Let the Midnight Special
Shine its light on me
let the Midnight Special
Shine its everlovin’ light on me
Que el (tren) especial de medianoche
me ilumine con su luz.
Que el especial de medianoche
me ilumine con su siempre amorosa luz.
—«The Midnight Special», canción tradicional
Sombra y Wednesday desayunaron en el Country Kitchen que había enfrente del motel. Eran las ocho de la mañana, y el día había amanecido húmedo y frío.
—¿Sigues pensando que ya estás listo para marcharte de Eagle Point? —preguntó Wednesday en la barra de desayunos—. Porque si es así tengo que hacer unas cuantas llamadas. Hoy es viernes, y el viernes es un día libre. Un día femenino[3]. Mañana es sábado. Hay mucho que hacer en sábado.
—Estoy listo —respondió Sombra—. Nada me retiene aquí.
Wednesday llenó su plato con distintos tipos de carne. Sombra cogió un poco de melón, un bagel y un paquete de queso cremoso. Se sentaron a una mesa.
—Menudo sueño has tenido esta noche —dijo Wednesday.
—Sí —dijo Sombra—. Menudo.
Las huellas embarradas de Laura en la moqueta del motel fueron lo primero que vio al levantarse; el rastro empezaba en su habitación, seguía por el vestíbulo y llegaba hasta la calle.
—Y dime, ¿por qué te llaman Sombra?
Sombra se encogió de hombros.
—No es más que un nombre —respondió.
Tras el cristal del establecimiento, lo que antes había estado cubierto por una capa de niebla parecía ahora un dibujo a lápiz realizado en una amplia gama de grises y con alguna pincelada de rojo eléctrico o de blanco puro aquí y allá.
—¿Cómo perdió ese ojo? —preguntó Sombra.
Wednesday engulló varios trozos de beicon de un solo bocado, masticó y se limpió la grasa de los labios con el dorso de la mano.
—No lo he perdido. Sé exactamente dónde está.
—¿Y cuál es el plan?
Wednesday parecía pensativo. Comió varias lonchas de jamón de color rosa intenso, se quitó un trozo de carne de la barba y lo dejó en el plato.
—El plan es el siguiente: el sábado por la noche, que como ya he dicho es mañana, vamos a reunirnos con una serie de personas destacadas en sus respectivos campos; no permitas que su actitud te intimide. Nos reuniremos en uno de los lugares más importantes de todo el país. Después los agasajaremos con una buena comida. En total, calculo que serán unas treinta o cuarenta personas. Puede que más. Necesito su colaboración para el proyecto que tengo entre manos.
—¿Y dónde está el lugar más importante del país?
—Uno de ellos, chaval, he dicho uno de ellos. Las opiniones están divididas, y con razón. He mandado avisar a mis colegas. Haremos una escala técnica en Chicago, donde tengo que recoger un dinero. Para recibirlos de la forma en que preciso hacerlo, necesitaré más efectivo del que llevo encima. Luego seguiremos hasta Madison.
—Entiendo.
—No, no lo entiendes. Pero todo quedará claro cuando llegue el momento.
Wednesday pagó la cuenta, salieron del establecimiento y cruzaron la calle en dirección al aparcamiento del motel. Wednesday le lanzó a Sombra las llaves del coche.
Cogieron la autopista y salieron de la ciudad.
—¿Echarás de menos esto? —preguntó Wednesday. Estaba buscando algo en una carpeta llena de mapas.
—¿La ciudad? No. Demasiados recuerdos de Laura. En realidad nunca tuve una vida aquí. De niño no permanecía demasiado tiempo en un mismo lugar, y llegué aquí con veintitantos años. Así que para mí no es más que la ciudad donde vivía Laura.
—Pues esperemos que se quede aquí —apostilló Wednesday.
—Fue un sueño —replicó Sombra—. ¿Lo ha olvidado?
—Eso es bueno. Una actitud muy saludable. ¿Te la follaste anoche?
Sombra respiró hondo antes de responder.
—Eso no es asunto suyo. Pero no.
—¿Te hubiera gustado?
