He said the dead had souls, but when I asked him
How could that be. —I thought the dead were souls,
He broke my trance. Don’t that make you suspicious
That there’s something the dead are keeping back?
Yes, there’s something the dead are keeping back.
Me dijo que los muertos tenían alma, pero cuando le pregunté
cómo podía ser —yo pensaba que los muertos eran almas—,
él me sacó del trance. ¿No te hace eso sospechar
que hay algo que los muertos no nos revelan?
Sí, hay algo que los muertos no nos revelan.
—Robert Frost, Two Witches.
La semana antes de Navidad suele ser tranquila para las funerarias, según descubrió Sombra durante la cena. El señor Ibis se lo explicó:
—Los que padecen una enfermedad desde hace tiempo resisten para ver una última Navidad —dijo el señor Ibis—, o incluso un último Año Nuevo; mientras que los otros, los que sufren aún más viendo la alegría y la felicidad de los que les rodean, no han sucumbido aún ante el último pase de ¡Qué bello es vivir! y siguen esperando a que caiga la gota que colma el vaso, o quizá sería más apropiado decir: la copa de champán.
Y Jacquel hizo un ruidito, mitad risa, mitad bufido, que parecía indicar que se trataba de un chiste que hacía a menudo y del que se sentía especialmente orgulloso.
Ibis y Jacquel era una funeraria pequeña, de carácter familiar: una de las últimas funerarias realmente independientes de la zona, según el señor Ibis.
—En el sector comercial la gente suele decantarse por las marcas que se distribuyen a escala nacional —dijo.
El señor Ibis hablaba con explicaciones; su tono serio y suave le recordaba a Sombra a un profesor universitario que solía ir al Muscle Farm y no era capaz de mantener una conversación normal: hablaba siempre como si estuviera dando una conferencia, explicando, exponiendo. Sombra se había dado cuenta a los pocos minutos de conocer al señor Ibis de que lo que se esperaba de él en las conversaciones con el director de la funeraria era que interviniera lo menos posible. Estaban en un pequeño restaurante, a dos manzanas de la funeraria Ibis y Jacquel. Sombra pidió un desayuno completo para cenar —que venía con tortillas de maíz— mientras que el señor Ibis picoteaba de una porción de bizcocho.
—Y esto es así porque, en mi opinión, a la gente le gusta saber de antemano lo que está consumiendo. De ahí el éxito de McDonald’s, Wal-Mart, F. W. Woolworth (Dios lo tenga en su gloria): marcas consolidadas que se pueden encontrar por todo el país. Estés donde estés, el producto que obtienes es, con pequeñas variaciones locales, el mismo.
»Sin embargo, en el campo de las funerarias, las cosas son, por fuerza, diferentes. Tienes que sentir que estás recibiendo un servicio personalizado, familiar, de alguien con auténtica vocación. Quieres atención personalizada para ti y para ese ser tan querido en un momento especialmente difícil. Deseas vivir tu duelo en un entorno familiar, no a escala nacional. Pero en todas las ramas de la industria (y la muerte es una industria, mi joven amigo, no se llame a engaño) uno hace dinero trabajando a gran escala, comprando al por mayor, centralizando las operaciones. Puede que suene feo, pero es la verdad. El problema es que la gente no quiere que sus seres más queridos viajen en un furgón refrigerado hasta un antiguo almacén reformado donde puede haber veinte, cincuenta o cien cadáveres más. No, señor. La gente prefiere pensar que los llevan a una empresa familiar, donde serán tratados con respeto por alguien que se llevará la mano al sombrero si se los cruza por la calle.
El señor Ibis llevaba sombrero. Era un sobrio tocado marrón, que hacía juego con su sobria chaqueta marrón y su sobrio rostro moreno, con aquellas gafitas de montura dorada sobre su nariz. Sombra pensaba en el señor Ibis como en un señor bajito; por eso, cuando estaba de pie a su lado, siempre le sorprendía comprobar que medía más de un metro ochenta, aunque tenía cierta tendencia a encorvarse.
—Así que cuando llegan las grandes empresas, compran el nombre de la empresa familiar, pagan a los directores de la funeraria para que se queden, crean una apariencia de diversidad. Pero es tan solo la punta de la lápida. En realidad, son tan locales como Burger King. Pero nosotros somos realmente independientes, y tenemos nuestros motivos. Nos encargamos personalmente del embalsamamiento, y somos los mejores del estado, aunque no lo sepa nadie más que nosotros. Sin embargo, no realizamos incineraciones. Podríamos ganar más dinero si tuviéramos nuestro propio crematorio, pero esa no es nuestra especialidad. Mi socio suele decir que si el Señor te ha otorgado un don, una habilidad, tienes la obligación de utilizarlo lo mejor que puedas. ¿No estás de acuerdo?
—Me parece bien —dijo Sombra.
—El Señor le dio a mi socio dominio sobre los muertos, del mismo modo que a mí me dio el don de la elocuencia. Algo maravilloso, las palabras. Escribo libros de cuentos, ¿sabes? Pero no tengo aspiraciones literarias, lo hago para divertirme. Relatos de vidas ajenas. —El señor Ibis hizo una pausa. Para cuando Sombra se percató de que debería haberle pedido que le dejara leer alguno, ya había pasado el momento—. En cualquier caso, lo que les ofrecemos aquí es continuidad: desde hace casi doscientos años siempre ha habido un Ibis y un Jacquel en la empresa. Aunque no siempre hemos sido directores de funeraria. Antes éramos embalsamadores y, antes de eso, enterradores.
—¿Y antes?
—Bueno —dijo el señor Ibis, sonriendo con cierta petulancia—, para eso hay que remontarse muy atrás en el tiempo. Por supuesto, no fue hasta después de la guerra civil cuando encontramos nuestro hueco en el mercado. Entonces fue cuando abrimos una funeraria para la gente de color que vivía en la región. Antes nadie nos veía como gente de color; éramos más bien extranjeros, exóticos, morenos, pero no de color. Una vez finalizada la guerra, al poco tiempo, nadie podía recordar ya los tiempos en los que no se nos consideraba negros. Mi socio siempre ha tenido la piel más oscura que yo. Fue una transición fácil. En definitiva eres lo que los demás creen que eres. Se me hacer raro cuando la gente habla de afroamericanos. Me hace pensar en la gente que ha nacido en Punt, Ofir o Nubia. Nosotros nunca nos hemos considerado africanos; éramos nativos del Nilo.
—¿Así que son ustedes egipcios? —preguntó Sombra.
El señor Ibis estiró hacia arriba su labio inferior y meneó la cabeza a un lado y a otro, como si tuviera un muelle, sopesando los pros y los contras, contemplando ambos puntos de vista.
—Pues sí y no. Egipcios para mí son los que viven actualmente en Egipto. Los que construyeron sus ciudades sobre nuestros cementerios y palacios. ¿Se parecen a mí?
Sombra se encogió de hombros. Había conocido a muchos negros que se parecían al señor Ibis. Y también había conocido a muchos blancos tan bronceados que se parecían al señor Ibis.
—¿Cómo está ese bizcocho? —preguntó la camarera mientras les servía más café.
—El mejor que he probado —respondió el señor Ibis—. Felicita a tu madre de mi parte.
—Lo haré —dijo, y se marchó.
—Es mejor no interesarse por la salud de nadie cuando uno dirige una funeraria. Pueden pensar que lo haces por interés comercial —dijo el señor Ibis en un tono más bajo—. ¿Vamos a ver si ya está preparada tu habitación?
Su aliento formaba pequeñas nubes en el aire nocturno. Las luces de Navidad parpadeaban en los escaparates de las tiendas por las que pasaban.
—Eres muy amable por darme alojamiento —dijo Sombra—. Te lo agradezco.
—Le debemos a tu jefe unos cuantos favores. Y Dios sabe que tenemos sitio de sobra. Es una casa grande y antigua. Antes éramos más, ahora solo quedamos tres. No supone ninguna molestia.
—¿Tienes idea de cuánto tiempo tendré que estar aquí?
El señor Ibis negó con la cabeza.
—No me dijo nada, pero estamos encantados de tenerte aquí, y podemos darte trabajo. Si no eres demasiado impresionable y tratas a los muertos con respeto, claro.
—Bueno —preguntó Sombra—, ¿y qué hacéis vosotros en Cairo? ¿Fue por el nombre de la ciudad o algo así?
—No, nada de eso. De hecho la región se llama así por nosotros, aunque casi nadie lo sabe. Antiguamente fue un enclave comercial.
—¿Cuando la conquista del Oeste?
—Puedes llamarlo así —dijo Ibis—. ¡Buenas noches, señorita Simmons! ¡Y feliz Navidad a usted también! Los que me trajeron aquí vinieron por el Misisipi hace mucho tiempo.
Sombra se paró en mitad de la calle, con los ojos desorbitados.
—¿Intentas decirme que los antiguos egipcios vinieron aquí para comerciar hace cinco mil años?
El señor Ibis no dijo nada, pero se rio a carcajadas. Entonces dijo:
—Tres mil quinientos treinta años. Año arriba, año abajo.
—Vale —dijo Sombra—. Te creo, supongo. ¿Qué comercializaban?
—Poca cosa —dijo el señor Ibis—. Pieles de animales, comida, cobre de las minas de la península que hay más arriba. En general fue una decepción. El esfuerzo no valió la pena. Se quedaron el tiempo suficiente para creer en nosotros, para ofrecernos algunos sacrificios y para que unos cuantos comerciantes murieran a causa de las fiebres y fueran enterrados aquí, dejándonos atrás. —Se paró bruscamente en mitad de la acera y dio la vuelta lentamente con los brazos extendidos—. Este país ha sido como la estación Grand Central de Nueva York durante diez mil años o más. Y tú dirás: ¿y qué hay de Colón?
—Claro —dijo Sombra, solícito—. ¿Qué pasa con él?
—Colón hizo lo que la gente venía haciendo desde hacía miles de años. No era nada especial llegar a América. He escrito algunas historias sobre esto, a ratos perdidos. —Echaron a andar de nuevo.
—¿Historias verídicas?
—Hasta cierto punto, sí. Ya te dejaré leer alguna, si quieres. Todo está ahí, cualquiera puede verlo con sus propios ojos. Personalmente (y esta es la opinión de alguien que está suscrito a la revista Scientific American), me da mucha pena cuando los estudiosos encuentran otro cráneo que les confunde, algo que perteneció a una persona que identifican de forma errónea, o cuando encuentran estatuas o artefactos que les llevan por el camino equivocado; porque ellos conciben lo inusual, pero no lo imposible, y precisamente por eso siento lástima por ellos, porque si algo resulta ser imposible ya no es susceptible de ser creído, sea verdad o no.
