La vida es una mujer en flor.
La muerte acecha en todas las esquinas.
La una es la inquilina de la habitación.
La otra el rufián de las escaleras.
La vida es una mujer en flor,
la muerte acecha en todas partes:
una es la inquilina de la habitación,
la otra el villano que acecha en la escalera.
—W.E. Henley, «La vida es una mujer en flor».
Zorya Utrennyaya era la única que estaba despierta para despedirlos aquella mañana de sábado. Aceptó los cuarenta dólares de Wednesday e insistió en darle un recibo, que escribió con su curvilínea caligrafía en el dorso de un caducado vale descuento de un refresco. A la luz de la mañana parecía una muñeca, con la cara maquillada con gran esmero y la dorada melena recogida en un moño en lo alto de la cabeza.
Wednesday le besó la mano.
—Gracias por tu hospitalidad, querida. Tú y tus adorables hermanas seguís tan radiantes como el cielo mismo.
—Eres un viejo malvado —le dijo ella, agitando el dedo índice. Luego lo abrazó—. Cuídate. No me gustaría enterarme de que te has ido para siempre.
—Eso me afligiría tanto como a ti, querida.
La vieja le estrechó la mano a Sombra.
—Zorya Polunochnaya te tiene en muy alta estima —dijo ella—. Yo también.
—Gracias —respondió Sombra—. Y gracias por la cena.
La mujer enarcó una ceja.
—¿Te gustó? Tienes que volver.
Wednesday y Sombra bajaron por las escaleras. Sombra se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. El dólar de plata estaba frío, y era más grande y más pesado que cualquier moneda de las que había usado hasta el momento. Se lo escondió en la palma y dejó la mano colgando de forma natural, luego estiró la mano y la moneda se deslizó hacia los dedos. Ésta encajaba de forma natural entre su dedo índice y el meñique, casi sin necesidad de apretar.
—Qué soltura —dijo Wednesday.
—Todavía estoy aprendiendo —replicó Sombra—. Domino la técnica bastante bien. Lo difícil es desviar la atención de la gente hacia la otra mano.
—¿En serio?
—Sí. Lo llaman distracción.
Sombra deslizó el dedo corazón y el anular bajo la moneda, para pasarla hacia atrás, pero no la sujetó bien y se le escapó, aunque estuvo a punto de conseguirlo. La moneda cayó con un tintineo metálico y bajó rebotando medio tramo de escaleras. Wednesday se agachó y la recogió.
—No puedes darte el lujo de ser descuidado con los regalos que te hacen —dijo Wednesday—. Una cosa así hay que guardarla como oro en paño. No vayas tirándola por ahí.
Examinó la moneda, primero la cruz y luego la cara.
—Ah, la señora Libertad. Es bella, ¿verdad?
Le lanzó la moneda a Sombra, que la cogió en el aire, la hizo desaparecer —fingiendo que la cogía con la mano izquierda mientras la sujetaba con la derecha—, y simuló guardársela en el bolsillo con la mano izquierda. La moneda estaba en la palma de su mano derecha, perfectamente visible. Era reconfortante sentirla en la mano.
—Señora Libertad. Como muchos de los dioses que los estadounidenses tanto aprecian, una extranjera. En este caso, una mujer francesa, aunque, por respeto a las sensibilidades americanas, los franceses cubrieron los magníficos pechos de la estatua que regalaron a la ciudad de Nueva York. Libertad —continuó Wednesday, arrugando la nariz al ver el condón usado que habían dejado tirado en el rellano, y apartándolo con desagrado de un puntapié—. Alguien podría resbalar con eso y partirse el cuello —murmuró, interrumpiendo su discurso—. Como una piel de plátano, solo que con mal gusto y cierta ironía.
Abrió la puerta y se dieron de bruces con la luz del sol.
—La Libertad —bramó Wednesday— es una ramera con la que hay que acostarse sobre un colchón de cadáveres.
—¿En serio?
—Era una cita —respondió Wednesday—. Estaba citando a un francés. Eso es lo que conmemoran con esa estatua en el puerto de Nueva York: a una zorra a la que le gustaba que se la follasen sobre los desperdicios del volquete que transportaba a los que iban a ser guillotinados. Ya puedes levantar la antorcha tanto como quieras, querida, que todavía tienes ratas en el vestido y semen frío corriendo por tus piernas.
Abrió el coche y le indicó a Sombra que se sentara en el asiento del copiloto.
—Yo creo que es bella —dijo Sombra, mirando de cerca la moneda. El argentino rostro de la Libertad le recordaba un poco a Zorya Polunochnaya.
—Ésa —dijo Wednesday, mientras arrancaba el coche— es la eterna locura del hombre. Siempre buscando la dulce carne, sin percatarse de que no es más que una bonita cubierta para los huesos. Comida para los gusanos. De noche, te frotas contra comida de gusanos. Y no lo digo para ofender.
Sombra nunca había visto a Wednesday tan comunicativo. Su nuevo jefe, decidió, alternaba fases de extroversión con periodos de intenso silencio.
—¿Entonces no eres americano? —preguntó Sombra.
—No hay nadie que sea americano —respondió Wednesday—. No de pura cepa. Es mi opinión. —Miró su reloj—. Aún faltan muchas horas para que cierren los bancos. Y a propósito, anoche hiciste un buen trabajo con Czernobog. Habría acabado convenciéndolo para que viniese con nosotros, pero tú has conseguido que lo haga con un entusiasmo que yo no habría sabido despertar en él.
—Únicamente lo hace porque luego podrá matarme.
—No necesariamente. Como muy astutamente señalaste, es viejo, y puede que el golpe de gracia te deje solo paralizado de por vida, por así decirlo. Inválido sin remedio. Todavía hay lugar para la esperanza, aun en el caso de que el señor Czernobog sobreviva a las dificultades que están por venir.
—¿Y existe alguna duda al respecto? —preguntó Sombra a la manera de Wednesday, e inmediatamente se odió por ello.
—Claro que sí, joder —respondió Wednesday. Detuvo el coche en el aparcamiento de un banco—. Éste es el banco que voy a atracar. No cierran hasta dentro de unas horas. Entremos a saludar.
Le hizo un gesto a Sombra, que salió del coche de mala gana y entró en el banco con Wednesday. Si el viejo iba a hacer una estupidez, Sombra no entendía qué necesidad tenía de que las cámaras de seguridad lo grabaran a cara descubierta; pero la curiosidad le podía y entró en el banco. Miró al suelo y se rascó la nariz con la mano, haciendo lo posible para mantener oculta la cara.
—¿Los formularios de ingreso, señora? —le preguntó Wednesday a la solitaria cajera.
—Están allí.
