Capítulo seis

Wide open and unguarded stand our gates,

And through them passes a wild motley throng.

Men from Volga and Tartar steppes,

Featureless figures from HoangHo,

Malayan, Scythian, Teuton, Kelt and Slav,

Flying the Old World’s poverty and scorn;

These bringing with them unknown gods and rites,

Those tiger passions here to stretch their claws,

In street and alley what strange tongues are these,

Accents of menace to aur ear,

Voices that once the Tower of Babel knew.

Abiertas de par en par, sin vigilancia, esperan nuestras puertas,

y una multitud diversa y salvaje las atraviesa.

Hombres de las estepas tártaras y del Volga.

Figuras de expresión inerte del Huangho.

Malayos, escitas, teutones, eslavos y celtas,

vuelan sobre el antiguo mundo del desdén y la pobreza;

traen consigo dioses y ritos desconocidos,

esas pasiones feroces para que saquen aquí sus garras,

qué extrañas lenguas llenan calles y alamedas,

acentos amenazantes llegan a nuestros oídos.

Voces que antaño conoció la Torre de Babel.

—Thomas Bailey Aldrich, The Unguarded Gates, 1882

Sombra iba montado en el tiovivo más grande del mundo, asido a su tigre con cabeza de águila cuando, de repente, las luces blancas y rojas chisporrotearon y parpadearon un instante antes de apagarse del todo. Ahora caía por entre un océano de estrellas, mientras el vals mecánico era sustituido por un ritmo atronador que recordaba al sonido de los platillos o de las olas rompiendo en la playa de algún distante océano.

No había más luz que la de las estrellas, pero lo iluminaba todo con una claridad fría. Bajo su cuerpo, su montura se estiraba, y se volvía blanda, y percibía la calidez del pelo bajo su mano izquierda, y la suavidad de sus plumas bajo la derecha.

—No está mal, ¿eh? —dijo a su espalda una voz, que percibió a un tiempo a través de los oídos y dentro de su cabeza.

Sombra se giró, lentamente, viéndose a sí mismo en imágenes encadenadas según se movía, instantes congelados, capturados en una fracción de segundo, y hasta el más mínimo movimiento tenía una duración infinita. Las imágenes que percibía no tenían ningún sentido: era como ver el mundo a través de los multifacetados ojos de una libélula, pero cada faceta reflejaba algo completamente distinto, y le resultaba imposible combinar las imágenes que veía, o creía ver, en un todo que tuviera sentido.

Miraba al señor Nancy, allá en lo alto, un hombre negro ya mayor, con un bigote estrecho, vestido con su chaqueta a cuadros y sus guantes amarillo limón, montado a lomos de un león de carrusel que subía y bajaba; y, al mismo tiempo, en el mismo espacio, veía una enjoyada araña, tan alta como un caballo, cuyos ojos eran como una nebulosa de esmeraldas y lo observaban con aire jactancioso; y, simultáneamente también, veía a un hombre extraordinariamente alto, con la piel del color de la teca, y tres pares de brazos, tocado con una suave pluma de avestruz, la cara pintada con rayas rojas, montado a lomos de un enfurecido león dorado, agarrado a su cabellera con dos de sus seis manos; y veía también a un joven negro, vestido con harapos, con el pie izquierdo hinchado y lleno de moscas negras; y por último, detrás de todo esto, Sombra veía una diminuta araña marrón, escondida tras una hoja marchita de color ocre.

Sombra veía todas estas cosas, y sabía que todas eran una misma cosa.

—Si no cierras la boca —dijeron las múltiples formas bajo las cuales se manifestaba el señor Nancy—, te vas a tragar algo.

Sombra cerró la boca y tragó con dificultad.

Había una casona de madera en una colina, más o menos a una milla de ellos. Cabalgaban hacia allí, y la arena de la playa enmudecía el sonido de los cascos y pies de sus monturas.

Czernobog cabalgaba a lomos de un centauro. Palmeó el brazo humano de su montura.

—Nada de esto está sucediendo realmente —le dijo a Sombra. Parecía deprimido—. Está todo en tu cabeza. Mejor no lo pienses.

Sombra veía a un inmigrante de la Europa del Este con el cabello gris, una raída gabardina y un diente de color hierro, ciertamente. Pero también veía una cosa negra y rechoncha, más oscura que la oscuridad que los rodeaba, con dos ojos como dos ascuas de carbón; y veía a un príncipe, de larga y sedosa melena, largos bigotes negros, con la cara y las manos ensangrentadas, desnudo salvo por la piel de oso que llevaba al hombro, montado sobre una criatura que era mitad hombre y mitad bestia, con el rostro y el torso tatuados con espirales y remolinos.

—¿Quién eres? —preguntó Sombra—. ¿Qué eres?

Sus monturas avanzaban a lo largo de la playa. Las olas rompían implacables en la orilla.

Wednesday guiaba a su lobo —transformado ahora en una gigantesca bestia de color gris carbón y con los ojos verdes— hacia Sombra. La montura de este lo rehuía, y Sombra le acarició el cuello y le dijo que no tenía nada que temer. El animal sacudió la cola con violencia. Sombra se acordó de que había otro lobo, exactamente igual al que montaba Wednesday, que había estado caminando por las dunas con ellos, pero lo había perdido de vista.

—¿Me conoces, Sombra? —dijo Wednesday. Iba montado en su lobo con la cabeza bien alta. Su ojo derecho brillaba, el izquierdo estaba muerto. Llevaba una capa con una capucha grande, como la de un monje, que ocultaba parcialmente su rostro entre las sombras—. Te dije que te revelaría mis nombres. Bien, pues así es como me llaman. Me llaman Contento en la Guerra, Adusto, Asaltante y Tercero. Soy el Tuerto. Me llaman el Altísimo y El Que Dice la Verdad. Soy Grimnir, y el Encapuchado. Soy el Padre de Todos, y soy Gondlir, el Portador de la Vara. Tengo tantos nombres como vientos hay en el mundo, tantos títulos como formas de morir hay. Mis cuervos se llaman Huginn y Muninn: pensamiento y memoria; mis lobos, Freki y Geri; mi caballo es la horca.

Dos cuervos grises cual espectros, como transparentes pieles de pájaro, se fueron a posar en los hombros de Wednesday, hundieron los picos en sus sienes, como si estuvieran paladeando su mente, y levantaron el vuelo de nuevo.

