Por no hablar de las míticas criaturas de los escombros…
Wemly Cope, A Policeman’s Lot.
Aquella tarde, según dejaban atrás Illinois, Sombra le planteó a Wednesday la primera pregunta. Vio el cartel de «Bienvenidos a Wisconsin» y le soltó:
—¿Quiénes eran esos tipos que me secuestraron en el aparcamiento? ¿El señor Madera y el señor Piedra? ¿Quiénes eran?
Los faros del coche iluminaban el paisaje invernal. Wednesday le había anunciado que no circularían por autopistas porque no sabía de parte de quién estaban, así que Sombra iba conduciendo por carreteras secundarias. No le importaba. Ni siquiera estaba seguro de que Wednesday estuviera loco.
El viejo gruñó.
—Simples espías. Miembros de la oposición. Los malos.
—Me parece —dijo Sombra— que ellos creen que son los buenos.
—Pues claro que sí. En toda guerra hay dos bandos, y ambos creen tener la razón de su parte. Los más peligrosos son los que hacen lo que hacen única y exclusivamente porque creen que es, sin duda alguna, lo que hay que hacer. Eso es precisamente lo que los hace peligrosos.
—¿Y tú? —preguntó Sombra—. ¿Por qué haces lo que estás haciendo?
—Porque quiero —dijo Wednesday, con una sonrisa—. Así que no tienes de qué preocuparte.
—¿Cómo os escapasteis? Porque os escapasteis todos, ¿no? —preguntó Sombra.
—Sí —dijo Wednesday—. Aunque por los pelos. Si no se hubieran parado para cogerte a ti, probablemente nos habrían pillado a todos. Pero sirvió para que muchos de los que no terminaban de decidirse llegaran a la conclusión de que a lo mejor no estoy tan loco.
—¿Y cómo salisteis?
Wednesday meneó la cabeza.
—No te pago para que hagas preguntas —le dijo—. Te lo he dicho muchas veces.
Sombra se encogió de hombros.
Hicieron noche en el motel Súper 8, al sur de La Crosse.
El día de Navidad lo pasaron en la carretera, viajando en dirección nordeste. Dejaron atrás las extensiones agrícolas para internarse en una zona de pinares. Las ciudades parecían haber quedado muy atrás.
Pararon a comer más bien tarde, en un restaurante familiar al norte del centro de Wisconsin. Sombra se comió sin mucho entusiasmo una ración de pavo seco, con una salsa de arándanos excesivamente dulzona, patatas asadas que parecían de madera y guisantes de lata de color verde chillón. Por el modo en que lo atacó, y por cómo se relamía, parecía que Wednesday lo estaba disfrutando. A medida que avanzaba la comida, se fue volviendo más extrovertido: hablaba, gastaba bromas y, en cuanto se le ponía a tiro, tonteaba con la camarera, una chica rubia y delgada que tenía toda la pinta de no haber acabado el instituto.
—Perdona, querida, ¿te importaría traerme otra taza de ese delicioso chocolate caliente? Y confío en que no me consideres demasiado atrevido si te digo lo bien que te sienta ese vestido que llevas. Alegre, a la par que elegante.
La camarera, que llevaba una vistosa falda roja y verde rematada por una tira de espumillón plateado, se rio, se puso colorada, sonrió satisfecha y fue a buscar lo que Wednesday le había pedido.
—Atractiva —dijo Wednesday, con aire pensativo, mirando a la chica—. Favorecedora.
Sombra sabía que no se refería a la falda. Wednesday engulló el último trozo de pavo, se limpió la barba con la servilleta y apartó el plato.
—¡Ahhh! ¡Qué bueno! —Miró a su alrededor. Sonaba de fondo una cinta de villancicos: el tamborilero no tenía nada que ofrecer, porropo-po-pom, ropopom-pom, ropopom-pom.
—Puede que algunas cosas cambien —dijo Wednesday, de repente—. Las personas sin embargo… las personas no cambian. Algunos timos nunca pasan de moda, otros no soportan bien el paso del tiempo y los cambios. Mi timo preferido ya no es práctico. Sin embargo, es curioso la cantidad de sablazos que se mantienen siempre vigentes: el del prisionero español, el de la estampita, el del anillo de oro (que es una variante del de la estampita pero con un anillo de oro), el del violinista…
—Nunca he oído hablar del timo del violinista —dijo Sombra—. Los otros sí me suenan. Mi antiguo compañero de celda me contó que hacía el de la estampita. Era un timador.
—¡Ah! —dijo Wednesday, con el ojo izquierdo brillante—. El timo del violinista era francamente bonito. Juega con la codicia y la avaricia de las personas, como todos los grandes timos. También se puede estafar a las personas honradas, pero cuesta más. En su versión más clásica hacen falta dos timadores. Estamos en un hotel, en una pensión o en un restaurante caro, y cenando allí encontramos a un hombre con mala pinta, mala pinta pero elegante, no completamente arruinado pero sí venido a menos. Pongamos que se llama Abraham. Cuando llega el momento de pagar la cuenta (nada excesivo, entre unos cincuenta o setenta y cinco dólares), ¡qué bochorno! ¿Dónde está su cartera? Dios mío, debe de haberla olvidado en casa de un amigo, no muy lejos de allí. ¡Irá a buscarla y volverá inmediatamente! «Pero acepte esto en prenda, caballero —dice Abraham—, quédese con mi violín». Como verá, es bastante viejo, pero es mi único medio de vida. —La sonrisa de Wednesday cuando vio acercarse a la camarera era enorme y depredadora—. ¡Ah! El chocolate. Y me lo trae mi ángel de Navidad. Dime, querida, ¿te importaría traerme un poco más de este delicioso pan cuando puedas?
La camarera —¿cuántos años podía tener?, ¿dieciséis, diecisiete?, pensó Sombra— miraba al suelo con las mejillas coloradas. Le sirvió el chocolate con manos temblorosas y se fue a la otra punta del comedor, junto al expositor giratorio donde estaban las tartas, y se quedó observando a Wednesday. Después se fue a la cocina para ir a buscar el pan.
—Bueno, sigamos. Guarda en su funda el violín, a todas luces viejo y quizás algo deteriorado, y Abraham, temporalmente insolvente, se va a buscar su cartera. Pero un caballero muy bien vestido, que acaba de terminar de cenar, ha estado observando el intercambio, y se acerca al dueño.
»—¿Le importaría que examinara el violín que el honesto Abraham ha dejado en prenda?
»—Por supuesto que no.