»Me explico: descubren un cráneo que demuestra que los ainu, los aborígenes del Japón, estuvieron en América hace nueve mil años. Luego descubren otro que demuestra que había polinesios en California unos dos mil años más tarde. Y todos los científicos se devanan los sesos intentando averiguar quién desciende de quién, y se equivocan por completo. Solo Dios sabe qué pasará si alguna vez descubren los túneles de emergencia de los hopi. Entonces sí que se va a liar una buena, ya verás.
»¿Quieres saber si los irlandeses vinieron a América en la alta edad media? Por supuesto que sí, y los galeses y los vikingos, mientras que los africanos de la costa oeste (lo que más tarde se conocería como la costa de los esclavos o Costa de Marfil) comerciaban con América del Sur, y los chinos visitaron Oregón un par de veces: ellos lo llamaban Fu Sang. Los vascos establecieron sus caladeros secretos y sagrados junto a las costas de Terranova hace mil doscientos años.
»Ahora imagino que me dirás: «Pero, señor Ibis, eran pueblos primitivos; no tenían radio ni suplementos vitamínicos ni aviones».
Sombra no había dicho nada y ni tan siquiera pensaba hacerlo, pero tenía la sensación de que era lo que se esperaba de él y dijo:
—¿Y acaso no lo eran?
Las últimas hojas muertas del otoño crujían bajo las suelas de sus zapatos, heladas por el frío del invierno.
—El error está en creer que el hombre no había realizado travesías tan largas por mar antes de la época de Colón. Ya en lugares como Nueva Zelanda o Tahití o en innumerables islas del Pacifico se habían asentado pueblos cuya habilidad en el arte de la navegación habría dejado en ridículo al mismísimo Cristóbal Colón; y la riqueza de África provenía del comercio, principalmente con Oriente, con India y China. Mi pueblo, los habitantes del Nilo, descubrieron mucho antes que con una embarcación hecha de cañas se podía dar la vuelta al mundo si se disponía de la paciencia necesaria y de una buena provisión de agua dulce. De modo que ya lo ves, el principal inconveniente para venir a América en la antigüedad era que aquí no había mucho con qué comerciar, y que estaba demasiado lejos de todo.
Habían llegado a una casa inmensa, construida al estilo conocido como reina Ana. Sombra se preguntaba quién sería la reina Ana, y por qué le gustaban tanto las casas al estilo familia Addams. Era el único edificio en toda la manzana que no tenía las ventanas tapiadas. Atravesaron la verja y dieron la vuelta a la casa para entrar por la parte de atrás.
Entraron por unas gigantescas puertas de doble hoja que el señor Ibis abrió con una de las llaves que tenía en su llavero, y se encontraron en una habitación grande y fría ocupada por dos personas: un hombre muy alto, de piel oscura, con un enorme escalpelo metálico en la mano, y una chica muerta de apenas veinte años, tendida sobre un mueble largo de porcelana que parecía una mezcla de fregadero y mesa.
Había varias fotografías de la chica en un tablón de corcho en la pared, sobre el cadáver. En una de ellas se la veía sonriendo en una foto del instituto. En otra, posaba junto a otras tres chicas; iban vestidas como para el baile de graduación, y la muerta llevaba su negro cabello recogido en un complicado moño.
Ahora su cuerpo frío y sin vida descansaba sobre la porcelana, con el pelo suelto alrededor de los hombros con restos de sangre seca pegados.
—Éste es mi socio, el señor Jacquel —dijo Ibis.
—Ya nos conocemos —dijo Jacquel—. Perdona que no te estreche la mano.
Sombra miró a la chica tendida sobre la mesa.
—¿Qué le pasó? —preguntó.
—No sabía escoger a sus novios —dijo Jacquel.
—No es mortal de necesidad —dijo el señor Ibis con un suspiro—, pero esta vez lo fue. Él estaba borracho, llevaba una navaja, y ella le contó que creía estar embarazada. Él no creyó que el niño fuera suyo.
—La apuñaló… —dijo el señor Jacquel, y se puso a contar. Se oyó un clic cuando pisó el interruptor del suelo para encender un pequeño dictáfono situado en una mesa cercana—, cinco veces. Presenta tres heridas por arma blanca en la parte anterior izquierda de la caja torácica. La primera se encuentra entre el cuarto y quinto espacio intercostal en el borde vertebral del seno izquierdo, 2,2 centímetros de longitud; la segunda y la tercera se hallan en la parte inferior izquierda del mediastino, penetran el sexto espacio intercostal, superpuestas, y miden tres centímetros. Herida de dos centímetros de longitud en la parte superior anterior izquierda del pecho en el segundo espacio intercostal, y otra de cinco centímetros de longitud y una profundidad máxima de 1,6 centímetros en el deltoides izquierdo anteromedial, una cuchillada. Todas las heridas del pecho son punzantes. No se aprecian otras lesiones externas.
Dejó de apretar el interruptor. Sombra vio un pequeño micrófono que colgaba de un cable sobre la mesa de embalsamar.
—¿Eres también el forense? —preguntó Sombra.
—El forense es un cargo político aquí —dijo Ibis—. Se limita a darle una patada al cadáver. Si no se la devuelve, firma el certificado de defunción. Jacquel es lo que llaman un prosector. Trabaja para el médico forense del condado. Realiza autopsias y guarda muestras de tejidos para los análisis. Ya ha fotografiado las heridas.
Jacquel los ignoraba. Cogió un escalpelo grande y realizó unas profundas incisiones en forma de «v» que empezaban en las clavículas y convergían al final del esternón, y después la «v» se transformó en una «y» con otra incisión en línea recta que iba desde el esternón hasta el pubis. Cogió lo que parecía un pequeño y pesado taladro de cromo con una hoja redonda del tamaño de un medallón en el extremo. Lo encendió y cortó las costillas a ambos lados del esternón.
La joven se abrió como si fuera un bolso.
De repente Sombra percibió un suave pero penetrante olor acre, como de carne.
—Pensaba que olería peor —dijo Sombra.
—La muerte es muy reciente —dijo Jacquel—. Y no le perforaron los intestinos, así que no huele a mierda.
Sombra se encontró desviando la mirada, no por repulsión, tal como había esperado, sino por el extraño deseo de respetar la intimidad de la chica. Resultaría difícil estar más desnudo que esta cosa abierta sobre la mesa.
Jacquel sacó los intestinos, brillantes y largos como una serpiente dentro del vientre, por debajo del estómago y en el interior de la pelvis. Los examinó palpándolos con detenimiento, centímetro a centímetro; los describió como «normales» dirigiéndose al micrófono, y los dejó en un cubo que había en el suelo. Succionó toda la sangre del pecho con una bomba, y midió su volumen. A continuación, examinó el interior del pecho. Volvió a hablar al micrófono:
—Presenta tres laceraciones en el pericardio, que se encuentra lleno de sangre coagulada y licuada. —Cogió el corazón, lo cortó por arriba, le dio la vuelta en la palma de su mano y lo examinó. Accionó el interruptor con el pie y dijo—: Hay dos laceraciones en el miocardio; una laceración de un centímetro y medio en el ventrículo derecho y una de 1,8 centímetros que penetra el ventrículo izquierdo.
Jacquel extrajo los pulmones. El izquierdo había sido apuñalado y estaba prácticamente colapsado. Pesó el corazón y los pulmones, y fotografió las heridas. De cada pulmón recogió una muestra de tejido, que guardó dentro de un bote.
—Formaldehído —susurró amablemente el señor Ibis.
Jacquel continuó hablándole al micrófono, describiendo lo que hacía, lo que veía, mientras extraía el hígado, el estómago, el bazo, el páncreas, ambos riñones, el útero y los ovarios.
Pesó cada uno de los órganos, los describió como normales y no dañados. De cada uno de ellos cogió una muestra y la guardó en un bote con formaldehído.
Del corazón, del hígado y de uno de los riñones extrajo una muestra adicional que masticó, despacio, haciéndola durar, comiendo mientras trabajaba.
De algún modo, a Sombra le pareció que lo que aquel hombre hacía estaba bien: era algo respetuoso, en absoluto obsceno.
—¿Así que quieres quedarte aquí una temporada? —dijo Jacquel mientras masticaba un trozo del corazón de la chica.
—Si no os importa —dijo Sombra.
—Claro que no —dijo el señor Ibis—. No hay ningún motivo por el que no puedas quedarte y sí muchos para que te quedes. Estarás bajo nuestra protección mientras estés aquí.
—Espero que no te importe dormir bajo el mismo techo que los muertos —dijo Jacquel.
Sombra pensó en el roce de los labios de Laura, amargos y fríos.
—No —dijo—. Mientras sigan muertos, al menos.
Jacquel se volvió y lo miró con sus oscuros ojos marrones, tan inquisitivos y fríos como los de un perro del desierto.
—Aquí permanecen muertos —fue todo lo que dijo.
—Me parece —dijo Sombra—, me parece que los muertos vuelven a la vida con bastante facilidad.
—En absoluto —dijo Ibis—. Incluso los zombis se hacen a partir de los vivos, ¿sabes? Una pizca de polvo por aquí, unos cánticos por allá, un empujoncito, y ya tienes un zombi. Viven, pero creen que están muertos. Pero para devolver la vida a un muerto de verdad, en su propio cuerpo, hace falta poder. —Vaciló un momento y continuó—: En el viejo continente, en la antigüedad, resultaba más fácil.
—Podías unir el ka de un hombre a su cuerpo durante cinco mil años —dijo Jacquel—. Unirlo o apartarlo. Pero de eso hace mucho tiempo.
Cogió todos los órganos que había extraído y los devolvió, con sumo respeto, a la cavidad corporal. Colocó los intestinos y el esternón en su sitio y tiró de la piel para cubrirlos. A continuación, cogió una gruesa aguja e hilo y, con diestras y rápidas puntadas, unió la piel como si estuviera cosiendo una pelota de béisbol: el cadáver dejó de ser un pedazo de carne para convertirse de nuevo en una chica.
—Necesito una cerveza —dijo Jacquel.