«¿Qué debería creer?», se preguntaba Sombra, y volvió a escuchar aquella voz que parecía salir de lo más hondo del inframundo y que retumbaba en sus oídos:

—Créetelo todo.

—¿Odín? —dijo Sombra, y el viento le arrancó la palabra de los labios.

—¿Odín? —murmuró Wednesday, y ni el estruendo de las olas al romper en la playa llena de calaveras pudo ahogar aquel susurro—. Odín —repitió, saboreando las palabras en su boca—. Odín —reiteró, como un grito de triunfo que resonó de un horizonte a otro. Su nombre se expandió, creció, y lo inundó todo como la sangre que latía en los oídos de Sombra.

Y entonces, como en un sueño, ya no cabalgaban hacia la lejana casona. Estaban allí, y sus monturas estaban amarradas en el establo que había junto a la casa.

La casona era inmensa pero primitiva. El techo era de paja, y los muros, de madera. Una hoguera ardía en el centro de la sala, y el humo irritaba los ojos de Sombra.

—Deberíamos haber hecho esto en mi mente, no en la suya —murmuró el señor Nancy dirigiéndose a Sombra—. Allí hace más calor.

—¿Estamos en su mente?

—Más o menos. Esto es Valaskjalf. Su viejo palacio.

Sombra experimentó un gran alivio al ver que Nancy volvía a ser un anciano con guantes amarillos, aunque su sombra se estremecía y cambiaba a la luz de la hoguera, y las formas que adoptaba no siempre eran del todo humanas.

Había bancos de madera pegados a las paredes y, entre los que estaban sentados en ellos y los que se habían quedado de pie a su lado, habría unas diez personas. Mantenían las distancias entre ellos: eran una mezcla heterogénea que incluía a una mujer de piel oscura y ataviada con un sari rojo que parecía una matrona, varios hombres de negocios con los trajes muy gastados, y algunos más que Sombra no podía distinguir bien porque estaban demasiado cerca del fuego.

—¿Dónde están? —le susurró Wednesday, furioso, a Nancy—. ¿Y bien? ¿Dónde están? Tendría que haber un montón de gente aquí. ¡Varias decenas!

—Fuiste tú el que se ocupó de invitarles —dijo Nancy—. Yo diría que es un milagro que hayas logrado que vengan todos éstos. ¿Crees que debería contar una historia, para romper el hielo?

Wednesday meneó la cabeza.

—Ni hablar.

—No parecen muy simpáticos —dijo Nancy—. Una historia es una buena manera de llegar a la gente. Y no tienes un bardo para que les cante.

—Nada de historias —replicó Wednesday—. Ahora no. Más adelante ya tendremos tiempo de contar historias. Pero ahora no.

—Nada de historias. Vale. Me limitaré a romper el hielo.

Y sonriendo con naturalidad, el señor Nancy se acercó a la hoguera.

—Sé lo que estáis pensando todos —dijo—. Estáis pensando; qué hace Compé Anansi dirigiéndose a vosotros si ha sido el Padre de Todos quien os convocado, del mismo modo que me ha convocado a mí. Bueno, a veces la gente necesita que le refresquen la memoria. He mirado a mi alrededor al entrar y he pensado: ¿dónde están los demás? Pero luego pensé: «Aunque nosotros seamos pocos y ellos muchos, nosotros débiles y ellos poderosos, eso no significa necesariamente que estemos perdidos».

»¿Sabéis?, una vez vi al Tigre en la charca: tenía los testículos más grandes que cualquier otro animal, las garras más afiladas que ninguno y dos colmillos largos y afilados como navajas. Le dije:

»—Hermano Tigre, ve a darte un baño; yo cuidaré tus pelotas mientras tanto.

»Estaba muy orgulloso de sus huevos. Así que se metió en la charca para darse un chapuzón, y yo me puse sus huevos, dejándole a cambio mis pelotitas de araña. Y entonces, ¿sabéis lo que hice? Salí por patas de allí.

»No paré hasta llegar a la ciudad más cercana. Y allí vi al Viejo Mono.

»—Estás espléndido, Anansi —me dijo.

»Yo le pregunté:

»—¿Sabes qué es lo que cantan todos en aquella ciudad?

»—¿Qué cantan? —me preguntó.

»—Cantan una canción divertidísima —le dije.

»Y entonces me puse a bailar y a cantar:

Las pelotas del Tigre, sí.

Me comí las pelotas del Tigre

Y ahora nadie podrá pararme jamás

Nadie podrá ponerme contra el gran muro negro

Porque me comí los atributos del Tigre

Me comí las pelotas del Tigre.

»El Viejo Mono se mondaba de risa, se desternillaba, y se puso a cantar «Las pelotas del tigre, me comí las pelotas del tigre», chasqueando los dedos y girando sobre sus pies.

»—Es una canción genial —dijo—, voy a cantársela a todos mis amigos.

»—Hazlo —le dije, y me volví a la charca.

»Allí estaba el Tigre, junto a la charca, paseando arriba y abajo y sacudiendo la cola de un lado a otro, con las orejas y el pelo tiesos, atrapando todo insecto que caía en su enorme boca de dientes de sable, con los ojos llameantes. Era grande, malvado y aterrador pero, colgando entre sus piernas, tenía unos testículos diminutos con el escroto más negro, más pequeño y más arrugado que hayáis visto jamás.

»—¡Eh!, Anansi —dijo al verme—. Se suponía que debías cuidar mis huevos mientras yo me bañaba. Pero cuando he salido del agua, en la orilla no había más que estas dos absurdas pelotitas de araña negras y arrugadas que llevo puestas ahora.

»—He hecho cuanto he podido —le respondí—, pero han sido esos monos. Vinieron y se comieron tus pelotas, y cuando les abronqué me las arrancaron a mí también. Y estaba tan avergonzado que salí corriendo.

»—Eres un mentiroso, Anansi —me dijo el Tigre—. Me voy a comer tu hígado.

»Pero entonces oyó venir a los monos. Un montón de monos que venían saltando alegremente por el camino, chasqueando los dedos y cantando a voz en cuello:

Las pelotas del Tigre, sí.

