovial—, ahora ya sé quién eres. Hinzelmann ha pasado esta mañana a por su empanada matutina y me lo ha contado todo sobre ti. ¿Pensáis tomar solo el chocolate o queréis echarle un ojo a la carta de desayunos?

—Yo quiero desayunar —dijo Sombra—. ¿Qué me recomienda?

—Todo está muy bueno —dijo Mabel—. Lo preparo yo misma. Pero mis empanadillas tienen muy buena fama y me salen francamente buenas. Además, llenan mucho y ayudan a espabilar. Son mi especialidad.

Sombra no había probado nunca las empanadillas, pero dijo que le parecía bien y, al cabo de unos minutos, Mabel volvió con un plato donde había algo que parecía una tarta doblada por la mitad. La parte inferior estaba envuelta en una servilleta de papel. Sombra la cogió por el lado de la servilleta y la mordió: estaba caliente y llevaba un relleno de carne, patata, zanahoria y cebolla.

—Es la primera vez que me como una empanadilla y está francamente buena.

—Son típicas de la PS —le explicó Mabel—. No es fácil encontrarlas al sur de Ironwood. Pero aquí las trajeron unos hombres de Cornualles que vinieron para trabajar en las minas de hierro.

—¿Pe, ese?

—Península Superior. PS. Es ese trocito de Michigan que se prolonga hacia el nordeste.

El jefe de policía volvió a la mesa. Cogió la taza de chocolate y sorbió un poco.

—Mabel, ¿ya estás obligando a este joven tan simpático a que se coma una de tus empanadillas?

—Está muy buena —dijo Sombra. Y lo estaba, un relleno delicioso envuelto en una masa caliente.

—Van directamente a la barriga —repuso Chad Mulligan, dándose palmaditas en su propia tripa—. Quedas avisado. Muy bien. Me dijiste que necesitabas un coche, ¿no?

Sin la parka, resultó ser un hombre larguirucho con una barriga redonda en forma de manzana. Parecía competente y muy profesional; de hecho, tenía más pinta de ingeniero que de policía. Sombra asintió con la cabeza, tenía la boca llena.

—Bien, he hecho algunas llamadas. Justin Liebowitz vende su jeep y pide cuatro mil dólares por él, aunque aceptará tres mil. Los Gunther llevan ocho meses intentando vender su Toyota 4Runner; es feo de cojones, pero a estas alturas es probable que estén dispuestos a pagarte ellos a ti porque se lo saques de la entrada. Si no te importa que sea horrible, seguro que te lo dejan a precio de ganga. He llamado desde el teléfono del lavabo de caballeros y le he dejado un recado a Missy Gunther en la inmobiliaria Lakeside, pero todavía no había llegado; probablemente estaba en la peluquería.

Sombra seguía pensando que la empanadilla estaba deliciosa mientras daba buena cuenta de ella. Era increíblemente contundente. «Comida de la que se pega al riñón», habría dicho su madre.

—Muy bien —dijo el jefe de policía mientras se limpiaba de los labios la espuma del chocolate—. Imagino que la siguiente parada será la tienda de Henning. Allí podrás comprar ropa de invierno en condiciones, de ahí podemos dar el salto al Delicatessen de Dave para que puedas aprovisionar la despensa y luego te dejaré en la inmobiliaria. Si puedes ofrecerles mil dólares contantes y sonantes por el coche estarán encantados; si no, con quinientos en cuatro meses se darán por satisfechos. El coche es feo, ya te lo he dicho, pero si el hijo no lo hubiera pintado de color violeta valdría diez mil, y es un buen coche, justo lo que necesitas para moverte por ahí este invierno, te lo digo yo.

—Es muy amable por su parte —dijo Sombra— pero ¿no debería estar por ahí atrapando delincuentes, en lugar de ir ayudando a los recién llegados? No me estoy quejando, usted ya me entiende.

Mabel se echó a reír.

—Eso mismo le decimos todos.

Mulligan se encogió de hombros.

—Ésta es una ciudad tranquila —respondió sencillamente—. No hay muchos problemas. Siempre te encuentras a alguien que se salta los límites de velocidad dentro de la ciudad, lo cual tampoco está mal, porque son las multas las que pagan mi sueldo. Los viernes y sábados por la noche puedes encontrarte con algún imbécil que empina el codo y le pega a su pareja, cosa que sucede en ambos sentidos, créeme, tanto hombres como mujeres. Pero en general es un sitio muy tranquilo. Me llaman cuando alguien se ha dejado las llaves dentro del coche, o cuando hay perros que ladran. Y todos los años pillan a un par de chavales del instituto fumando hierba detrás de las gradas. El mayor caso policial que hemos vivido en cinco años fue cuando Dan Schwartz se emborrachó y disparó contra su propia caravana. De allí salió echando chispas por la calle principal, en su silla de ruedas, agitando su maldita escopeta, gritando que dispararía a cualquiera que tratase de interponerse en su camino y que nadie podría evitar que se metiese en la autopista interestatal. Creo que pretendía ir a Washington a matar al presidente. Todavía me río cuando pienso en Dan bajando por la interestatal en aquella silla, que tenía una gigantesca pegatina detrás que decía «Mi delincuente juvenil se está follando a tu estudiante modelo». ¿Te acuerdas, Mabel?

La mujer asintió con los labios fruncidos. Al parecer, no encontraba la historia tan graciosa como Mulligan.

—¿Y qué hizo usted? —preguntó Sombra.

—Hablé con él, me dio la escopeta y durmió la mona en el calabozo. Dan no es un mal tipo, solo estaba cabreado y borracho.

Sombra pagó su desayuno y, pese a las protestas no muy enérgicas de Mulligan, los dos chocolates.

La tienda de Henning era un edificio del tamaño de un almacén en la parte sur de la ciudad. Vendían de todo, desde tractores hasta juguetes (los juguetes y los adornos de Navidad ya estaban de rebajas). La tienda estaba muy animada por las compras de después de Navidad. Sombra reconoció a la más joven de las niñas que iban sentadas delante de él en el autobús. Iba detrás de sus padres. La saludó y ella le devolvió una sonrisa indecisa. Sombra se preguntó sin demasiado interés qué aspecto tendría dentro de diez años.

Probablemente sería tan guapa como la chica de la caja, quien escaneó sus compras con una ruidosa pistola que, probablemente, podría escanear hasta un tractor si a alguien se le ocurría llevárselo puesto.

—¿Diez pares de calzoncillos largos? —preguntó—. ¿Los coleccionas o qué? —La chica parecía una aspirante a estrella de cine.