—Muy bien. ¿Y si quisiera hacer un depósito nocturno…?
—El formulario es el mismo —explicó ella con una sonrisa—. Y el buzón para los depósitos nocturnos está a la izquierda de la puerta principal, en la pared.
—Muchas gracias.
Wednesday cogió varios formularios de ingreso. Se despidió de la cajera con una sonrisa y salió del banco con Sombra.
Wednesday se detuvo un momento en la acera, mesándose la barba con aire pensativo. Luego fue hasta el cajero automático y el buzón para depósitos nocturnos empotrados en el muro y los inspeccionó. Llevó a Sombra hasta el supermercado que había al otro lado de la calle, y compró una chocolatina para él y una taza de chocolate caliente para Sombra. Había un teléfono público en la pared de la entrada, bajo un tablón lleno de anuncios de habitaciones para alquilar y de cachorros y gatitos que necesitaban ser adoptados. Wednesday anotó el número de teléfono de la cabina. Cruzaron la calle de nuevo.
—Lo que necesitamos —dijo Wednesday, de repente— es nieve. Una nevada de las buenas. Piensa en «nieve», ¿vale?
—¿Eh?
—Concéntrate en esas nubes, esas de allí, al oeste; concéntrate en hacerlas más grandes y oscuras. Piensa en un cielo gris y en vientos del ártico. Piensa en nieve.
—No creo que sirva de nada.
—Tonterías. Al menos tendrás la mente ocupada —respondió Wednesday, abriendo el coche—. Próxima parada, Kinko’s. Date prisa.
«Nieve —pensó Sombra en el asiento del acompañante, mientras bebía el chocolate a pequeños sorbos—. Inmensas y vertiginosas bolas de nieve cayendo del cielo, manchas blancas contra un cielo gris plomo, nieve que se posa en tu lengua con el frío del invierno, que te besa la cara con su vacilante tacto antes de congelarte hasta la muerte. Treinta centímetros de nieve como algodón de azúcar, creando un mundo de cuento de hadas, transformándolo todo hasta convertirlo en algo irreconocible y terriblemente hermoso…».
Wednesday le estaba hablando.
—¿Perdón? —dijo Sombra.
—He dicho que ya hemos llegado —repitió Wednesday—. Tú debías de estar muy lejos.
—Estaba pensando en nieve.
En Kinko’s, Wednesday fotocopió los formularios de ingreso del banco, y le pidió al vendedor que le imprimiera dos juegos de diez tarjetas profesionales. A Sombra empezaba a dolerle la cabeza, y notaba una sensación extraña entre los omóplatos; se preguntó si habría dormido en una mala postura, si sería un recuerdo que le había dejado el sofá de la noche anterior.
Wednesday se sentó ante un ordenador, escribió una carta y luego, con la ayuda del vendedor, hizo varios carteles de gran tamaño.
«Nieve —pensó Sombra—. En lo alto de la atmósfera, perfectos y microscópicos cristales unidos para formar una diminuta mota de polvo, un encaje único tejido a base de fractales de seis lados. Y a medida que caen, los cristales de nieve se agrupan y forman los copos, cubriendo la ciudad de Chicago en la plenitud de su blancura, centímetro a centímetro…».
—Toma —dijo Wednesday, pasándole una taza de café de Kinko’s, con un grumo de nata en polvo flotando en la superficie—. Creo que ya hay suficiente, ¿no?
—¿Suficiente qué?
—Suficiente nieve. No pretendemos inmovilizar la ciudad entera, ¿no?
El cielo se había vuelto gris como un buque de guerra. Estaba a punto de nevar, sí.
—No he sido yo, ¿verdad? —dijo Sombra—. Quiero decir, yo no… ¿O sí?
—Bébete el café —replicó Wednesday—. Es una porquería, pero te aliviará el dolor de cabeza. Buen trabajo.
Wednesday pagó al dependiente de Kinko’s y cogió sus carteles, cartas y tarjetas. Abrió el maletero del coche, guardó los papeles en un maletín metálico negro, como los que llevan los guardas para transportar el dinero de las nóminas, y cerró el maletero. Le pasó una tarjeta a Sombra.
—¿Quién es A. Haddock, director de seguridad de A1 Seguridad? —preguntó Sombra.
—Tú.
—¿A. Haddock?
—Sí.
—¿Qué significa la A?
—Alfredo, Alphonse, Augustine, Ambrose… Lo dejo a tu criterio.
—Ah, comprendo.
—Yo soy James O’Gorman —le dijo Wednesday—. Jimmy para los amigos. ¿Ves? También tengo una tarjeta.
Volvieron al coche. Wednesday le dijo:
—Si puedes concentrarte en ser «A. Haddock» tan bien como lo has hecho con «nieve», conseguiremos un montón de dinero contante y sonante y esta noche podremos invitar a mis amigos a un buen banquete.
—¿Y si esta noche estamos en la cárcel?
—En ese caso, mis amigos tendrán que arreglárselas sin nosotros.
—No pienso volver a la cárcel.
—Y no volverás.
—Creía que habíamos acordado que no haría nada ilegal.
—No vas a hacer nada ilegal. Posiblemente tendrás que hacer de cómplice, participar en una pequeña conspiración, tras lo cual recibirás dinero robado; pero confía en mí, saldrás de esto oliendo como una rosa.
—¿Y eso será antes o después de que ese anciano culturista eslavo me reviente el cráneo de un mazazo?
—Está perdiendo vista —le tranquilizó Wednesday—. Lo más probable es que no llegue ni a rozarte. Bueno, aún es pronto. Después de todo, los sábados cierran a mediodía. ¿Aprovechamos para comer?
—Sí —respondió Sombra—. Me muero de hambre.
—Conozco el sitio perfecto —dijo Wednesday.
Mientras conducía, Wednesday fue tarareando una alegre melodía que Sombra no pudo identificar. Empezaron a caer copos de nieve, tal y como Sombra los había imaginado, y se sintió extrañamente orgulloso. Racionalmente sabía que no había tenido nada que ver con aquella nevada, del mismo modo que sabía que el dólar de plata que llevaba en el bolsillo no era, ni había sido nunca, la luna. Pero aun así…
Se detuvieron ante un gran edificio que parecía una nave industrial. Un cartel anunciaba que el bufet libre costaba 4,99 dólares.
—Me encanta este sitio —dijo Wednesday.
—¿La comida es buena?
—No especialmente —respondió Wednesday—, pero el ambiente es impagable.
Una vez terminaron de comer —Sombra se decantó por el pollo frito, que estaba muy bueno—, descubrió que el ambiente que tanto le gustaba a su jefe tenía que ver con el negocio que ocupaba el fondo de la nave: era, según la pancarta colgada de pared a pared, un decomiso donde se vendían artículos provenientes de bancarrotas y liquidaciones de stocks.
