Capítulo siete

Los dioses hindúes son, en cierta manera, inmortales —porque nacen y mueren— y por ello experimentan la mayor parte de los dilemas de la humanidad y a menudo solo se diferencian de los humanos en aspectos triviales… y de los demonios, incluso en menos. Aun así son considerados por las clases hindúes seres por definición totalmente diferentes a los otros, su vida nunca puede regirse por arquetipos. Son actores que interpretan un papel que en realidad, está hecho a nuestra medida, son las máscaras bajo las que vemos nuestros propios rostros.

—Wendy Doniger O’Flaherty. Introducción de Hindú Myths

(Penguin Books, 1975).

Sombra llevaba caminando hacia el sur, o lo que él esperaba que fuera aproximadamente la dirección del sur, varias horas ya, por un estrecho camino sin señalizar que atravesaba los bosques de lo que imaginaba debía de ser el sur de Wisconsin. En un momento dado, vio venir por la carretera varios jeeps, con los faros encendidos, y se escondió tras unos árboles hasta que pasaron de largo. La niebla matinal le llegaba a la cintura. Los coches eran negros.

Cuando treinta minutos más tarde oyó el ruido lejano de unos helicópteros que venían del oeste, abandonó el camino y se adentró en el bosque. Había dos helicópteros, y Sombra se agazapó en un hueco debajo de un árbol caído y esperó a que pasaran de largo. Según se alejaban, echó un vistazo a su alrededor y miró hacia arriba para contemplar fugazmente el invernal cielo gris. Le satisfizo observar que los helicópteros estaban pintados de color negro mate. Esperó bajo aquel árbol hasta que dejó de oír el ruido.

Bajo los árboles, la nieve en polvo crujía bajo sus pies. Se alegraba de tener aquellos productos químicos para calentar las manos y los pies, que evitaban que sus extremidades se congelaran. Pero, aun así, estaba entumecido: entumecido el corazón, entumecida la mente, entumecida el alma. Y aquel entumecimiento, pensó, venía de muy lejos y duraba ya mucho.

«¿Qué es lo que quiero?», se preguntó. No fue capaz de responderse, de modo que siguió caminando, un pie tras otro, a través del bosque. Los árboles le resultaban familiares, en algunos momentos el paisaje le producía una clara sensación de déjà vu. ¿Estaría caminando en círculos? Podía seguir caminando y caminando y caminando hasta que se le acabaran los calentadores y las chocolatinas y luego sentarse y no volver a levantarse jamás.

Llegó hasta un riachuelo grande, de esos que la gente del lugar suele llamar arroyos, y decidió seguirlo. Los riachuelos van a parar a un río, y todos los ríos desembocan en el Misisipi, así que si continuaba caminando, o robaba una barca o se construía una balsa, en algún momento llegaría a Nueva Orleans, donde la temperatura era mucho más agradable, una idea que en ese momento le parecía tan atractiva como inalcanzable.

No hubo más helicópteros. Tenía la sensación de que los que había visto antes habían ido a limpiar la escabechina del mercancías, no a buscarle a él, porque en ese caso habrían dado la vuelta; habrían soltado a los perros y se oirían sirenas y toda la parafernalia propia de una persecución. Pero no había nada de eso.

¿Qué era lo que quería de verdad? Que no lo atraparan. Que no lo acusaran a él de las muertes de aquellos hombres del tren. Podía imaginárselo perfectamente: «No fui yo, fue mi difunta esposa». Y se imaginaba las caras de los agentes de la ley al oír su declaración. Y luego se pondrían a discutir si estaba loco o no mientras lo llevaban a la silla…

Se preguntó si existiría la pena de muerte en Wisconsin. Daba igual. Quería entender lo que estaba pasando y averiguar cómo iba a acabar. Finalmente, con una triste sonrisa, se dio cuenta de que lo que realmente deseaba era que todo volviera a la normalidad. Quería no haber estado nunca en la cárcel para que Laura siguiera viva, para que nada de todo aquello hubiera sucedido.

«Me temo que eso ya no tiene solución —pensó para sus adentros, con la áspera voz de Wednesday, y asintió con la cabeza—. Ya no tiene solución. Has quemado todos los puentes. Así que sigue caminando. Cumple tu condena…».

A lo lejos, un pájaro carpintero picoteaba un leño podrido.

Sombra se percató de que alguien le estaba observando: un puñado de cardenales rojos le miraron desde las ramas de un saúco sin hojas, y luego continuaron picoteando las bayas. Eran exactamente como en las ilustraciones del calendario de Las Aves Cantoras de Norteamérica. El canto de los pájaros le fue acompañando un rato mientras seguía el curso del arroyo, hasta que finalmente dejó de oírlos.

Había un cervatillo muerto en un claro al pie de una colina, y un pájaro negro del tamaño de un perro pequeño le picoteaba las entrañas con su largo pico, arrancando pedazos de carne roja del cadáver. El animal ya no tenía ojos, pero la cabeza permanecía intacta, y en su grupa se apreciaban las manchas blancas propias de los ciervos más jóvenes. Sombra se preguntó cómo habría muerto.

El pájaro negro inclinó la cabeza a un lado y le habló, con una voz que recordaba al chasquido de dos piedras al chocarlas:

—Tú, hombre sombra.

—Yo soy Sombra —respondió él. El pájaro dio un salto hasta la grupa del cervatillo, alzó la cabeza y se atusó las plumas del cuello y de la coronilla. Era enorme, y sus ojos eran como dos cuentas negras. Había algo que intimidaba en un pájaro de ese tamaño, visto tan de cerca.

—Dice que te verá en Kay-ro —dijo el cuervo. Sombra se preguntaba cuál de los cuervos de Odín sería: Huginn o Muninn, memoria o pensamiento.

—¿Kay-ro? —preguntó.

—En Egipto.

—¿Y cómo voy hasta Egipto?

—Sigue el Misisipi. Hacia el sur. Encuentra al Chacal.

—Mira —dijo Sombra—, no quiero que parezca que soy… Dios, mira… —Hizo una pausa.

Sombra ordenó sus ideas. Tenía frío, y estaba en mitad de un bosque hablando con un pájaro negro que se estaba merendando a Bambi sin miramiento alguno.

—Bien. Lo que intento decir es que no quiero misterios.

—Misterios —repitió, solícito, el pájaro.

—Lo que quiero son explicaciones. Un chacal en Kayro. Eso no me sirve de nada. Parece una frase de una película de espías de serie B.

—Chacal. Amigo. Tok. Kay-ro.

—Eso ya lo has dicho. Me vendría bien un poco más de información.

El pájaro volvió la cabeza y arrancó otro sanguinolento trozo de carne cruda del costillar del cervatillo. Acto seguido, alzó el vuelo y desapareció entre los árboles, con el trozo de carne colgando del pico como si fuera un largo y ensangrentado gusano.