Sombra se sintió como si volviera a tener catorce años, torpe e incapaz de decir una palabra. De hecho, no dijo nada mientras ella pasaba por el lector las botas de montaña, los guantes, los jerséis y el plumífero.

No se atrevió a usar la tarjeta de crédito que le había dado Wednesday, y menos con el jefe Mulligan acompañándolo solícitamente, así que lo pagó todo al contado. Se llevó las bolsas al lavabo de caballeros y salió vistiendo varias de las prendas que acababa de comprar.

—Tienes buen aspecto, grandullón —dijo Mulligan.

—Al menos ya no tengo frío.

Ya en el aparcamiento, aunque el viento era tan frío que le quemaba la cara, pudo comprobar que el resto de su cuerpo iba calentito. Aceptando el ofrecimiento de Mulligan, dejó las bolsas en la parte de atrás del coche y ocupó el asiento del pasajero.

—Bueno, ¿a qué te dedicas, Ainsel? Un tipo tan grande como tú… ¿Cuál es tu profesión? ¿Piensas ejercerla aquí, en Lakeside?

El corazón de Sombra se aceleró, pero su voz se mantuvo firme.

—Trabajo para mi tío. Compra y vende cosas por todo el país. Yo me encargo de transportar las mercancías más pesadas.

—¿Paga bien?

—Soy de la familia. Sabe que no le voy a estafar, y así voy aprendiendo un poco de qué va el negocio. Por lo menos hasta que sepa qué es exactamente lo que quiero hacer.

Hablaba con convicción, las mentiras le salían con una fluidez asombrosa. En ese mismo momento lo supo absolutamente todo sobre Mike Ainsel, y le gustaba Mike Ainsel. Éste no tenía los problemas que tenía Sombra. Ainsel nunca había estado casado, y nunca le habían interrogado el señor Madera y el señor Piedra en un tren de mercancías. A Mike Ainsel no le hablaba la televisión («¿Quieres ver las tetas de Lucy?», dijo una voz en su cabeza). Tampoco tenía pesadillas, ni creía que se avecinaba una tormenta.

En la tienda Delicatessen de Dave llenó la cesta solo con lo indispensable: leche, huevos, pan, manzanas, queso y galletas. Solo un poco de comida. Ya haría una compra de verdad más adelante. Mientras Sombra iba de un lado a otro, Chad Mulligan saludaba a la gente y les presentaba al nuevo vecino.

—Éste es Mike Ainsel, ha alquilado el apartamento que quedaba libre en la antigua casa de Pilsen. Ahí arriba, en la parte de atrás.

Sombra dejó de intentar recordar los nombres. Se limitaba a estrechar manos y a sonreír sudando un poco; con el calor de la tienda le resultaba incómodo ir tan abrigado.

Chad Mulligan llevó a Sombra hasta la inmobiliaria Lakeside, al otro lado de la calle. Missy Gunther, recién peinada y apestando a laca, no necesitaba presentación; ella ya sabía perfectamente quién era Mike Ainsel.

—El señor Borson, tan amable, su tío Emerson, qué hombre tan simpático, estuvo aquí hace unas… ¿qué?, ¿seis?, ¿ocho semanas?, y alquiló el apartamento de arriba en la antigua casa de Pilsen. La vista allí ¿no es como para morirse? Bueno, cariño, espera a la primavera, porque tenemos una suerte; hay tantos lagos por esta zona que en verano se llenan de algas y se quedan de un verde brillante que le ponen a una mala del estómago, pero nuestro lago, bueno, ya verás el Cuatro de Julio, si casi se puede beber.

»El señor Borson pagó un año entero de alquiler por adelantado. En cuanto al Toyota 4Runner, no me puedo creer que Chad Mulligan todavía se acuerde; claro que me encantaría deshacerme de él. A decir verdad, ya me había resignado a dárselo a Hinzelmann como chatarra y me conformaba con no tener que pagar el impuesto, pero no porque el coche sea en absoluto una chatarra, no, nada de eso; era el coche de mi hijo antes de que se fuese a estudiar a Green Bay y, bueno, un día se le ocurrió pintarlo de violeta, je, je. Espero que le guste el violeta, eso es lo único que puedo decir; claro que si no le gusta lo entenderé perfectamente…

El jefe Mulligan pidió que lo disculparan hacia la mitad de esta letanía.

—Parece que me necesitan en comisaría. Encantado de conocerte, Mike.

Trasladó las bolsas de Sombra a la parte de atrás del monovolumen de Missy Gunther.

Missy llevó a Sombra hasta su casa, en cuya entrada había un envejecido todoterreno. La nieve había teñido la mitad del coche de un blanco deslumbrante, mientras que el resto estaba pintado en una especie de violeta absurdo que solo alguien muy fumado muy a menudo podría encontrar quizá remotamente atractivo.

No obstante, el coche arrancó a la primera, y la calefacción funcionaba, aunque le costó unos diez minutos con el motor encendido y la calefacción a tope conseguir que el interior del coche pasase de frío insoportable a solo fresco. Mientras el vehículo se calentaba, Missy Gunther llevó a Sombra a su cocina.

—Perdone el desorden, pero los niños dejan los juguetes por todas partes después de Navidades y yo no quiero desilusionarlos… ¿Le apetece un poco de pavo que sobró de la cena? El año pasado asamos una oca, pero este año hemos optado por un gran pavo. Por lo menos un café, solo me llevará un minuto poner la cafetera…

Sombra cogió un coche de juguete rojo del asiento que había debajo de una ventana y se sentó, mientras Missy Gunther le preguntaba si había tenido ocasión de conocer a sus vecinos y él confesaba que no.

Había, le informó mientras el café iba cayendo gota a gota, otros cuatro vecinos en el edificio. En tiempos, los Pilsen vivían en el apartamento de abajo y alquilaban los dos de arriba, pero ahora vivían allí un par de chicos, el señor Holz y el señor Neiman, que de hecho eran pareja

—«Pareja», señor Ainsel, cielo santo; aquí hay gente de todo tipo, del mismo modo que en el bosque hay diversas especies de árboles, aunque este tipo de gente acaba mudándose a Madison o a Twin Cities, pero, a decir verdad, a nadie le importa lo más mínimo. Se han ido a cayo Hueso a pasar el invierno, volverán en abril, ya los conocerá entonces. Lo que ocurre es que Lakeside es una buena ciudad. Y en el apartamento de al lado del suyo vive Marguerite Olsen con su hijo, una mujer encantadora, realmente encantadora, sí señor, aunque ha tenido una vida muy dura, pero a pesar de todo es tan dulce como la miel, y trabaja para el Lakeside News, que no es que sea el periódico más interesante del mundo, pero en realidad creo que la mayor parte de la gente lo prefiere así.