Wednesday se fue al coche y volvió con un maletín en la mano, y con el maletín y todo se fue al lavabo. Sombra imaginaba que no tardaría mucho en averiguar lo que Wednesday se traía entre manos, tanto si quería como si no, de forma que se puso a pasear por el decomiso: había cajas de café «para uso exclusivo con filtros de aerolíneas», muñecos de las Tortugas Ninja y de Xena, muñecas del harén de la Princesa Guerrera, ositos de peluche que tocaban melodías patrióticas en el xilofón cuando los encendían, más ositos de peluche que tocaban villancicos, latas de carne en conserva, botas de goma, relojes de pulsera de Bill Clinton, pequeños árboles de Navidad artificiales, saleros y pimenteros con formas de animales, de partes del cuerpo, de frutas y de monjas y, el favorito de Sombra, un kit para hacer un muñeco de nieve al que «solo hay que añadirle una zanahoria de verdad», con sus ojos de carbón de plástico, su mazorca de maíz para hacer la pipa y un sombrero.
Sombra se puso a pensar en cómo se podía hacer el truco de arrancar la luna del cielo y convertirla en un dólar de plata, y en cómo era posible que una mujer decidiera levantarse de su tumba y atravesar toda la ciudad para hablar con él.
—¿No es un lugar maravilloso? —preguntó Wednesday al salir del lavabo de caballeros. Aún tenía las manos mojadas y se las estaba secando con un pañuelo—. No quedan toallitas de papel.
Se había cambiado de ropa. Ahora llevaba una chaqueta de color azul oscuro con unos pantalones a juego, una corbata azul de punto, un grueso jersey azul, una camisa blanca y zapatos negros. Parecía un guardia de seguridad, y Sombra se lo dijo.
—¿Qué puedo decir a eso, jovencito —dijo Wednesday, cogiendo una caja de peces de acuario de plástico («¡Éstos nunca se morirán y no tendrá que darles de comer!»)—, aparte de felicitarte por tu perspicacia? ¿Qué te parece Arthur Haddock? Arthur es un buen nombre.
—Demasiado prosaico.
—Bueno, ya se te ocurrirá algo. Venga. Volvamos a la ciudad. Llegaremos justo a tiempo para nuestro atraco al banco, y luego gastaré un poco de dinero.
—La mayoría de gente —dijo Sombra— se limitaría a sacarlo del cajero automático.
—Curiosamente, eso es más o menos lo que tenía pensado hacer.
Wednesday dejó el coche en el aparcamiento del supermercado que había enfrente del banco. Del maletero del coche sacó el maletín de metal, una carpeta de clip y un par de esposas. Se colocó una manilla en la muñeca izquierda y enganchó la otra al asa del maletín. Seguía nevando. Se puso una gorra azul con visera y una insignia con velcro en el bolsillo de la chaqueta en las que se podía leer «A1 SEGURIDAD». Puso los formularios de ingreso en la carpeta y echó los hombros hacia adelante. Parecía un policía retirado, y daba la impresión de que le había salido barriga de repente.
—Vale —dijo—. Compra algo en el supermercado y luego quédate cerca del teléfono. Si alguien te pregunta, estás esperando una llamada de tu novia, que ha tenido una avería con el coche.
—¿Y por qué me llama precisamente a ese teléfono?
—¿Cómo coño vas a saberlo?
Wednesday se puso unas descoloridas orejeras rosas. Cerró el maletero. La nieve se posaba en la gorra azul y las orejeras.
—¿Qué tal estoy?
—Ridículo.
—¿Ridículo?
—Un poco absurdo, quizá.
—Mm. Absurdo y ridículo. Perfecto.
Wednesday sonrió. Las orejeras le daban un aspecto que resultaba, a un tiempo, reconfortante y divertido y, en último término, adorable. Cruzó la calle a grandes zancadas, y anduvo pegado a los edificios hasta llegar al banco, mientras Sombra entraba en el supermercado y se quedaba observándolo.
Wednesday pegó un gran cartel rojo en el cajero, que indicaba que estaba fuera de servicio. Precintó el buzón para ingresos nocturnos con una cinta roja y pegó un cartel fotocopiado encima. Sombra lo leyó divertido: «Estamos trabajando para mejorar el servicio. Disculpen las molestias».
Entonces Wednesday se volvió y se puso de frente a la calle. Daba la impresión de estar aterido de frío y molesto ante una tarea tan ingrata.
Una chica se acercó al cajero a sacar dinero. Wednesday meneó la cabeza y le explicó que estaba fuera de servicio. La chica soltó un improperio, se disculpó y se marchó.
Un coche se detuvo delante del banco y se bajó un hombre que llevaba un saquito gris y una llave. Sombra vio que Wednesday le pedía disculpas, le hacía rellenar uno de los formularios de ingreso que llevaba en la carpeta, comprobaba que estuviera todo correcto, le extendía un meticuloso recibo, luego fingía no saber muy bien qué copia debía entregarle y, por fin, abría su gran maletín metálico y guardaba el saco dentro.
El hombre temblaba de frío en mitad de la nieve, y golpeaba el suelo con los pies para entrar en calor mientras esperaba que el viejo guardia de seguridad acabara con todo el papeleo para poder dejar su recaudación y volver al coche. Cogió el recibo, regresó a la calidez de su vehículo y se marchó.
Wednesday cruzó la calle con el maletín de metal y se compró un café en el supermercado.
—Buenas tardes, joven —dijo con una risita paternal al pasar junto a Sombra—. Hace frío, ¿eh?
Volvió a cruzar la calle y siguió cogiendo las sacas grises y los sobres de la gente que iba a depositar sus ingresos o su recaudación aquella tarde de sábado; un veterano guardia de seguridad con sus divertidas orejeras de color rosa.
Sombra compró algo para leer —La caza del pavo, ¡Hola! y, como la foto de Bigfoot en la portada le pareció entrañable, el Noticias del mundo—, y se puso a mirar por la ventana.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó un hombre negro de mediana edad con un bigote blanco. Parecía el gerente.
—Gracias, pero no. Estoy esperando una llamada. A mi novia se le ha estropeado el coche.
—Seguro que es la batería —dijo el hombre—. La gente se olvida de que esos aparatos solo funcionan durante tres o cuatro años. Y no es que cuesten una fortuna.
—A mí me lo va a contar.
—Espere aquí un momento —dijo el gerente, y entró en el supermercado.
La nieve hacía que la calle pareciera uno de esos pisapapeles de cristal con escenas nevadas dentro, perfecto en todos los detalles.