—¡Eh! ¿Puedes al menos llevarme hasta una carretera de verdad? —gritó Sombra.

El cuervo volaba alto y cada vez más lejos. Sombra miró el cadáver del cervatillo. Decidió que si fuera un auténtico hombre de monte le sacaría una buena tajada y lo asaría en la hoguera. Pero en lugar de eso, se sentó en el tronco de un árbol caído, se comió una chocolatina y asumió que no era ni mucho menos un hombre de monte.

El cuervo graznó desde el límite del claro.

—¿Quieres que te siga? —preguntó Sombra—. ¿Te enteras o no?

El pájaro graznó de nuevo, con impaciencia. Sombra fue hacia él. El animal esperó hasta que estuvo cerca, aleteó con fuerza y voló hasta otro árbol, desviándose un poco hacia la izquierda del camino por el que había seguido Sombra hasta que vio los helicópteros.

—¡Eh! —dijo Sombra—. Huginn o Muninn, o como te llames.

El pájaro se volvió, inclinó a un lado la cabeza con suspicacia y se lo quedó mirando fijamente con sus brillantes ojillos.

—Di «Nevermore», como en el poema de Poe —dijo Sombra.

—Que te den —replicó el cuervo.

Continuaron avanzando juntos por el bosque, sin que el cuervo dijera nada más; este iba delante, volando de árbol en árbol, y Sombra intentaba seguirlo avanzando a grandes zancadas por la maleza.

El cielo tenía un tono gris y uniforme. Era casi mediodía.

En media hora llegaron a una carretera asfaltada a las afueras de una ciudad, y el cuervo dio la vuelta y se adentró volando en el bosque. Sombra divisó un letrero de la hamburguesería Culvers y, justo al lado de él, una gasolinera. Entró en el restaurante, que estaba desierto. Tras el mostrador había un joven amable con la cabeza rapada, y Sombra pidió dos hamburguesas con patatas fritas. A continuación se fue al lavabo para asearse un poco. Estaba hecho un asco. Hizo inventario de lo que llevaba en los bolsillos: unas cuantas monedas, incluyendo el dólar de plata de la Libertad, un cepillo y pasta de dientes de viaje, tres chocolatinas, cinco bolsitas de calentadores químicos, una cartera (que no contenía nada más que su permiso de conducir y una tarjeta de crédito, aunque no sabía si habría alcanzado ya su límite) y, en el bolsillo interior del abrigo, mil dólares en billetes de cincuenta y de veinte, su parte por el trabajito del banco del día anterior. Se lavó la cara y las manos con agua caliente, se echó el pelo para atrás con las manos mojadas, volvió al restaurante, se comió las hamburguesas, las patatas y se tomó un café.

Volvió al mostrador.

—¿Quiere natillas heladas? —le preguntó el amable joven.

—No, no, gracias. ¿Hay por aquí cerca algún lugar donde pueda alquilar un coche? El mío me ha dejado tirado en la carretera.

El joven se rascó su rapada cabeza.

—No por aquí cerca, señor. Si se ha estropeado puede llamar al teléfono de ayuda en carretera. O pedirles a los de la gasolinera de al lado que lo remolquen.

—Buena idea —dijo Sombra—. Gracias.

Cruzó el aparcamiento de Culvers hasta la gasolinera, la nieve comenzaba a derretirse. Compró chocolatinas, palitos de cecina y más calentadores químicos para pies y manos.

—¿Hay algún sitio por aquí donde pueda alquilar un coche? —le preguntó a la cajera. Era espantosamente gorda, llevaba gafas y se la veía encantada de tener a alguien con quien hablar.

—Déjeme pensar —dijo—. Esto está un poco apartado. Para ese tipo de cosas la gente suele ir a Madison. ¿Adónde va?

—Kay-ro —dijo—, dondequiera que esté.

—Yo sé dónde está —dijo—. Páseme ese mapa que está en el expositor.

Sombra le pasó un mapa de Illinois envuelto en una funda de plástico. La cajera lo desplegó y luego señaló con aire triunfante el rincón más al sur del estado.

—Aquí lo tiene.

—¿Cairo?

—Así es cómo se pronuncia el que está en Egipto. Pero el del Pequeño Egipto se llama Kay-ro. También tienen una Tebas allí. Precisamente mi cuñada es de Tebas. Le pregunté por la de Egipto y me miró como si me faltara un tornillo.

La risa de la mujer era como el sonido de un desagüe.

—¿Y también tienen pirámides?

La ciudad estaba a más de setecientos kilómetros, casi en línea recta hacia el sur.

—No que yo sepa. Lo llaman Pequeño Egipto porque hace tiempo, unos cien o ciento cincuenta años, se declaró una hambruna en esa región. Las cosechas se echaron a perder, en todas partes menos allí. Así que todo el mundo iba allí a comprar comida, como en la Biblia. José y el Sueño del Abrigo en Tecnicolor. A Egipto que vamos, tachán.

—Si estuviera en mi lugar y tuviera que ir allí, ¿cómo lo haría? —preguntó Sombra.

—En coche.

—Mi coche me ha dejado tirado a unos cuantos kilómetros de aquí. Era una mierda de coche, y perdone la expresión —dijo Sombra.

—M D C —dijo ella—. ¡Uff! Así es como los llama mi cuñado. Se dedica a comprar y vender coches a pequeña escala. Me llama, y me dice: «Mattie, acabo de vender otro M D C». A lo mejor le interesa su viejo coche. Aunque sea para venderlo como chatarra.

—Es de mi jefe —dijo Sombra, y le sorprendió la naturalidad y la fluidez de sus mentiras—. Tengo que llamarle para que pase a buscarme. —De repente se le ocurrió una idea—. ¿Su cuñado está por aquí?

—Está en Muscoda. Diez minutos al sur. Justo al otro lado del río. ¿Por qué?

—Bueno, ¿cree que podría venderme un M D C por… quinientos o seiscientos dólares?

La cajera le sonrió con dulzura.

—Señor, no tiene ni un solo coche en ese solar que no pueda comprar con el depósito lleno por quinientos dólares. Pero no le diga que se lo he dicho yo.

—¿Podría llamarle? —preguntó Sombra.

—Ya lo había pensado. —Cogió el teléfono—. ¿Cariño? Soy Mattie. Vente para acá ahora mismo. Hay alguien que quiere comprarte un coche.

La mierda de coche que escogió fue un Chevy Nova de 1983, que compró, con el depósito lleno, por cuatrocientos cincuenta dólares. Tenía más de 800.000 kilómetros, y olía un poco a burbon, a tabaco y había otro olor más dominante que a Sombra le recordaba al del plátano. No hubiera sabido decir de qué color era, pues estaba muy sucio y cubierto de nieve. Con todo, de todos los coches que tenía el cuñado de Mattie en aquel solar era el único que parecía en condiciones de aguantar un viaje de ochocientos kilómetros.