Me comí las pelotas del Tigre

Y ahora nadie podrá pararme jamás

Nadie podrá ponerme contra el gran muro negro

Porque me comí los atributos del Tigre

Me comí las pelotas del Tigre.

»Y el Tigre rugió, los persiguió hasta la selva, y los monos chillaban como locos y trepaban a las ramas de los árboles. Me rasqué mis nuevas pelotas, que quedaban tan bien colgadas entre mis escuchimizadas piernas, y emprendí el camino de vuelta a mi casa. Todavía hoy, el Tigre sigue persiguiendo a los monos. Así que, no lo olvidéis nunca: que seas pequeño no significa que no tengas poder.

El señor Nancy sonrió, inclinó la cabeza con los brazos extendidos para recibir el aplauso como un auténtico profesional y luego volvió al lado de Sombra y de Czernobog.

—Creí haber dicho que nada de historias —dijo Wednesday.

—¿Y a esto lo llamas tú historia? —dijo Nancy—. Si no he hecho más que aclararme la garganta. Los he preparado para ti. A por ellos.

Wednesday se acercó a la hoguera; era un anciano grande, con un ojo de cristal, vestido con un traje marrón y un viejo abrigo de Armani. Se quedó allí de pie, mirando a los que estaban sentados en los bancos de madera, y estuvo en silencio durante un largo rato. Por fin, se decidió a hablar:

—Ya me conocéis —dijo—. Todos vosotros me conocéis. Algunos no tenéis motivos para amarme, y seguramente no puedo reprochároslo, pero me améis o no, todos me conocéis.

Se armó cierto revuelo entre los que estaban sentados en los bancos.

—Llevo aquí más tiempo que la mayoría de vosotros. Como todos, pensé que podríamos apañárnoslas con lo que tenemos. No es suficiente para que seamos felices, pero sí para ir tirando.

»Pero es posible que ya no dé ni para eso. Se avecina una tormenta, y no es una de las nuestras.

Hizo una pausa. Dio un paso al frente y se cruzó de brazos.

—Cuando la gente vino a América nos trajeron con ellos. Me trajeron a mí, a Loki y a Thor, a Anansi y al Dios León, a los leprechauns, a los Cluracans y a las Banshees, a Kubera y a la Madre Nieve, y a Ashtaroth, y también a vosotros. Llegamos aquí en su pensamiento, y echamos raíces. Viajamos con los colonos a las nuevas tierras más allá del océano.

»El país es inmenso. Nuestra gente no tardó en abandonarnos, nos convertimos en un mero recuerdo, en criaturas del Viejo Continente, como si no hubiéramos viajado con ellos hasta el Nuevo Mundo. Nuestros creyentes más devotos pasaron a mejor vida, o simplemente dejaron de creer, y nos abandonaron a nuestra suerte, aterrados y desposeídos, condenados a vivir de los escasos restos de fe que pudiéramos encontrar aquí y allá. Condenados a apañárnoslas como buenamente pudiéramos.

»Y eso es lo que hemos hecho hasta ahora, ir tirando, siempre al margen, intentando pasar desapercibidos.

»Apenas tenemos influencia, afrontémoslo y admitámoslo de una vez. Nos aprovechamos de ellos, les robamos, y así vamos tirando; nos desnudamos, nos prostituimos y bebemos demasiado; ponemos gasolina y robamos; engañamos y existimos en las grietas que hay en los márgenes de la sociedad. Somos viejos dioses en este nuevo mundo sin dioses».

Wednesday hizo una pausa. Miró uno por uno a los que le escuchaban, con la seriedad de un hombre de Estado. Todos le miraban impasibles, sus rostros parecían máscaras completamente inescrutables. Wednesday se aclaró la voz y escupió, con fuerza, en el fuego de la hoguera. Las llamas se avivaron e iluminaron el interior del palacio.

—Ahora, como todos vosotros habréis podido comprobar ya, están apareciendo nuevos dioses en América, que se aferran a nuevas formas de fe: dioses de tarjeta de crédito y de autopista, de Internet y del teléfono, de la radio, del hospital y de la televisión, dioses del plástico, de los buscas y del neón. Dioses orgullosos, criaturas necias y gordas, felices de ser tan novedosos y estar adquiriendo tanta importancia.

»Saben de nuestra existencia, y nos temen, y también nos odian —continuó Odín—. Os engañáis si pensáis lo contrario. Nos destruirán si pueden. Ha llegado el momento de aunar nuestras fuerzas. Ha llegado el momento de actuar.

La anciana del sari rojo caminó hacia la hoguera. Tenía en la frente una pequeña piedra preciosa de color azul oscuro.

—¿Y para esta tontería nos has convocado aquí? —dijo. Y entonces soltó un bufido, un bufido que expresaba fastidio y al mismo tiempo ironía. Wednesday frunció el ceño.

—Te he pedido que vinieras aquí, sí. Pero esto no es ninguna tontería, Mama-ji; tiene mucho sentido. Hasta un niño podría entenderlo.

—Así que soy una niña, ¿no? —dijo, apuntándole con el dedo—. Yo ya era vieja en Kalighat cuando tú no eras ni un sueño, pedazo de idiota. ¿Soy una niña? Pues seré una niña, porque no veo que haya nada que entender en tu estúpido discurso.

De nuevo, un momento de doble visión: Sombra veía a la anciana con su moreno rostro arrugado por la edad y el enojo, pero por detrás de ella veía también algo muy grande, una mujer desnuda con la piel tan negra como una chaqueta de cuero recién estrenada, y la lengua y los labios tan rojos como la sangre arterial. Llevaba calaveras alrededor del cuello, y sus múltiples manos empuñaban cuchillos, espadas y cabezas cortadas.

—No he dicho que seas una niña, Mama-ji —dijo Wednesday en tono conciliador—. Pero es evidente…

—Lo único evidente aquí —dijo la vieja, apuntándole con el dedo (como si detrás de ella, a través de ella y por encima de ella, un dedo negro con una garra afilada apuntara también)— son tus ansias de gloria. Hemos vivido en paz en este país durante mucho tiempo. A unos nos va mejor que a otros, estoy de acuerdo. A mí me va bien. Allá en la India, hay otra representación de mí a la que le va mucho mejor, pero qué le vamos a hacer. No soy envidiosa. He visto ascender a los nuevos, y también les he visto caer en desgracia.