Sombra siguió observando, impresionado. Al no poder oír las conversaciones que tenían lugar al otro lado de la calle, se sentía como si estuviera viendo una película muda, todo pantomima y expresión: el viejo guardia de seguridad era rudo, honesto; un poco torpe quizá, pero cargado de buenas intenciones. Todos los que le entregaban su dinero se iban un poco más felices después de haberlo conocido.
Y en ese momento, un coche de policía aparcó delante del banco y a Sombra le dio un vuelco el corazón. Wednesday se tocó la visera a modo de saludo y fue hasta el coche sin ninguna prisa. Saludó a los dos agentes, les estrechó la mano a través de la ventanilla abierta, asintió con la cabeza y se puso a rebuscar por los bolsillos hasta que encontró una tarjeta y una carta y se las dio. Luego dio un sorbo a su café.
Sonó el teléfono. Sombra lo descolgó y se esforzó al máximo por parecer aburrido.
—A1 Seguridad —dijo.
—¿Puedo hablar con A. Haddock? —preguntó el policía que estaba al otro lado de la calle.
—Soy Andy Haddock.
—Sí, señor Haddock, está hablando con la policía. Tiene a un hombre en el banco First Illinois, en la esquina de la calle Market con la Segunda.
—Eh, sí. Correcto. Jimmy O’Gorman. ¿Hay algún problema, agente? ¿Jim se está portando bien? No habrá bebido.
—Ningún problema, señor. Su hombre está perfectamente. Tan solo queríamos asegurarnos de que estaba todo en orden.
—Dígale a Jim que si le vuelvo a pillar bebiendo lo echaré a la calle. ¿Lo entiende? A la calle. A la puta calle. En A1 Seguridad no toleramos esa clase de comportamiento.
—No creo que sea yo quien deba decirle eso, señor. Está haciendo un buen trabajo. Únicamente nos preocupamos porque normalmente este es un trabajo para dos personas. Es arriesgado tener un único guardia no armado a cargo de tanto dinero.
—A mí me lo va a contar usted. O mejor aún, cuénteselo a esos roñosos del First Illinois. Son mis hombres los que se la juegan, agente. Hombres buenos. Hombres como usted. —Sombra empezaba a cogerle el punto a su personaje. Sentía que se iba convirtiendo en Andy Haddock, con un cigarro barato consumiéndose en el cenicero, una montaña de papeleo por despachar aquella tarde de sábado, una casa en Schaumburg y una amante en un pequeño apartamento en Lake Shore Drive—. Parece usted un joven muy despierto, agente…
—Myerson.
—Agente Myerson. Si necesita un trabajito para el fin de semana o decide abandonar el cuerpo por el motivo que sea, no dude en llamarnos. Sería usted un buen fichaje. ¿Tiene mi tarjeta?
—Sí, señor.
—No la pierda —dijo Andy Haddock—. Llámeme.
Los policías se marcharon y Wednesday volvió a su puesto para atender a la pequeña cola de gente que esperaba para entregarle su dinero.
—¿Está bien? —preguntó el gerente, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Su novia?
—Era la batería—respondió Sombra—. Ahora solo tengo que esperar.
—Mujeres. Espero que valga la pena esperarla.
La oscuridad del invierno descendió sobre la ciudad, y la tarde fue adquiriendo un tono progresivamente gris según se acercaba la noche. Se encendieron las luces de la calle. La gente continuaba entregando su dinero a Wednesday. De repente, como respondiendo a una señal que Sombra no podía ver, Wednesday se fue hacia el cajero, quitó los carteles y cruzó con cautela la calle cubierta de nieve en dirección al aparcamiento. Sombra esperó un minuto, y luego fue tras él.
Wednesday estaba sentado en el asiento trasero del coche. Tenía abierto el maletín de metal y repartía metódicamente el dinero en ordenados montoncitos.
—Conduce tú —le dijo a Sombra—. Vamos al banco First Illinois de la calle State.
—¿A repetir el número? —preguntó Sombra—. ¿No estará tentando demasiado su suerte?
—En absoluto. Vamos a hacer un ingreso.
Mientras Sombra conducía, Wednesday sacaba a puñados los billetes de las bolsas de ingreso, apartaba los cheques y los justificantes de tarjeta de crédito y sacaba el dinero en efectivo de algunos de los sobres, pero solo de algunos. Volvió a meter todos los billetes en el maletín metálico. Sombra se detuvo cerca de la sucursal, a unos cincuenta metros, para que la cámara de vigilancia no pudiera grabarles. Wednesday se bajó del coche y metió los sobres en el buzón para ingresos nocturnos. A continuación, abrió la caja fuerte nocturna, metió dentro las bolsas grises y la volvió a cerrar.
Subió al coche y se sentó en el asiento del acompañante.
—Tenemos que coger la I-90 —dijo Wednesday—. Sigue las señales hacia el oeste para ir a Madison.
Sombra arrancó el coche y se pusieron en marcha. Wednesday volvió la cabeza para mirar hacia la sucursal.
—Ya está —exclamó alegremente—, esto los confundirá por completo. Pero para llevarte un montón de dinero de verdad hay que hacer esto un domingo a las cuatro y media de la madrugada, que es cuando las discotecas y los bares ingresan la recaudación de la noche del sábado. Si escoges bien la sucursal y das con el tipo adecuado (suelen escoger a tipos grandes y honestos, acompañados a veces por unos cuantos gorilas que no suelen ser muy inteligentes), puedes sacar un cuarto de millón de dólares por una noche de trabajo.
—Si es tan fácil —dijo Sombra—, ¿por qué no lo hace todo el mundo?
—Porque es un trabajo no exento de riesgo, sobre todo a las cuatro y media de la madrugada.
—¿Te refieres a que los polis son más desconfiados a esa hora?
—En absoluto. Pero los gorilas sí. Y las cosas pueden ponerse feas.
Wednesday hojeó un fajo de billetes de cincuenta, añadió unos cuantos billetes de veinte, los sopesó en su mano y se los pasó a Sombra.
—Toma —le dijo—. El sueldo de tu primera semana.
Sombra se lo guardó en el bolsillo sin contarlo.
—¿Así que a esto es a lo que te dedicas? ¿A hacer dinero?
—Rara vez. Solo cuando necesito urgentemente una gran cantidad de dinero en metálico. En general se lo saco a gente que nunca se dará cuenta de que lo he hecho, y que nunca se quejará, y que, en la mayoría de los casos, se prestará de nuevo a lo mismo en cuanto yo vuelva a aparecer.
—Ese tal Sweeney dijo que era usted un estafador.
—Y tenía razón. Pero es la menos importante de mis muchas facetas. Y el asunto para el que menos te necesito, Sombra.