Le pagó en efectivo, y el cuñado de Mattie no le preguntó ni su nombre ni su número de la seguridad social; únicamente se limitó a coger el dinero.

Sombra condujo hacia el oeste, luego hacia el sur, con quinientos cincuenta dólares en el bolsillo y sin coger la interestatal. La mierda de coche tenía radio, pero no se oía nada cuando la encendió. Una señal le anunció que acababa de salir de Wisconsin y estaba entrando en Illinois. Pasó por una mina a cielo abierto, y las azuladas luces de arco brillaron en la penumbra de aquel día de mediados de invierno.

Paró y comió en un lugar llamado Mom’s que estaba ya a punto de cerrar la cocina. La comida no estuvo mal.

En cada una de las ciudades por las que pasó había otro cartel encima del que indicaba que estaba entrando en Nuestra Ciudad (720 habitantes). El cartel extra anunciaba que el equipo local infantil había quedado en tercer puesto en la clasificación interestatal de las cien millas, o que en la ciudad vivían las semifinalistas del campeonato juvenil de lucha.

Iba dando cabezadas mientras conducía, sintiendo que se agotaba por momentos. Se saltó un semáforo, y a punto estuvo de que una mujer en un Dodge lo sacara de la carretera. Nada más llegar a campo abierto, se desvió por un camino vacío al lado de la carretera y aparcó junto a un campo de rastrojos salpicado de nieve por el que se paseaban en fila unos orondos y negros pavos salvajes, como una procesión de plañideras; apagó el motor, se tumbó en el asiento de atrás y se durmió.

Oscuridad; y una sensación de estar cayendo, igual que si se hubiera caído en una madriguera, como Alicia. Siguió bajando en medio de la oscuridad durante cien años. Al pasar veía rostros, que surgían de la negrura, pero los rostros se hacían pedazos y desaparecían antes de que pudiera tocarlos…

De repente, y sin transición, ya no caía. Ahora estaba dentro de una cueva, y ya no estaba solo. Sombra se encontró mirando unos ojos que le resultaban familiares: unos enormes y acuosos ojos negros. Parpadearon.

Bajo tierra: sí. Recordaba ese lugar. La peste a vaca húmeda. Una hoguera se reflejaba en las paredes húmedas de la cueva, iluminando la cabeza de búfalo, el cuerpo de hombre, la piel de color ladrillo.

—¿Es que no podéis dejarme en paz? —preguntó Sombra—. Solo quiero dormir.

El hombre búfalo asintió lentamente con la cabeza. Sus labios no se movieron, pero Sombra oyó una voz dentro de su cabeza:

—¿Adónde vas, Sombra?

—A Cairo.

—¿Por qué?

—¿Y a qué otro sitio voy a ir? Wednesday quiere que vaya allí. Bebí de su hidromiel.

En el sueño de Sombra, con el poder de la lógica onírica, la obligación parecía indiscutible: él bebió del hidromiel de Wednesday tres veces y con eso selló el pacto. ¿Qué otra opción tenía?

El hombre con cabeza de búfalo metió la mano en el fuego y removió las brasas para avivar la hoguera.

—La tormenta está en camino —dijo. Tenía las manos manchadas de ceniza y se las limpió en su lampiño pecho, dejándolo lleno de rayas negras.

—Siempre me decís lo mismo. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Hubo un silencio. Una mosca se posó en la peluda frente del hombre búfalo, que la espantó con la mano.

—Pregunta.

—¿Es verdad todo esto? ¿Son dioses de verdad? Es todo tan… —se interrumpió y añadió— …inverosímil.

No era exactamente la palabra que buscaba, pero no se le ocurrió una mejor.

—¿Qué son los dioses? —le preguntó el hombre búfalo.

—No lo sé —dijo Sombra.

Se oía un tamborileo continuo y sordo. Sombra esperó a que el hombre búfalo dijera algo más, a que le explicara qué eran los dioses, a que le explicara la confusa pesadilla en que se había convertido su vida. Tenía frío. La hoguera se había apagado.

Tap, tap, tap.

Sombra abrió los ojos y, todavía adormilado, se incorporó. Estaba congelado, y por la ventanilla vio que el cielo había adquirido esa intensa luminosidad púrpura que precede al anochecer.

Tap, tap. Alguien dijo: «¡Eh, señor!», y Sombra giró la cabeza. Ese alguien estaba de pie junto al coche, apenas una sombra contra el cielo del anochecer. Sombra alargó la mano y bajó la ventanilla unos centímetros. Bostezó unas cuantas veces y dijo:

—Hola.

—¿Está usted bien? ¿Está enfermo? ¿Ha estado bebiendo? —era una voz aguda, como la de una mujer o un niño.

—Estoy bien —dijo Sombra—. Un momento.

Abrió la puerta y se bajó del coche, aprovechando la ocasión para estirar sus doloridas piernas y el cuello. Luego se frotó las manos para activar la circulación de la sangre y entrar en calor.

—¡Jo! Eres muy grande.

—Eso me han dicho —dijo Sombra—. ¿Quién eres?

—Me llamo Sam —dijo la voz.

—¿Sam chico o Sam chica?

—Sam chica. Antes me llamaban Sammi con «i», y yo dibujaba una cara sonriente encima de la «i», pero luego me harté porque resulta que a todo el mundo le dio por hacer lo mismo, así que dejé de hacerlo.

—Vale, Sam. Vete hacia allí y vigila la carretera.

—¿Por qué? ¿Eres un psicópata asesino o algo así?

—No —dijo Sombra—, tengo que hacer pis y me gustaría tener un poquito de intimidad.

—Ah, vale, ya entiendo. No te preocupes. No sabes cómo te entiendo. Ni siquiera puedo hacer pis si hay alguien en la cabina de al lado. El síndrome de la vejiga vergonzosa.

—Ya, por favor.

La chica se fue hasta el otro extremo del coche, y Sombra se adentró un poco en el campo, se bajó la cremallera de los vaqueros y orinó en un poste durante un buen rato. Volvió al coche. Se había hecho de noche.

—¿Sigues ahí? —preguntó.

—Sí —dijo la chica—. Debes de tener una vejiga del tamaño del lago Erie. Creo que en el tiempo que has tardado han surgido y caído varios imperios. Te he estado oyendo todo el rato.

—Gracias. ¿Querías algo?

—Bueno, quería ver si estabas bien. Quiero decir que si hubieras estado muerto o algo así habría llamado a la policía. Pero como he visto que las ventanas estaban un poco empañadas, he pensado, bueno, seguramente estará vivo.