»El dueño le entrega el violín, y el caballero (pongamos que se llama Barrington) se queda con la boca abierta, pero se percata de que se está delatando y la cierra, examina el violín con sumo respeto, como si le hubieran concedido la oportunidad de tocar una reliquia sagrada.
»—Caramba, es… tiene que ser… No, no puede ser… pero, sí… ¡Santo cielo! ¡Es realmente increíble!
»Señala la firma del lutier en una pegatina amarillenta dentro del violín. Pero lo hubiera reconocido igual, dice, por el color del barniz, por la forma, por la voluta. En ese momento Barrington saca de su bolsillo una elegante tarjeta de visita que le acredita como experto en instrumentos musicales antiguos y raros.
»—¿Así que es un violín valioso? —pregunta el dueño.
»—Y tanto —replica Barrington, que sigue admirándolo con arrobo—. Si no me equivoco, vale más de cien mil dólares. Yo estaría dispuesto a pagar cincuenta, no, setenta y cinco mil dólares, y al contado, por una pieza tan exquisita. Tengo un cliente en la costa oeste que me lo compraría mañana mismo, visto y no visto; solo tengo que ponerle un telegrama y pagará lo que le pida. —Mira su reloj y se muestra consternado—. Mi tren. Si no me doy prisa lo perderé. Caballero, ¿sería usted tan amable de darle mi tarjeta al dueño de este valiosísimo instrumento cuando regrese? Caramba, qué tarde. Tengo que marcharme ya.
»Barrington se marcha apresuradamente, porque sabe que el tren y el tiempo no esperan a nadie.
»El dueño del restaurante examina el violín. La curiosidad y la codicia empiezan a mezclarse en sus venas, y un plan le ronda por la cabeza. Pero el tiempo pasa, y Abraham no vuelve. Ya es tarde, y por la puerta, pobre pero orgulloso, aparece Abraham, el violinista, con la cartera en la mano, una cartera que ha conocido mejores tiempos, una cartera que en sus mejores momentos no ha contenido más de cien dólares. Saca el dinero para pagar la cuenta y le pide al dueño que le devuelva el violín.
»El dueño pone el violín sobre la barra, y Abraham lo coge como si fuera un bebé.
»—Dígame una cosa —dice el dueño, con la elegante tarjeta del hombre que está dispuesto a pagar cincuenta mil dólares por el violín quemándole en el bolsillo—, ¿cuánto puede costar un violín como éste? Mi sobrina siempre ha querido aprender a tocar el violín, y cumple años dentro de unos días.
»—¿Vender mi violín? No podría. Lo tengo desde hace veinte años, he tocado con él por todo el país. Y para serle sincero, me costó unos quinientos dólares cuando lo compré.
»El dueño se contiene para no sonreír.
»—¿Quinientos dólares? ¿Y si le ofrezco mil dólares, aquí y ahora?
»El violinista lo mira encantado, luego alicaído y le dice:
»—Pero soy violinista, señor; no sé hacer otra cosa. Este violín me conoce y me quiere, y mis dedos lo conocen tan bien que podría tocarlo con los ojos vendados. ¿Dónde voy a encontrar otro que suene así de bien? Mil dólares es una cantidad más que respetable, pero este es mi medio de vida. No lo cambiaré por mil dólares, ni por cinco mil.
»El dueño del restaurante ve que su beneficio se reduce, pero el negocio es el negocio, y para ganar dinero primero hay que invertir.
»—Ocho mil dólares. No vale tanto, pero me he encaprichado de él y, además, quiero mucho a mi sobrina y me gusta mimarla.
»A Abraham se le llenan los ojos de lágrimas ante la idea de perder su querido violín, pero ¿cómo puede decir que no a ocho mil dólares? Y más cuando el dueño se acerca a la caja registradora y saca no ocho mil, sino nueve mil dólares, contantes y sonantes, listos para ser guardados en el raído bolsillo del violinista.
»—Es usted un buen hombre —le dice al dueño—. ¡Es usted un santo! Pero debe jurarme que cuidará de él.
»Y no sin reticencia, le entrega su violín.
—Pero ¿qué pasaría si el dueño le da la tarjeta de Barrington y le dice a Abraham que ese es su día de suerte? —le pregunta Sombra.
—Entonces habríamos perdido el dinero de las dos cenas —contestó Wednesday. Rebañó la salsa que quedaba en el plato con un trozo de pan, y se lo comió relamiéndose de gusto.
—A ver si lo he entendido bien —dice Sombra—. Abraham se va, nueve mil dólares más rico, y se reúne con Barrington en el aparcamiento de la estación de trenes. Se reparten el dinero, se suben al Ford Modelo A de Barrington y parten para otra ciudad. Y supongo que en el maletero llevarán un cajón entero de violines de cien dólares.
—Para mí es una cuestión de pundonor no pagar nunca más de cinco dólares —dijo Wednesday. Se volvió hacia la camarera, que esperaba a su lado—. Bueno, querida, deléitanos con tu descripción de los suntuosos postres que ofrecéis en este día, el día del nacimiento de nuestro Señor.
Se quedó mirándola lascivamente como si ella no pudiera ofrecerle bocado más exquisito que un pedacito de sí misma. Sombra estaba francamente incómodo: era como ver a un lobo acechando a un cervatillo demasiado joven para saber que, si no echa a correr en ese mismo momento, acabará en algún lejano claro, con una bandada de cuervos dispuestos a rebañar la carne de sus huesos.
La chica se sonrojó de nuevo y les dijo que podían elegir entre tarta de manzana à la mode («o sea, con una bola de helado de vainilla»), bizcocho de Navidad, bizcocho de Navidad à la mode o pudin rojo y verde. Wednesday la miró fijamente a los ojos y le dijo que probaría el bizcocho de Navidad à la mode. Sombra pasó.
—Y, continuando con los timos —prosiguió Wednesday—, este del violín tiene trescientos años o más. Y si eliges bien al primo, mañana mismo podrías hacerlo en cualquier parte de Estados Unidos.
—Me pareció entender que tu timo preferido ya no era práctico —dijo Sombra.
—Eso he dicho, sí. Sin embargo, este no es mi favorito. Mi favorito era uno llamado el timo del obispo. Lo tenía todo: emoción, subterfugio, portabilidad, sorpresa. De vez en cuando pienso que quizá con algún cambio podría… —Reflexionó unos instantes y meneó la cabeza— No. Ha perdido vigencia. Imagínate que estamos, vamos a ver, en 1920, en una ciudad más o menos grande, como Chicago, Nueva York o Filadelfia. Estamos en una joyería. Un hombre vestido de clérigo (pero no un clérigo cualquiera, sino un obispo, con su púrpura y todo) entra y coge un collar, una maravillosa y espléndida creación de diamantes y perlas, y lo paga con doce billetes de cien dólares nuevecitos.