»Ay —dijo mientras le servía el café—, ojalá pueda ver la ciudad en verano o a finales de primavera, cuando los lilos, los manzanos y los cerezos estén en flor. Para mí no hay belleza que se les pueda comparar, nada parecido en ningún lugar del mundo.

Sombra le entregó una fianza de quinientos dólares, se subió al coche y dio marcha atrás para sacarlo del jardín delantero de la casa. Missy Gunther dio unos golpecitos en la ventanilla.

—Esto es para usted, casi se me olvida. —Le entregó un sobre de color beis—. Es una especie de broma. Las mandamos imprimir hace unos años. No hace falta que lo mire ahora.

Sombra le dio las gracias y, con mucho cuidado, puso rumbo a la ciudad. Tomó la carretera que rodeaba el lago. Le gustaría poder verlo en primavera o verano u otoño; debía de ser muy bonito, de eso no cabía duda.

Diez minutos más tarde ya estaba en casa.

Aparcó en la calle y subió los escalones exteriores hasta su frío apartamento. Sacó la compra de las bolsas, guardó la comida en los armarios y en el frigorífico, y después abrió el sobre que le había dado Missy Gunther.

Dentro había un pasaporte. Tenía las tapas azules, plastificadas y dentro proclamaba que Michael Ainsel, escrito con la cuidadosa caligrafía de Missy Gunther, era ciudadano de Lakeside. En la página siguiente había un mapa de la ciudad. El resto eran vales de descuento de distintos establecimientos locales.

—Creo que me va a gustar estar aquí —dijo Sombra en voz alta, mirando el lago congelado a través de la escarcha de la ventana—. Si es que alguna vez sube la temperatura.

Se oyó un golpe en la puerta principal hacia las dos de la tarde. Sombra había estado jugando con una moneda, pasándosela de una mano a la otra sin que se notara. Tenía las manos tan frías y tan torpes que la moneda se le caía sobre la mesa una y otra vez, y la llamada hizo que se le volviese a caer.

Fue a abrir la puerta.

Tuvo un momento de pánico cuando vio a un hombre con una braga negra que le cubría la mitad inferior de la cara. Era el tipo de braga que usan para asustar a sus víctimas los ladrones de banco en las series de televisión o los asesinos en serie en las películas de serie B. También llevaba un gorro negro de lana.

No obstante, el tipo era más bajo y más menudo que Sombra, y no parecía que fuera armado. Además, llevaba un chaquetón escocés de vivos colores, algo que los asesinos en serie suelen evitar.

Oi jiselban —dijo el visitante.

—¿Cómo?

El hombre se bajó la braga y dejó al descubierto el alegre rostro de Hinzelmann.

—Decía que soy Hinzelmann. La verdad es que no sé qué hacíamos antes de que inventasen estas bragas. Bueno, sí que me acuerdo. Llevábamos pasamontañas de punto muy prieto que cubrían toda la cara, bufandas y no quieras ni saber qué más. Pero hay que ver las cosas que inventan ahora. Puede que sea un viejo, pero no seré yo quien eche pestes del progreso.

Mientras acababa de hablar, le pasó a Sombra un cesto repleto de quesos de la región, de botellas, botes y varias barritas de embutido que según la etiqueta eran de venado.

—Feliz día después de Navidad —dijo nada más entrar. Tenía la nariz, las orejas y las mejillas rojas como tomates, pese a la braga—. Me han dicho que ya has probado las empanadillas de Mabel. Te he traído algunas cosas más.

—Muy amable, gracias.

—De gracias nada, que me pienso pegar a ti la semana que viene con vistas a la rifa. Es una iniciativa de la Cámara de Comercio, que yo presido. El año pasado conseguimos casi diecisiete mil dólares para la sección de pediatría del hospital de Lakeside.

—¿Y por qué no me apunta ya?

—Es que no empiezo hasta que el cacharro está en el hielo. —Miró hacia el lago a través de la ventana—. Hace frío ahí fuera. Debe de haber caído la temperatura unos cincuenta grados esta noche.

—El frío se nos ha echado encima de golpe, sí.

—En los viejos tiempos la gente solía rezar por que cayera una helada como esta —le explicó—. Me lo contaba mi padre.

—¿Rezaban para que hiciese este tiempo? —le interrumpió Sombra.

—Sí, claro, era la única garantía de supervivencia para los colonos en aquella época. No había suficiente comida para todos y no podías bajarte a la tienda de Dave a llenar el carro sin más, no señor. Por eso mi abuelo tuvo una idea: cuando hacía un día de frío como este cogía a la abuela y a los niños, mi tío, mi tía y mi padre, que era el más pequeño, a la criada, a los jornaleros y se los llevaba al arroyo. Allí les daba un poco de ron con hierbas, una bebida que preparaba siguiendo una receta que se había traído del viejo continente, y les echaba agua del río por encima. Se congelaban en un momento, claro, se quedaban tiesos y azules como un polo. Los cargaba hasta una zanja que habían abierto antes y habían acolchado con paja y los amontonaba uno a uno como troncos de leña; rellenaba los huecos con paja y después tapaba la zanja con un par de maderos para protegerlos de las alimañas. Por aquel entonces había lobos, osos y toda clase de fieras por aquí, pero ningún hodag, criaturas míticas que se dice habitan en los bosques de Wisconsin. Eso de los hodags son habladurías y nunca intentaría aprovecharme de tu buena fe contándote cuentos chinos, no señor. El caso es que mi abuelo tapaba la zanja con troncos de modo que la siguiente nevada la cubriese por completo, y solo quedara a la vista la bandera que plantaba al lado para poder localizar después la zanja.

»De este modo, mi abuelo podía pasar el invierno tranquilo y sin tener que preocuparse por si se le acababa la comida o el combustible. Cuando veía que ya se acercaba definitivamente la primavera iba hasta la bandera, retiraba la nieve, apartaba los maderos, los llevaba a casa uno a uno y los ponía frente a la chimenea para que se descongelasen. A nadie le importaba, excepto a uno de los jornaleros, que perdió media oreja porque una familia de ratones se dedicó a roérsela una vez que mi abuelo no colocó bien los tablones. Claro que aquellos sí que eran inviernos de verdad. Entonces sí se podían hacer esas cosas. Porque con estos inviernos de chichinabo que tenemos ahora casi no hace falta ni abrigarse.

—¿No? —Sombra interpretaba el papel de hombre serio y formal, y disfrutaba como un enano.