—¿Vives por aquí cerca?

—No, vengo haciendo dedo desde Madison.

—Eso es peligroso.

—Llevo haciéndolo cinco veces al año desde hace tres, y todavía sigo viva. ¿Hacia dónde vas?

—Voy a Cairo.

—Gracias —dijo—. Yo voy a El Paso. Voy a pasar las vacaciones con mi tía.

—No puedo llevarte tan lejos —dijo Sombra.

—No El Paso, Tejas. El otro, el que está en Illinois. Está solo a unas horas de aquí, hacia el sur. ¿Sabes dónde estamos ahora mismo?

—No —dijo Sombra—. No tengo la menor idea. ¿En algún punto de la autopista 52?

—Estamos cerca de Perú —dijo Sam—. Pero no el de Perú, el de Illinois. Déjame que te huela, agáchate.

Sombra se agachó y la chica le olisqueó la cara.

—Vale, no hueles a alcohol, puedes conducir. Vámonos.

—¿Qué te hace pensar que voy a llevarte?

—Que soy una damisela en apuros —dijo ella—. Y tú eres un caballero en lo que sea. En un coche muy sucio. ¿Sabes que alguien ha escrito «¡Lávame!» en la luna trasera?

Sombra se subió al coche y abrió la puerta del copiloto. La luz que se enciende cuando la puerta del conductor está abierta no funcionaba.

—No —dijo él—, no lo sabía.

La chica se subió al coche.

—He sido yo —dijo—. Lo escribí cuando todavía había suficiente luz para ver.

Sombra arrancó el coche, encendió los faros y volvió a la carretera.

—A la izquierda —dijo Sam, solícita.

Sombra giró a la izquierda y siguió conduciendo. Pasados unos minutos, la calefacción empezó a funcionar, y un reconfortante calor inundó el coche.

—Todavía no has dicho nada —dijo Sam—. Di algo.

—¿Eres humana? —preguntó Sombra—. ¿Un ser humano de carne y hueso, nacido de un hombre y una mujer, que vive y respira?

—Claro —respondió ella.

—Vale, solo quería asegurarme. ¿Qué quieres que diga?

—Pues, ahora mismo, algo que me tranquilice. De repente me ha asaltado esa sensación de «¡Oh mierda, me he subido al coche que no debía con un pirado».

—Sí —dijo—, conozco esa sensación. ¿Qué podría decir para tranquilizarte?

—Basta con que me digas que no eres un fugitivo, ni un asesino en serie, ni nada por el estilo.

Sombra reflexionó un momento.

—La verdad es que no soy nada de eso.

—Pero te lo has pensado, ¿a que sí?

—Cumplí mi condena. Nunca he matado a nadie.

—¡Ah!

Llegaron a una pequeña ciudad, iluminada por las farolas y las luces de Navidad, y Sombra miró fugazmente hacia su derecha. La chica llevaba el negro cabello corto y enmarañado, y tenía un rostro que resultaba atractivo, desde el punto de vista de Sombra algo masculino: sus rasgos podrían haber sido esculpidos en una roca. Ella le estaba mirando.

—¿Por qué estuviste en la cárcel?

—Herí de gravedad a dos personas. Estaba muy enfadado.

—¿Se lo merecían?

Sombra recapacitó unos instantes.

—Eso pensé en aquel momento.

—¿Lo volverías a hacer?

—No, ni hablar. Perdí tres años de mi vida allí dentro.

—Mmm, ¿tienes sangre india?

—No que yo sepa.

—Pues pareces un poco indio.

—Siento decepcionarte.

—No pasa nada. ¿Tienes hambre?

Sombra asintió con la cabeza.

—No me importaría nada comer algo.

—Conozco un buen sitio; está ahí, pasadas esas luces. La comida es buena. Y no es caro.

Sombra dejó el coche en el aparcamiento. No se molestó en cerrarlo, pero se guardó la llave en el bolsillo. Sacó unas monedas para comprar el periódico.

—¿Puedes permitirte comer aquí? —preguntó.

—Sí —dijo ella, alzando la barbilla—, puedo pagarme lo mío. Sombra asintió.

—Te diré lo que vamos a hacer. Lo echamos a cara o cruz —dijo—. Si sale cara, me invitas tú; si sale cruz, te invito yo.

—Antes déjame ver la moneda —dijo ella, suspicaz—. Un tío mío tenía una moneda con dos caras.

La chica inspeccionó la moneda y comprobó con satisfacción que era una moneda normal y corriente. Sombra se la colocó en el dedo gordo con la cara hacia arriba, y la lanzó al aire de manera que parecía que estaba dando vueltas, luego la cazó y se la puso sobre el dorso de la mano izquierda, destapándola con la derecha para que ella pudiera verla.

—Cara —dijo ella, contenta—. Tú invitas.

—Bueno —dijo él—. No se puede ganar siempre.

Sombra pidió empanada de carne, y Sam lasaña. Sombra hojeó el periódico para ver si había alguna noticia relacionada con la muerte de aquellos hombres del tren. Nada. La única noticia interesante era la que estaba en portada: una plaga de cuervos estaba infestando la ciudad. Los granjeros de la zona querían colgar cuervos muertos en edificios públicos por toda la localidad para espantar a los demás; los ornitólogos decían que no serviría de nada, que los cuervos vivos se limitarían a comerse a los muertos. Pero los granjeros eran implacables. «Cuando vean los cadáveres de sus amigos —decía el portavoz— sabrán que aquí no son bienvenidos».

La comida era buena, y las raciones extraordinariamente generosas, demasiado para una sola persona.

—¿Y qué hay en Cairo? —preguntó Sam con la boca llena.

—Ni idea. Recibí un mensaje de mi jefe en el que me decía que tenía que ir allí.

—¿A qué te dedicas?

—Soy el chico de los recados.

La chica sonrió.

—Bueno —dijo—, no eres de la mafia; no tienes pinta y además conduces una mierda de coche. Y a todo esto, ¿por qué tu coche huele a plátano?

Sombra se encogió de hombros y continuó comiendo. Ella entornó los ojos.

—A lo mejor eres un traficante de plátanos —dijo—. Todavía no me has preguntado a qué me dedico.

—Me imagino que serás estudiante.

—Universidad de Wisconsin-Madison.

—Donde sin duda estudiarás historia del arte, feminismo, y seguramente esculpirás figuras de bronce. Y probablemente trabajas en una cafetería para poder pagar el alquiler.

La chica dejó el tenedor, con las aletas de la nariz dilatadas y los ojos exorbitados.

—¿Cómo coño has hecho eso?

—¿El qué? Ahora tú tendrías que decirme: «No, en realidad estudio filología románica y ornitología».

—¿Me estás diciendo que has acertado por casualidad, o algo así?