»Hay una mancha de tinta verde en el primer billete y el dueño de la tienda, disculpándose pero con tono firme, manda el fajo de billetes al banco de la esquina para que los comprueben. Al cabo de unos minutos, el dependiente de la tienda vuelve con el dinero. En el banco le han dicho que ninguno es falso. El dueño vuelve a disculparse y el obispo, que es un caballero refinado, le dice que se hace cargo, que el mundo está lleno de gente sin escrúpulos, que qué se puede uno esperar cuando la inmoralidad y la lascivia campan a sus anchas por todo el mundo, y que las mujeres que han perdido la vergüenza, y el mundo del hampa ha salido de las alcantarillas y se ha instalado en las pantallas de los cines. Guardan el collar en una caja, y el propietario de la joyería intenta no pensar en por qué un obispo de la iglesia querría gastarse doce mil dólares en un collar, ni en por qué lo paga en efectivo.
»El obispo se despide cordialmente y, nada más salir a la calle, alguien le planta una manaza en el hombro.
»—Vaya, vaya, Soapy, ¿ya hemos vuelto a las andadas?
»Un policía con una cara de irlandés que tira para atrás le obliga a entrar de nuevo en la joyería.
»—Perdone la molestia, ¿le ha comprado algo este hombre? —pregunta el policía.
»—Por supuesto que no —protesta el obispo—. Dígaselo.
»—Pues sí —dice el joyero—, acabo de venderle un collar de perlas y diamantes, y lo ha pagado en efectivo.
»—¿Le importaría mostrarme los billetes, caballero? —pregunta el policía.
»El joyero saca los billetes de cien de la caja registradora y se los entrega al policía, que los observa al trasluz y menea la cabeza.
»—Ay, Soapy, Soapy, ¡esta vez te han quedado casi perfectos! ¡Eres un artista, no me cabe duda!
»El obispo sonríe con orgullo.
»—No tiene usted ninguna prueba en mi contra —dice—, y en el banco han confirmado que son de curso legal. Son auténticos.
»—Seguro que lo eran —admite el policía—, pero dudo que los del banco sepan que Soapy Sylvester está en la ciudad, ni que hayan oído hablar de las magníficas falsificaciones que has puesto en circulación en Denver y Saint Louis.
»Dicho esto, mete la mano en el bolsillo del obispo y saca el collar.
»—Un collar valorado en mil doscientos dólares a cambio de unos papeles que no valen ni cincuenta céntimos, entre el papel y la tinta —dice el policía, que en el fondo es un filósofo—. Y además te haces pasar por un hombre de Dios. Debería darte vergüenza.
»Le pone las esposas al obispo, que evidentemente no es tal, y se lo lleva detenido, no sin antes entregarle al joyero un recibo por el collar y los mil doscientos dólares falsos. Después de todo, son pruebas de cargo.
—¿Los billetes eran falsos de verdad? —pregunta Sombra.
—¡Claro que no! Billetes nuevos, recién sacados del banco, pero dos de ellos fueron marcados con una mancha de tinta verde para hacerlos más interesantes.
Sombra dio un sorbo al café. Era peor que el de la cárcel.
—Así que el policía no era un policía de verdad. ¿Y el collar?
—Una prueba —dijo Wednesday. Desenroscó la tapa del salero y puso un montoncito de sal sobre la mesa—. Pero el joyero se queda con el recibo, algo que le permitirá recuperar el collar en cuanto Soapy sea juzgado. El policía felicita al joyero por ser un buen ciudadano y éste, pensando ya en la magnífica historia que podrá contarles a sus amigos del club la noche siguiente, mira con orgullo cómo el agente detiene al presunto obispo con mil doscientos dólares en un bolsillo y un collar de perlas y diamantes valorado en mil doscientos dólares en el otro, y se lo lleva a una comisaría donde jamás verán el pelo a ninguno de los dos.
La camarera había vuelto para retirar los platos.
—Dime, querida —dijo Wednesday—, ¿estás casada?
Ella negó con la cabeza.
—Increíble que una joven tan encantadora siga soltera y sin compromiso.
Wednesday dibujó con el dedo en la sal, simples garabatos que parecían runas. La camarera permaneció impasible a su lado, y Sombra pensó que, más que un cervatillo, parecía un conejito petrificado de miedo ante los faros de un camión de dieciocho ruedas.
Wednesday bajó tanto el tono de voz que Sombra, sentado frente a él en la mesa, apenas podía oírle.
—¿A qué hora sales de trabajar?
—A las nueve —respondió la chica, y tragó saliva—. A las nueve y media, como muy tarde.
—¿Y cuál es el mejor motel de la zona?
—Hay un Motel 6 —dijo ella—. No está mal.
Wednesday le rozó fugazmente el dorso de la mano con la yema de los dedos, dejando granitos de sal en su piel. Ella no hizo ademán de quitárselos.
—Para nosotros —continuó, en un susurro apenas audible—, será el palacio del placer.
La camarera lo miró. Se mordió sus finos labios, vaciló un instante, y finalmente asintió y se fue a la cocina.
—Por favor —dijo Sombra—. Casi podría considerarse estupro.
—Nunca me han preocupado demasiado los asuntos legales —le dijo Wednesday—. No mientras pueda conseguir lo que quiero. Las noches son largas y frías, a veces. Y la necesito, no como un fin, sino para espabilarme un poquito. Incluso el rey David sabía que solo existe una manera de calentar la sangre de un cuerpo viejo: buscarse a una virgen. Llámame por la mañana.
Sombra se preguntó si la chica del turno de noche del hotel de Eagle Point sería virgen.
—¿No te preocupan las enfermedades venéreas? —le preguntó—. ¿Qué pasa si la dejas preñada? ¿Y si tiene un hermano?
—No —dijo Wednesday—. No me preocupan las enfermedades. No las cojo. La gente como yo procura evitarlas. Lamentablemente, en la mayor parte de los casos las personas como yo disparamos balas de fogueo, así que el riesgo de embarazo es mínimo. En los viejos tiempos sí era habitual. Hoy en día es posible, pero tan improbable que es casi inimaginable. Así que no hay de qué preocuparse. Y muchas chicas tienen hermanos, y padres. Algunas, incluso maridos. No es asunto mío. Nueve de cada diez veces me marcho de la ciudad antes de que nadie se entere.