Se quitó los guantes de goma y los tiró a la papelera. Luego tiró en un cesto la bata de color marrón oscuro. Entonces cogió una bandeja de cartón donde había ido colocando los botes que contenían las muestras de tejidos, pedacitos de carne rojos, marrones y morados.
—¿Vienes?
Subieron hasta la cocina por la escalera de atrás. Era marrón y blanca, una habitación sobria y respetable que parecía haber sido decorada por última vez en 1920. Había una gigantesca nevera Kelvinator que traqueteaba contra la pared. Jacquel abrió la puerta de la Kelvinator, puso los botes de plástico donde había guardado las muestras del bazo, del riñón, del hígado y del corazón. Sacó tres botellitas marrones. Ibis abrió un armario con puerta de cristal y sacó tres vasos de tubo. A continuación le hizo un gesto a Sombra para invitarle a que se sentara a la mesa de la cocina.
Ibis sirvió las cervezas y le pasó un vaso a Sombra y otro a Jacquel. Era una estupenda cerveza, amarga y tostada.
—Buena cerveza —dijo Sombra.
—La elaboramos nosotros mismos —dijo Ibis—. En la antigüedad eran las mujeres las que se encargaban de su elaboración. Eran mejores cerveceras que nosotros. Pero ahora ya solo quedamos tres. Yo, él y ella —dijo, señalando a la gatita marrón que dormía en su cesta en un rincón de la cocina—. Éramos más, al principio. Pero Set se fue de exploración hace, ¿cuánto?, ¿doscientos años? Puede ser, sí. Recibimos una postal suya desde San Francisco en 1905 o 1906. Desde entonces, nada. Y el pobre Horus…
Ibis dejó la frase sin terminar y meneó la cabeza.
—Todavía lo veo de vez en cuando —dijo Jacquel—. Cuando voy a recoger un cadáver.
Ibis dio un trago a su cerveza.
—Trabajaré para pagar mi estancia mientras esté aquí —dijo Sombra—. No tenéis más que decirme lo que queréis que haga.
—Te encontraremos algo que hacer —le dijo Jacquel.
La gatita marrón abrió los ojos y se levantó. Caminó por el suelo de la cocina y presionó con su cabeza la bota de Sombra. Éste alargó la mano izquierda y le rascó la frente y detrás de las orejas. Ella se arqueó gozosa y, a continuación, saltó a su regazo, se apretó contra su pecho y tocó con su fría nariz la nariz de Sombra. Se acurrucó en su regazo y volvió a quedarse dormida. Sombra se puso a acariciarla: tenía el pelo muy suave, y ella estaba a gusto y calentita en su regazo: se comportaba como si estuviera en el lugar más seguro del mundo, y eso le reconfortaba.
La cerveza se le subió un poco a la cabeza.
—Tu habitación está al final de las escaleras, al lado del baño —dijo Jacquel—. La ropa de trabajo está colgada en el armario, ya la verás. Pero querrás asearte y afeitarte antes, imagino.
Sí quería. Se duchó en la bañera de hierro fundido y se afeitó, muy nervioso, con una navaja de afeitar que le había prestado Jacquel. Estaba obscenamente afilada y tenía el mango de madreperla; Sombra sospechó que normalmente la utilizaban para afeitar a los muertos por última vez. Era la primera vez que se afeitaba a navaja, pero no se cortó. Se enjuagó la espuma de afeitar, y se contempló desnudo en el espejo del baño, lleno de motitas negras. Estaba lleno de magulladuras: moratones recientes en el pecho y los brazos que se superponían con los que Sweeney el Loco le había dejado. Contempló el cabello húmedo y aquellos ojos de color gris oscuro que le miraban desde el espejo con desconfianza, miró las marcas en su piel color café.
Y entonces, como si alguien le estuviera sujetando la mano, levantó la navaja y se apoyó la hoja contra la garganta.
«Sería una salida —pensó—. Una salida fácil. Si hay alguien capaz de entenderlo, alguien que pueda limpiarlo todo y hacer lo que haya que hacer, son esos dos tipos que están en la cocina bebiendo cerveza. No más preocupaciones, no más Laura, no más misterios y conspiraciones, no más pesadillas. Solo paz y tranquilidad y descanso eterno. Un corte limpio, de oreja a oreja. Bastará con eso».
Se quedó allí de pie, con la navaja en el cuello. Una gotita de sangre brotó del punto en que la cuchilla tocaba la piel. Ni siquiera se había dado cuenta de que se había cortado. «¿Ves? —se dijo, y casi podía escuchar el susurro de sus propias palabras—. No hay dolor. Demasiado afilada para que duela. Me habré ido sin ni siquiera enterarme».
En ese momento, la puerta del baño se abrió tan solo unos pocos centímetros, lo suficiente para que la gatita marrón asomara la cabeza por la puerta y le dijera: «¿Mrr?», mirándole con curiosidad.
—¡Eh! —le dijo a la gata—. Pensaba que había cerrado con llave.
Guardó la navaja cortacuellos, la dejó en el lavabo y se secó el cortecito con un poco de papel higiénico. A continuación se puso una toalla alrededor de la cintura y volvió al dormitorio.
Su habitación, como la cocina, parecía haber sido decorada en los años veinte: había una palangana y un aguamanil al lado de la cómoda y del espejo. Olía a cerrado, como si hiciera tiempo que no la ventilaran, y cuando tocó las sábanas vio que estaban húmedas.
Alguien le había dejado algo de ropa encima de la cama: un traje negro, una camisa blanca, una corbata negra, ropa interior blanca y calcetines negros. Los zapatos negros estaban sobre la raída alfombra persa, junto a la cama.
Se vistió. La ropa era de buena calidad, aunque no parecía nueva. Se preguntó a quién habría pertenecido. ¿Llevaba los calcetines de un muerto? ¿Se estaría calzando los zapatos de un muerto? Se vistió y se miró en el espejo. Le sentaban como un guante: no le quedaba estrecha, y las mangas no eran demasiado cortas, como le solía suceder. Se colocó frente al espejo para hacerse el nudo de la corbata y esta vez le pareció que su reflejo le sonreía con aire burlón.
Ahora le parecía inconcebible que hubiera estado a punto de cortarse el cuello. Su reflejo continuaba sonriéndole mientras se hacía el nudo de la corbata.
—¡Eh! —le dijo—. ¿Sabes algo que yo no sepa?
Se sintió como un auténtico idiota.
La puerta se abrió con un chirrido y la gata se coló en la habitación y se subió al alféizar de la ventana.
—¡Eh! —le dijo a la gata—. He cerrado esa puerta. Sé que la he cerrado.
La gata lo miró con interés. Sus ojos eran de color amarillo oscuro, como el ámbar. Dio un salto del alféizar a la cama, donde se hizo un ovillo y se volvió a dormir, un círculo de gato sobre la vieja colcha.
Sombra dejó la puerta abierta, para que pudiera salir la gata y de paso se ventilara un poco la habitación, y bajó a la cocina. Las escaleras crujían bajo sus pies, protestando por el peso, como si lo único que quisieran fuera que las dejaran en paz.
—Caramba, te queda perfecto —dijo Jacquel. Le esperaba al pie de la escalera, vestido con un traje negro muy similar al de Sombra—. ¿Has conducido alguna vez un coche fúnebre?
—No.
—Siempre hay una primera vez —dijo Jacquel—. Está aparcado ahí delante.
Había muerto una anciana. Se llamaba Lila Goodchild. Siguiendo las instrucciones del señor Jacquel, Sombra subió la camilla de aluminio por una angosta escalera hasta la habitación y la desplegó junto a la cama. Cogió una bolsa de plástico azul translúcida, la extendió en la cama junto al cadáver de la mujer y abrió la cremallera. La anciana llevaba puestos un camisón rosa y una bata de guata. Sombra la cogió en brazos y envolvió su cuerpo frágil y liviano en una manta antes de meterla en la bolsa. Subió la cremallera y la puso sobre la camilla. Mientras Sombra se ocupaba del cadáver, Jacquel hablaba con un hombre muy anciano, el viudo de Lila Goodchild. O mejor dicho, Jacquel escuchaba mientras el hombre hablaba. Mientras Sombra metía el cadáver de la señora Goodchild en la bolsa, el hombre le contaba a Jacquel lo desagradecidos que habían sido sus hijos y también sus nietos, aunque eso no era culpa suya, sino de sus padres, de tal palo tal astilla, y le dijo que estaba convencido de que él los habría educado mucho mejor.
Sombra y Jacquel arrastraron la camilla hasta la angosta escalera. El anciano los seguía sin dejar de hablar, principalmente de dinero, de codicia y de ingratitud. Llevaba unas pantuflas en los pies. Sombra cargó con el extremo más pesado de la camilla escaleras abajo, salieron a la calle y llevó la camilla rodando sobre la acera helada hasta el coche fúnebre. Abrió la puerta trasera del vehículo. Sombra vaciló, y Jacquel le dijo:
—Solo tienes que empujarla. Las patas se pliegan solas.
La empujó, las patas se plegaron, las ruedas giraron y la camilla se deslizó prácticamente sola hacia el interior del coche. Jacquel le enseñó cómo se ponían los cinturones para asegurarla, y Sombra cerró la puerta mientras Jacquel escuchaba al hombre que había estado casado con Lila Goodchild. El viejo parecía inmune al frío, con sus pantuflas y su albornoz en mitad de la acera en pleno invierno, y le decía a Jacquel que sus hijos eran unos buitres, peores que buitres carroñeros, esperando quedarse con lo poco que Lila y él habían podido ahorrar. Le contó también cómo se habían escapado juntos a Saint Louis, a Memphis, a Miami, y cómo finalmente habían ido a parar a Cairo, y lo aliviado que se sentía de que su mujer no se hubiera muerto en una residencia de ancianos, y el miedo que había pasado pensando que podía acabar así.
Acompañaron al viejo a su casa, por las escaleras, hasta su habitación. En un rincón del dormitorio que había compartido la pareja había una televisión encendida. Al pasar por delante, Sombra se percató de que el locutor del telediario le sonreía y le guiñaba un ojo. Tras asegurarse de que nadie podía verle le hizo una peineta.
—No tienen dinero —dijo Jacquel, una vez en el coche—. Vendrá a ver a Ibis mañana. Elegirá el funeral más barato. Supongo que sus amigos intentarán convencerle de que haga las cosas como Dios manda y lo celebre en el salón principal, pero él no querrá. No tiene dinero. Por aquí la gente no anda sobrada. De todas maneras, le quedan seis meses de vida. Un año como mucho.