—¿Y qué si no?

La chica lo miró con aire sombrío.

—Eres un tipo muy curioso, señor… No sé cómo te llamas.

—Me llaman Sombra —dijo.

La chica torció la boca, como si estuviera comiendo algo que no le gustara. Dejó de hablar, bajó la cabeza y se terminó la lasaña.

—¿Sabes por qué lo llaman Egipto? —preguntó Sombra una vez ella terminó de comer.

—¿La zona de Cairo? Sí. Está en el delta de los ríos Ohio y Misisipi. Igual que El Cairo, en Egipto, que está en el delta del Nilo.

—Tiene sentido.

La chica se apoyó en el respaldo, pidió café y una tarta de chocolate y se atusó su negro cabello.

—¿Estás casado, señor Sombra? —dijo. Vaciló un momento—. ¡Vaya! Acabo de hacer otra pregunta inoportuna, ¿no?

—La enterraron el jueves —dijo, eligiendo las palabras con sumo cuidado—. Se mató en un accidente de tráfico.

—¡Oh, Dios mío! Lo siento.

—Yo también.

Un silencio incómodo.

—Mi medio hermana perdió a su hijo, mi sobrino, a finales del año pasado. Es duro.

—Sí lo es. ¿De qué murió?

Sam dio un sorbo al café.

—No lo sabemos. En realidad, ni siquiera sabemos si está muerto. Simplemente se esfumó. Pero tenía solo trece años. Fue a mediados del pasado invierno. Mi hermana estaba destrozada.

—¿Y no dejó ninguna pista? —Parecía como un policía de la televisión. Lo intentó de nuevo—. ¿Sospecharon de alguien?

Aquello sonaba todavía peor.

—Sospecharon del gilipollas de mi cuñado, su padre, que no tenía la custodia. Y que era lo bastante gilipollas como para llevárselo. Probablemente lo hizo. Pero todo esto pasó en un pueblecito de Northwoods, un lugar precioso y encantador donde nadie cierra nunca con llave. —Suspiró y meneó la cabeza. Cogió la taza de café con ambas manos, lo miró y cambió de tema—. ¿Cómo adivinaste que hago esculturas de bronce?

—Pura suerte. Lo dije por decir algo.

—¿Seguro que no tienes sangre india?

—Que yo sepa, no. Pero es posible. No llegué a conocer a mi padre. Pero si tuviera ascendencia india, mi madre me lo habría dicho. Supongo.

Otra vez la mueca burlona. Sam dejó la tarta de chocolate a medias: el trozo era como la mitad de su cabeza. Empujó el plato hacia Sombra.

—¿Quieres?

Él sonrió y dijo:

—Claro —y se la terminó.

La camarera les trajo la cuenta y Sombra pagó.

—Gracias —dijo Sam.

Estaba refrescando. El coche se caló un par de veces antes de arrancar. Sombra regresó a la carretera y continuó hacia el sur.

—¿Has leído alguna vez a un tal Herodoto? —preguntó.

—¿Qué?

—Herodoto. ¿Has leído alguna vez su Historia?

—¿Sabes? —dijo Sam, adormilada—, no lo entiendo. No entiendo tu manera de hablar, ni las palabras que utilizas, ni nada. A veces pareces un niño grande y, de repente, me lees el pensamiento, y a continuación me encuentro hablando contigo de Herodoto. Pues no, no he leído a Herodoto. He oído hablar de él. En la radio, quizá. ¿No es ese al que llaman el padre de las mentiras?

—Creía que ese era el demonio.

—Sí, a él también. Pero hablaban de que Herodoto decía que había hormigas gigantes y grifos que custodiaban las minas de oro; en realidad se lo inventaba todo.

—No creo. Él escribió lo que le habían contado. Es como si se hubiese limitado a ponerlo por escrito. Y son unas historias fantásticas, llenas de detalles curiosos; por ejemplo, ¿sabías que en Egipto, si una joven especialmente hermosa o la esposa de un señor o lo que fuera se moría, no la embalsamaban hasta pasados tres días? Dejaban que su cuerpo se descompusiera al sol.

—¿Por qué? No, espera. Vale, creo que sé por qué. Pero es asqueroso.

—Y también hay muchas batallas, y cosas de la vida cotidiana. Y luego están los dioses. Un tipo vuelve para informar del resultado de la batalla, corre y corre y ve a Pan en un claro. Y este le dice: «Diles que erijan un templo en mi honor aquí». El tipo dice, vale, y sigue corriendo. Cuando llega a su destino informa sobre la batalla, y luego dice: «Ah, por cierto, Pan quiere que le construyamos un templo». Eran muy prácticos, ¿sabes?

—O sea, que hay historias en las que aparecen dioses. ¿Qué intentas decirme? ¿Que estos tipos tenían alucinaciones?

—No —dijo Sombra—. No es eso.

La chica se mordió un padrastro.

—Leí un libro buenísimo sobre el cerebro —dijo—. Era de mi compañera de cuarto, y lo llevaba a todas partes. Contaba que, hace cinco mil años, los lóbulos cerebrales se fusionaron, y antes de eso la gente pensaba que cuando hablaba el lóbulo derecho era la voz de un dios que les decía lo que tenían que hacer. ¡Pero está todo en el cerebro!

—Me gusta más mi teoría —dijo Sombra.

—¿Cuál es tu teoría?

—Que por aquel entonces la gente se tropezaba de vez en cuando con los dioses.

—¡Ah!

Silencio: solo el traqueteo del coche, el ruido del motor, el murmullo del amortiguador, que sonaba como si se fuera a romper.

—¿Crees que siguen ahí?

—¿Dónde?

—En Grecia, en Egipto, en las islas, en esa clase de sitios. ¿Crees que si vas a donde vivía esa gente podrías ver a los dioses?

—Puede. Pero no creo que la gente supiera a quién estaban viendo en realidad.

—Me apuesto lo que quieras a que es como lo de los extraterrestres —dijo Sam—. Hoy en día la gente ve extraterrestres, en aquella época veían dioses. A lo mejor los alienígenas provienen del hemisferio derecho del cerebro.

—Dudo mucho que los dioses se dedicaran a introducirles sondas rectales —dijo Sombra—. Y no mutilaban al ganado por sí mismos. Tenían a gente que lo hacía en su lugar.

Sam se echó a reír. Continuaron el viaje en silencio unos minutos y luego dijo:

—¡Eh! Eso me recuerda una historia que me gusta mucho, la estudiamos en el primer curso de historia comparada de las religiones. ¿Te la cuento?

—Claro —dijo Sombra.