—No desde el invierno del 49, y tú eres demasiado joven para recordarlo. Eso sí que eran inviernos. Veo que te has comprado un coche.

—Sí. ¿Qué le parece?

—La verdad es que nunca me ha gustado el chico de los Gunther. Tenía un río con truchas en el bosque, detrás de mi finca, bastante más allá; bueno, son terrenos de la ciudad, pero había puesto algunas piedras en el río y me había montado unos estanques donde a las truchas les gustaba vivir, y así también podía hacerme con unos buenos ejemplares… Una de ellas debía de medir unos setenta y cinco centímetros, y ese crío de los Gunther, un hijo de mala madre, me desmontó a patadas los estanques y me amenazó con denunciarme a los forestales. Ahora está en Green Bay, pero volverá pronto. Si hubiese algo de justicia en el mundo se habría largado como un fugitivo de invierno, pero qué va; claro, ese se queda ahí pegado como un arrancamoños a un jersey de lana. —Empezó a sacar lo que había traído en la cesta de bienvenida y a dejarlo sobre la encimera—. Ésta es la mermelada de manzanas silvestres de Katherine Powdermaker. Lleva regalándome un tarro cada Navidad desde antes de que tú nacieras, y lo triste del asunto es que nunca he abierto ni uno. Los tengo todos en el sótano, unos cuarenta o cincuenta. A lo mejor un día abro uno y descubro que me gusta. Pero mientras tanto, este es para ti. Puede que te guste.

Sombra guardó el frasco en el frigorífico, junto con el resto de cosas que le había traído Hinzelmann.

—¿Qué es esto? —preguntó, alzando una botella larga sin etiquetar llena de una sustancia oleosa y de color verde.

—Aceite de oliva. Tiene ese aspecto por el frío. Pero no te preocupes, está perfectamente bien para cocinar.

—Vale. ¿Qué es un fugitivo de invierno?

—Hum. —El viejo se subió el gorro por encima de las orejas, se rascó la sien con el índice enrojecido—. Bueno, no es un fenómeno exclusivo de Lakeside; esta es una buena ciudad, mejor que muchas, pero no perfecta. A veces, cuando llega el invierno, hay chicos que se vuelven un poco majaretas, cuando hace tanto frío que no se puede ni salir de casa y la nieve está tan seca que no puedes ni hacer bolas de nieve porque se desmoronan entre las manos.

—¿Se escapan de casa?

El viejo asintió con preocupación.

—Yo creo que la culpa la tiene la televisión, que está todo el día enseñando a los chicos cosas que nunca podrán tener, como en Dallas, Dinastía, Sensación de vivir, Hawaii Cinco-0 y todas esas tonterías. Yo no tengo televisión desde el otoño del 83, solo un aparato en blanco y negro que guardo en un armario por si viene alguien de fuera y hay algún partido importante.

—¿Quiere tomar algo, Hinzelmann?

—Café no, que me da acidez. Solo agua. —Meneó la cabeza—. Por aquí el problema más grave es la pobreza. No como la pobreza que hubo durante la Depresión, sino más in… ¿cómo es esta palabra?, ¿sabes lo que digo? La palabra significa que algo va como trepando por una pared, igual que una cucaracha.

—¿Insidiosa?

—Sí, eso, insidiosa. La industria maderera está muerta. Las minas también. Los turistas no suben más allá de Dells, excepto un puñado de cazadores y algunos chicos que vienen a acampar en los lagos, pero no se gastan el dinero en las ciudades.

—Pero Lakeside parece una ciudad bastante próspera.

Los ojos azules del viejo parpadearon.

—Y nuestro trabajo nos cuesta; créeme, mucho trabajo. Luego, la ciudad es buena y todo el trabajo que la gente hace aquí no cae en saco roto. No es que mi familia no fuese pobre cuando éramos niños. Pregúntame cómo de pobres éramos cuando yo era niño.

Sombra puso su cara de hombre cabal y preguntó:

—¿Cómo de pobres eran cuando usted era niño, señor Hinzelmann?

—Hinzelmann, a secas, Mike. Éramos tan pobres que no nos podíamos permitir ni encender fuego. En Nochevieja mi padre chupaba un caramelo de menta y los niños nos poníamos alrededor con las manos extendidas para calentarnos con su aliento.

Sombra resopló. Hinzelmann se puso la braga y el grueso chaquetón escocés, sacó las llaves del coche del bolsillo y, por último, se puso sus enormes guantes.

—Si te aburres mucho por aquí, no tienes más que bajar a la tienda y preguntar por mí. Te enseñaré mi colección de moscas hechas a mano. Te aburrirás tanto que volver aquí te parecerá una liberación.

Su voz sonaba amortiguada, pero aún podía entenderle.

—Lo haré —contestó Sombra con una sonrisa—. ¿Cómo está Tessie?

—Hibernando. Volverá a salir en primavera. Cuídese, señor Ainsel.

Y dicho esto, se marchó cerrando la puerta tras de sí.

El apartamento se estaba quedando helado.

Sombra se puso el abrigo y los guantes y se calzó las botas. Apenas podía ver a través de los cristales de las ventanas, porque el hielo de la parte de dentro convertía las vistas del lago en un cuadro abstracto.

Su aliento formaba nubecitas en el aire.

Salió del apartamento a la terraza de madera y llamó a la puerta de al lado. Oyó la voz de una mujer que le gritaba a alguien que por Dios se callase de una vez y bajase el volumen de la televisión. Debía de estar hablando con un niño, porque los adultos no suelen gritar así a otros adultos. La puerta se abrió y una mujer con el cabello muy largo y muy negro se quedó mirándolo con cautela.

—¿Sí?

—Buenos días, señora. Me llamo Mike Ainsel y soy su vecino de al lado.

Su expresión no se alteró ni lo más mínimo.

—¿Sí?

—Mire, mi piso está congelado. Sale algo de calor de la chimenea, pero la habitación no se calienta, ni siquiera un poco.

Lo miró de arriba abajo, y entonces un esbozo de sonrisa apareció en las comisuras de los labios de la mujer y dijo:

—Pues pase usted, que si no también se va a escapar el calor de aquí.

Sombra entró en el apartamento. El suelo estaba sembrado de juguetes de plástico de todos los colores. Había papel de regalo hecho jirones amontonado junto a una pared. Un niño pequeño miraba a escasos centímetros del televisor Hércules de Disney, una escena en la que un sátiro trotaba y gritaba por toda la pantalla. Sombra se puso de espaldas al aparato.