Se veían caer los copos de nieve a la luz de los faros. La nieve venía del sur. Sombra preguntó;
—¿Está enfermo?
—No es eso. Las mujeres suelen vivir más que los hombres. Éstos, los que son como él, no siguen vivos mucho tiempo una vez fallecen sus mujeres. Ya lo verás, ahora empezará a deambular por la casa y se dará cuenta de todas las cosas que se van con ella. Se sentirá cada vez más cansado, se irá abandonando y, finalmente, tirará la toalla y se morirá. Se lo llevará una neumonía, un cáncer o simplemente un paro cardíaco. Cuando eres viejo ya no tienes fuerza para luchar. Entonces te mueres.
Sombra se quedó pensativo.
—Eh, Jacquel, ¿puedo preguntarte una cosa?
—¿Sí?
—¿Crees en el alma? —No era exactamente lo que quería preguntar, y le sorprendió oír esas palabras de sus propios labios. Pretendía ser algo menos directo, pero no encontró una manera menos franca de plantear la pregunta.
—Depende. En mis tiempos, todo estaba perfectamente claro. Cuando morías te ponías a la cola, y tenías que responder de tus actos, buenos y malos, y, si los malos pesaban más que una pluma, tu corazón y tu alma se entregaban a Ammet, el Devorador de Almas.
—Debió de comerse a mucha gente.
—No tantos como piensas. Aquella pluma se hizo ex profeso, y pesaba mucho. Había que ser realmente malvado para que la balanza se inclinara de tu lado. Para ahí, en la gasolinera. Vamos a echar gasolina.
En la calle reinaba el silencio típico de las primeras nieves.
—Vamos a tener unas Navidades blancas —dijo Sombra mientras llenaba el depósito.
—Sí. Mierda. Ese chico era un hijo de virgen con mucha suerte —espetó Jacquel.
—¿Jesucristo?
—Un tipo muy afortunado. Podía caer en una fosa séptica y salir oliendo a rosas. ¡Joder! Y ni siquiera es su cumpleaños, ¿lo sabías? Se adjudicó el de Mitra. ¿Has conocido ya a Mitra? Lleva una gorra roja. Un buen chico.
—No, me parece que no.
—Bueno… Nunca he visto a Mitra por aquí. Era hijo de militar. Es posible que regresara a Oriente Medio, a descansar, pero supongo que a estas alturas ya se habrá ido. A veces pasa; un día todo soldado del imperio tiene que ducharse con la sangre del toro expiatorio y al día siguiente ni siquiera se acuerdan de tu cumpleaños.
Los limpiaparabrisas apartaban la nieve a un lado, amontonando los copos y creando remolinos de cristalino hielo.
El semáforo se puso en ámbar unos instantes y luego cambió a rojo, y Sombra pisó el freno. El coche fúnebre coleó y patinó sobre el desierto asfalto antes de detenerse.
La luz cambió a verde. Sombra conducía a dieciséis kilómetros por hora, que parecía la velocidad más adecuada para circular por las heladas carreteras. Estaba encantado de poder ir en segunda: supuso que el coche fúnebre circularía normalmente a esa velocidad, provocando embotellamientos.
—Muy bien —dijo Jacquel—. Pues sí, a Jesús no le va nada mal por aquí. Pero conocí a un tipo que dijo haberlo visto haciendo dedo en una carretera de Afganistán y que nadie le recogía. Todo depende de en qué lugar estés.
—Creo que se avecina una tormenta de verdad —dijo Sombra. Estaba hablando del tiempo.
Sin embargo, al responderle, Jacquel no hablaba precisamente del tiempo.
—Míranos a Ibis y a mí. Dentro de unos años tendremos que echar el cierre. Tenemos ahorros suficientes para aguantar las vacas flacas, pero llevamos ya mucho tiempo así, y cada año que pasa vienen más flacas. Horus está loco, como una puta cabra; se pasa el día como un halcón, come animales que han muerto atropellados, ¿qué clase de vida es ésa? Ya has visto a Bast. Y eso que estamos en mejor forma que la mayoría. Al menos conservamos algo de fe para ir tirando. La mayoría de esos idiotas no tienen ni eso. Es como el negocio de las pompas fúnebres: las grandes empresas se harán un día con él, nos guste o no, porque son más grandes, más eficientes y porque ellos sí trabajan. No sirve de nada luchar, porque ya perdimos esa batalla cuando llegamos a estas verdes tierras hace cien, mil o diez mil años. Llegamos aquí, y a América no le importó ni lo más mínimo que hubiéramos llegado. Así que o nos compran, o seguimos adelante, o carretera y manta. O sea, que sí. Se avecina tormenta.
Sombra entró en la calle donde todas las casas, menos una, estaban muertas, con las puertas y las ventanas tapiadas.
—Entra por el callejón de atrás —dijo Jacquel.
Entró marcha atrás con el coche fúnebre prácticamente hasta la puerta de doble hoja de la parte trasera de la casa. Ibis se bajó del coche y abrió las puertas de atrás, y Sombra soltó los cinturones de la camilla y la sacó. Las patas con ruedas salieron en cuanto pasaron del parachoques. Llevó la camilla hasta la mesa de autopsias. Cogió a Lila Goodchild en brazos como si fuera un bebé dormido, y la dejó con sumo cuidado sobre la mesa en la gélida morgue, como si temiera despertarla.
—Tenemos una tabla para pasarla de la camilla a la mesa —dijo Jacquel—. No tienes que llevarla en brazos.
—No pasa nada —dijo Sombra. Su voz empezaba a sonar como la de Jacquel—. Soy un tipo grande. No me importa.
De niño, Sombra había sido muy pequeño para su edad, todo codos y rodillas. La única fotografía suya de crío que a Laura le gustó lo suficiente como para enmarcarla mostraba a un chaval con expresión solemne, cabello rebelde y ojos oscuros, de pie junto a una mesa repleta de galletas y pasteles. Sombra creía recordar que le habían hecho esa foto en una fiesta de Navidad de la embajada, porque iba de punta en blanco y llevaba pajarita; parecía un muñeco. Contemplaba con expresión solemne el mundo de adultos que le rodeaba.
Sombra y su madre se habían mudado de casa muchas veces, primero por toda Europa, de embajada en embajada, donde ella trabajaba en el departamento de asuntos exteriores transcribiendo y enviando telegramas clasificados a todo el mundo, y después, cuando tenía ocho años, por Estados Unidos, donde su madre, que caía enferma demasiado a menudo como para conservar un trabajo fijo, se trasladaba continuamente de una ciudad a otra, un año aquí y otro allá, aceptando trabajos temporales en las épocas en que se encontraba mejor. Nunca se quedaron en ningún sitio el tiempo suficiente como para que Sombra hiciera amigos, para que se sintiera en casa, para que se relajara. Y era un niño muy pequeño…
Pero creció muy rápido. En la primavera del año que cumplió los trece, los otros niños se metían con él y le empujaban a meterse en peleas que sabían que tenían ganadas de antemano, de las que Sombra salía corriendo, furioso y a menudo llorando, para irse al baño de chicos a limpiarse el barro o la sangre de la cara antes de que alguien pudiera verle de esa guisa. Y entonces llegó el verano, el largo y mágico verano del año que cumplió los trece, que dedicó a mantenerse alejado de los niños más grandes, a nadar en la piscina pública y a leer libros de la biblioteca en la piscina. Cuando empezó el verano apenas si sabía nadar. A finales de agosto nadaba a crol con soltura, un largo tras otro, se tiraba desde el trampolín más alto y, con tanto sol y tanta agua, adquirió un intenso bronceado. En septiembre volvió al colegio y se dio cuenta de que los chicos que le habían hecho la vida imposible todo ese tiempo eran pequeños y débiles, y de que ya no podían amenazarle. A los dos que lo intentaron les enseñó buenos modales aplicándoles un procedimiento rápido, implacable y doloroso y, de este modo, Sombra descubrió que se había reinventado a sí mismo: ya no volvería a ser ese niño callado que intenta quedarse al margen de todo para que no se metan con él. Ahora era demasiado grande, demasiado obvio. A finales de ese año formaba parte del equipo de natación y del de halterofilia, y el entrenador intentaba convencerle para que entrara también en el equipo de triatlón. Le gustaba ser grande y fuerte. Le proporcionaba una identidad. Había sido un chaval tímido y silencioso, un ratón de biblioteca, y lo había pasado muy mal; ahora era un tío grande y tonto, y lo único que se esperaba de él era que fuera capaz de trasladar un sofá a la habitación de al lado a pulso y sin ayuda.
Hasta que llegó Laura, claro.
El señor Ibis había preparado la cena: arroz y verduras hervidas para él y el señor Jacquel.
—Yo no como carne —le explicó—, y Jacquel come toda la carne que necesita mientras trabaja.
Junto al cubierto de Sombra había una caja de cartón con trozos de pollo del KFC y un botellín de cerveza.
Había más pollo del que Sombra podía comer, así que compartió las sobras con la gata, después de retirar la piel y el crujiente rebozado y desmenuzar la carne con los dedos.
—Había un tipo en la cárcel llamado Jackson —dijo Sombra mientras comía— que trabajaba en la biblioteca. Me contó que cambiaron el nombre de Kentucky Fried Chicken por KFC porque lo que venden ya no es pollo. Es una cosa mutante modificada genéticamente, como un ciempiés gigante sin cabeza, todo muslos, pechugas y alas. Los alimentan a través de tubos. El tipo me dijo que el gobierno les había prohibido que emplearan la palabra «pollo».
El señor Ibis arqueó las cejas.
—¿Crees que es verdad?
—No. Mi compañero de celda, Low Key, decía que le habían cambiado el nombre porque los fritos ya no están bien vistos. A lo mejor querían que la gente pensara que el pollo se cocinaba solo.
Después de cenar Jacquel se disculpó y bajó al depósito de cadáveres. Ibis se fue a escribir al estudio. Sombra se quedó en la cocina un rato más, dándole de comer a la gata trocitos de pechuga y bebiéndose tranquilamente la cerveza. Cuando el pollo y la cerveza se acabaron, lavó los platos y los cubiertos, los puso a secar en el escurridor y se fue a su habitación.
Se dio un baño en la bañera con patas en forma de garras y se lavó los dientes con su cepillo de viaje. Al día siguiente, decidió, se compraría uno nuevo.