—De acuerdo. Es una sobre Odín, el dios escandinavo. Había un rey vikingo que iba en un barco vikingo (te estoy hablando de la época de los vikingos, claro). Un día el viento dejó de soplar y el barco no podía navegar, de modo que el rey decidió ofrecer a uno de sus hombres como sacrificio en honor a Odín, a cambio de que hiciera soplar el viento para que pudieran llegar hasta la costa. Así ocurrió. Una vez en tierra, tenían que decidir quién sería sacrificado, y lo echaron a suertes. Le tocó al rey. Pero a este no le gustaba la idea, así que finalmente decidieron que harían como si lo ahorcaran pero sin hacerle daño. Cogieron los intestinos de un becerro y se los pusieron alrededor del cuello, atando el otro extremo a una delgada rama. Cogieron una caña en lugar de una lanza, le pincharon con ella en el costado, y dijeron: «Ya está, ya te hemos ahorcado, Odín ya tiene su sacrificio».

Una curva en la carretera: Otra Ciudad (300 habitantes), campeón infantil de patinaje, un gigantesco tanatorio a cada lado de la carretera. Pero ¿cuántos tanatorios se necesitan en una población de trescientos habitantes?…, pensó Sombra.

—Pero nada más pronunciar el nombre de Odín, la caña se transforma en una lanza y se clava en el costado del rey, los intestinos de becerro se convierten en una gruesa soga, la delgada rama se convierte en una rama fuerte y robusta, el árbol crece y la tierra se hunde bajo los pies del rey, que queda allí colgado hasta la muerte con una herida en el costado mientras su cara se va volviendo negra. Fin de la historia. Los dioses de los blancos son unos auténticos cabrones, señor Sombra.

—Sí —asintió él—. ¿Tú no eres blanca?

—Soy cherokee —dijo ella.

—¿De pura cepa?

—No, mestiza. Mi madre era blanca. Mi padre, un auténtico indio de las reservas. Vino por aquí, se casó con mi madre, me tuvieron a mí, y cuando se separaron volvió a Oklahoma.

—¿Volvió a la reserva?

—No. Pidió un préstamo y abrió una especie de Taco Bell llamado Taco Bill’s. Le va bien. No me tiene demasiado cariño. Dice que soy una mestiza.

—Lo siento.

—Es un imbécil. Estoy orgullosa de mi sangre india. La matrícula me sale más barata. Y qué demonios, probablemente me servirá también para encontrar un trabajo en el futuro, si no consigo vivir de mis esculturas.

—Es un consuelo —dijo Sombra.

Se detuvo en El Paso, Illinois (2.500 habitantes) para dejar a Sam en una casa muy humilde a las afueras de la ciudad. En el jardín delantero había un enorme reno hecho con alambre, adornado con lucecitas de colores.

—¿Quieres entrar? —preguntó—. Mi tía te preparará un café.

—No —dijo—. Tengo que seguir viaje.

La chica le sonrió, y de repente, por primera vez, parecía vulnerable. Le dio una palmada en el brazo.

—Estás como una puta cabra. Pero molas.

—Creo que es eso que llaman la condición humana —dijo Sombra—. Gracias por la compañía.

—No hay de qué —dijo ella—. Si ves algún dios en la carretera hacia Cairo, no olvides saludarle de mi parte.

Salió del coche y se fue hacia la puerta de la casa. Llamó al timbre y esperó a que abrieran, sin volverse a mirar. Sombra esperó hasta ver que abrían la puerta y Sam entraba en la casa sana y salva; entonces pisó el acelerador y volvió a la carretera. Pasó por Normal, por Bloomington y por Lawndale.

A las once de la noche Sombra empezó a temblar. Estaba llegando a Middletown. Decidió que necesitaba dormir, o al menos dejar de conducir. Aparcó delante de un motel, pagó treinta y cinco dólares, en efectivo y por adelantado, por una habitación en la planta baja, y se fue al baño. Una triste cucaracha yacía boca arriba en mitad del suelo de baldosas. Sombra cogió una toalla y limpió el interior de la bañera, luego abrió el grifo. Se quitó la ropa y la dejó encima de la cama. Los cardenales que tenía en el torso eran oscuros y vívidos. Se sentó en la bañera, y vio cómo el agua cambiaba de color. Luego, todavía desnudo, lavó los calcetines, los calzoncillos y la camiseta en el lavabo, escurrió las prendas y las colgó en la cuerda extensible que iba de lado a lado de la bañera. Dejó la cucaracha donde la encontró, por respeto a los muertos.

Se metió en la cama y se planteó la posibilidad de ver una película porno, pero necesitaba una tarjeta de crédito para efectuar el pago. De todas maneras, no estaba muy seguro de que ver a otras personas disfrutando del sexo mientras que él no tenía con quien pudiera hacerle sentir mejor. Puso la tele para sentirse acompañado, y la programó para que se apagara de forma automática al cabo de cuarenta y cinco minutos, tiempo más que suficiente para coger el sueño. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche.

La imagen se veía borrosa, y los colores se mezclaban en la pantalla. Fue zapeando por la desoladora programación nocturna, incapaz de concentrarse en nada. Alguien estaba haciendo una demostración con un cacharro que servía para cocinar y que podía sustituir a una docena de otros utensilios de cocina, pero Sombra no tenía ni necesitaba ninguno de ellos. Clic. Un señor trajeado anunciaba que había llegado ya el final de los tiempos y que Jesús —palabra que pronunciada por aquel hombre parecía tener cuatro o cinco sílabas— haría que el negocio de Sombra prosperara si le enviaba un donativo. Clic. El final de un episodio de MASH y el principio de uno de El show de Dick van Dyke.

Sombra llevaba años sin ver un episodio de El show de Dick van Dyke, pero el mundo en blanco y negro de 1965 que retrataba tenía algo que resultaba reconfortante. Dejó el mando a distancia junto a la cama y apagó la luz de la mesilla de noche. Se quedó viendo el programa, se le fueron cerrando los ojos y fue consciente de que había algo extraño. No había visto muchos episodios de ese programa, así que no le sorprendió encontrarse con uno que no recordaba haber visto. Lo que le parecía extraño era el tono del mismo.

A todos los compañeros les preocupa que Rob esté bebiendo demasiado: falta mucho al trabajo. Van a su casa: se ha encerrado en su habitación y tienen que convencerlo para que salga. Está completamente borracho, pero resulta divertido. Sus amigas, interpretadas por Morey Amsterdam y Rose Marie, se marchan tras algunos gags ingeniosos. Entonces, la mujer de Rob le regaña, y él la golpea, con fuerza, en la cara. Ella se queda sentada en el suelo y se echa a llorar, no con el famoso lamento de Mary Tyler Moore, sino con unos entrecortados sollozos de impotencia, abrazando su propio cuerpo y susurrando: «No me pegues, por favor; haré lo que sea, pero no me pegues más».