—Bien —le empezó a explicar la mujer—, esto es lo que tiene que hacer. En primer lugar selle las ventanas; puede comprar el burlete en la tienda de Henning. Lo pega en el marco de las ventanas, y si quiere esmerarse, le pasa el secador y ya no se despega en todo el invierno. Así evita que el calor se escape por las ventanas. Además, cómprese un par de estufas. La caldera del edificio es vieja y cuando hace frío de verdad no sirve de mucho. Últimamente hemos tenido inviernos bastante suaves, supongo que deberíamos estar agradecidos. —Le tendió la mano—. Marguerite Olsen.

—Encantado de conocerla —dijo Sombra. Se quitó un guante y le estrechó la mano—. Siempre había creído que los Olsen eran más bien rubios.

—Mi exmarido era muy rubio. Rubio y de piel rosada. No se ponía moreno ni a punta de pistola.

—Missy Gunther me ha dicho que escribe en el periódico local.

—Missy Gunther le cuenta todo a todo el mundo. No sé ni para qué queremos un periódico teniendo a Missy. —Asintió con la cabeza—. Sí, escribo alguna crónica de vez en cuando, pero la mayoría las escribe el redactor. Yo hago la columna de naturaleza, la de jardinería, la de opinión de los domingos y la página de sociedad, que cuenta hasta los más ínfimos detalles, por ejemplo quién sale a cenar con quién en setenta kilómetros a la redonda.

Ella lo miró con sus ojos negros y Sombra tuvo una sensación de déjà vu. «Yo he estado aquí antes —pensó—. No, me recuerda a alguien».

—Bien, pues ahora ya sabe cómo calentar el piso.

—Gracias. Cuando lo haya hecho espero que usted y el niño pasen a hacerme una visita.

—Se llama Leon —le dijo—. Por cierto, encantada, señor…

—Ainsel. Mike Ainsel.

—¿De dónde viene ese nombre, Ainsel?

Sombra no tenía ni idea.

—No lo sé. Me temo que nunca he prestado mucha atención a la historia familiar.

—¿Noruego, tal vez?

—Nunca hemos sido una familia muy unida —se excusó, pero entonces se acordó del tío Emerson Borson y añadió—. Por ese lado, al menos.

Cuando llegó el señor Wednesday, Sombra ya había colocado el burlete en todas las ventanas, tenía una estufa en la habitación principal y otra en el dormitorio. Casi resultaba acogedor.

—¿Qué coño es esa mierda lila que conduces ahora? —le preguntó, a modo de saludo.

—Bueno, tú te llevaste mi mierda blanca. Y, por cierto, ¿dónde está?

—La vendí en Duluth. Cualquier precaución es poca. No te preocupes, ya te daré tu parte cuando se acabe todo esto.

—¿Se puede saber qué hago aquí? Me refiero a Lakeside, no al mundo en general.

Wednesday sonrió, con una de esas sonrisas que le sacaban de quicio.

—Estás aquí porque es el último sitio al que vendrían a buscarte. Aquí estás fuera de la circulación.

—¿Vendrían? ¿Te refieres a los malos?

—Exactamente. Me temo que la Casa de la Roca es ahora un lugar prohibido. Todo es más difícil, pero nos las apañaremos. De momento tendremos que contentarnos con dar patadas al suelo para entrar en calor, agitar banderitas y pasear hasta que empiece la acción (que será un poco más tarde de lo que nos esperábamos). Creo que no podrá ser hasta la primavera. Hasta entonces, nada importante puede suceder.

—¿Por qué?

—Porque puede que se pasen la vida hablando de micromilisegundos y mundos virtuales y cambios de paradigma y lo que les dé la gana, pero al fin y al cabo viven en este planeta y siguen sujetos a los ciclos del año. Éstos son meses muertos. Una victoria en esos meses es una victoria muerta.

—No entiendo nada de lo que estás diciendo —contestó Sombra, pero no era del todo verdad: tenía una vaga idea y esperaba no estar en lo cierto.

—Va a ser un invierno muy duro y tú y yo tenemos que aprovechar el tiempo lo mejor posible. Debemos reunir a nuestras tropas y escoger el campo de batalla.

—De acuerdo. —Sombra sabía que Wednesday le decía la verdad, o al menos parte de ella. La guerra estaba a punto de empezar. No: en realidad ya había empezado. Era la batalla lo que estaba a punto de empezar—. Sweeney el Loco dijo que estaba trabajando para ti cuando nos lo encontramos aquella primera noche. Me lo contó antes de morir.

—¿Y tú crees que hubiese contratado a un tipo que no pudo ni ganarte en la pelea del bar? Pero no te preocupes, que ya me has demostrado de sobra que hice bien en confiar en ti. ¿Has estado alguna vez en Las Vegas?

—¿Las Vegas, en Nevada?

—Exactamente.

—No.

—Nos vamos allí desde Madison esta noche, en un vuelo chárter que organiza un caballero para jugadores de categoría. Le he convencido de que debíamos ir en él.

—¿Nunca te cansas de mentir? —dijo Sombra. Formuló la pregunta con delicadeza, como por curiosidad.

—Jamás. En cualquier caso, no he mentido. Es mucho lo que nos jugamos. No creo que tardemos más de un par de horas en llegar a Madison, las carreteras están despejadas. Así que cierra la puerta y apaga las estufas, no vaya a ser que se queme la casa en tu ausencia.

—¿A quién vamos a ver en Las Vegas?

Wednesday se lo dijo.

Sombra apagó las estufas, metió algo de ropa en una bolsa de viaje y se volvió para preguntar:

—Mira, me siento un poco tonto; ya sé que me acabas de decir a quién vamos a ver, pero… no sé. Se me ha ido completamente de la cabeza. No me acuerdo. ¿Quién era?

Wednesday se lo repitió una vez más.

Esta vez Sombra estuvo a punto de pillarlo. Tenía el nombre ahí, en la punta del cerebro. Deseó haber prestado más atención a lo que Wednesday le había dicho. Lo dejó por imposible.

—¿Quién conduce? —preguntó.

—Tú.

Salieron de la casa, bajaron las escaleras de madera y fueron por el helado sendero hasta donde estaba aparcada la limusina negra.

Sombra se sentó al volante.

Cuando entras en un casino lo primero que hacen es asaltarte con todo tipo de invitaciones —la clase de invitaciones que solo un hombre de hielo, sin corazón, descerebrado y extrañamente falto de avaricia podría declinar—. Escucha: a las ráfagas como de ametralladora de las monedas de plata que caen a chorros por la ranura de una tragaperras y se desbordan sobre alfombras con monogramas, sigue el estruendo de la sirena de otra tragaperras; el tintineo y el fragor de las máquinas queda absorbido por la inmensidad de la sala, y se convierte en un agradable murmullo de fondo en el momento en que se llega a las mesas de cartas, donde los distantes sonidos no tienen ya más objeto que el de mantener la adrenalina fluyendo por las venas de los jugadores.