Los copos de nieve se estrellaban contra los faros del coche y el parabrisas según avanzaban en medio de la oscuridad. El efecto era casi hipnótico.
—Éste es el único país del mundo —dijo Wednesday, en mitad del silencio— que se preocupa por lo que es.
—¿Qué?
—El resto de países saben lo que son. Nadie busca el corazón de Noruega ni busca el alma de Mozambique. Saben lo que son.
—¿Y…?
—Solo pensaba en voz alta.
—Habrá visitado muchos países, ¿no?
Wednesday no dijo nada. Sombra lo miró de reojo.
—No —respondió Wednesday con un suspiro—. No. Nunca.
Pararon para echar gasolina, y Wednesday fue al lavabo con su chaqueta de guardia de seguridad puesta y su maletín, y salió vestido con un impecable traje claro, zapatos marrones y un abrigo tres cuartos marrón que parecía italiano.
—Y cuando lleguemos a Madison, ¿qué?
—Cogeremos la autopista catorce en dirección oeste, hacia Spring Green. Nos reuniremos con los demás en un lugar llamado la Casa de la Roca. ¿Has estado ahí?
—No —respondió Sombra—. Pero he visto los carteles.
Los carteles de la Casa de la Roca estaban por todos lados en aquella parte del mundo: carteles ambiguos repartidos por todo Illinois, Minnesota y Wisconsin, que probablemente llegaban hasta Iowa, sospechaba Sombra, y anunciaban la existencia de la Casa de la Roca. Sombra los había visto y se había preguntado muchas veces qué sería aquello. ¿Estaba construida la Casa en precario equilibrio sobre la Roca? ¿Qué tenía de interesante la Roca? ¿Y la Casa? Aquellas preguntas habían cruzado fugazmente por su cabeza en más de una ocasión, pero luego las olvidaba. No solía visitar las atracciones que había a pie de carretera.
Pasaron junto a la cúpula del capitolio de Madison, otra escena nevada digna de un pisapapeles; salieron de la interestatal y continuaron el viaje por carreteras comarcales. Tras casi una hora atravesando pueblos con nombres como Tierra Negra, doblaron por un camino particular flanqueado por varias macetas enormes cubiertas de nieve y decoradas con dragones que parecían lagartijas. El aparcamiento, señalado por una fila de árboles, estaba prácticamente vacío.
—No tardarán en cerrar —dijo Wednesday.
—¿Qué es este sitio? —preguntó Sombra, mientras cruzaban el aparcamiento y se dirigían hacia un pequeño y anodino edificio de madera.
—Una atracción turística —respondió Wednesday—. Una de las mejores. Lo que significa que es un lugar de poder.
—¿Perdón?
—Es algo muy sencillo —dijo Wednesday—. En otros países, a lo largo de los años, la gente aprendió a reconocer los sitios de poder. Unas veces se trataba de una formación natural, otras simplemente de un lugar que, de algún modo, se consideraba especial. Sabían que ahí ocurría algo importante, que había un foco, un canal, una ventana a lo inmanente. Y por eso construían templos o catedrales, o erigían dólmenes, o… bueno, ya me entiendes.
—Pero hay iglesias por todo el país —dijo Sombra.
—En todos los pueblos. A veces en cada manzana. Pero en este contexto son tan relevantes como las clínicas odontológicas. No, en Estados Unidos algunos todavía sienten la llamada del vacío trascendente y responden a ella construyendo una maqueta de un lugar que nunca han visitado con botellas de cerveza, o levantando un gigantesco refugio para murciélagos en una zona del país no frecuentada por los murciélagos. Atracciones turísticas a pie de carretera: la gente se siente atraída por ciertos lugares donde, en otras partes del mundo, reconocerían esa parte de sí mismos que es verdaderamente trascendente, y compran un perrito caliente, se dan un paseo y se sienten satisfechos a un nivel que no son capaces de explicar, y profundamente insatisfechos a un nivel muy por debajo.
—Tiene usted unas teorías de lo más raras.
—Esto no es teoría, joven. A estas alturas ya deberías saberlo.
Solo quedaba una taquilla abierta.
—La venta de entradas termina en media hora —dijo la chica—. Se necesita un mínimo de dos horas para recorrerlo.
Wednesday pagó las entradas en efectivo.
—¿Dónde está la roca? —preguntó Sombra.
—Bajo la casa —respondió Wednesday.
—¿Dónde está la casa?
Wednesday se llevó un dedo a los labios, y siguieron caminando. Más adentro, una pianola tocaba una melodía que pretendía ser el Bolero de Ravel. El lugar parecía un picadero de los sesenta geométricamente reconfigurado, con paredes de mampostería, alfombras gruesas y pantallas de lámpara de cristal tintado en forma de champiñón deliciosamente horribles. Al final de una escalera de caracol había otra habitación llena de adornos y cachivaches.
—Dicen que fue construida por el gemelo perverso de Frank Lloyd Wright —le explicó Wednesday—: Frank Lloyd Wrong. —Se rio de su propio chiste.
—Eso lo he visto escrito en una camiseta —dijo Sombra.
Siguieron subiendo y bajando escaleras hasta llegar a una larguísima habitación de cristal que sobresalía como si fuera una aguja bajo la cual, unos metros más abajo, se veía el campo desnudo y en blanco y negro. Sombra se quedó contemplando los remolinos de nieve.
—¿Es esta la casa sobre la roca? —preguntó confuso.
—Más o menos. Es la Sala Infinita; forma parte de la casa, aunque fue añadida posteriormente. Pero no, mi joven amigo, aún no hemos visto ni un ápice de lo que la casa puede ofrecernos.
—Así que, según su teoría, Disneylandia sería el lugar más sagrado de Estados Unidos.
Wednesday frunció el ceño y se mesó la barba.
—Walt Disney compró unos naranjales en mitad de Florida y decidió construir allí una ciudad turística. Ahí no hay magia ninguna, aunque creo que es posible que haya algo de magia en lo que originalmente fue Disneylandia. Quizá tenga cierto poder, aunque avieso, y de difícil acceso. Definitivamente, no hay nada fuera de lo común en Disneylandia. Pero sí hay sitios en Florida que están llenos de auténtica magia. No hay más que tener los ojos bien abiertos. Ah, las sirenas de Weeki Wachee… Sígueme, por aquí.
Se oía música por todos lados: música bastante desagradable y levemente desacompasada. Wednesday sacó un billete de cinco dólares, lo introdujo en una máquina y recibió a cambio un puñado de fichas metálicas de color cobrizo. Le lanzó una a Sombra, que la cogió y, al ver que un niño pequeño lo miraba, la sostuvo entre el índice y el pulgar y la hizo desaparecer. El niño fue corriendo a buscar a su madre, que estaba contemplando uno de los ubicuos muñecos de Papá Noel —«¡Más de seis mil en exposición!», anunciaban los carteles— y se puso a tirar de las faldas de su abrigo.