—¿Qué coño es esto? —dijo Sombra en voz alta.

La imagen se fue y la nieve invadió la pantalla. Cuando volvió la señal, El show de Dick van Dyke se había convertido, de manera inexplicable, en Te quiero, Lucy. Lucy está intentando convencer a Ricky para que le deje cambiar su antiguo frigorífico por uno nuevo. Sin embargo, cuando él se va, ella se sienta en el sofá, con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo, y, mirando al frente desde el pasado en blanco y negro, dice:

—Sombra, tenemos que hablar.

Sombra no dice nada. Lucy abre el bolso y saca un cigarrillo, que enciende con un caro encendedor de plata.

—Te estoy hablando a ti. ¿Y bien?

—Esto es una locura —dice Sombra.

—Y el resto de tu vida es completamente normal, ¿no? Dame un respiro, joder.

—Sí, claro. Que Lucille Ball me hable desde la televisión es, con diferencia, lo más raro que me ha pasado hasta el momento.

—No soy Lucille Ball, soy Lucy Ricardo. ¿Y sabes qué? Ni siquiera soy ella. Simplemente es la forma más sencilla de hacerme visible, dado el contexto. Eso es todo.

Lucy se revolvió en el sofá, como si no terminara de encontrar la postura.

—¿Quién eres? —preguntó Sombra.

—Vale —dijo ella—. Buena pregunta. Soy la caja tonta. Soy la televisión. Soy el ojo que todo lo ve y el mundo del rayo catódico. Soy el pequeño santuario que las familias adoran.

—¿Eres el televisor? ¿O alguien dentro de la televisión?

—El televisor solo es el altar. Yo soy el destinatario de los sacrificios.

—¿Y qué es lo que sacrifican? —preguntó Sombra.

—Su tiempo, principalmente —dijo Lucy—. Algunas veces unos a otros.

Alzó dos dedos a modo de pistola y sopló. Entonces guiñó el ojo, uno de los clásicos guiños de Te quiero, Lucy.

—¿Eres un dios? —inquirió Sombra.

Lucy sonrió con ironía y le dio una calada al cigarrillo con aire de mujer fatal.

—Podría decirse así.

—Un saludo de parte de Sam —dijo entonces Sombra.

—¿Qué? ¿Quién es Sam? ¿De qué hablas?

Sombra miró su reloj. Eran las 0:25.

—No importa. Y bien, Lucy en la Televisión, ¿de qué tenemos que hablar? Parece que últimamente todo el mundo tiene que hablar conmigo. Y la cosa suele acabar con que alguien me pega.

La cámara se acercó para sacar un primer plano: Lucy parecía preocupada, tenía los labios fruncidos.

—Odio eso. No me gustó que esa gente te pegara, Sombra. Yo nunca lo haría, cariño. No, yo quiero ofrecerte un trabajo.

—¿De qué?

—Trabajarías para mí. Me he enterado de los problemas que tuviste con el numerito de los secretas, y me impresionó el modo en que lo resolviste. Eficaz, sensato, eficiente. ¿Quién iba a pensar que eras capaz de algo así? Están muy cabreados.

—¿En serio?

—Te subestimaron, cielo. Un error que no pienso cometer. Te quiero a mi lado. —Se levantó del sofá y caminó hacia la cámara—. Míralo de este modo, Sombra: somos el futuro. Nosotros somos centros comerciales, tus amigos son ferias cutres de carretera. Qué coño, nosotros somos centros comerciales online, mientras que tus amigos se colocan junto a la autopista con una carretilla para vender productos caseros. No, ni siquiera son vendedores ambulantes; son charlatanes, gente que arregla corsés de ballena. Nosotros somos el hoy y el mañana. Tus amigos no son ya ni el ayer.

El discurso le resultaba extrañamente familiar. Sombra le preguntó:

—¿Conoces a un chaval gordo que va en limusina?

Lucy extendió las manos y puso los ojos en blanco en un gesto cómico, el clásico gesto de Lucy Ricardo desentendiéndose de algún desastre.

—¿El informático? ¿Has conocido al informático? Es un buen chico. Es uno de los nuestros. Lo que pasa es que es algo torpe con la gente que no conoce. Cuando trabajes para nosotros, verás lo asombroso que es.

—¿Y si no quiero trabajar para ti, Te Quiero Lucy?

Alguien llamó a la puerta del apartamento de Lucy, y se oyó la voz en off de Ricky preguntándole por qué tardaba tanto; tenían que estar en el club en la próxima escena. Un destello de indignación perturbó fugazmente el cómico rostro de Lucy.

—Joder —exclamó—. Escucha, no sé lo que te pagan esos carcamales, pero puedo ofrecerte el doble. El triple. Cien veces más. Te paguen lo que te paguen, yo puedo pagarte mucho más.

Entonces le sonrió con esa sonrisa perfecta y pícara de Lucy Ricardo.

—Dime, cariño, ¿qué quieres? —Empezó a desabrocharse la blusa— ¡Eh!, ¿nunca has querido ver las tetas de Lucy?

La pantalla se volvió negra. Habían transcurrido ya los cuarenta y cinco minutos y la tele se apagó sola. Sombra miró su reloj: eran las doce y media.

—La verdad es que no —dijo Sombra.

Se dio la vuelta y cerró los ojos. De pronto pensó que si prefería a Wednesday, al señor Nancy y compañía frente a sus oponentes, era por una sencilla razón: puede que fueran cutres, sucios y que su comida fuera repugnante, pero al menos no hablaban a base de tópicos.

Y prefería mil veces una atracción de carretera —por cutre, hortera o triste que fuese—, a un centro comercial.

La mañana le sorprendió de nuevo en la carretera, atravesando un paisaje marrón suavemente ondulado de hierba invernal y árboles desnudos. Las últimas nieves habían desaparecido. Llenó el depósito del coche de mierda en la ciudad natal de la campeona juvenil de trescientos metros lisos y, esperando que la suciedad no fuera lo único que mantenía todas las piezas unidas, llevó el coche al túnel de lavado de la gasolinera. Le sorprendió descubrir que el coche era, una vez limpio, y contra todo pronóstico, de color blanco, y apenas tenía manchas de óxido. Siguió conduciendo.

El cielo era de un azul imposible, y el humo blanco que salía de las chimeneas de las fábricas se veía inmóvil en el aire, como en una fotografía.

En algún momento se encontró con que estaba llegando al este de Saint Louis. Intentó evitarlo pero acabó yendo hacia lo que parecía el barrio chino de un polígono industrial. Había vehículos de dieciocho ruedas y camiones enormes aparcados a las puertas de edificios que parecían almacenes temporales pero decían ser «Clubes nocturnos abiertos 24 horas», y uno en particular se preciaba de tener «El mejor peap show de la ciudad». Sombra meneó la cabeza y siguió conduciendo. A Laura le encantaba bailar, vestida o desnuda (y en varias noches memorables, viajando de un estado a otro) y él disfrutaba contemplándola.