Al llegar a la habitación vio que la gatita marrón se había quedado dormida una vez más a los pies de la cama, dibujando una media luna con su peludo cuerpecillo. En el segundo cajón del tocador encontró varios pijamas de algodón a rayas. Parecía que tuvieran setenta años pero olían a limpio, así que sacó uno y se lo puso y, como le había sucedido con el traje negro, parecía hecho a su medida.
Había unos cuantos ejemplares del Reader’s Digest apilados en la mesilla de noche, ninguno con fecha posterior a marzo de 1960. Jackson, el tipo de la biblioteca —el mismo que le había jurado que la historia de los pollos mutantes del Kentucky Fried Chicken era cierta, y que le había contado la historia de los trenes de mercancías negros que el gobierno empleaba para trasladar a los presos políticos a los campos de concentración secretos que había en California, que cruzaban el país al amparo de la noche— le había contado también que la CIA utilizaba las oficinas del Reader’s Digest como tapadera de las que tenía por todo el mundo. Según él, todas las corresponsalías que la revista tenía repartidas por el mundo eran en realidad oficinas de la CIA.
«Me sé un chiste nuevo de la CIA —pensó Sombra, recordando la voz del difunto señor Madera—. ¿Cómo podemos estar seguros de que la CIA no tuvo nada que ver con el asesinato de Kennedy?».
Sombra abrió la ventana unos centímetros, lo suficiente para que entrara un poco de aire fresco, y para que la gata pudiera salir al balcón.
Encendió la lámpara de la mesilla, se metió en la cama y leyó un rato. Solo quería distraerse un poco, sacarse de la cabeza todo lo que había ocurrido en los últimos días, así que eligió los artículos más aburridos de los números más aburridos del Reader’s Digest. Se le empezaron a cerrar los ojos en mitad de un artículo titulado: «Soy el páncreas de Joe». Apenas tuvo tiempo de apagar la luz de la mesilla y apoyar la cabeza en la almohada antes de quedarse profundamente dormido.
Nunca más pudo recuperar las secuencias y detalles de aquel sueño: los intentos de recordarlo no dieron más resultado que un conjunto de imágenes oscuras, subexpuestas en el cuarto oscuro de su mente. Había una chica. La había conocido en alguna parte y ahora estaban juntos, cruzando un puente. Éste iba de una orilla a otra de un pequeño lago, en medio de una ciudad. El viento ondulaba la superficie del agua, levantando olas con la cresta blanca que a Sombra le parecían manos diminutas que intentaban alcanzarle.
—Baja —dijo la mujer. Llevaba una falda de leopardo que se subía y se agitaba con el viento, y la carne que asomaba por encima de los calcetines y por debajo de la falda era cremosa y suave, y en su sueño, en el puente, ante Dios y el mundo entero, Sombra se arrodilló frente a ella, hundió la cabeza en su entrepierna y bebió de la intoxicante esencia de la selvática mujer. Se percató, en sueños, de que tenía una erección real, una cosa monstruosa, rígida, palpitante, tan dolorosa en su dureza como las erecciones que tenía de niño, cuando irrumpió la pubertad sin que él tuviese ni idea de lo que eran aquellas repentinas rigideces, sabiendo únicamente que lo asustaban.
Apartó la cabeza y miró hacia arriba, pero no podía verle la cara. Su boca buscaba la de ella y sentía el suave roce de sus labios en los suyos, y agarraba sus pechos con las manos, que inmediatamente empezaron a deslizarse por su piel suave como la seda, presionando con los dedos para apartar el pelo que cubría su cintura, y descendiendo hacia su maravillosa hendidura, que, húmeda y cálida, se abría para él como una flor.
La mujer ronroneaba de gozo mientras bajaba la mano para agarrarle el pene y apretarlo. Apartó las sábanas y se puso encima de ella, le separó los muslos con sus manos, introduciendo una de ellas entre sus piernas hacia el punto en el que una embestida, un mágico empujón…
De repente, estaba otra vez en su antigua celda con ella, besándola con pasión. La mujer lo abrazaba con fuerza, con brazos y piernas, para que el no pudiera salir aunque quisiera.
Nunca había besado unos labios tan suaves. Jamás habría imaginado que pudiera haber unos labios tan suaves en el mundo. Su lengua, sin embargo, era áspera como el papel de lija.
—¿Quién eres? —preguntó.
Ella no contestó; se limitó a empujarle para que se tendiera sobre la espalda y, con un ágil movimiento, se puso a horcajadas sobre él y empezó a montarle. No, a montarle no: a insinuarse contra él con movimientos suaves y ondulantes, cada uno más vigoroso que el anterior, golpes, sacudidas, ritmos que rompían contra su mente y su cuerpo como las olas del lago que rompían en la orilla. Tenía las uñas afiladas como agujas y le perforaban el costado, hurgando en la herida, pero no sentía dolor, solo placer; todo se trasmutaba como por arte de magia en momentos de absoluto placer.
Luchaba por encontrarse a sí mismo, por poder hablar; su cabeza estaba ahora llena de dunas y de vientos del desierto.
—¿Quién eres? —preguntó de nuevo, casi sin aliento.
Ella lo miró con sus ojos de color ámbar oscuro, luego bajó la cabeza y le besó con tal pasión y tal entrega que allí, en el puente sobre el lago, en la celda, en la cama de la funeraria de Cairo, estuvo a punto de correrse. Se dejó llevar por esa sensación del mismo modo que una cometa se deja llevar por un huracán, deseando que no lo llevara demasiado alto, deseando no explotar, y que aquello nunca acabara. Trató de recuperar el control. Tenía que advertirle.
—Mi mujer, Laura, te matará.
—A mí no —dijo ella.
Algo absurdo brotó espontáneamente en algún lugar de su cabeza: en la Edad Media se decía que si una mujer se ponía encima durante el coito concebía a un obispo. De ahí la frase: vamos a por el obispo…
Quería saber su nombre, pero no se atrevía a preguntarle por tercera vez, y ella se apretaba contra su pecho de tal modo que él notaba perfectamente los erectos pezones de la mujer en la piel. Ella lo exprimía, de algún modo lo exprimía allí abajo muy dentro, y esta vez no podía dejarse llevar, esta vez era ella la que lo dominaba, agarrándole, dándole vueltas, revolcándolo por la cama, y él se arqueaba, penetrándola tan hondo como podía imaginar, como si, en cierto modo, los dos formaran parte de una misma criatura, saboreando, bebiendo, agarrando, deseando…
—Déjate llevar —dijo ella, y su voz era gutural como el ronroneo de un gato—. Dámelo. Déjate llevar.
Y él se corrió, entre espasmos; su mente se licuó y luego se fue sublimando lentamente de un estado al siguiente.
En algún lugar allí dentro, al final, respiró hondo; una bocanada de aire fresco recorrió un largo camino hasta llegar a sus pulmones, y en ese preciso instante se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración durante mucho tiempo. Tres años, por lo menos. Puede que incluso más.
—Ahora descansa —dijo ella, y besó sus párpados con aquellos labios tan suaves—. Suéltalo. Suéltalo todo.
Se quedó dormido; cayó en un sopor profundo y reparador, sin sueños; se sumergió en él hasta el fondo y lo abrazó.
La luz era extraña. Eran —miró su reloj— las siete menos cuarto de la mañana, y todavía no había amanecido pero la habitación estaba sumida en una penumbra de color azul claro. Se levantó de la cama. Estaba seguro de que se había puesto el pijama antes de acostarse, pero ahora estaba desnudo, y tenía frío. Fue hasta la ventana y la cerró.
Aquella noche había pasado una tormenta de nieve: habían caído unos quince centímetros, quizá más. El rincón de la ciudad que Sombra podía divisar desde su ventana, sucio y decrépito, se había transformado en algo limpio y diferente: aquellas casas ya no estaban abandonadas y olvidadas, eran elegantes edificios congelados. Las calles habían desaparecido por completo, enterradas bajo un manto de nieve blanca.
Una idea le rondaba la cabeza. Algo sobre la fugacidad. Parpadeó un instante y se fue.
Veía tan bien como a plena luz del día.
En el espejo, Sombra notó algo extraño. Se acercó más y se contempló, desconcertado. Todos los moratones habían desaparecido. Se palpó el costado, presionando con fuerza, buscando alguno de aquellos intensos dolores que daban testimonio de que había conocido al señor Madera y al señor Piedra, buscando los moratones ya verdosos que Sweeney el Loco le había regalado, y no encontró nada. Tenía la cara limpia y sin señales. Sus costados, sin embargo, y su espalda (se giró para comprobarlo) estaban llenos de arañazos que parecían marcas de garras.
Entonces no lo había soñado. No del todo.
Sombra abrió los cajones y se puso lo primero que encontró: un par de Levi’s viejos, una camisa, un grueso jersey azul y un abrigo negro de enterrador que encontró colgado en el armario que había al fondo de la habitación.
Se calzó sus viejos zapatos.
Toda la casa dormía. Bajó sigilosamente, intentando que las tablas del suelo no crujieran, salió al exterior (por la puerta principal, no por la del depósito de cadáveres, no aquella mañana, no si no era estrictamente necesario) y caminó por la nieve, hollando profundamente la nieve virgen. Había más claridad fuera de lo que parecía desde dentro de la casa, y la nieve reflejaba la luz del cielo.
Después de caminar quince minutos llegó a un puente con un cartel enorme a un lado que anunciaba que estaba abandonando el histórico Cairo. Había un hombre bajo el puente, alto y desgarbado, fumando un cigarrillo y tiritando sin cesar. Sombra creyó reconocerlo, pero la luz reflejada en la nieve le jugaba malas pasadas, y se acercó un poco más para asegurarse. El hombre llevaba una cazadora vaquera parcheada y una gorra de béisbol.
Una vez debajo del puente, en la oscuridad del invierno, ya estaba lo bastante cerca para ver la mancha morada que tenía alrededor del ojo. Le dijo:
—Buenos días, Sweeney el Loco.
Todo estaba en silencio. Ni siquiera los coches perturbaban el silencio de las nieves.
—¿Hola, qué tal? —dijo Sweeney el Loco. No alzó la vista. El cigarrillo estaba liado a mano.
—Si sigues merodeando por los puentes, Sweeney —le dijo Sombra—, la gente pensará que eres un troll.
Esta vez Sweeney el Loco alzó la vista. Sombra pudo distinguir el blanco de sus ojos alrededor del iris. El tipo parecía asustado.