—Entonces, ¿hacemos noche aquí?
Wednesday se frotó la barbilla.
—Yo me quedaré en el Motel 6 —dijo. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una llave de color bronce con un llavero en el que había una etiqueta con una dirección: Calle Northridge 502, apartamento 3—. En cuanto a ti, tienes un apartamento esperándote, en una ciudad lejos de aquí.
Wednesday cerró los ojos un momento. Al cabo de unos segundos volvió a abrirlos: eran grises, brillantes y un poco dispares.
—El coche de línea llegará en veinte minutos. La parada está en la gasolinera. Aquí tienes tu billete —dijo, sacando un billete doblado que le pasó por encima de la mesa. Sombra lo cogió y se quedó mirándolo.
—¿Quién es Mike Ainsel? —preguntó. Era el nombre que figuraba en el billete.
—Eres tú. Feliz Navidad.
—¿Y dónde está Lakeside?
—Será tu hogar durante los próximos meses. Y ahora, como las cosas buenas vienen de tres en tres… —Sacó de su bolsillo un paquetito envuelto en papel de regalo y se lo pasó. Lo dejó junto a la botella de kétchup con trozos de salsa seca en la tapa. Sombra no hizo ademán de cogerlo.
—¿Y bien?
Reticente, Sombra rompió el papel de regalo rojo y vio que se trataba de una cartera de piel de color beis, algo gastada por el uso. Evidentemente la cartera pertenecía a otra persona. Dentro de ella había un carné de conducir con la fotografía de Sombra a nombre de Michael Ainsel y una dirección de Milwaukee, una MasterCard a nombre de M. Ainsel y veinte billetes de cincuenta dólares nuevecitos. Sombra cerró la cartera, y se la guardó en el bolsillo interior.
—Gracias —dijo.
—Piensa que es la extra de Navidad. Ahora deja que te acompañe al autobús. Te diré adiós con la mano mientras partes hacia el norte a lomos del perro gris[4].
Salieron del restaurante. Sombra no podía creer lo mucho que había bajado la temperatura en las últimas horas. Hacía demasiado frío para que nevara. Un frío implacable. Iba a ser un invierno muy crudo.
—¡Eh, Wednesday! Los dos timos que me contabas antes, el del violín y el del obispo y el policía… —hizo una pausa para darle forma a la idea, para concentrarse en lo que quería preguntar.
—¿Qué?
—En ambos casos se necesitaban dos timadores, uno a cada lado. ¿Tenías compañero?
El aliento de Sombra formaba nubes. Se juró a sí mismo que cuando llegara a Lakeside se gastaría parte de la extra de Navidad en el abrigo más grueso y calentito que encontrara.
—Sí —dijo Wednesday—. Sí, tenía compañero. Un aprendiz. Pero, lamentablemente, esos días quedaron atrás. Ahí está la gasolinera y allí, a menos que ahora me falle la vista, viene el autobús. —Puso el intermitente antes de girar para entrar en el aparcamiento—. La dirección está en la llave. Si alguien pregunta, soy tu tío, y respondo al curioso nombre de Emerson Borson. Instálate a tus anchas en Lakeside, mi querido sobrino Ainsel. Pasaré a buscarte dentro de una semana. Volveremos a irnos de viaje. Veremos a la gente que tengo que ver. Mientras tanto, no llames la atención y trata de no meterte en líos.
—¿Y mi coche? —dijo Sombra.
—Te lo cuidaré. Pásatelo bien en Lakeside —dijo Wednesday. Le tendió la mano, y Sombra la estrechó. Estaba fría como la de un muerto.
—¡Dios mío! —dijo Sombra—. Estás helado.
—Pues cuanto antes me vaya al Motel 6 y le haga el salto del tigre a esa mocita tan sexy del restaurante, mejor —dijo, sacando la otra mano para darle un apretón en el hombro.
Sombra tuvo un vertiginoso momento de doble visión: por un lado, veía a un hombre de aspecto gris que le apretaba el hombro, pero veía también algo más: muchos inviernos, cientos y cientos de inviernos, y un hombre gris con un sombrero de ala ancha que caminaba de asentamiento en asentamiento, apoyado en un báculo, mirando el fuego de la chimenea a través de las ventanas, contemplando la felicidad y la bulliciosa vida que nunca podría alcanzar, que jamás ha experimentado…
—Vete —dijo Wednesday con un gruñido—. Todo va bien, todo va perfectamente, y seguirá yendo bien.
Sombra le mostró el billete a la conductora del autobús.
—Vaya día para viajar, ¿eh? —dijo ella. Y luego añadió, con pesarosa satisfacción—: Feliz Navidad.
El vehículo iba prácticamente vacío.
—¿Cuándo llegaremos a Lakeside? —preguntó Sombra.
—Dentro de dos horas. Puede que un poco más —dijo la conductora—. Dicen que viene una ola de frío.
Pulsó un interruptor y las puertas se cerraron con un ruido mecánico.
Sombra fue hasta la mitad del autobús, reclinó el asiento hasta el tope y se puso a pensar. Entre el movimiento y el calor empezó a entrarle sueño, y, sin darse cuenta de que se estaba quedando dormido, se durmió.
En la tierra y bajo la tierra. Las marcas de la pared eran rojas como la arcilla húmeda: huellas de manos, de dedos y, aquí y allá, crudas representaciones de animales, personas y pájaros.
La hoguera continuaba encendida y el hombre búfalo seguía sentado al otro lado de ella, mirando fijamente a Sombra con sus inmensos ojos, oscuros como pozos de negro cieno. Los labios del búfalo, cubiertos de pelo, no se movían al hablar:
—Y bien, Sombra, ¿crees ahora?
—No lo sé —dijo Sombra. Se percató de que sus labios tampoco se movían. Conversaban sin necesidad de hablar—. ¿Eres real?
—Cree —dijo el hombre búfalo.
—Eres… —Sombra vaciló un instante antes de preguntar—, ¿tú también eres un dios?
El hombre búfalo metió una mano en la hoguera y sacó un tizón ardiendo que sujetó en el centro. Llamas azules y amarillas lamían su roja mano, pero no le quemaban.
—Ésta no es tierra de dioses —dijo. Pero ya no era el hombre búfalo quien le hablaba, supo inmediatamente Sombra dentro del sueño: era el fuego, el crepitar y el ardor de la llama en sí lo que le hablaba en aquel lugar oscuro y subterráneo.