Mama-ji dejó caer la mano a un lado. Sombra vio que los demás la observaban, con expresiones diversas en los ojos, de respeto, diversión, vergüenza.

—Hasta hace nada, aquí todavía adoraban a las vías del tren. Y ahora los dioses de hierro están tan olvidados como los buscadores de esmeraldas…

—Ve al grano, Mama-ji —dijo Wednesday.

—¿Al grano? —Mama-ji resopló. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo—. Yo, que obviamente no soy más que una niña, digo que debemos esperar. Que es mejor que no hagamos nada. No sabemos si quieren hacernos daño.

—¿Y seguirás recomendando que esperemos cuando vengan una noche y te maten, o te secuestren?

Todo su rostro —labios, cejas y nariz— formaba una expresión que era a un tiempo despectiva e irónica.

—Si intentan algo así —dijo—, les va a costar mucho encontrarme, y matarme todavía más.

Un hombre rechoncho que estaba sentado en el banco, detrás de ella, carraspeó para llamar la atención de los demás y dijo, con voz atronadora:

—Padre de Todos, mi gente está a gusto. Sacamos el mayor provecho posible de lo que tenemos. Si esta guerra tuya se vuelve contra nosotros, podríamos perderlo todo.

—Ya lo habéis perdido todo —dijo Wednesday—. Os estoy ofreciendo la oportunidad de recuperar una parte.

Cuando hablaba Wednesday, las llamas se avivaban, iluminando los rostros de la audiencia.

«No me lo creo —pensó Sombra—. No creo nada de todo esto. A lo mejor es que sigo teniendo quince años. Mi madre sigue viva y ni siquiera he conocido a Laura todavía. Todo lo que ha ocurrido hasta el momento no es más que un sueño muy vívido». Pero aquella explicación tampoco terminaba de convencerle. La única herramienta que tenemos para creer son nuestros sentidos: son los instrumentos que utilizamos para percibir el mundo: la vista, el tacto, la memoria. Si nuestros sentidos nos mienten, no podemos fiarnos de nada. Incluso si no creemos, no podemos viajar en otra dirección que no sea el camino que nos indican nuestros sentidos; y debemos llegar hasta el final de ese camino.

La hoguera se extinguió, y se hizo la oscuridad en Valaskjalf, el palacio de Odín.

—¿Y ahora qué? —susurró Sombra.

—Ahora volvemos a la sala del carrusel —murmuró el señor Nancy—, y el viejo de un solo ojo nos invitará a cenar a todos, untará algunas manos, besará a unos cuantos bebés y nadie volverá a pronunciar la palabra que empieza por «d».

—¿La palabra que empieza por «d»?

—Dioses. ¿Dónde estabas tú el día en que repartieron los cerebros, chaval?

—Alguien estaba contando una historia sobre un tigre al que le robaron las pelotas, y me quedé para saber cómo terminaba.

El señor Nancy soltó una risita.

—Pero no se ha resuelto nada. Nadie se ha comprometido a nada.

—Se los está trabajando poco a poco. Los irá convenciendo uno por uno. Ya verás, al final entrarán en razón.

Sombra notó que un viento se había levantado de repente, alborotándole el pelo, acariciándole el rostro y tirando de él.

Ahora estaban en la sala del carrusel más grande del mundo, escuchando El vals del emperador.

Había un grupo de gente, que por su aspecto parecían turistas, hablando con Wednesday al otro lado de la sala, junto a la pared donde estaban expuestos los caballitos de madera: el número de personas era el mismo que el de las sombras que había visto en el palacio de Wednesday.

—Por aquí —dijo Wednesday, con voz atronadora, y los llevó hacia la única salida, que parecía la boca de un monstruo gigante, con los dientes afilados y listos para hacerlos picadillo. Se movía entre ellos como si fuera un político, con zalamerías, animoso, sonriendo, discrepando con cortesía, conciliando posturas.

—¿Era de verdad? —preguntó Sombra.

—¿Si era verdad qué, cabeza de chorlito? —preguntó el señor Nancy.

—El palacio, la hoguera, las pelotas del tigre, lo de montarnos en el tiovivo.

—¿Qué dices? Está prohibido montar en el carrusel. ¿No has visto los carteles? Tú calladito.

La boca del monstruo conducía a la sala del Órgano, y eso desconcertó a Sombra: ¿no habían pasado ya por allí? No resultó menos extraño la segunda vez. Wednesday les condujo por unas escaleras, pasaron por una representación a tamaño natural de los cuatro jinetes del Apocalipsis que colgaban del techo y siguieron las señales hasta la salida más cercana.

Sombra y Nancy iban los últimos. No tardaron en salir al exterior de la Casa de la Roca, pasaron por delante de la tienda y se dirigieron hacia el aparcamiento.

—Qué pena que no hayamos podido hacer el recorrido hasta el final —dijo el señor Nancy—. Me hubiera gustado ver la orquesta artificial más grande del mundo entero.

—Yo la he visto —dijo Czernobog—. No es para tanto.

El restaurante era una gigantesca estructura que parecía un establo, y estaba a diez minutos en coche. Wednesday les había dicho a sus invitados que esa noche la cena corría de su cuenta, y lo había organizado todo para poder llevar a los que no disponían de transporte propio.

Sombra se preguntaba cómo habían llegado a la Casa de la Roca si no disponían de transporte propio, y cómo iban a regresar a sus casas, pero no dijo nada. Le pareció lo más sensato.

Sombra tenía el coche lleno de gente a la que había que llevar hasta el restaurante: la mujer del sari rojo iba sentada delante, a su lado. En el asiento trasero iban dos hombres: un joven de aspecto peculiar cuyo nombre no había entendido bien, algo como Elvis, y otro hombre, con traje oscuro, que Sombra no recordaba haber visto antes.

Le había ayudado a subir al coche, le había abierto y cerrado la puerta, y aun así no recordaba absolutamente nada de él. Se giró y observó con atención su rostro, su cabello, su ropa, para asegurarse de que lo reconocería si volvía a verlo otra vez, y luego miró de nuevo al frente para arrancar el coche, y entonces se percató de que había vuelto a olvidar cómo era. Había algo en él que denotaba riqueza, pero eso era todo cuanto recordaba.