Los casinos tienen un secreto, un secreto que guardan celosamente como oro en paño, el más sagrado de sus misterios. La mayor parte de la gente no juega para ganar dinero, aunque eso es lo que se anuncia, se vende, se proclama y se sueña. Eso es solo una mentira fácil que permite que los jugadores se engañen a sí mismos y crucen sus puertas, siempre abiertas y acogedoras.

El secreto es éste: la gente juega para perder dinero. Van al casino por ese momento que les hace sentir vivos, para girar la ruleta, volver con las cartas y perderse a sí mismos, con las monedas, en las tragaperras. Quieren saber que son importantes. Por mucho que alardeen de las noches en que ganaron, del dinero que se llevaron del casino, en el fondo, lo que atesoran en secreto son las veces que perdieron. Es una especie de sacrificio.

El dinero fluye por el casino como una corriente ininterrumpida de verde y plata que pasa de mano a mano, de jugador a crupier, a cajero, a dirección, a seguridad, y acaba en el sanctasanctórum, la tesorería. Y es precisamente aquí, en la tesorería de este casino, donde vienes a descansar; aquí, en el lugar donde los billetes se clasifican, se amontonan, se catalogan, en un espacio que poco a poco empieza a resultar superfluo, ya que la mayor parte del dinero que fluye por el casino es imaginario: una secuencia de señales eléctricas que se encienden y se apagan, secuencias que fluyen a través de las líneas telefónicas.

En la tesorería hay tres hombres que cuentan dinero bajo la vítrea mirada de las cámaras que están a la vista y la insectil mirada de las diminutas cámaras que no pueden ver. En el transcurso de un solo turno, cada uno de estos hombres contará más dinero del que suman los sueldos de toda su vida. Cada uno de ellos, cuando duerme, sueña que cuenta dinero, sueña con fajos de billetes, con fajas para los billetes, con números que ascienden inevitablemente, que se clasifican y se pierden. Cada uno de esos tres hombres se ha preguntado alguna vez, no menos de una vez por semana, cómo eludir los sistemas de seguridad del casino y escapar con todo el dinero que pueda transportar y, con reticencia, todos ellos han repasado el sueño y lo han encontrado inviable, de modo que se conforman con su cheque habitual, evitando así la doble amenaza de una temporada en la cárcel y una tumba anónima.

Y aquí, en el sanctasanctórum, hay tres hombres que cuentan el dinero, y hay guardias de seguridad que observan, traen el dinero y se lo llevan; y luego hay otra persona más. Lleva un impecable traje gris marengo, tiene el cabello oscuro, va perfectamente afeitado y su rostro, su aspecto en general, son, en todos los sentidos, imposibles de recordar. Los demás hombres no han reparado jamás en su presencia o, si lo han hecho, lo han olvidado al instante.

Al terminar el turno se abren las puertas, y el hombre del traje gris marengo abandona la sala y camina, acompañado por los guardias de seguridad, por los pasillos, el ruido de sus pisadas amortiguado por las alfombras con el monograma del casino. El dinero, en cajas de seguridad, se transporta hasta un patio interior, donde se carga en camiones blindados. A primera hora de la mañana, cuando se abre la puerta de la rampa para dejar que el camión blindado salga a las calles de Las Vegas, el hombre del traje gris marengo sale por la puerta, sin que nadie se percate, caminando tranquilamente. No se detiene siquiera a mirar la imitación de Nueva York que tiene a su izquierda.

Las Vegas se ha convertido en una ciudad de ensueño pintada por un niño: aquí, un castillo de cuento; allí, una pirámide negra flanqueada por sendas esfinges que resplandece en la oscuridad con una luz blanca, como una baliza de aterrizaje para ovnis; y, por todas partes, oráculos de neón y pantallas que anuncian la felicidad y la buena fortuna, a los cantantes, humoristas y magos de la casa o de próxima aparición, y luces que parpadean y llaman. Cada hora hay un volcán que entra en erupción con un impresionante despliegue de fuego y de luz. Cada hora un barco pirata hunde un buque de guerra.

El hombre del traje gris marengo deambula tranquilamente por la acera, sintiendo el flujo de dinero que recorre la ciudad. En verano, las calles son como un horno, y las puertas de todas las tiendas por las que pasa insuflan en el sofocante calor aire frío proveniente de los aparatos de aire acondicionado que le enfría el sudor de la frente. Ahora, en el invierno desértico hace un frío seco, cosa que le agrada. Lo que le atrae de esta ciudad en medio del desierto es la rapidez del movimiento, el modo en que el dinero pasa de mano en mano: es como una descarga de adrenalina, un colocón, y, como un adicto, se echa a la calle.

Un taxi lo sigue lentamente por la calle, a cierta distancia. No repara en él, no se le ocurre reparar en él: resulta tan extraño que alguien repare en su persona que la idea de que le puedan estar siguiendo le resulta casi inconcebible.

Son las cuatro de la mañana, y se siente atraído por un hotel con casino que lleva treinta años pasado de moda, pero sigue funcionando hasta que mañana o dentro de seis meses lo derriben y construyan en su lugar un palacio del placer, y sea olvidado para siempre. Nadie lo conoce, nadie lo recuerda; el bar de la entrada es hortera y tranquilo, en el aire flota el humo azulado y añejo del tabaco y alguien está a punto de dejarse varios millones de dólares jugando al póquer en un reservado del piso de arriba. El hombre del traje gris se instala en el bar, varios pisos debajo de donde tiene lugar la partida, y la camarera lo ignora. Suena una versión para hilo musical de Why Can’t He Be You? de forma casi subliminal. Cinco imitadores de Elvis Presley, cada uno de ellos con un mono de distinto color, siguen la redifusión nocturna de un partido de fútbol americano en la televisión instalada en el bar.

Un hombre grande con un traje gris claro se sienta a la mesa del hombre del traje gris marengo, y esta vez la camarera sí repara en él; es demasiado delgada para ser guapa, demasiado anoréxica para trabajar en el Luxor o en el Tropicana, y es evidente que cuenta los minutos que le quedan para terminar su turno. Se acerca a la mesa y sonríe. Él le devuelve una amplia sonrisa.