—Esta tierra la trajo un buceador desde las profundidades del océano —dijo el fuego—. Fue tejida por una araña con su propia sustancia. Fue cagada por un cuervo. Es el cuerpo de un padre caído, cuyos huesos son las montañas y cuyos ojos son los lagos.
—Es la tierra de los sueños y el fuego —dijo la llama.
El hombre búfalo volvió a dejar el tizón dentro de la hoguera.
—¿Por qué me cuentas todo esto? No soy importante. No soy nadie. Yo era un buen entrenador, un ratero lamentable y quizá no tan buen marido como pensaba… —dijo Sombra y, a continuación, le preguntó—: ¿Cómo puedo ayudar a Laura? Ella quiere volver a estar viva. Le dije que la ayudaría. Se lo debo.
El hombre búfalo no dijo nada. Señaló hacia arriba, con la palma de la mano manchada de hollín mirando hacia Sombra y el índice señalando el techo de la cueva. Sombra siguió con los ojos la dirección del dedo. Un delgado rayo de luz invernal se colaba por un diminuto agujero arriba del todo.
—¿Por ahí? —preguntó, con la esperanza de conseguir respuesta a una de sus preguntas—. ¿Se supone que tengo que salir por ahí?
Entonces el sueño lo llevó, la idea se transformó en hecho y Sombra quedó aplastado entre la roca y la tierra. Era como un topo, intentando abrirse camino; como un tejón, trepando por la tierra; como una marmota, apartando la tierra de su camino; como un oso; pero la tierra era demasiado dura, demasiado densa, y le costaba respirar, y al poco tiempo ya no podía avanzar más, ni excavar, ni trepar, y entonces supo que iba a morir en algún lugar en las profundidades del mundo.
Su propia fuerza no era suficiente. Sus esfuerzos eran cada vez más débiles. Sabía que aunque su cuerpo viajara caliente en un autobús que atravesaba los bosques helados si dejaba de respirar aquí, bajo tierra, dejaría de respirar también allí, incluso ahora que su respiración era entrecortada.
Luchó, empujó, cada vez más débil, desperdiciando en cada movimiento un aire precioso. Estaba atrapado: no podía seguir avanzando y no podía volver por donde había venido.
—Ahora negocia —dijo una voz dentro de su cabeza. Puede que fuera su propia voz. No estaba seguro.
—¿Y con qué voy a negociar? —preguntó Sombra—. No tengo nada.
Podía sentir el sabor de la arcilla, espesa y arenosa, en su boca; podía percibir el regusto mineral de las rocas que lo rodeaban.
Y entonces dijo:
—Excepto yo mismo. Me tengo a mí mismo, ¿no?
Parecía como si todo lo que tenía a su alrededor estuviera aguantando la respiración: no solo él, sino la totalidad de aquel mundo subterráneo, cada gusano, cada grieta, cada caverna; todos ellos contenían la respiración.
—Me ofrezco a mí mismo —dijo.
La respuesta fue inmediata. Las rocas y la tierra que le rodeaban empezaron a empujarle, con tal fuerza que le exprimieron hasta la última gota de aire que tenía en los pulmones. La presión se transformó en dolor, presionándole por todos lados, y sintió que lo hacían papilla, como un helecho transformándose en carbón. Alcanzó el cénit del dolor y se quedó allí colgado, en lo más alto, consciente de que no podría soportarlo más, de que nadie podría soportar más, y en ese mismo momento el espasmo aflojó y Sombra pudo volver a respirar. La luz que estaba más arriba de su cabeza se hizo mayor.
Estaba siendo empujado hacia la superficie.
Cuando llegó la siguiente contracción, Sombra intentó aprovecharla para darse impulso. Esta vez notó cómo lo empujaban hacia arriba; la presión de la tierra lo empujaba hacia afuera, propulsándolo, llevándolo más cerca de la luz. Y luego se tomó un momento para respirar.
Las contracciones lo impulsaban y lo zarandeaban, y eran cada vez más fuertes, más dolorosas.
Atravesaba la tierra rodando y retorciéndose; ya tenía la cara contra la abertura, una grieta en la roca no mucho más grande que su mano, a través de la cual entraba una luz gris y mortecina, y aire, bendito aire.
El dolor, tras la última y espantosa contracción, era inconcebible; se sintió exprimido, aplastado y embutido en aquella grieta entre las rocas que no cedía ni un milímetro; tenía los huesos destrozados, su carne empezaba a convertirse en una masa informe, como el cuerpo de una serpiente, y cuando su deshecha cabeza y su boca atravesaron por fin el agujero empezó a gritar, de dolor y de miedo.
Mientras chillaba se preguntó si allá, en el mundo real, estaría gritando también, si lo estaría haciendo en sueños en la oscuridad del autobús.
Y al terminar aquella última contracción, Sombra se encontró tirado en el suelo, agarrado a la roja arcilla, aliviado al ver que el dolor había cesado y podía volver a respirar, a llenarse los pulmones con el cálido aire del atardecer.
Logró incorporarse y se quedó sentado, se limpió la tierra de la cara con la mano y levantó la vista hacia el cielo. Estaba atardeciendo, un largo crepúsculo de color púrpura, y empezaban a salir las estrellas, una por una, las estrellas más brillantes y más vivas que había visto o imaginado en toda su vida.
—No tardarán en caer —dijo la crepitante voz de la llama, a su espalda—. No tardarán en caer y la gente de las estrellas conocerá a los terrícolas. De su encuentro nacerán héroes, y hombres que matarán monstruos y que aportarán nuevos conocimientos, pero ninguno de ellos será un dios. Éste no es un buen lugar para los dioses.
Una ráfaga de aire, de una frialdad insospechada, le acarició la cara. Fue como si lo sumergieran en agua helada. Oyó la voz de la conductora anunciando que estaban en Pinewood, y que si alguien quería fumarse un cigarrillo o salir a estirar las piernas tenían diez minutos antes de continuar viaje.
Sombra salió a trompicones del autobús. Estaban aparcados en otra gasolinera rural, prácticamente idéntica a la primera. La conductora estaba ayudando a un par de adolescentes a meter su equipaje en el maletero del autobús.
—¡Eh! —dijo la conductora al ver a Sombra—. Usted va hasta Lakeside, ¿no?
Sombra asintió, medio dormido.
—¡Caramba! Ésa sí que es una ciudad fantástica —dijo la mujer—. A veces pienso que si tuviera que mudarme a algún sitio sería a Lakeside. Es la ciudad más bonita que he visto en mi vida. ¿Lleva mucho tiempo viviendo allí?