—Te estaba buscando —le dijo—. Tienes que ayudarme, tío. Esta vez la he cagado pero bien.
Le dio una calada al cigarrillo y lo apartó de sus labios. El papel se le quedó pegado al labio inferior, el cigarrillo se desbarató y el tabaco se desparramó sobre su barba color jengibre y la pechera de su mugrienta camiseta. Sweeney se lo sacudió, espasmódicamente, con sus ennegrecidas manos, como si fuera un insecto peligroso.
—Me estoy quedando sin recursos —dijo Sombra—. Pero ¿por qué no me dices lo que necesitas? ¿Quieres que te traiga un café?
Sweeney negó con la cabeza. Sacó una petaca y papel de fumar del bolsillo de su cazadora vaquera y empezó a liarse otro cigarrillo. Se le erizaba la barba y movía la boca mientras lo liaba, pero no dijo una sola palabra. Lamió el adhesivo del papel de fumar y lo alisó entre los dedos para cerrarlo. El resultado presentaba un parecido más que remoto con un cigarrillo auténtico. Entonces dijo:
—No soy un troll, mierda. Esos cabrones sí que son chungos.
—Ya sé que no eres un troll, Sweeney —dijo Sombra con suavidad, confiando en que no sonará demasiado paternalista—. ¿Cómo puedo ayudarte?
Sweeney el Loco abrió su mechero Zippo, y el primer centímetro de cigarrillo ardió e inmediatamente se convirtió en ceniza.
—¿Recuerdas que te enseñé cómo sacar una moneda de la nada? ¿Lo recuerdas?
—Sí —dijo Sombra. Visualizó mentalmente la moneda de oro, la vio caer en el ataúd de Laura, la vio brillar colgada de su cuello.
—Cogiste la moneda equivocada, amigo.
Un coche se aproximó al puente y los deslumbró con los faros. Redujo la velocidad al pasar por su lado, paró y una de las ventanillas se bajó.
—¿Todo en orden, caballeros?
—De maravilla, gracias, agente —dijo Sombra—. Estamos dando un paseo matutino.
—De acuerdo —dijo el policía. Dio la impresión de que no se creía que todo estuviera bien. Se quedó esperando. Sombra pasó una mano por los hombros de Sweeney el Loco y se lo llevó hacia las afueras de la ciudad, lejos del coche de policía. Oyó el zumbido del elevalunas, pero el coche se quedó donde estaba.
Sombra caminaba. Sweeney el Loco también, y de vez en cuando se tambaleaba. Pasaron junto a un cartel que rezaba: «Ciudad Futura». Sombra imaginó una ciudad llena de chapiteles y torres de Frank R. Paul, resplandecientes y de suaves colores primarios, coches voladores con carlingas en forma de burbuja yendo y viniendo de una torre a otra como rutilantes abejas. Eso era la Ciudad Futura, y por alguna razón, Sombra dudaba de que se fuera a construir en Cairo.
El coche de policía pasó lentamente a su lado, y luego dio la vuelta y volvió a la ciudad, acelerando por la carretera nevada.
—Y ahora, ¿por qué no me cuentas qué te preocupa? —dijo Sombra.
—Hice lo que él me dijo. Hice exactamente lo que él me dijo, pero te di la moneda equivocada. No era esa la que tenía que darte. Ésa es para la realeza, ¿entiendes? Ni siquiera debería haber podido cogerla. Es la moneda que le daría al mismísimo rey de América, y no a un mindundi como tú o como yo. Y ahora estoy con el agua al cuello. Devuélveme la moneda, tío. Si me la devuelves, no volverás a verme; te lo juro por el puto Bran, ¿vale? Te lo juro por todos los años que he pasado en los putos árboles.
—¿Hiciste lo que te dijo quién, Sweeney?
—Grimnir. El tipo al que tú llamas Wednesday. ¿Sabes quién es? ¿Quién es en realidad?
—Sí. Creo que sí.
Había una mirada de pánico en los dementes ojos azules del irlandés.
—No era nada malo. Nada que pudieras… nada malo. Solo me dijo que estuviera en el bar y provocara una pelea contigo. Me dijo que solo quería saber de qué pasta estabas hecho.
—¿Te pidió que hicieras algo más?
Sweeney se estremeció y se movió con nerviosismo. De entrada, Sombra pensó que era por el frío, pero luego supo que había visto antes esa forma de tiritar y estremecerse. En la cárcel: eran las convulsiones propias de un yonqui. Sweeney tenía el mono, y Sombra habría apostado lo que fuera a que era mono de heroína. ¿Un leprechaun yonqui? Sweeney el Loco le quitó la brasa al cigarrillo con los dedos, la tiró al suelo y se guardó el resto amarillento en el bolsillo. Se frotó las sucias manos y se echó el aliento para calentarse un poco. Su voz era como un lamento:
—Mira, solo quiero que me devuelvas la puta moneda. Te daré otra igual de buena. Qué coño, te daré un cargamento entero.
Se quitó la mugrienta gorra de béisbol; entonces, con la mano derecha, dio un golpe al aire y sacó una enorme moneda de oro. La echó en su gorra. A continuación sacó otra de su propio aliento condensado en el aire, y luego otra, y fue sacando monedas del aire hasta que tuvo la gorra tan llena que ya no podía sostenerla con una sola mano.
Le ofreció a Sombra la gorra repleta de oro.
—Aquí tienes —dijo—. Quédatelas y devuélveme la moneda que te di.
Sombra miró la gorra, preguntándose cuánto valdría su contenido en total.
—¿Y dónde voy a gastar estas monedas, Sweeney? —preguntó Sombra—. ¿Conoces muchos sitios donde cambien oro por dinero?
Por un momento creyó que el irlandés le iba a pegar, pero ese instante pasó y el irlandés se quedó allí plantado, sujetando la gorra con las dos manos como Oliver Twist. Entonces sus ojos se llenaron de lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas. Cogió la gorra y volvió a ponérsela —vacía ya, salvo por la grasienta cinta para el sudor— sobre su ralo cabello.
—Tienes que hacerlo, tío —le decía—. ¿No te enseñé yo cómo hacerlo? Te enseñé a sacar monedas del tesoro. Te enseñé dónde estaba escondido. El tesoro del sol. Solo te pido que me devuelvas esa moneda. No era mía.
—Ya no la tengo.
Sweeney el Loco dejó de llorar y sus mejillas se encendieron.
—Tú, tú, maldito… —dijo, pero las palabras le fallaron, y su boca se abría y se cerraba sin emitir sonido alguno.
—Te estoy diciendo la verdad —dijo Sombra—. Lo siento. Si la tuviera te la devolvería. Pero se la di a otra persona.
Sweeney posó sus mugrientas manos sobre los hombros de Sombra, y lo miró fijamente con sus ojos azul claro. Las lágrimas habían dejado surcos en la sucia cara de Sweeney.
—Mierda —dijo. A Sombra le llegaba el olor a tabaco y a sudor de whisky y cerveza—. Estás diciendo la verdad, cabrón. Se la diste a alguien porque sí, porque te dio la gana. Me cago en tus ojos oscuros, se la diste a alguien.
—Lo siento.
Sombra rememoró el ruido sordo que había hecho la moneda al caer en el ataúd de Laura.
—Lo sientas o no, estoy acabado, estoy jodido. —Estaba llorando otra vez, y un moco transparente asomaba por su nariz. Sus palabras empezaron a disolverse en sílabas, sin llegar a cuajar en una palabra—. Bah-bah-bah-bah-bah. Muh-muh-muh-muh-muh.
Se limpió con la manga la nariz y los ojos, dejando su rostro lleno de churretes y extendiéndose el moco por la barba y el bigote.
Sombra le apretó el antebrazo a Sweeney en un forzado gesto de solidaridad masculina, como queriendo decir: «Estoy aquí».
—Desearía no haber nacido —dijo Sweeney el Loco un rato después. Alzó la vista—. El tipo al que se la diste, ¿me la devolvería?
—Es una mujer. Y no sé dónde está. Pero no, no creo que te la diera.
Sweeney suspiró con tristeza.
—Cuando era joven conocí a una mujer, bajo las estrellas, que me dejó sobarle las tetas y me leyó el futuro. Me dijo que acabaría destrozado y abandonado al oeste del amanecer, y que una baratija de una mujer muerta sellaría mi destino. Yo me reí, me serví más vino de cebada y seguí sobándole las tetas un poco más, y besé sus preciosos labios. Aquéllos sí que fueron buenos tiempos (el primero de aquellos grises monjes no había llegado aún a nuestra tierra, ni siquiera habían surcado el verde mar hacia el oeste). Y ahora —se interrumpió en mitad de la frase, se volvió hacia Sombra, lo miró fijamente y, en tono de reproche, dijo—: No deberías fiarte de él.
—¿De quién?
—De Wednesday. No te fíes de él.
—No tengo por qué hacerlo. Solo trabajo para él.
—¿Te acuerdas de cómo hacerlo?
—¿El qué?
Sombra tenía la impresión de estar hablando con una docena de personas diferentes. El autoproclamado leprechaun parloteaba y saltaba de personaje en personaje, de tema en tema, como si las pocas neuronas que le quedaban estuvieran en combustión, ardiendo, y se estuvieran extinguiendo para siempre.
—Las monedas, tío. Las monedas. Te lo enseñé. ¿No te acuerdas?
El irlandés alzó dos dedos a la altura de su cara, los miró fijamente y se sacó una moneda de la boca. Se la tiró a Sombra, que alargó la mano para cogerla, pero se quedó con la mano vacía.
Sweeney cruzó la carretera tambaleándose. Ya había amanecido y todo era blanco y gris. Sombra fue tras él. Sweeney caminaba a grandes zancadas, como si fuera a caerse todo el tiempo y sus piernas estuvieran ahí para evitarlo, proporcionándole el impulso necesario para dar la siguiente zancada. Cuando llegaron al puente, se apoyó en los ladrillos con una mano, se volvió y dijo:
—¿Tienes unos cuantos pavos? No necesito mucho, lo justo para comprar un billete que me saque de aquí. Con veinte dólares me apaño. ¿Tienes un billete de veinte? ¿Un mísero billete de veinte?
—¿Adónde vas a ir con solo veinte dólares para el autobús? —preguntó Sombra.
—Fuera de aquí —contestó Sweeney—. Con eso podré huir antes de que estalle la tormenta. Huir de un mundo en el que los opiáceos se han convertido en la religión de las masas. Huir de… —y se interrumpió, se limpió la nariz con el dorso de la mano y ésta en la manga.