Paró en una ciudad llamada Red Bud para comer un sándwich y beberse una Coca-Cola.

Pasó por un valle lleno de excavadoras amarillas, tractores y orugas que ya solo servían para chatarra. Se preguntaba si sería el cementerio de las excavadoras, el lugar a donde iban a parar cuando morían.

Pasó por un salón Pop-a-Top, y por Chester («la ciudad natal de Popeye»). Se fijó en que las casas tenían cada vez más columnas en la fachada principal; que hasta las casas más pequeñas y humildes tenían sus columnas blancas, como si fueran mansiones. Atravesó un gran río lleno de fango y soltó una carcajada al ver que, según el letrero, se llamaba Gran Río Fangoso. Vio tres árboles sin hojas cubiertos por una capa de kudzu marrón que los hacía retorcerse y adoptar extrañas formas, casi humanas: podrían haber pasado por brujas, tres viejas encorvadas dispuestas a leerle el futuro.

Continuó conduciendo en paralelo al Misisipi. Sombra nunca había visto el Nilo, pero el deslumbrante sol de la tarde que ardía sobre el turbio río le recordó la fangosa extensión del río africano: pero no del Nilo tal y como es ahora, sino como era hace mucho tiempo, atravesando como una arteria las marismas de papiros, hogar de cobras, chacales y vacas salvajes…

Una señal en la carretera señalaba la dirección de Tebas.

La vía tenía una elevación de unos tres metros y medio, de modo que estaba conduciendo por encima de las ciénagas. Bandadas de pájaros volaban de un lado a otro, como puntos negros sobre el azul del cielo, moviéndose en una especie de frenesí browniano.

Un poco más avanzada la tarde el sol empezó a descender, tiñéndolo todo con una mágica luz dorada, una luz cálida y densa, que le daba al paisaje un aspecto sobrenatural e hiperrealista, y con esa luz Sombra pasó por delante de la señal que indicaba que estaba entrando en el histórico Cairo. Pasó por debajo de un puente y fue a parar a la pequeña ciudad portuaria. El imponente edificio del tribunal de justicia de Cairo y las todavía más imponentes oficinas de la aduana parecían gigantescas galletas recién horneadas, bañadas por el dorado sirope de la luz crepuscular.

Aparcó el coche en una callejuela lateral y caminó hasta el malecón que había en una de las márgenes del río, sin saber muy bien si lo que estaba contemplando era el río Ohio o el Misisipi. Un gatito marrón olisqueaba los cubos de basura de la parte trasera de un edificio, pero la luz hacía que hasta la basura pareciera mágica.

Una solitaria gaviota planeaba por la orilla del río, girando una de las alas para corregir el vuelo.

Sombra se percató de que no estaba solo. Una niña, con unas bambas viejas y un masculino jersey de lana gris que le servía de vestido, lo miraba desde el malecón, a unos tres metros de distancia, con la seriedad propia de una persona de seis años. Tenía el cabello negro, largo y lacio; su piel era del mismo tono marrón que el río.

Sombra le sonrió. La niña le miraba fijamente, con aire desafiante.

Se oyó un chillido y unos maullidos que provenían de la orilla, y el gatito marrón salió disparado de un cubo de basura volcado, perseguido por un perro negro de largo hocico. El gato logró refugiarse bajo un coche.

—¡Eh! —le dijo Sombra a la niña—. ¿Has visto alguna vez polvos invisibles?

La niña vaciló un momento. Luego negó con la cabeza.

—Muy bien. Pues mira esto. —Sombra sacó una moneda de veinticinco centavos con la mano izquierda, la sujetó, moviéndola de un lado a otro, e hizo como si se la pasara a la mano derecha; la cerró muy fuerte y extendió el brazo hacia delante—. Ahora solo tengo que coger un poco de polvo invisible del bolsillo… —al meter la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta, dejó caer dentro la moneda—, y espolvorearlo sobre la mano donde tengo la moneda… —hizo un gesto con los dedos como si espolvoreara algo de verdad—, y mira: ahora la moneda también es invisible.

Sombra abrió la mano derecha vacía y, con cara de asombro, le mostró la mano izquierda, también vacía.

La niña pequeña continuaba mirándole fijamente.

Sombra se encogió de hombros, volvió a meter las manos en los bolsillos y cogió la moneda de veinticinco centavos con una mano, y un billete de cinco dólares doblado con la otra. Iba a hacer como si los cogiera del aire para darle los cinco pavos a la niña: parecía necesitarlos.

—¡Eh! —dijo—. Parece que tenemos público.

El perro negro y el gatito marrón le contemplaban también, uno a cada lado de la niña, mirándolo fijamente. El perro lo miraba con sus enormes orejas enhiestas, lo que le daba a su expresión de alerta un aire muy cómico. Un hombre muy alto, con gafas de montura dorada, caminaba hacia ellos por el malecón, mirando a un lado y a otro como si buscara algo. Sombra se preguntó si sería el dueño del perro.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Sombra al perro, en un intento de ganarse a la niña—. Ha estado bien, ¿eh?

El negro perro se lamió el hocico. Y entonces le habló, con voz ronca y áspera:

—Una vez vi a Harry Houdini y, créeme, no eres Houdini.

La niña miró a los animales, alzó la vista para mirar a Sombra y salió corriendo como alma que lleva el diablo. Los dos animales la contemplaron mientras se alejaba. El hombre alto llegó donde estaba el perro. Se agachó y le acarició las enhiestas y puntiagudas orejas.

—Venga —el hombre de las gafas doradas hablaba al perro—, era un simple truco con monedas. Tampoco es que intentara llevar a cabo una fuga bajo el agua.

—Todavía no —dijo el perro—, pero lo intentará.

La luz dorada había desaparecido y se había impuesto el gris del crepúsculo.

Sombra dejó caer la moneda y el billete doblado de nuevo en el bolsillo.

—Vale —dijo—. ¿Quién de vosotros es Chacal?

—Usa los ojos —dijo el perro negro con su largo hocico—. Ven conmigo.

Echó a andar tranquilamente por la acera, junto al hombre de las gafas doradas y, tras un instante de vacilación, Sombra fue tras ellos. Al gato no se lo veía por ninguna parte. Llegaron a un inmenso edificio antiguo en una calle llena de edificios condenados.

El cartel de la puerta rezaba: «Ibis y Jacquel, funeraria. Empresa familiar desde 1863».

—Soy el señor Ibis —dijo el hombre de las gafas doradas—. Creo que debería invitarle a cenar. Me temo que aquí mi amigo tiene trabajo pendiente.