—Es la primera vez que voy.
—Tómese una empanada en Mabel’s a mi salud, ¿me oye?
Sombra decidió no pedir más detalles.
—Dígame una cosa —dijo Sombra—, ¿he hablado en sueños?
—Si lo ha hecho, no he oído nada. —Miró su reloj—. Todo el mundo al autobús. Ya le avisaré cuando lleguemos a Lakeside.
Las dos chicas que habían subido en Pinewood —Sombra calculó que ninguna de las dos tendría más de catorce años— estaban sentadas justo delante de él. Eran amigas, decidió Sombra tras escuchar su conversación sin poder evitarlo, no hermanas. Una de ellas no sabía prácticamente nada de sexo, pero sabía mucho de animales; debía de trabajar como voluntaria o había pasado un tiempo en algún refugio para animales. La otra, por su parte, no mostraba mayor interés por los animales, pero conocía todos los chismes que circulaban por Internet o se comentaban en los programas matinales, y creía saberlo casi todo sobre la sexualidad humana. Sombra escuchaba con una fascinación que oscilaba entre el horror y la diversión a la que se tenía por una experta en los hábitos y costumbres humanos porque era capaz de describir con todo detalle cómo se usaba el Alka-Seltzer para mejorar el sexo oral.
Las escuchó a las dos —a la que le gustaban los animales, y a la que sabía por qué el Alka-Seltzer aumentaba el placer que sentías al hacer una felación más incluso que las pastillas mentoladas— mientras intercambiaban cotilleos sobre la actual Miss Lakeside, que se había ganado la corona, y todo el mundo lo sabía, tonteando con los miembros del jurado.
Sombra intentó desconectar, ignorar todo ruido excepto el de la carretera, y solo de vez en cuando se colaban fragmentos aislados de conversación.
—Pues Goldie es un perro muy bueno, un retriever de pura raza. Si mi padre dijera que sí… Siempre que me ve mueve el rabo.
—Es Navidad, tiene que dejarme usar la moto de nieve.
—Puedes escribir tu nombre con la lengua en su… ya sabes.
—Echo de menos a Sandy.
—Sí, yo también la echo de menos.
—Dicen que esta noche van a caer quince centímetros, pero se lo inventan todo y nadie les dice nada…
Los frenos del autobús chirriaron y la conductora gritó:
—¡Lakeside!
Las puertas se abrieron de golpe. Sombra siguió a las niñas hasta el aparcamiento de un videoclub y un salón de bronceado que hacía las veces de estación de autobuses, imaginó. El aire era terriblemente frío pero refrescante, y consiguió espabilarle. Se quedó contemplando las luces de la ciudad al sur y al oeste, y la pálida extensión de un lago helado al este.
Las chicas estaban de pie en el aparcamiento, golpeando los pies contra el suelo y soplándose las manos con adolescente dramatismo. Una de ellas, la más joven, miró a Sombra con disimulo, y sonrió incómoda al darse cuenta de que la había pillado.
—Feliz Navidad —dijo Sombra. Fue lo menos comprometido que se le ocurrió.
—Sí —dijo la otra chica, que parecía un año mayor que la otra, poco más o menos—, feliz Navidad a usted también.
Tenía el cabello de color zanahoria y la nariz respingona y llena de cientos de miles de pecas.
—Una bonita ciudad —dijo Sombra.
—A nosotras nos gusta —dijo la más joven. Era la chica a la que le gustaban los animales. Le sonrió con timidez, dejando entrever una ortodoncia con gomas azules.
—Se parece usted a alguien —le dijo, muy seria—, ¿es usted el hermano o el hijo de alguien?
—Pareces boba, Alison —replicó su amiga—. Todo el mundo es el hijo o el hermano de alguien.
—No era eso lo que quería decir —dijo Alison. Los faros les alumbraron durante un cegador instante. Tras estos había una ranchera con una madre al volante que se llevó a las chicas con sus equipajes en un abrir y cerrar de ojos, dejando a Sombra solo en el aparcamiento.
—Joven, ¿puedo ayudarle en algo? —El anciano estaba cerrando el videoclub. Se guardó las llaves en el bolsillo—. No abrimos el día de Navidad —le comentó animadamente—, pero he bajado porque sabía que venía el autobús, para asegurarme de que todo está en orden. Jamás me perdonaría que alguien se quedara aquí tirado el día de Navidad.
Estaba lo suficientemente cerca como para que Sombra pudiera verle la cara: vieja pero satisfecha, se notaba que había probado los tragos más amargos de la vida, pero que al final le habían sabido a whisky, y del bueno.
—¿Podría darme el número de la compañía de taxis? —dijo Sombra.
—Podría —dijo el hombre, dubitativo—, pero a estas horas Tom ya se habrá acostado, e incluso si lograra levantarlo no le serviría de nada. Esta tarde lo he visto en The Buck Stops Here[5] y estaba bastante alegre. Muy, muy alegre. ¿Adónde quiere ir?
Sombra le enseñó la dirección escrita en el llavero.
—Bueno, eso queda a unos diez, quizá veinte minutos a pie, pasado el puente. Pero no hace ninguna gracia cruzarlo con este frío, y el camino siempre parece más largo cuando uno no lo conoce… ¿No lo ha pensado nunca? La primera vez se hace eterno, pero después, cuando lo conoces, parece que no tardas nada.
—Sí —dijo Sombra—. Nunca me había parado a pensarlo, pero supongo que es cierto.
El hombre asintió con la cabeza. Su cara se resquebrajó en una sonrisa.
—Qué demonios, es Navidad. Cogeré a Tessie y le acercaré yo mismo.
—¿Tessie? —preguntó Sombra, y luego añadió—. Quiero decir, gracias.
—De nada.
Sombra siguió al anciano hasta la carretera, donde había aparcado un gigantesco descapotable biplaza. Un gánster de los años veinte se habría sentido orgulloso de conducir un coche como ése, con estribos y todo. A la luz de las farolas parecía de un color oscuro, que lo mismo podía ser rojo que verde.
—Éste es Tessie —dijo el anciano—. ¿A que es precioso?
Le dio un golpecito de propietario orgulloso donde la capota se curvaba sobre la rueda delantera derecha.
—¿De qué marca es? —preguntó Sombra.
—Es un Wendt Phoenix. La Wendt se hundió en el 31 y, aunque la marca la compró Chrysler, ya no fabricaron más. Harvey Wendt, el fundador de la empresa, nació aquí. Se mudó a California y se suicidó en 1941, o en el 42. Una gran tragedia.