—Esta noche estás preciosa, querida, un regalo para estos viejos ojos. —La camarera, oliéndose una buena propina, le sonríe abiertamente. El hombre del traje gris claro pide un Jack Daniel’s para él y un Laphroaig con agua para el hombre del traje gris marengo que tiene delante.

—¿Sabías que el verso más sublime en la historia de este país lo recitó Canada Bill Jones en 1853, en Baton Rouge, mientras lo desplumaban en una partida amañada? —pregunta el hombre del traje claro cuando llega su bebida—. George Devol, que al igual que Canada Bill no dejaba pasar la oportunidad de desplumar a un primo cuando se presentaba la ocasión, lo llevó aparte un momento y le preguntó si no se había dado cuenta de que la partida estaba amañada. Canada Bill suspiró, se encogió de hombros, y contestó «Ya lo veo, pero no hay otra partida en toda la ciudad». Y continuó jugando.

Unos ojos oscuros miran con desconfianza al hombre del traje gris claro. El hombre del traje gris marengo le responde algo. El del traje claro, que tiene una barba pelirroja y entrecana, niega con la cabeza.

—Mira —dice—, siento lo de Wisconsin. Pero conseguí poneros a todos a salvo, ¿no? Nadie salió herido.

El hombre del traje oscuro bebe a sorbos su Laphroaig con agua, paladeando su sabor cenagoso, ese regusto como a cadáver en la ciénaga del whisky. Contesta:

—No lo sé. Las cosas están yendo más rápido de lo que esperaba. Todos están bastante cabreados con el chico que contraté para que me hiciera los recados. Lo he dejado fuera, esperando en el taxi. ¿Sigo contando contigo?

El hombre del traje oscuro responde. El de la barba menea la cabeza.

—Hace doscientos años que nadie la ve. Si no está muerta, se ha borrado del mapa.

Comentan algo más.

—Mira —dice el hombre de la barba, apurando su Jack Daniel’s—, tú sigue conmigo, solo tienes que estar ahí cuando te necesitemos y yo me ocuparé de ti. ¿Qué es lo que quieres? ¿Soma? Te puedo conseguir una botella de Soma. Del bueno.

El hombre del traje oscuro lo mira. Después, con cierta reticencia, asiente y hace un comentario.

—Pues claro que lo sé —dice el hombre de la barba con una sonrisa que parece un cuchillo—. ¿Qué esperabas? Pero míralo de esta manera: es la única partida que hay en la ciudad.

El hombre de la barba alarga una de sus manazas y estrecha la pulcra mano del otro. Después se va.

La escuálida camarera se acerca a la mesa, desconcertada: ahora solo hay un hombre a la mesa de la esquina, un tipo elegante, con el cabello oscuro y un traje color gris marengo.

—¿Está todo bien? —le pregunta—. ¿Su amigo piensa volver?

El hombre de cabello oscuro suspira, y le dice que su amigo no volverá y que, por lo tanto, no se le pagará por su tiempo o sus molestias. Pero, al ver el dolor en sus ojos, se apiada de ella, examina los hilos dorados en su mente, observa la matriz, sigue el dinero hasta llegar a un nodo, y le dice que si va a la puerta del Treasure Island a las seis en punto de la mañana, media hora después de que acabe su turno, conocerá a un oncólogo de Denver que acabará de ganar cuarenta mil dólares a los dados y que necesitará una mentora, una compañera, alguien que le ayude a gastarse todo ese dinero en veinticuatro horas, antes de coger el avión y volverse a casa.

Las palabras se esfuman de la mente de la camarera, pero la dejan satisfecha. Suspira y se percata de que los tipos del rincón le han hecho un «simpa» y ni siquiera le han dejado propina; en ese momento decide que, en lugar de irse directamente a casa, se pasará por el Treasure Island cuando acabe el turno; pero, si le preguntaras el porqué, no sabría qué contestarte.

—¿Quién era el tipo al que has ido a ver? —preguntó Sombra mientras volvían a las aglomeraciones de Las Vegas. Había máquinas tragaperras en el aeropuerto e, incluso a esas horas de la mañana, la gente seguía echándoles monedas. Sombra se preguntó si habría gente que no llegaría a salir del aeropuerto, personas que se bajaban del avión, se dirigían a la terminal y se quedaban allí, atrapadas por las imágenes cambiantes y las luces en movimiento; gente que se quedaba en el aeropuerto hasta que metían en la máquina su último centavo, para después darse la vuelta, subirse al avión y marcharse a casa.

Imaginó que habría sucedido más de una vez. Al fin y al cabo, en Las Vegas debía de haber sucedido casi todo, en un momento u otro. Y Estados Unidos era un país tan condenadamente grande y con tantos habitantes que debía de haber gente para todo.

Entonces se percató de que se había distraído justo en el momento en que Wednesday le explicaba quién era el hombre del traje oscuro al que habían seguido en el taxi, y no se había enterado.

—Está con nosotros —le dijo Wednesday—. Pero me va a costar una botella de Soma.

—¿Qué es el Soma?

—Es una bebida.

Subieron al avión, que iba vacío, salvo por ellos y tres altos ejecutivos que querían estar en Chicago a primera hora del siguiente día laborable.

Wednesday se puso cómodo y se pidió un Jack Daniel’s.

—Las personas como yo vemos a las personas como tú… —Vaciló un instante—. Es como lo de las abejas y la miel. Cada abeja produce solo una pequeña, minúscula gota de miel. Hacen falta miles, quizá millones de abejas trabajando todas juntas para elaborar el tarro de miel que pones en tu mesa a la hora del desayuno. Bien, ahora imagínate que no pudieras comer nada más que miel. Así son las cosas para la gente como yo… Nos alimentamos de fe, de plegarias, de amor. Hace falta que mucha gente crea en nosotros, siquiera un poquito, para que podamos sobrevivir.

—Y el Soma es…

—Siguiendo con la analogía, es un licor de miel. Hidromiel. —Se echó a reír—. Es una bebida. Un concentrado de oraciones y de fe, destiladas en aguardiente.

Estaban sobrevolando Nebraska cuando les sirvieron el insulso desayuno típico de los aviones. Sombra dijo:

—Mi mujer.

—La que murió.

—Laura. No quiere estar muerta. Me lo dijo después de rescatarme de los tipos del tren.

—Un acto digno de una buena esposa. Liberarte de un infame confinamiento y asesinar a los que pensaban hacerte daño. Cuídala bien, sobrino Ainsel.

—Desea estar viva de verdad. No ser una muerta viviente, o lo que demonios sea ahora. Quiere volver a estar viva. ¿Podemos hacer eso? ¿Es factible?