«Estoy cansado», pensó Sombra. Desvió la vista hacia la derecha y miró con disimulo a la mujer india. Se fijó en la gargantilla de diminutas calaveras de plata que rodeaba su cuello, en la pulsera con colgantes de cabezas y manos que tintineaban cuando ella se movía. Llevaba una piedra preciosa de color azul oscuro en la frente. Olía a especias, a cardamomo, a nuez moscada y a flores. Tenía el cabello entrecano, y sonrió al ver que la miraba.

—Puede llamarme Mama-ji —dijo.

—Yo me llamo Sombra, Mama-ji.

—¿Y qué piensa de los planes de su jefe, señor Sombra?

Redujo para dejar pasar a un enorme camión negro que les salpicó de barro al adelantarles.

—Yo no le pregunto, y él no me cuenta nada —dijo.

—Si le digo la verdad, creo que intenta quemar su último cartucho. Quiere que nos vayamos envueltos en un halo de gloria. Eso es lo que quiere. Y somos tan viejos, o tan estúpidos, que hasta es posible que algunos le digan que sí.

—No me pagan por preguntar, Mama-ji —dijo Sombra. La alegre risa de la mujer inundó el interior del coche.

El hombre del asiento trasero —no el joven de aspecto peculiar, sino el otro— dijo algo, y Sombra le respondió, pero al cabo de unos instantes ya no recordaba nada.

El joven de aspecto peculiar no había dicho una palabra, pero en ese momento empezó a tararear algo, una canción melódica y en tonos bajos que hacía que el interior del coche vibrara, traqueteara y zumbara.

El joven de aspecto peculiar era de estatura media, pero su cuerpo tenía una forma extraña. Sombra había oído hablar de hombres que tenían el pecho como un tonel, pero hasta ese momento no había logrado hacerse una idea de qué aspecto tendrían. Aquél era un hombre con el pecho como un tonel, y tenía las piernas, sí, gruesas como el tronco de un árbol, y las manos exactamente igual que un codillo de cerdo. Llevaba una parka negra con capucha, varios jerséis, un mono con peto y, contrastando con las frías temperaturas y la ropa que llevaba puesta, un par de bambas blancas, que por el tamaño y la forma casi parecían cajas de zapatos. Tenía los dedos como salchichas, con yemas planas y cuadradas.

—Le gusta tararear, ¿eh? —dijo Sombra, desde el asiento del conductor.

—Perdón —se disculpó el joven de aspecto peculiar, con voz muy, muy profunda, algo avergonzado. Dejó de tararear.

—No, si me gusta —dijo Sombra—. No pare.

El joven de aspecto peculiar vaciló un momento, y a continuación volvió a tararear con aquella voz profunda y reverberante. Esta vez intercaló algunas palabras.

—Abajo abajo abajo —cantó, con una voz tan profunda que las ventanas temblaron—, abajo abajo abajo, abajo abajo, abajo abajo.

Había luces de Navidad cubriendo los aleros de las casas y de los edificios por los que pasaban. La gama abarcaba desde discretas luces doradas intermitentes hasta gigantescos despliegues de muñecos de nieve, osos de peluche y estrellas multicolor.

Sombra llegó al restaurante, dejó a los pasajeros en la puerta principal y después volvió a meterse en el coche. Pensaba dejarlo al fondo del aparcamiento. Quería estar solo un momento y darse un corto paseo hasta el restaurante, a ver si el frío le ayudaba a aclarar las ideas.

Aparcó al lado de un camión negro. Se preguntó si sería el mismo que los había adelantado un rato antes.

Cerró la puerta del coche y se quedó de pie en el aparcamiento; hacía tanto frío que su aliento se condensaba al contacto con el aire.

Dentro del restaurante, Sombra podía imaginarse a Wednesday sentando ya a todos los invitados alrededor de una gran mesa, preparando el terreno. Se preguntaba si sería verdad que había llevado a Kali sentada a su lado en el coche, y a quiénes habría llevado en el asiento de atrás…

—Hey, tío, ¿no tendrás una cerilla? —dijo una voz que a Sombra le resultaba medio familiar.

Al volverse para disculparse y decir que no, el cañón de una pistola le golpeó encima del ojo izquierdo, y empezó a caer. Extendió un brazo para amortiguar la caída. Alguien le introdujo algo blando en la boca para evitar que gritara y lo fijó a su cara con cinta adhesiva; los movimientos del desconocido eran hábiles y naturales, como los de un carnicero destripando un pollo.

Sombra intentó gritar para avisar a Wednesday, para avisarlos a todos, pero de su boca no salían más que sonidos amortiguados.

—Los demás objetivos están dentro —dijo la voz medio familiar—. ¿Todo el mundo está en su puesto?

Se oyó una voz entrecortada y casi inaudible que provenía de una radio.

—¡Vamos dentro y los cogemos a todos!

—¿Y qué hacemos con el grandullón? —preguntó otra voz.

—Empaquetadlo y lleváoslo de aquí —dijo la primera voz.

Cubrieron la cabeza de Sombra con una especie de bolsa, le ataron las muñecas y los tobillos con cinta aislante, lo metieron en la parte trasera de un camión y se lo llevaron de allí.

No había ventanas en la minúscula habitación donde habían encerrado a Sombra. Había una silla de plástico, una mesa plegable y ligera y un cubo con tapa que hacía las veces de váter. Había también una trozo de espuma amarilla de un metro ochenta de largo en el suelo, y una fina manta con una mancha marrón en el centro que debía de llevar mucho tiempo allí; de sangre, mierda o comida; Sombra no lo sabía y tampoco tenía mayor interés en saberlo. Había una bombilla desnuda tras una rejilla de metal en lo alto de la habitación, pero Sombra no podía encontrar el interruptor. La luz permanecía encendida todo el tiempo. Tampoco la puerta tenía picaporte por ese lado.

Tenía hambre.

Lo primero que hizo cuando los secuestradores lo encerraron en aquella habitación, y después de que le arrancaran la cinta que le tapaba la boca y le desataran las manos y los pies, fue inspeccionar meticulosamente la habitación. Golpeó las paredes, y el ruido que se produjo era sordo y metálico. Había una rejilla de ventilación en lo alto. La puerta estaba cerrada a cal y canto.

Un hilillo de sangre manaba de su ceja izquierda. Le dolía la cabeza.