El coche olía a cuero y a humo de cigarrillo, pero no era un olor reciente, más bien parecía como si se hubieran fumado allí tantos cigarrillos y puros a lo largo de los años que el olor hubiera quedado impregnado en la tapicería del coche. El hombre puso la llave en el contacto y Tessie arrancó a la primera.
—Mañana —le dijo a Sombra— lo llevaré al garaje. Lo cubriré con una funda y allí se quedará hasta la primavera. A decir verdad, no debería haberlo sacado hoy, con toda esta nieve.
—¿No va bien en la nieve?
—Perfectamente. Es por la sal que echan en la carretera para deshacer el hielo. Oxida estas maravillas antiguas más rápido de lo que imagina. ¿Quiere que le lleve directamente, o prefiere un paseo turístico por la ciudad a la luz de la luna?
—No quisiera causarle ninguna molestia…
—No es molestia. Cuando llegue a mi edad, se dará cuenta de lo difícil que es pegar ojo. Últimamente me puedo dar con un canto en los dientes si consigo dormir cinco horas; me despierto y no paro de darle vueltas a la cabeza. Pero ¿qué modales tengo? Me llamo Hinzelmann. Le diría que me llamara Richie, pero por aquí todo el mundo me llama Hinzelmann, a secas. Le estrecharía la mano, pero necesito las dos para conducir a mi Tessie. Sabe cuándo no le presto suficiente atención.
—Mike Ainsel —se presentó Sombra—. Encantado de conocerle, Hinzelmann.
—Pues iremos rodeando el lago. Es un bonito paseo —dijo Hinzelmann.
La calle principal, que era donde estaban en ese momento, era muy bonita incluso de noche, y tenía un aire anticuado en el mejor sentido de la palabra, como si durante los últimos cien años los habitantes hubieran estado cuidándola y no tuvieran prisa en renunciar a ningún elemento que fuera de su gusto.
Hinzelmann le señaló los dos restaurantes de la ciudad cuando pasaron por delante (uno alemán y otro que describió como «griego, noruego, un poco de todo, y un popover, panecillo ligero, con cada plato»); le señaló la panadería y la biblioteca («A mi modo de ver, una ciudad sin biblioteca no es una ciudad. Puede que se llame a sí misma ciudad, pero si no tiene una biblioteca no merece tal nombre»). Redujo la velocidad al pasar por delante de la biblioteca para que Sombra pudiera verla bien. Unas antiguas lámparas de gas parpadeaban sobre la puerta; Hinzelmann se las señaló con orgullo.
—Fue construida en torno a 1870 por John Henning, un magnate maderero de la zona. Quería que se llamara Biblioteca Henning Memorial, pero después de su muerte todo el mundo empezó a llamarla la biblioteca de Lakeside, y supongo que seguirá llamándose así hasta el final de los tiempos. ¿No le parece una maravilla?
Estaba tan orgulloso de ella como si la hubiera construido él mismo. A Sombra el edificio le recordaba a un castillo, y así se lo hizo saber.
—No le falta razón —dijo Hinzelmann—. Con sus torrecillas y todo. Henning quería que tuviera ese aspecto por fuera. En el interior todavía se conservan las estanterías originales de madera de pino. Miriam Shultz quiere tirar todo el interior para modernizarlo, pero el edificio forma parte del patrimonio histórico de la ciudad, así que no puede hacer absolutamente nada.
Siguieron conduciendo por la orilla sur del lago. La ciudad estaba construida en torno a éste, situado a unos nueve metros por debajo del nivel de la carretera. Sombra veía las placas de hielo blanco que restaban brillo a la superficie del lago y, aquí y allá, en las zonas que no estaban heladas, el agua reflejaba las luces de la ciudad.
—Parece que se está congelando —dijo Sombra.
—Lleva un mes helado ya —dijo Hinzelmann—. Las zonas mate son nieve acumulada, y las brillantes, hielo. Se heló justo después de Acción de Gracias en una noche de mucho frío; parecía de cristal. ¿Le gusta pescar en el hielo, señor Ainsel?
—Nunca lo he intentado.
—Es lo mejor que un hombre puede hacer. No por los peces que uno pueda capturar, sino por la paz interior con la que vuelves a casa al final del día.
—Lo recordaré. —Sombra miró con detenimiento el lago a través de la ventanilla de Tessie—. ¿Ya se puede caminar sobre él?
—Se puede caminar. Y también se puede cruzar en coche, pero no me arriesgaría aún. Ha hecho frío seis semanas —dijo Hinzelmann—. Pero también aquí hay que dejar que las cosas se hielen y se endurezcan, aunque en el norte de Wisconsin sucede más rápido que en cualquier otro lugar. Un día salí a cazar (ciervos, le estoy hablando de hace treinta o cuarenta años) y le disparé a uno, pero erré el tiro y salió corriendo hacia el bosque (estaba en la orilla norte del lago, cerca de donde vive usted, Mike). Era el ciervo más bonito que había visto en mi vida, de doce puntas, tan grande como un potro; no le miento. Antes era más joven y decidido que ahora y, aunque aquel año las primeras nieves habían caído antes de Halloween, era el día de Acción de Gracias y el suelo estaba cubierto de nieve, y se distinguían perfectamente las huellas del ciervo. Me pareció que nuestro amigo se dirigía hacia el lago presa del pánico.
»Bueno, solo un completo imbécil intentaría perseguir a un ciervo, así que allí iba yo, como un imbécil, corriendo tras él, y allí estaba el animal, en el lago, sumergido unos veinte o veinticinco centímetros en el agua, mirándome. En ese preciso instante, el sol se escondió tras una nube, y el frío era espantoso (la temperatura descendió como treinta grados en diez minutos, le juro que es verdad). El pobre venado intentó salir corriendo, pero no pudo moverse. El lago se había congelado y estaba atrapado.
»Me acerqué muy despacio. Vi que quería echar a correr, pero estaba atrapado en el hielo y sabía que eso no iba a suceder. Y en ese momento me di cuenta de que no podía disparar a un ser indefenso y atrapado. ¿Qué tipo de hombre sería si lo hubiera hecho? Así que cogí mi rifle y disparé al aire.
»El ruido y el susto bastaron para que el ciervo saltara, intentando huir de su propio pellejo, y, al ver que no podía porque sus patas estaban atrapadas en el hielo, eso fue exactamente lo que hizo. Se dejó el pellejo y la cornamenta en el hielo, y corrió hacia el bosque, rosa como un ratón recién nacido y temblando de pies a cabeza.