Sombra se sacó del bolsillo un billete de veinte y se lo dio.
—Toma.
Sweeney lo arrugó y se lo guardó bien en el bolsillo de su cazadora vaquera llena de lamparones, bajo un parche en el que se veían dos buitres posados en una rama muerta y una frase que apenas se podía leer: «¡Paciencia, por los cojones! ¡Voy a matar a alguien!».
Sweeney asintió con la cabeza.
—Esto me servirá para llegar a donde quiero ir —dijo él.
Se apoyó contra la pared de ladrillo y rebuscó por los bolsillos hasta encontrar el cigarrillo que había dejado a medias. Lo encendió con cuidado, para no quemarse los dedos o la barba.
—Te voy a decir una cosa —dijo, como si no hubiera pronunciado palabra en todo el día—. Caminas por el patio de la horca, tienes una soga al cuello y un cuervo en cada hombro, esperando para arrancarte los ojos, y el árbol de la horca tiene unas raíces muy profundas, pues va desde el cielo hasta el infierno, y nuestro mundo no es más que la rama de la que pende la soga. —Sweeney se paró—. Descansaré aquí un rato —dijo, poniéndose en cuclillas, con la espalda apoyada contra el negro muro de ladrillos.
—Buena suerte —le deseó Sombra.
—Qué coño, estoy jodido —replicó Sweeney el Loco—. De todos modos, gracias.
Sombra caminó de vuelta a la ciudad. Eran las ocho de la mañana y Cairo despertaba como una bestia fatigada. Se volvió para mirar hacia el puente y vio la pálida cara de Sweeney, cubierta de lágrimas y churretes, siguiéndole con la mirada.
Fue la última vez que Sombra vio a Sweeney el Loco con vida.
Los breves días invernales que precedían a la Navidad eran como breves intervalos de luz en la oscuridad del invierno, y pasaron volando en la casa de los muertos.
Era 23 de diciembre, y Jacquel e Ibis celebraban el velatorio de Lila Goodchild. Un grupo de bulliciosas mujeres llenaron la cocina de tarrinas, cazuelas, sartenes y fiambreras. La difunta yacía en su ataúd en el salón principal de la funeraria, rodeada de flores de invernadero. Habían puesto una mesa en el extremo opuesto de la habitación; había ensalada de col, alubias, tortitas de maíz fritas, pollo, costillas y judías de careta. A media tarde la casa estaba llena de gente llorando y riendo, dándole la mano al pastor, y todo fue discretamente organizado y supervisado por los sobriamente ataviados señores Jacquel e Ibis. El entierro se celebraría a la mañana siguiente.
Cuando sonó el teléfono del recibidor (un aparato negro y de baquelita, con un dial como Dios manda en el centro), el señor Jacquel fue a atender la llamada. Luego cogió a Sombra en un aparte.
—Era la policía —dijo—. ¿Puedes hacer una recogida?
—Claro.
—Sé discreto. Es aquí. —Anotó la dirección en un trozo de papel y se lo pasó a Sombra, que leyó la dirección, escrita con una pulcra caligrafía, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo—. Habrá un coche de policía —añadió Jacquel.
Sombra se fue a la parte trasera y sacó el coche fúnebre. Tanto el señor Ibis como el señor Jacquel, por separado, habían hecho hincapié en que, en realidad, el coche fúnebre solo debía utilizarse para los funerales, y que para la recogida de cadáveres solían utilizar una furgoneta. Pero esta estaba en el taller, llevaba allí tres semanas ya, de modo que le rogaron que tuviera mucho cuidado con el coche. Sombra se puso en marcha, conduciendo con sumo cuidado. Las quitanieves habían limpiado ya las calles, pero le gustaba conducir despacio. Parecía lo más adecuado cuando uno manejaba un coche fúnebre, aunque ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto uno de esos por la calle. «La muerte ha desaparecido de las calles de Estados Unidos —pensó Sombra—; ahora está restringida a las habitaciones de hospital y las ambulancias. No debemos inquietar a los vivos». El señor Ibis le había contado que en algunos hospitales trasladan a los muertos en la parte inferior de una camilla cubierta con una sábana y aparentemente vacía, y los muertos siguen su camino de forma clandestina.
Había un coche patrulla azul oscuro aparcado en una calle lateral, y Sombra aparcó el coche fúnebre justo detrás. Dentro del vehículo policial había dos agentes que bebían café en sendos vasos termo. Tenían el motor encendido para combatir el frío. Sombra dio unos golpecitos en la ventanilla.
—¿Sí?
—Soy de la funeraria —dijo Sombra.
—Estamos esperando al médico forense —explicó el policía.
Sombra se preguntó si sería el mismo agente con el que había hablado cuando estaba bajo el puente. El policía, que era negro, se bajó del coche, dejando a su compañero en el asiento del conductor, y acompañó a Sombra hasta un contenedor. Sweeney el Loco estaba sentado en la nieve al lado del contenedor. Tenía una botella verde vacía en el regazo y la cara, la gorra de béisbol y los hombros cubiertos de nieve y hielo. No parpadeó.
—Un borracho muerto —dijo el policía.
—Eso parece.
—No toque nada aún. El forense llegará en cualquier momento. Para mí que el tipo bebió hasta quedar inconsciente y el culo se le quedó congelado.
—Sí —dijo Sombra—. Desde luego, eso es lo que parece.
Se agachó y miró la botella que Sweeney tenía en el regazo: whisky irlandés Jameson, un billete de veinte dólares para huir. Llegó un pequeño Nissan verde del que salió un hombre de mediana edad con aspecto abrumado, cabello rubio ceniza y bigote. Palpó el cuello del muerto. «Le da una patada al muerto —recordó Sombra—, y si no se la devuelve…».
—Está muerto —dijo el médico—. ¿Algún documento que lo identifique?
—Es un John Doe. Es el nombre que damos a los muertos que no podemos identificar —respondió el policía.
El médico miró a Sombra.
—¿Trabaja para Jacquel e Ibis? —preguntó.
—Sí —dijo Sombra.
—Dígale a Jacquel que le tome las huellas dactilares, un molde de la dentadura y fotos para poder identificarlo. No es necesario que le haga la autopsia. Bastará con una muestra de sangre para practicarle una prueba de tóxicos. ¿Se acordará de todo? ¿Prefiere que se lo anote?
—No —dijo Sombra—. No hace falta. Me acordaré.
El hombre arrugó fugazmente el ceño, sacó una tarjeta de visita de la cartera, garabateó algo y se la dio a Sombra.
—Dele esto a Jacquel. —Y dirigiéndose a todos en general—: Felices Pascuas.
El forense se marchó por donde había venido, y los policías se quedaron con la botella vacía.
Sombra firmó un recibo por John Doe y lo puso en la camilla. El cadáver estaba bastante rígido, y él no podía tumbarlo. Se puso a manipular la camilla y descubrió que podía levantar uno de los extremos. Ató el cadáver de John Doe, sentado, a la camilla y lo metió en la parte trasera del coche, mirando hacia delante. Bien podía disfrutar del paseo. Corrió las cortinas de atrás y puso rumbo a la funeraria.
Se detuvo ante un semáforo en rojo —el mismo en el que había patinado unas noches antes— y Sombra escuchó una voz muy ronca:
—Quiero un velatorio en toda regla, con todo lo mejor, bellas plañideras vestidas de luto y hombres valientes lamentando mi pérdida y contando anécdotas de mis días heroicos.
—Estás muerto, Sweeney —dijo Sombra—. Y cuando uno está muerto tiene que conformarse con lo que le den.
—Sí, debería —suspiró.
Ocupaba la parte trasera del coche fúnebre. El dejo quejumbroso de yonqui se había esfumado, y su tono ahora era neutro y resignado, como si las palabras se emitieran desde algún punto muy, muy lejano; palabras muertas emitidas en una frecuencia muerta.
El semáforo se puso en verde y Sombra presionó suavemente el acelerador.
—Pero aun así prepárame un velatorio esta noche —dijo Sweeney el Loco—. Ponme un cubierto a la mesa y homenajéame con una velada alcohólica. Tú me mataste, Sombra. Es lo menos que puedes hacer por mí.
—Yo no te maté, Sweeney —dijo Sombra. «Solo veinte dólares», pensó, «lo justo para comprar un billete que me saque de aquí»—. Fue el alcohol, y el frío, lo que te mató, no yo.
No obtuvo respuesta, y el silencio lo acompañó el resto del trayecto. Tras aparcar en la parte de atrás, Sombra sacó la camilla del coche y la llevó hasta el depósito de cadáveres. Cogió el cuerpo de Sweeney el Loco en brazos y lo dejó sobre la mesa de autopsias como si fuera un trozo de ternera.
Cubrió al John Doe con una sábana y lo dejó allí, con toda la documentación al lado. Según subía por la escalera de servicio le pareció oír una voz, queda y amortiguada, como si hubiera una radio encendida en alguna de las habitaciones, que decía:
—¿Y por qué me iban a matar a mí el alcohol o el frío, siendo un leprechaun? No, fuiste tú quien me mató al perder el pequeño sol de oro, Sombra; tú firmaste mi sentencia de muerte, y eso es tan cierto como que el agua moja, que los días son largos y que los amigos siempre acaban por decepcionarte.
Sombra quería replicarle a Sweeney el Loco que había mucho resentimiento en su filosofía, pero imaginaba que ese resentimiento procedía precisamente del hecho de estar muerto.
Subió a la zona noble, donde un grupo de mujeres de mediana edad se dedicaba a tapar con papel film platos de comida y a poner las tapas a las fiambreras con restos de patatas fritas y macarrones con queso ya fríos.
El señor Goodchild, viudo de la difunta, tenía al señor Ibis arrinconado contra la pared, mientras le decía que sabía que ninguno de sus hijos vendría a presentar sus respetos a su madre.
—La manzana no cae lejos del árbol —le decía a todo el que quisiera escucharle—. La manzana no cae lejos del árbol.
Esa tarde Sombra puso un cubierto más en la mesa, un vaso para cada uno y una botella de Jameson Gold en el centro. Era el whisky irlandés más caro que tenían en la tienda de licores. Después de comer (una fuente grande de sobras que les habían dejado aquellas mujeres) Sombra sirvió una generosa ración de whisky en cada vaso —uno para él, uno para Ibis, uno para Jacquel y otro para Sweeney el Loco.