El suelo no estaba enmoquetado. Lo golpeó. Era del mismo metal que las paredes.

Levantó la tapa del cubo, hizo pis y volvió a taparlo. Según su reloj solo habían pasado cuatro horas desde el ataque en el restaurante.

Se habían quedado con su cartera, pero le habían dejado las monedas.

Se sentó en la silla, frente a la mesa plegable. Ésta estaba cubierta por un tapete verde con una quemadura de cigarrillo. Sombra se puso a practicar el truco de hacer que las monedas pasaran a través de la mesa. Luego cogió dos monedas de veinticinco centavos y se inventó un truco para pasar el rato.

Se escondió una de las monedas en la mano derecha y se puso la otra en la izquierda, bien a la vista, entre el dedo índice y el pulgar. Entonces hizo como si cogiera la de la mano izquierda, mientras que, en realidad, la dejaba caer de nuevo en la misma mano. Abrió la mano derecha para mostrar la moneda que había permanecido allí todo el rato.

El practicar con las monedas tenía la virtud de requerir de toda su atención; o, más bien, de que no podía hacerlo si estaba enfadado o molesto, así que el mero hecho de practicar un truco, aunque fuera un simple ejercicio sin objetivo alguno —había tenido que hacer un gran esfuerzo y un gran alarde de habilidad para fingir que había hecho pasar una moneda de una mano a otra, algo que en realidad no requiere mucha técnica—, sirvió para calmarle, aclararle las ideas y neutralizar el miedo y la confusión.

Empezó a hacer un truco todavía más inútil: transformar medio dólar en un penique con solo una mano, pero con dos monedas de veinticinco centavos. El truco consistía en esconder y mostrar alternativamente cada una de las monedas en las distintas fases: empezó con una de las de veinticinco a la vista, sujeta entre las yemas de dos dedos, y con la otra escondida tras el pulgar. Se llevó la mano a la boca y sopló sobre la moneda mientras deslizaba la que estaba a la vista hasta la yema del tercer dedo y la hacía desaparecer por detrás a la manera clásica; al mismo tiempo, sacaba la moneda oculta tras el pulgar con los dos primeros dedos y la mostraba. Lo que el espectador veía era que se ponía una moneda en la mano, se la llevaba a la altura de la boca, soplaba y la volvía a bajar, enseñando la misma moneda todo el tiempo.

Lo repitió una y otra vez.

Se preguntaba si lo iban a matar, la mano le tembló un poco y una de las monedas cayó sobre el sucio tapete verde.

Entonces, como ya no podía concentrarse, se guardó las monedas, sacó el dólar de plata que le había regalado Zorya Polunochnaya, se agarró a él con fuerza y esperó.

A las tres de la mañana, según su reloj, los secuestradores volvieron para interrogarle. Dos hombres con trajes oscuros, de cabello oscuro y relucientes zapatos negros. Dos secretas. Uno de ellos tenía la mandíbula cuadrada, los hombros anchos, el cabello abundante; parecía el capitán del equipo de fútbol del instituto, con las uñas todas mordidas; el otro tenía entradas, las uñas impecables y llevaba unas gafas redondas de montura plateada. Pese a que no se parecían en nada, Sombra estaba convencido de que en cierto modo, en cuanto a su estructura celular probablemente, eran idénticos. Se quedaron de pie a ambos lados de la mesa, observándole.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para Cargo, caballero? —preguntó uno.

—No sé qué es eso de Cargo —dijo Sombra.

—Se hace llamar Wednesday, Grimm, Padre de Todos, el Viejo. Le han visto con él.

—Llevo tres días trabajando para él.

—No nos mienta —dijo el secreta de las gafas.

—De acuerdo —dijo Sombra—. No les mentiré. Pero es que llevo tres días trabajando para él.

El secreta de mandíbula cuadrada le cogió una oreja y se la retorció. La apretó con fuerza mientras se la retorcía. Le hacía mucho daño.

—Le hemos dicho que no nos mienta, caballero —dijo sin alzar la voz. Le soltó la oreja.

Sombra se percató de que ambos hombres tenían un bulto en el costado que indicaba que llevaban una pistola bajo la chaqueta, así que no se defendió. Se imaginó que estaba de nuevo en la cárcel. «Cumple tu condena —pensó—. No les cuentes nada que no sepan ya. No preguntes».

—Esa gente con la que se mezcla usted es peligrosa —dijo el secreta de las gafas—. Si declarase como testigo, estaría haciendo algo bueno por su país.

El hombre le sonrió amablemente. «Soy el poli bueno», decía su sonrisa.

—Entiendo —dijo Sombra.

—Y si no quiere ayudarnos —dijo el de la mandíbula cuadrada—, podrá comprobar cómo somos cuando nos enfadamos.

Dicho esto, le dio un puñetazo en el estómago. Aquello no era tortura, pensó Sombra, solo un aviso: «Soy el poli malo». El dolor que sentía le provocaba arcadas.

—Me gustaría complacerles —dijo Sombra en cuanto pudo hablar.

—Lo único que le pedimos es que colabore.

—¿Puedo preguntar…? —dijo Sombra, pero se interrumpió bruscamente («No preguntes», pensó, aunque era demasiado tarde; ya había empezado a formular la pregunta)—. ¿Puedo preguntar con quién voy a colaborar?

—¿Quiere que le demos nuestros nombres? —preguntó el de la mandíbula cuadrada—. Debe de haber perdido el juicio.

—No, no le falta razón —dijo el de las gafas—. Así le resultará más fácil contarnos lo que sabe.

Miró a Sombra y le sonrió como si fuera un actor anunciando un dentífrico.

—Hola, soy el señor Piedra y mi colega es el señor Madera.

—En realidad —dijo Sombra—, quería saber a qué agencia del gobierno pertenecen, ¿a la CIA?, ¿al FBI?

Piedra meneó la cabeza.

—Uf. Las cosas ya no son tan sencillas como antes. Es mucho más complicado que todo eso.

—El sector privado —dijo Madera—, el sector público. Ya sabe. Hoy en día está todo relacionado.

—Pero le puedo asegurar —dijo Piedra con otra de sus sonrisas— que somos los buenos. ¿Tiene hambre?

Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una barrita de Snickers.

—Tome, un regalo.