Sombra salió afuera un momento con Wednesday, y a continuación comenzaron a seguir los carteles que indicaban la dirección de las Calles del Ayer.
—Hace cuarenta años, Alex Jordan (su cara está en la ficha que tienes en la mano derecha, Sombra) empezó a construir una casa en lo alto de un peñasco, en una parcela que no le pertenecía, y ni siquiera él podría explicarte por qué. La gente venía a ver cómo la construía: algunos por curiosidad, otros simplemente perplejos, y unos cuantos más que no tenían que ver con ninguna de estas dos categorías y que tampoco habrían sabido explicar por qué habían ido hasta allí. Así que hizo lo que cualquier varón americano de su generación habría hecho: empezó a cobrarles, pero no mucho. Cinco centavos, quizá. O veinticinco. Y siguió construyendo y la gente siguió viniendo a verle. Millones de personas pasan por aquí cada año.
»Entonces cogió todas aquellas monedas de cinco y de veinticinco centavos e hizo una cosa aún más grande y extraña. Construyó estos almacenes debajo de la casa y los llenó de cosas para que las viera la gente, y la gente vino a verlas. Millones de personas vienen todos los años.
—¿Por qué?
Pero Wednesday se limitó a sonreír, y se adentraron en la penumbra de las arboladas Calles del Ayer. Un sinfín de muñecas victorianas de porcelana con boquitas de piñón miraban a través de los polvorientos escaparates, como en una vieja película de terror. Adoquines bajo sus pies, la oscuridad de un tejado sobre su cabeza, el martilleo de una música mecánica de fondo. Pasaron junto a una vitrina llena de títeres rotos y una enorme caja de música dorada dentro de una urna de cristal. Pasaron por delante de la consulta del dentista y de la farmacia (¡RECUPERE EL VIGOR! ¡PRUEBE EL CINTURÓN MAGNÉTICO DE O’LEARY!).
Al final de la calle había una gran caja de cristal con un maniquí femenino dentro vestido como una pitonisa gitana.
—Y ahora —gritó Wednesday para que Sombra pudiera oírlo por encima de la música mecánica—, como al inicio de cualquier búsqueda o empresa, es preciso que pidamos consejo a las Nornas. Así que esta Sibila será nuestra Urd, ¿de acuerdo?
Wednesday insertó una ficha de la Casa de la Roca en la ranura. Con unos sincopados movimientos mecánicos, la gitana levantó el brazo y lo bajó. Salió un papel por la ranura.
Wednesday lo cogió, lo leyó, soltó un gruñido, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.
—¿No piensa enseñármelo? Yo le dejaré ver el mío —dijo Sombra.
—La fortuna de un hombre es algo muy personal —le espetó Wednesday—. Yo no te pediría que me dejaras leer la tuya.
Sombra puso su ficha en la ranura. Cogió el papel y lo leyó.
TODO FINAL ES UN NUEVO COMIENZO.
TU NÚMERO DE LA SUERTE NO ES NINGUNO.
TU COLOR DE LA SUERTE ESTÁ MUERTO.
Lema:
DE TAL PALO, TAL ASTILLA.
Sombra hizo una mueca. Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo interior.
Siguieron andando, por un pasillo rojo; pasaron por habitaciones llenas de sillas vacías sobre las que descansaban violines, violas y chelos que tocaban por sí solos, o eso parecía, cuando se les echaba una ficha. Las llaves se pulsaban solas, los címbalos chocaban, las boquillas insuflaban aire comprimido en los clarinetes y los oboes. Sombra observó, con irónico regocijo, que los arcos de algunos instrumentos, tocados por brazos mecánicos, no llegaban a tocar realmente las cuerdas que o bien faltaban, o bien estaban sin tensar. Se preguntaba si todos los sonidos que oía provenían de instrumentos de viento y de percusión, o habría algunos grabados.
Llevaba tanto tiempo caminando que tenía la impresión de haber recorrido varios kilómetros cuando llegaron a una sala llamada el Mikado, una de cuyas paredes estaba decorada con una escena decimonónica de pesadilla pseudooriental en la que unos percusionistas de pobladas cejas tocaban los címbalos y los tambores mientras miraban hacia afuera desde una guarida llena de dragones. En aquel preciso momento estaban torturando majestuosamente la Danza macabra de Saint-Saëns.
Czernobog estaba sentado en el banco de la pared situada frente a la máquina del Mikado, y tamborileaba con los dedos al ritmo de la música. Los caramillos sonaban, las campanas repicaban.
Wednesday se sentó a su lado, y Sombra prefirió quedarse de pie. Czernobog estiró el brazo izquierdo, estrechó la mano de Wednesday y luego la de Sombra.
—Bien hallados —dijo. Y luego volvió a reclinarse, como si estuviera disfrutando de la música.
La Danza macabra llegó a un final apoteósico y discordante. El hecho de que todos los instrumentos artificiales estuvieran levemente desafinados acentuaba el aire espectral del lugar. Comenzó a sonar una nueva pieza.
—¿Qué tal el robo del banco? —preguntó Czernobog—. ¿Te ha ido bien?
Se puso de pie, resistiéndose a abandonar el Mikado y su estruendosa y desacompasada música.
—Ha sido más fácil que robarle un caramelo a un niño —dijo Wednesday.
—Yo cobro una pensión del matadero—dijo Czernobog—. No pido más.
—No durará para siempre —replicó Wednesday—. Nada es para siempre.
Más pasillos, más máquinas musicales. Sombra se percató de que no estaban siguiendo el itinerario diseñado para los turistas, sino que al parecer seguían una ruta diferente ideada por Wednesday. Estaban bajando por una rampa, y Sombra, confuso, se preguntó si no habrían pasado ya por ahí.
Czernobog lo cogió del brazo.
—Rápido, ven aquí —dijo, y lo llevó hasta una gran caja de cristal colocada contra una de las paredes. Contenía un diorama de un vagabundo dormido en un cementerio, frente a la puerta de una iglesia. EL SUEÑO DE UN BORRACHO, decía la etiqueta, que explicaba que era una máquina del siglo XIX cuyo emplazamiento original había sido una estación de ferrocarril inglesa. La ranura para las monedas había sido modificada para que funcionara con las fichas de la Casa de la Roca.
—Mete el dinero —dijo Czernobog.
—¿Por qué? —preguntó Sombra.
—Tienes que verlo. Yo te lo enseño.