Wednesday guardó silencio durante tanto tiempo que Sombra empezó a pensar que quizá no había oído la pregunta, o que a lo mejor se había quedado dormido con los ojos abiertos. Pero finalmente habló, sin volverse a mirarle.

—Conozco un hechizo que cura el dolor y la enfermedad, y que alivia los corazones dolientes.

»Conozco un hechizo que cura las heridas con solo tocarlas.

»Conozco un hechizo que desarma al enemigo.

»Conozco otro hechizo que puede liberarme de mis cadenas y ataduras.

»Y un quinto hechizo: con él puedo atrapar al vuelo una bala sin que me hiera.

Hablaba en voz baja, y en tono apremiante. Había abandonado el tono autoritario, y aquella inquietante sonrisa. Susurraba como si recitara las palabras de un ritual religioso, como si estuviera contándole algo oscuro y doloroso.

—El sexto: cualquier maleficio en mi contra se volverá contra quien lo haya formulado.

»El séptimo hechizo: puedo apagar un fuego con solo mirarlo.

»El octavo: si un hombre me odia, puedo ganarme su amistad.

»El noveno: puedo cantarle al viento para que duerma y apaciguar una tempestad el tiempo suficiente para que un barco pueda regresar a puerto.

»Éstos fueron los primeros nueve hechizos que aprendí. Durante nueve noches permanecí desnudo colgado de un árbol, con el costado traspasado por una lanza. Estuve colgado a merced del frío viento, y del ardiente también, sin comida, sin agua; me sacrifiqué a mí mismo, y los mundos se abrieron ante mí.

»El décimo conjuro que aprendí sirve para disipar a las brujas, haciendo que un torbellino las arrastre por los cielos para que no puedan volver a encontrar la puerta de su propia casa.

»El undécimo: si lo canto en el fragor de la batalla puede hacer que los soldados atraviesen la turba sanos y salvos, y llevarlos hasta la seguridad de sus hogares.

»Conozco un duodécimo encantamiento: si veo a un ahorcado puedo descolgarlo y hacer que nos susurre todo lo que recuerda.

»El decimotercero: si rocío con agua la cabeza de un niño, este no entrará nunca en batalla.

»El decimocuarto: conozco los nombres de todos los dioses. Todos y cada uno de ellos.

»El decimoquinto: sueño con el poder, con la gloria y con la sabiduría, y puedo hacer que la gente crea en mis sueños.

Hablaba tan bajo que Sombra tuvo que aguzar el oído para poder entenderle por encima del ruido de los motores del avión.

—Conozco un decimosexto encantamiento: si necesito amor, puedo cambiar la mente y el corazón de cualquier mujer.

»Hay un decimoséptimo, por el cual ninguna mujer que yo desee podrá desear a otro.

»Y aún conozco un decimoctavo hechizo, el hechizo más poderoso de todos, y que no puedo revelarle a nadie, porque un secreto que nadie conoce, salvo tú, es el secreto más poderoso que pueda existir.

Wednesday suspiró y dejó de hablar.

A Sombra se le había puesto la piel de gallina. Era como si se hubiese abierto una puerta a otro lugar, a un lugar varios mundos más allá con hombres ahorcados balanceándose al viento en cada encrucijada y brujas chillando en el cielo nocturno.

—Laura —fue todo cuanto pudo decir.

Wednesday volvió la cabeza, y miró fijamente a los ojos gris pálido de Sombra.

—No puedo hacer que vuelva a la vida —le dijo—. Ni siquiera sé por qué no está todo lo muerta que debería estar.

—Creo que fui yo —replicó Sombra—. Es culpa mía. —Wednesday alzó una ceja—. Sweeney el Loco me regaló una moneda de oro cuando me enseñó cómo se hacía el truco aquél. Según me dijo más tarde, me había dado la moneda equivocada. Lo que me dio era mucho más poderoso de lo que él creía. Yo se la pasé a Laura.

Wednesday gruñó, apoyó la barbilla en el pecho y frunció el ceño. Después se recostó en el asiento.

—Pudo ser eso —le dijo—. Y no, no puedo ayudarte. Lo que hagas en tu tiempo libre no es cosa mía, naturalmente.

—¿Qué? —dijo Sombra—. ¿Qué significa eso?

—Significa que no puedo evitar que vayas por ahí cazando piedras de águila y aves del trueno. Aunque preferiría mil veces que te quedases tranquilamente recluido en Lakeside, sin que nadie te viera y, espero, sin que nadie se acuerde de ti. Cuando las cosas se pongan realmente feas vamos a necesitar todas las manos.

Su aspecto se tornó muy viejo mientras pronunciaba aquellas palabras, y frágil; su piel parecía casi transparente y, por debajo, la carne tenía un tono grisáceo.

Sombra deseó, con todas sus fuerzas, alargar la mano y ponerla sobre la grisácea mano de Wednesday. Quería decirle que todo iba a salir bien; no era la sensación que tenía, pero sabía que era eso lo que tenía que decir. Ahí afuera había hombres que viajaban en trenes negros. Había un chaval gordo en una limusina y había gente en la televisión que no les quería bien.

No se atrevió a tocar a Wednesday. No le dijo nada.

Más adelante se preguntaría si aquello habría podido cambiar algo, si aquel gesto habría servido de algo, si habría podido evitar en alguna medida el mal que estaba por llegar. Se dijo a sí mismo que no habría cambiado nada. Sabía que no habría cambiado nada. Y aun así, a posteriori le habría gustado haber tomado, siquiera por un instante, durante aquel lento viaje de vuelta a casa, la mano de Wednesday.

Las escasas horas de luz de aquel día de invierno tocaban a su fin cuando Wednesday dejó a Sombra frente a su apartamento. El intenso frío que sintió al abrir la puerta del coche le pareció aún más inverosímil viniendo de Las Vegas.

—No te metas en líos —le dijo Wednesday—. Mantén la cabeza debajo del ala. No hagas olas.

—¿Todo al mismo tiempo?

—No te hagas el listillo conmigo, chico. En Lakeside puedes pasar desapercibido. He tenido que pedir un gran favor para poder traerte aquí sano y salvo. Si estuvieras en una ciudad podrían olfatear tu rastro en cuestión de minutos.

—Me quedaré aquí quieto y no me meteré en líos —dijo de corazón. Llevaba toda la vida metido en líos y estaba deseando alejarse de todo aquello—. ¿Cuándo volverás?

—Pronto —respondió Wednesday y, poniendo en marcha el motor del Lincoln, subió la ventanilla y desapareció en la gélida noche.