—Gracias —dijo Sombra. Le quitó el envoltorio y se la comió.

—Supongo que querrá algo de beber para acompañar. ¿Café? ¿Cerveza?

—Agua, por favor —dijo Sombra.

Piedra se dirigió hacia la puerta y llamó con los nudillos. Le dijo algo al guardia que había al otro lado, que asintió con la cabeza y volvió al cabo de un rato con un vaso de poliestireno lleno de agua.

—La CIA —dijo Madera. Meneó la cabeza, con aire pesaroso—. ¡Qué gente! Eh, Piedra, me sé un chiste nuevo de la CIA. A ver: ¿cómo podemos estar seguros de que la CIA no tuvo nada que ver con el asesinato de Kennedy?

—No lo sé —respondió Piedra—. ¿Cómo podemos estar seguros?

—Está muerto, ¿no? —dijo Madera.

Ambos se echaron a reír.

—¿Mejor ahora, señor? —preguntó Piedra.

—Supongo.

—¿Pues por qué no nos cuenta qué ha sucedido esta noche?

—Hemos estado haciendo turismo. Fuimos a la Casa de la Roca, luego salimos a cenar. Y el resto ya lo saben.

Piedra dejó escapar un hondo suspiro. Madera meneó la cabeza, como si lo hubiera decepcionado, y dio una patada en la rótula a Sombra. El dolor era insoportable. Entonces Madera le apretó suavemente la espalda con el puño, justo a la altura de uno de los riñones, y lo giró, y el dolor que le produjo fue todavía más intenso que el de la rodilla.

«Soy más grande que cualquiera de los dos —pensó—. Puedo con ellos». Pero iban armados; aunque lograra matarlos o reducirlos, seguiría allí encerrado con ellos. Pero tendría una pistola. Dos pistolas. («No»).

Madera estaba evitando tocarle la cara. No dejaba marcas, nada permanente: se limitaba a golpearle con los puños o los pies en el torso y las rodillas. Le dolía, y Sombra apretaba con fuerza el dólar de plata en la palma de su mano, esperando a que todo terminara.

Después de un buen rato dejaron de golpearle.

—Nos vemos en un par de horas —dijo Piedra—. ¿Sabe?, a Madera no le ha gustado nada tener que hacerlo. Somos hombres razonables. Como le decía, somos los buenos. Es usted el que está en el bando equivocado. Mientras tanto, ¿por qué no intenta dormir un poco?

—Es mejor que empiece a tomarnos en serio —dijo Madera.

—Mi compañero tiene razón —añadió Piedra—. Piénselo.

La puerta se cerró tras ellos dando un portazo. Sombra se preguntaba si apagarían la luz, pero no lo hicieron, y la bombilla continuó brillando en mitad de la habitación como un ojo frío. Se arrastró por el suelo hasta la colchoneta de espuma amarilla, se echó encima, se tapó con la delgada manta y cerró los ojos. Dejó la mente en blanco y se aferró a los sueños.

Pasó el tiempo.

Volvía a tener quince años, su madre estaba muriendo y trataba de decirle algo muy importante, pero no podía entenderla. Se movió en sueños, y una punzada de dolor lo despertó.

Sombra temblaba bajo la delgada manta. Se tapó los ojos con el brazo derecho para eludir la luz de la bombilla. Se preguntaba si Wednesday y los demás seguirían en libertad, o si estarían vivos, al menos. Esperaba que así fuera.

El dólar de plata seguía estando frío en su mano izquierda. Podía sentirlo ahí, igual que lo había sentido mientras recibía la paliza. Se preguntó inútilmente por qué no se habría calentado al contacto con su mano. Ya medio dormido, y un poco delirante, la moneda, la idea de la Libertad, la luna y Zorya Polunochnaya de alguna manera se entrelazaron para formar un rayo de plateada luz que tenía su origen en lo más alto del cielo y, montado en él, Sombra huyó del dolor y del miedo y, por fin, volvió a soñar…

Oyó un ruido procedente de un lugar remoto, pero ya era tarde para pensar en eso: estaba en el mundo de los sueños.

Solo un pensamiento: esperaba que no fuera alguien que venía a despertarle para seguir pegándole o gritándole. Entonces, se percató con alivio de que realmente estaba dormido, y ya no tenía frío.

Alguien en alguna parte pedía auxilio a gritos, en el sueño o fuera de él.

Sombra se dio la vuelta en el colchón de espuma, y al cambiar de postura descubrió nuevos puntos de dolor.

Alguien le zarandeaba por el hombro.

Quería pedirles que no le despertaran, que le dejaran dormir, que le dejaran en paz, pero no consiguió articular más que un gruñido.

—Cachorrito —dijo Laura—. Tienes que despertarte. Despierta, cielo.

Y por un momento se sintió aliviado. Había tenido un sueño muy extraño: cárceles, presos y dioses venidos a menos, y ahora Laura le estaba despertando para recordarle que ya era hora de ir a trabajar, y que a lo mejor le daba tiempo de tomarse un café con ella y darle un beso, o algo más; alargó la mano para tocarla.

Su piel estaba fría como el hielo, y pegajosa.

Sombra abrió los ojos.

—¿De dónde sale toda esta sangre? —preguntó.

—De otra gente —dijo ella—. No es mía, yo estoy rellena de formaldehído, mezclado con glicerina y lanolina.

—¿Qué otra gente? —preguntó.

—Los guardas —respondió ella—. No pasa nada. Los he matado. Será mejor que te pongas en marcha. No creo que hayan tenido tiempo de activar la alarma. Coge un abrigo de ahí fuera, o te congelarás.

—¿Los has matado?

Ella se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa, algo incómoda. Tenía las manos como si hubiera estado pintando con los dedos, una composición en distintos tonos de rojo, y salpicaduras en la cara y en la ropa (el mismo traje azul con el que la habían enterrado). Eso le hizo pensar en Jackson Pollock, porque le resultaba menos problemático pensar en Jackson Pollock que aceptar la alternativa.

—Es más fácil matar a alguien cuando ya estás muerto —le explicó—. Quiero decir, que tampoco es para tanto. Ya no tienes tantos prejuicios.

—Para mí sigue siendo importante —dijo Sombra.

—¿Quieres quedarte hasta que venga el relevo de la mañana? —preguntó ella—. Tú mismo. Pensaba que querrías salir de aquí.