Sombra introdujo la ficha. El borracho del cementerio se llevó la botella a los labios. Una de las lápidas se abrió y dejó al descubierto un cadáver; otra lápida se dio la vuelta, y una calavera sonriente ocupó el lugar de las flores. Un espectro apareció a la derecha de la iglesia, mientras que por la izquierda, algo con un rostro inquietantemente pajaril, afilado, como una pálida pesadilla del Bosco, se deslizó suavemente desde detrás de una lápida para desaparecer entre las sombras. A continuación se abrió la puerta de la iglesia, salió un cura y los fantasmas, espíritus y cadáveres desaparecieron, y solo quedaron el cura y el borracho en el cementerio. El cura bajó la vista y miró al borracho con desdén; luego volvió a entrar en la iglesia, que se cerró tras él, y dejó solo al borracho.
La historia era realmente inquietante. Mucho más inquietante, pensó Sombra, de lo que un juguete de cuerda tiene derecho a ser.
—¿Sabes por qué te lo he enseñado? —le preguntó Czernobog.
—No.
—Así es el mundo. Ése es el mundo real. Está ahí, en esa caja.
Entraron en una sala color sangre llena de viejos órganos de teatro, con unos tubos enormes, y lo que parecían unos enormes tanques de cobre para hacer cerveza, como los que se usan en las fábricas de cerveza.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sombra.
—Al tiovivo —respondió Czernobog.
—Pero ya hemos pasado una docena de veces por carteles que indicaban la dirección del tiovivo.
—Él sigue su camino. Viajamos en espiral. A veces, el camino más rápido es el más largo.
A Sombra empezaban a dolerle los pies, y aquella apreciación le pareció de lo más inverosímil.
Una máquina mecánica tocaba Octopus’s Garden en una sala que tenía muchos pisos, y cuyo centro estaba enteramente ocupado por una réplica de una enorme bestia negra que parecía una ballena, con otra réplica de un bote a tamaño natural en su gigantesca boca de fibra de vidrio. De ahí pasaron al Salón del Viaje, donde vieron el coche cubierto de azulejos, la máquina para asar pollos de Rube Goldberg y herrumbrosos anuncios de Burma Shave en la pared.
Su vida ya es bastante complicada.
Mantenga su barba a raya
con Burma Shave
Rezaba uno de ellos, y otro:
Decidió adelantar
Llegando a un tramo en curva
Y solo consiguió dar
Con sus huesos en la tumba
Burma Shave
Ahora se encontraban al final de una rampa, delante de la cual había una heladería. Estaba abierta, pero la chica que limpiaba las mesas parecía tener ganas de cerrar, de forma que pasaron a la pizzería-cafetería, donde solo había un anciano negro vestido con un traje de cuadros y unos guantes amarillo canario. Era un hombre pequeño, de esos que parecen haber encogido con el paso de los años, y se estaba comiendo una enorme copa de helado de varias bolas con una gigantesca taza de café. Un purito se consumía en el cenicero que tenía delante.
—Tres cafés —le dijo Wednesday a Sombra, y se fue al lavabo.
Éste fue a por los cafés y regresó junto a Czernobog, que estaba sentado con el anciano negro y fumaba un cigarrillo a escondidas, como si tuviera miedo de que lo pillaran. El otro hombre, que jugueteaba alegremente con su helado, no hacía caso del purito, pero cuando Sombra se acercó lo cogió, le dio una buena calada e hizo dos aros con el humo —primero uno grande, luego otro más pequeño que pasó limpiamente a través del primero—, y sonrió, como si estuviera increíblemente orgulloso de sí mismo.
—Sombra, te presento al señor Nancy —dijo Czernobog.
El viejo se puso en pie y se quitó el guante de la mano derecha para saludarle.
—Encantado de conocerte —dijo con una deslumbrante sonrisa—. Creo que sé quién eres. Trabajas para el cabrón de un solo ojo, ¿no?
El hombre hablaba con un acento nasal que podía hacer pensar en algún dialecto de las Antillas.
—Trabajo para el señor Wednesday, sí —dijo Sombra—. Siéntese, por favor.
Czernobog le dio una calada a su cigarrillo.
—Creo —dijo, con cierta melancolía— que a los de nuestra casta nos gustan tanto los cigarros porque nos recuerdan las ofrendas que se quemaban en nuestro honor, elevando sus plegarias con el humo, esperando nuestra bendición o nuestros favores.
—A mí nunca me ofrecieron nada parecido —dijo Nancy—. Lo máximo a lo que podía aspirar era a un montón de fruta para comer, tal vez una cabra al curry, algo lento y frío y alto para beber o una vieja de grandes tetas para hacerme compañía.
Nancy sonrió, mostrando su blanca dentadura, y le guiñó un ojo a Sombra.
—Hoy en día —dijo Czernobog, impertérrito— no tenemos nada.
—Bueno, ya no me ofrecen ni de lejos tanta fruta como antes —dijo el señor Nancy con los ojos brillantes—, pero no hay nada en este mundo que se pueda comparar a una mujer con grandes tetas. Hay hombres que dicen que lo primero que hay que mirar es el culo, pero os aseguro que nada como unas buenas tetas para ponerme como una moto en una fría mañana de invierno.
Nancy se echó a reír; tenía una risa alegre y afable, y Sombra descubrió que, muy a su pesar, el viejo le caía bien.
Wednesday volvió del lavabo y saludó a Nancy con un apretón de manos.
—¿Te apetece comer algo, Sombra? ¿Una porción de pizza? ¿Un sándwich?
—No tengo hambre.
—Te voy a decir una cosa —dijo el señor Nancy—. Hay veces que el tiempo entre dos comidas puede alargarse mucho. Si alguien te ofrece algo de comer, tú lo aceptas. Ya no soy tan joven como antes, pero créeme si te digo que nunca hay que dejar pasar una oportunidad para mear, comer o cerrar los ojos media hora. ¿Me sigues?
—Sí. Pero es que no tengo hambre, de verdad.
—Eres un tipo muy grande —dijo Nancy, con sus ojos color caoba fijos en los grises ojos de Sombra—, pero debo decir que no pareces muy listo. Tengo un hijo, tan idiota como el que compró un idiota en una oferta de dos por el precio de uno, y tú me lo recuerdas mucho.
—Si no le importa, me lo tomaré como un cumplido —replicó Sombra.
—¿Que te diga que eres tan tonto como el que se quedó dormido el día en que se repartieron cerebros?
—Que me compares con un miembro de tu familia.
El señor Nancy apagó su purito y luego se quitó una imaginaria mota de ceniza de sus guantes amarillos.
—Puede que no seas la peor elección que el viejo de un solo ojo podría haber hecho. —Alzó la vista para mirar a Wednesday—. ¿Tienes idea de cuántos vamos a ser esta noche?