»Me sentí fatal por el pobre ciervo y convencí al Círculo de Amigas del Punto de Lakeside para que le hicieran algo que lo abrigara durante el invierno. Le hicieron un traje de lana de una pieza, para que no muriera congelado. Pero fuimos nosotros los últimos en reír, porque el traje era de color naranja brillante para que ningún cazador se atreviese a dispararle. Por aquí, los cazadores van de naranja durante la temporada de caza —añadió a modo de explicación—. Y si cree que algo de lo que le he contado es mentira, puedo probarlo. Todavía tengo la cornamenta en la pared de mi habitación de trofeos.
Sombra se rio, y el viejo sonrió satisfecho. Pararon delante de un edificio de ladrillo con una gran terraza de madera, adornada con doradas luces de Navidad que parpadeaban como si quisieran darle la bienvenida.
—Éste es el 502 —dijo Hinzelmann—. El apartamento 3 debe de estar en el último piso, por el otro lado, el que da al lago. Adelante, Mike.
—Gracias, señor Hinzelmann. ¿Le puedo dar algo por la gasolina?
—Llámeme Hinzelmann, a secas. Y no me debe ni un centavo. Feliz Navidad de mi parte y de parte de Tessie.
—¿Está seguro de que no le debo nada?
El hombre se rascó la barbilla.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo—. La semana que viene pasaré para venderle unas papeletas. Para la rifa benéfica. Pero de momento, jovencito, es mejor que se vaya usted a dormir.
Sombra sonrió.
—Feliz Navidad, Hinzelmann —dijo.
El anciano le estrechó la mano, tenía los nudillos enrojecidos. Al estrecharla, Sombra pensó que estaba tan fuerte y encallecida como la rama de un roble.
—Tenga cuidado al subir, el camino estará resbaladizo. Veo su puerta desde aquí, en ese lado; ¿la ve? Esperaré en el coche hasta verlo entrar sano y salvo. Hágame una señal con la mano cuando esté allí y me iré.
Dejó el coche en ralentí hasta que Sombra llegó al piso de arriba y abrió de par en par la puerta del apartamento. Sombra le levantó el pulgar al anciano del Wendt —«Tessie», pensó, y la idea de que alguien le pusiera nombre a su coche le hizo sonreír una vez más—. Hinzelmann y Tessie dieron la vuelta y regresaron a la ciudad atravesando el puente.
Sombra cerró la puerta principal. La habitación estaba helada. Olía a gente que se había ido a vivir otra vida, y a lo que habían comido y soñado. Encontró el termostato y lo subió a 20 grados. Entró en la minúscula cocina, miró los cajones y abrió la nevera de color aguacate, pero estaba vacía. No era de extrañar. Al menos el interior de la nevera olía a limpio y no a humedad.
Junto a la cocina había un pequeño dormitorio con un colchón y un cuarto de baño más pequeño todavía, que prácticamente consistía en un plato de ducha. Había una colilla en el retrete, y debía de llevar tanto tiempo allí que había teñido el agua de marrón. Sombra tiró de la cadena.
Encontró sábanas y mantas en un armario, e hizo la cama. Se quitó los zapatos, la cazadora, el reloj y se metió en la cama completamente vestido, preguntándose cuánto tardaría en entrar en calor.
Las luces estaban apagadas y reinaba un silencio casi absoluto, salvo por el zumbido de la nevera y una radio encendida en algún otro lugar del edificio. Tumbado en la oscuridad, se preguntó si podría conciliar el sueño después de la siesta que se había echado en el autobús, y si el hambre, el frío, la cama nueva y la locura de aquellas últimas semanas se conjurarían para mantenerle despierto esa noche.
En el silencio de la noche oyó un ruido sordo, como un disparo. Una rama, pensó, o el hielo. Afuera estaba cayendo una buena helada.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría Wednesday en pasar a buscarlo. ¿Un día? ¿Una semana? En cualquier caso, sabía que tenía que mantenerse ocupado. Decidió que volvería a entrenar, y a practicar sus juegos de manos con monedas para adquirir soltura. («Practica todos tus trucos —le susurró una voz dentro de su cabeza, una voz que no era la suya—, todos menos el que te enseñó el pobre Sweeney, muerto a causa de la hipotermia y del olvido y de la sensación de no ser útil ya. Ese truco no. ¡Oh, ése no!»).
Pero aquella ciudad era un buen lugar. Lo presentía.
Se puso a pensar en el sueño, si es que había sido un sueño lo que había tenido la primera noche en Cairo. Pensó en Zorya… ¿Cómo coño se llamaba? La hermana de la medianoche. Y luego pensó en Laura…
Era como si pensar en ella abriera una ventana en su mente. Podía verla. De algún modo podía.
Ella estaba en Eagle Point, en el jardín trasero de la enorme casa de su madre.
Estaba allí, con el frío que ya no sentía, o que sentía todo el tiempo, en el jardín de la casa que su madre había comprado en 1989 con el dinero del seguro de vida del padre de Laura, Harvey McCabe, cuando este falleció de un ataque al corazón mientras hacía fuerza sentado en el retrete. Contemplaba el interior de la casa con las manos pegadas al cristal, sin que su aliento se condensara al contacto con el frío, y observaba a su madre, a su hermana y a los hijos de su hermana y su marido, que vivían en Texas pero habían vuelto a casa para pasar la Navidad. Afuera, en la oscuridad, era donde estaba Laura, que no podía evitar mirar.
Sombra notó que las lágrimas le escocían en los ojos, y se dio la vuelta.
«Wednesday», pensó, y con solo un pensamiento se abrió una ventana y se encontró observando, desde un rincón de una habitación del Motel 6, a dos personas que se revolcaban en la semioscuridad.
Se sentía como un voyeur, intentó borrar sus pensamientos y deseó que volvieran. Podía imaginar unas gigantescas alas negras volando hacia él en mitad de la noche; podía ver el lago que se extendía allá abajo mientras soplaba un viento del Ártico, que insuflaba su helado aliento a toda la región, transformando en sólido todo lo líquido, como dedos fisgones cien veces más fríos que los de cualquier cadáver.
Sombra respiraba tranquilo ahora, ya no tenía frío. Oyó que el viento arreciaba, aullando en torno a la casa, y por un instante creyó oír voces en el viento.
Si tenía que estar en alguna parte, bien podía ser allí, pensó, y se quedó dormido.