—Pensarán que lo he hecho yo —dijo él, algo aturdido.

—Tal vez —dijo ella—. Ponte un abrigo, cariño. Te vas a congelar.

Salió al pasillo. Al fondo estaba el cuarto de la guardia, donde había cuatro cadáveres: tres guardas y el hombre que se hacía llamar Piedra. A su amigo no se le veía por ninguna parte. Por el rastro de sangre en el suelo, Sombra dedujo que dos de los hombres habían sido arrastrados hasta el cuarto de la guardia y, una vez allí, los habían dejado tirados en el suelo.

El abrigo de Sombra estaba colgado en el perchero. Su cartera seguía en el bolsillo interior, y parecía intacta. Laura abrió un par de cajas de cartón repletas de chocolatinas.

Los guardas, ahora que podía verlos bien, llevaban uniformes de camuflaje oscuros, pero ninguna insignia oficial, nada que indicara para quién trabajaban. Habrían podido pasar por cazadores de fin de semana vestidos para la ocasión.

Laura alargó su gélida mano y cogió la de Sombra. Llevaba la moneda de oro que él le había regalado colgada del cuello, con una cadena dorada.

—Te queda muy bien —dijo él.

—Gracias —contestó ella, sonriendo con coquetería.

—¿Y qué hay de los otros? ¿Wednesday y los demás? ¿Dónde están?

Laura le pasó un puñado de chocolatinas y Sombra se las guardó en los bolsillos.

—Aquí no hay nadie más. Un montón de celdas vacías, y una en la que estabas tú. Ah, y uno de los hombres se había metido en esa celda de allí para hacerse una paja con una revista. Se llevó un susto de muerte.

—¿Has matado a un hombre mientras se la estaba pelando?

Laura se encogió de hombros.

—Pues… sí —dijo incómoda—. Me preocupaba que te estuvieran haciendo daño. Alguien tiene que cuidarte, y te dije que lo haría, ¿no? Pues hala, toma esto.

Laura le dio una serie de productos químicos para calentar los pies y las manos que venían dentro de unas bolsitas finas; al romper el precinto se calentaban a una temperatura ligeramente superior a la del cuerpo, y se mantenían calientes durante unas horas. Sombra se las guardó en el bolsillo.

—Cuidarme, sí —murmuró—, claro.

Laura le acarició la ceja izquierda con el dedo.

—Estás herido —dijo.

—Estoy bien.

Sombra abrió una puerta metálica, lentamente. Había un desnivel de poco más de un metro que salvó de un salto. El suelo parecía cubierto de gravilla. Agarró a Laura por la cintura, la cogió en brazos, como había hecho tantas veces, con naturalidad, sin pensárselo ni un segundo…

La luna salió de detrás de una espesa nube. Estaba baja en el horizonte, a punto de ocultarse, pero la luz que arrojaba sobre la nieve le bastaba para poder ver.

Una vez fuera, Sombra vio que había estado encerrado en un vagón pintado de negro de un largo tren de mercancías, aparcado o abandonado en una vía muerta en mitad del bosque. Los vagones se sucedían hasta donde alcanzaba la vista, y continuaban entre los árboles y más allá. Un tren, claro. Tendría que haberse dado cuenta.

—¿Cómo coño me has encontrado aquí? —le preguntó a su difunta esposa.

Ella meneó la cabeza lentamente, con una sonrisa.

—Brillas como un faro en medio de la oscuridad —le dijo—. No ha sido tan difícil. Ahora tienes que marcharte. Vete. Lárgate lo más lejos y lo más rápido que puedas. Mientras no uses tus tarjetas de crédito estarás a salvo.

—¿Y adónde voy?

Laura se pasó la mano por su enmarañado cabello y se lo apartó de los ojos.

—La carretera está por allí —le respondió—. Haz lo que puedas. Roba un coche si tienes que hacerlo. Ve hacia el sur.

—Laura —dijo, y vaciló un momento—. ¿Tú sabes de qué va todo esto? ¿Sabes quién es esa gente? ¿A quién has matado?

—Mmm, sí —dijo—. Creo que sí.

—Te debo una —dijo Sombra—. De no ser por ti, todavía estaría ahí dentro. Y no creo que los planes que tuvieran para mí fueran precisamente buenos.

—No —dijo ella—. No lo creo.

Se alejaron de los vacíos vagones del tren. Sombra pensó en otros trenes de mercancías que había visto, vagones metálicos sin ventanas que recorrían kilómetros y kilómetros silbando en mitad de la noche. Cerró los dedos en torno al dólar de plata que tenía en el bolsillo y se acordó de Zorya Polunochnaya, y de cómo lo había mirado en aquella azotea a la luz de la luna. «¿Le preguntaste qué quería?… Es lo más inteligente que se les puede preguntar a los muertos. A veces te lo dicen».

—Laura… ¿qué quieres? —le preguntó.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí, por favor.

Laura lo miró con sus inertes ojos azules.

—Quiero estar viva otra vez —dijo—. No como ahora, sino viva de verdad. Quiero sentir de nuevo los latidos de mi corazón. Quiero sentir la sangre fluyendo por mis venas, caliente y salada, y auténtica. Es curioso, normalmente no reparas en ello, en la sangre que fluye por tus venas, pero créeme, cuando deje de hacerlo, te darás cuenta. —Se frotó los ojos y se manchó la cara con la sangre que tenía en las manos—. Mira, no sé por qué me ha tenido que pasar esto a mí, pero es duro. ¿Sabes por qué los muertos solo salen por la noche, cachorrito? Porque es más fácil parecer real en la oscuridad. Y yo no quiero parecer real. Quiero estar viva.

—No entiendo qué es lo que quieres que haga.

—Haz que vuelva a estar viva, cielo. Encontrarás un modo de hacerlo. Sé que lo harás.

—Vale —dijo Sombra—. Lo intentaré. Y si lo logro, ¿cómo hago para encontrarte?

Pero ella se había ido ya, y la única señal que quedaba en el bosque para indicarle dónde estaba el este era el leve resplandor gris del cielo y, en el crudo viento de diciembre, el ulular de la última ave nocturna o el canto de la primera del amanecer.

Sombra volvió la cara hacia el sur y echó a andar.