—He avisado a todos los que he podido encontrar. Obviamente no todos podrán venir. Y puede que algunos —Wednesday le lanzó a Czernobog una mirada de reproche— no quieran venir. Pero creo que podemos confiar en que seremos varias docenas.
Pasaron por delante de unas armaduras en exposición.
—Falsificación victoriana —dijo Wednesday según pasaban por delante de la vitrina—; falsificación moderna, un yelmo del siglo XII sobre la reproducción de una armadura del XVII, y el guante izquierdo es del XV…
A continuación, Wednesday salió por una puerta de emergencia, y les hizo dar una vuelta alrededor del edificio.
—No puedo andar entrando y saliendo todo el rato —comentó Nancy—; ya no tengo edad y vengo de un clima cálido.
Cruzaron por una pasarela cubierta, volvieron a entrar por otra puerta de emergencia y llegaron a la sala del Tiovivo.
Sonaba música de calíope: un vals de Strauss, conmovedor y ocasionalmente discordante. La pared del lado por el que entraron estaba decorada con antiguos caballos de tiovivo, cientos de ellos; algunos necesitaban una mano de pintura, otros que les quitaran el polvo. Encima había decenas de ángeles alados construidos a partir de maniquíes femeninos como los que se ven en los escaparates; algunos tenían los asexuados pechos al descubierto; otros habían perdido las pelucas y, calvos y ciegos, miraban fijamente al frente, desde la oscuridad.
Y luego estaba el Tiovivo.
Un cartel proclamaba que era el más grande del mundo, decía cuánto pesaba, cuántos miles de bombillas había en las lámparas de araña que colgaban de él en gótica profusión, e indicaba también que estaba prohibido subirse o montarse en los animales.
¡Y qué animales! Sombra miraba boquiabierto, muy a su pesar, los cientos de criaturas de tamaño natural que giraban sobre la plataforma del tiovivo. Había criaturas reales, imaginarias y variaciones sobre los dos tipos: todas eran diferentes —vio una sirena y un tritón, un centauro y un unicornio, elefantes (uno muy grande, uno muy pequeño), un bulldog, una rana y un ave fénix, una cebra, un tigre, una mantícora y un basilisco, unos cisnes que tiraban de un carruaje, un buey blanco, un zorro, dos morsas gemelas, incluso una serpiente de mar, todos ellos pintados de vivos colores y más que reales: giraban sobre la plataforma mientras se sucedían los valses. El tiovivo seguía girando siempre a la misma velocidad.
—¿Para qué sirve? —preguntó Sombra—. Es decir, vale, es el más grande del mundo, tiene cientos de animales, miles de bombillas, y nunca se detiene, pero está prohibido montarse en él.
—No está aquí para que nadie se monte, al menos no cualquiera —respondió Wednesday—. Está aquí para ser admirado. Está aquí para estar.
—Como una rueda de oraciones que gira y gira sin cesar —dijo el señor Nancy—. Para acumular poder.
—¿Y dónde nos vamos a reunir con los demás? —preguntó Sombra—. Creía que había dicho usted que nos reuniríamos con ellos aquí, pero aquí no hay nadie.
Wednesday le dedicó una de sus temibles sonrisas.
—Sombra —dijo—, haces demasiadas preguntas. No te pago por hacer preguntas.
—Lo siento.
—Ahora, ponte aquí y ayúdanos a subir —le ordenó Wednesday, acercándose a la plataforma, justo por donde estaba el cartel con la descripción del tiovivo y la prohibición de subirse en él.
Sombra fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y se limitó a ayudarles, uno por uno, a subirse al estribo. Wednesday pesaba una barbaridad; Czernobog subió solo, apoyándose en el hombro de Sombra; Nancy parecía no pesar nada en absoluto. Los tres viejos estaban ya en el estribo del tiovivo y subieron de un salto a la plataforma giratoria.
—¿Y bien? —gruñó Wednesday—. ¿No piensas venir?
Sombra, tras unos instantes de vacilación, y después de echar un vistazo alrededor para asegurarse de que no había ningún empleado de la Casa de la Roca que pudiera verles, se subió al tiovivo más grande del mundo. En ese momento descubrió con no poca sorpresa que infringir las normas subiéndose al tiovivo le preocupaba mucho más de lo que le había preocupado participar aquella tarde en el robo del banco.
Los tres viejos habían elegido ya una montura cada uno. Wednesday se había decidido por un lobo dorado. Czernobog iba montado en un centauro con coraza, cuya cara estaba oculta tras un yelmo de metal. Nancy, riendo alegremente, se subió a lomos de un enorme león rampante, captado por el escultor en pleno rugido. Dio unas palmaditas en el costado del león. El tiovivo giraba majestuosamente al compás de un vals de Strauss.
Wednesday sonreía, Nancy reía con gran alborozo, e incluso Czernobog parecía estar disfrutando. De repente, Sombra sintió como si le hubieran quitado un gran peso de la espalda: tres hombres mayores que se lo estaban pasando en grande montados en el tiovivo más grande del mundo. ¿Y qué si los echaban a todos de allí? ¿Acaso no valía la pena, más que todo el oro del mundo, poder decir que habías montado en el tiovivo más grande del mundo? ¿No merecía la pena haber cabalgado a lomos de aquellos espléndidos monstruos?
Sombra miró un bulldog, un tritón, un elefante con la silla dorada y, finalmente, decidió subirse a lomos de una criatura que tenía cabeza de águila y cuerpo de tigre, y se agarró con fuerza.
El ritmo de El Danubio azul repiqueteaba y repiqueteaba en su cabeza, las luces de mil bombillas centelleantes creaban un efecto estroboscópico y, por una fracción de segundo, Sombra volvió a ser un niño, y todo cuanto necesitaba para ser feliz era montar en los caballitos: se quedó completamente quieto, a lomos de su águila-tigre en el centro de todo, y el mundo entero giraba a su alrededor.
Se oyó reír, por encima del sonido de la música. Era feliz. Era como si las últimas treinta y seis horas no hubieran existido nunca, como si no hubieran existido aquellos tres años, como si su vida entera se hubiese disuelto en el sueño de un niño montado en un tiovivo del parque Golden Gate de San Francisco, la primera vez que volvió a Estados Unidos, un viaje maratoniano en barco y en coche, con su madre allí de pie, mirándolo con orgullo, mientras él lamía el helado que empezaba a derretirse, agarrándolo con fuerza, con la esperanza de que la música sonara para siempre, de que el tiovivo no frenara jamás, de que el viaje no terminara nunca. Sombra giraba, y giraba, y giraba…
Entonces las luces se apagaron, y Sombra vio a los dioses.