—Y qué más da que esté sentado en la camilla allí abajo —dijo Sombra mientras servía—, esperando a que lo entierren en una fosa común. Esta noche brindaremos a su salud y lo velaremos como él quería.
Sombra alzó su vaso mirando hacia el sitio vacío que había en la mesa.
—Solo vi a Sweeney el Loco dos veces mientras estuvo vivo —dijo—. La primera vez pensé que era un capullo integral poseído por el demonio. La segunda que era un fracasado, y le di dinero, que utilizó para suicidarse. Me enseñó un truco de monedas que ya no recuerdo cómo se hace, me dejó unos cuantos moratones y aseguraba ser un leprechaun. Descansa en paz, Sweeney el Loco.
Dio un trago a su whisky, y dejó que el sabor ahumado se evaporara en su boca. Los otros dos bebieron tras alzar sus vasos en un brindis en dirección al sitio vacío.
El señor Ibis sacó una libreta del bolsillo interior de su chaqueta. Pasó las hojas hasta encontrar la página que buscaba y leyó una versión resumida de la vida de Sweeney el Loco.
Según el señor Ibis, Sweeney había empezado como guardián de una roca sagrada situada en un pequeño claro de un bosque irlandés, hace más de tres mil años. El señor Ibis habló de sus amores, sus enemistades, la locura de la que emanaba su poder («todavía se cuenta una versión posterior del cuento, aunque la naturaleza sagrada, y la antigüedad de la mayor parte de los versos, se ha perdido con el tiempo»), la devoción y adoración que sentía por su tierra natal, que se fue transformando paulatinamente en un comedido respeto y, finalmente, en una simple diversión. Les contó la historia de la chica de Bantry que llegó al Nuevo Mundo trayendo consigo la fe en el leprechaun Sweeney el Loco; ¿acaso no lo había visto una noche, junto al estanque, y él le había sonreído y la había llamado por su verdadero nombre? Ella había llegado al Nuevo Mundo como polizón, en la bodega de un barco cuyos pasajeros habían visto cómo sus patatas se transformaban en un líquido negro y viscoso en el suelo, y habían visto morir de hambre a amigos y familiares, que soñaban con la tierra de la abundancia. La chica de la bahía de Bantry soñaba, más concretamente, con una ciudad en la que una chica pudiera ganar el dinero suficiente para traerse a su familia al Nuevo Mundo. Muchos de los irlandeses que emigraron a América se consideraban católicos, por más que no conocieran el catecismo, por más que su conocimiento de la religión no llegara más allá de la Bean Sidhe, la banshee, el espíritu que gime tras las paredes para anunciar una muerte inminente en la familia, y santa Brígida, que mucho antes era Brigid y tenía dos hermanas (todas ellas se llamaban Brigid, y eran la misma mujer); y las leyendas de Finn, de Oisín, de Conan el Calvo, e incluso de los leprechauns, la gente pequeña (una denominación cargada de ironía, ya que los leprechauns fueron en su día los más altos de entre los habitantes de los túmulos)…
Todo esto y más les contó el señor Ibis aquella noche en la cocina. La sombra que proyectaba en la pared era alargada y recordaba a un pájaro y, mientras corría el whisky, Sombra imaginaba que era la cabeza de una gigantesca ave acuática, de pico largo y curvado. A mitad del segundo vaso, el propio Sweeney empezó a añadir detalles e irrelevancias al relato del señor Ibis («… y menuda chica era, tenía los pechos color crema y salpicados de pecas, con los pezones de un rosa rojizo que recordaba el color del sol cuando sale después de llover a cántaros toda la mañana, justo antes de dar paso a una noche espléndida…»), y después Sweeney trató de explicar, con ambas manos, la historia de los dioses de Irlanda, oleada tras oleada, procedentes de la Galia y de España y de todos los rincones del planeta, y cómo, cada vez que llegaba una nueva oleada, transformaban a los anteriores en trolls y hadas y toda clase de seres feéricos hasta que llegó la Santa Madre Iglesia y todos los dioses de Irlanda sin excepción fueron transformados en hadas, santos o reyes muertos sin ni siquiera pedir la venia…
El señor Ibis limpió sus gafas de montura dorada y explicó —pronunciando con mayor claridad y precisión de lo habitual, de lo que Sombra dedujo que estaba borracho (sus palabras y el sudor que perlaba su frente pese a que la casa estaba helada eran los únicos indicios que confirmaban su sospecha)—, meneando la mano con el índice extendido, que él era un artista y que sus relatos no debían entenderse como meros constructos literales sino como recreaciones imaginativas, más verídicas que la propia verdad. Sweeney el Loco dijo:
—Te voy a enseñar yo una recreación imaginativa: mi puño recreándose imaginativamente con tu puta cara para empezar.
El señor Jacquel le enseñó los dientes y gruñó como un perro enorme que no busca pelea pero siempre está dispuesto a zanjarla arrancándote la garganta de cuajo. Sweeney captó el mensaje, se sentó y se sirvió otro vaso de whisky.
—¿Has conseguido recordar cómo se hace el truco de la moneda que te enseñé? —le preguntó a Sombra con una amplia sonrisa.
—No.
—Intenta adivinarlo —dijo Sweeney el Loco con los labios amoratados y sus ojos azules nublados—, y te diré si te vas acercando.
—No hay que esconderla en la palma de la mano, ¿verdad? —preguntó Sombra.
—No.
—¿Requiere algún artilugio? ¿Algo que te colocas bajo la manga o en alguna otra parte y dispara la moneda para que tú la cojas? ¿O una moneda que va sujeta por un alambre y te permite pasarla de la palma al dorso?
—No, tampoco es eso. ¿Alguien más quiere whisky?
—He leído en un libro que hay una manera de hacer el truco del Sueño del Avaro cubriendo la mano con una capa de látex y haciendo un bolsillo del mismo color que la piel para guardar las monedas.
—Es un velatorio muy triste para el gran Sweeney, que voló por toda Irlanda como un pájaro y comió berros en su locura, estar muerto y que nadie, salvo un pájaro, un perro y un idiota, lo vele. No, no es un saquito.
—Bueno, pues me estoy quedando sin ideas —dijo Sombra—. Me imagino que simplemente las sacas de la nada.
Esta última frase pretendía ser un sarcasmo pero entonces vio la cara de Sweeney.
—Eso es —dijo—. La sacas de la nada. Bueno, no exactamente de la nada. Pero te estás acercando. Las sacas del tesoro.
—El tesoro —dijo Sombra, que empezaba a recordar—. Claro.
—Solo tienes que concentrarte en él y ya es tuyo, puedes coger todas las monedas que quieras. El tesoro del sol. Está ahí cuando sale el arcoíris. Está ahí cuando se produce un eclipse o se desencadena una tormenta.
Y le enseñó a Sombra cómo se hacía.
Esta vez, Sombra lo entendió.
Sombra tenía un espantoso dolor de cabeza, y su lengua era como una tira matamoscas y tenía el mismo sabor. La luz de la mañana le hacía daño a los ojos. Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en la mesa de la cocina. Seguía vestido, aunque en algún momento se había quitado la corbata negra.
Bajó las escaleras hasta el depósito de cadáveres y sintió un gran alivio al comprobar que John Doe seguía encima de la mesa de autopsias, aunque tampoco le sorprendió. Le quitó la botella vacía de Jameson Gold al cadáver, todavía rígido por el rigor mortis, y la tiró. Oyó que alguien se movía en el piso de arriba.
Cuando subió, encontró al señor Wednesday sentado a la mesa de la cocina. Se estaba comiendo los restos de una ensalada de patata de una fiambrera con una cuchara de plástico. Vestía un traje gris marengo, una corbata del mismo tono y una camisa blanca: el sol de la mañana se reflejaba en su alfiler de corbata en forma de árbol. Sonrió al ver a Sombra.
—Hombre, Sombra, me alegro de ver que ya estás levantado. Parecía que fueras a dormir para siempre.
—Sweeney el Loco está muerto —dijo Sombra.
—Eso me han dicho —dijo Wednesday—. Una gran pérdida. Aunque a todos nos llega la hora.
Hizo como si tirara de una cuerda imaginaria, a la altura de la oreja, inclinó el cuello hacia un lado, sacó la lengua y abrió mucho los ojos. La pantomima resultaba bastante inquietante. Luego soltó la cuerda y le dedicó una de sus extrañas sonrisas.
—¿Quieres ensalada de patatas?
—No. —Sombra echó un vistazo rápido a la cocina y al vestíbulo—. ¿Sabes dónde están Ibis y Jacquel?
—Pues sí. Están enterrando a la señora Lila Goodchild. Seguramente les habría gustado que les ayudaras pero les pedí que no te despertaran. Te espera un largo camino.
—¿Nos vamos?
—Dentro de una hora.
—Debería despedirme.
—Las despedidas están sobrevaloradas. Volverás a verlos antes de que todo termine, no me cabe la menor duda.
Por primera vez desde aquella primera noche, observó Sombra, la gatita marrón dormía hecha un ovillo en su cesta. Abrió sus hastiados ojos de color ámbar y se lo quedó mirando mientras se marchaba.
Y de este modo Sombra abandonó la casa de los muertos. El hielo cubría los arbustos ennegrecidos y los árboles como una funda protectora, como si los hubieran transformado en sueños. El camino estaba helado y resbaladizo.
Wednesday fue directo hacia el Chevy Nova blanco de Sombra, aparcado frente a la casa. Hacía poco que lo había lavado, y la matrícula de Wisconsin había sido sustituida por una de Minnesota. El equipaje de Wednesday estaba ya en el asiento trasero. Éste abrió el coche con un duplicado de la llave que Sombra tenía en el bolsillo.
—Conduciré yo —dijo Wednesday—. Hasta dentro de una hora no estarás en condiciones de nada.
Se dirigieron hacia el norte, con el Misisipi a su izquierda, un ancho río de plata bajo el cielo gris. Sombra vio, posado en la rama de un árbol grisáceo y sin hojas junto a la carretera, un inmenso halcón marrón y blanco que les observaba con ojos dementes según se acercaban a él, para después alzar el vuelo y elevarse poco a poco, describiendo grandes círculos en el aire.
Sombra se percató de que su estancia en la casa de los muertos había sido solo un pequeño paréntesis; ahora empezaba a tener la sensación de que aquello le había sucedido a otra persona, mucho tiempo atrás.