Sombra no dijo nada. Siguió conduciendo en dirección norte, hacia Chicago. Wednesday se rio entre dientes y se puso a estudiar los mapas, desplegándolos y volviendo a plegarlos, tomando notas en un bloc amarillo con un bolígrafo grande de plata.
Finalmente dio por concluida la tarea. Guardó el bolígrafo y dejó la carpeta en el asiento trasero.
—Lo mejor de los estados a los que nos dirigimos —dijo Wednesday—, Minnesota, Wisconsin y aledaños, es que tienen el tipo de mujeres que me gustaban cuando era más joven. Pálidas y de ojos azules, con un cabello tan rubio que casi parece blanco, labios del color del vino y pechos grandes y turgentes surcados de venas, como un buen queso.
—¿Solo cuando era joven? —inquirió Sombra—. Anoche me dio la impresión de que lo estaba pasando muy bien.
—Sí —replicó Wednesday, sonriendo—. ¿Quieres saber el secreto de mi éxito?
—¿Paga usted bien?
—No es tan sórdido. No, el secreto es el encanto. Ni más ni menos.
—Encanto, ¿eh? Bueno, como se suele decir, se tiene o no se tiene.
—Es algo que se puede aprender —dijo Wednesday.
—Vale. ¿Adónde vamos?
—Tenemos que hablar con un viejo amigo mío. Es una de las personas que asistirán a la reunión. Es un anciano ya. Nos espera para cenar.
Continuaron su viaje en dirección noroeste, hacia Chicago.
—Todo esto de Laura —dijo Sombra, rompiendo el silencio—, ¿es culpa suya? ¿Fue usted quien lo provocó?
—No —respondió Wednesday.
—Le pregunto lo que me preguntó el chaval de la limusina: si así fuera, ¿me lo diría?
—Estoy tan desconcertado como tú.
Sombra sintonizó una emisora de viejos éxitos y escuchó las canciones que estaban de moda antes de que él naciera. Bob Dylan cantaba algo sobre la cercanía de una lluvia torrencial, y Sombra se preguntó si aquel chaparrón habría caído ya, o era algo que estaba aún por venir. La carretera estaba completamente despejada y los cristales de hielo adheridos al asfalto brillaban como diamantes bajo el sol de la mañana.
Fue cantando para sí un buen trecho.
Chicago fue surgiendo paulatinamente, como una migraña. Al principio era todo campo, luego, casi sin darse cuenta, las distantes poblaciones fueron dando paso a las urbanizaciones residenciales, hasta que estas desembocaron en la ciudad.
Aparcaron frente a un edificio no muy alto de arenisca negra. La acera estaba limpia de nieve. Se fueron hacia el portal y Wednesday presionó el botón de arriba del portero automático. No ocurrió nada. Volvió a apretarlo. Entonces comenzó a pulsar al azar otros botones, a ver si contestaba algún vecino, pero no hubo respuesta tampoco.
—Está muerto —dijo una mujer vieja y demacrada que salía del portal—. Llamamos al portero, le preguntamos cuándo va a arreglar, cuando va a arreglar calefacción, pero no se ocupa, en invierno se va a Arizona por los problemas de pecho.
Tenía un acento muy marcado, como de Europa del Este, pensó Sombra.
Wednesday hizo una reverencia.
—Zorya, querida, no encuentro palabras que hagan justicia a tu belleza. Estás radiante. Por ti no pasan los años.
La anciana lo fulminó con la mirada.
—No quiere verte. Yo tampoco. Tú malas noticias.
—Eso es porque no vengo a menos que sea importante.
La mujer lo miró con desdén. Llevaba una bolsa de malla vacía, vestía un viejo abrigo rojo, abotonado hasta la barbilla, y, sobre el cabello gris, un sombrero de terciopelo verde con un aspecto entre maceta y rebanada de pan.
Miró a Sombra con suspicacia.
—¿Quién es el grandullón? —le preguntó a Wednesday—. ¿Otro de tus asesinos?
—Eres muy injusta conmigo, querida. Este caballero se llama Sombra. Trabaja para mí, sí, pero también defiende tus intereses. Sombra, permite que te presente a la adorable señorita Zorya Vechernyaya.
—Encantado de conocerla.
Con un gesto pajaril, la mujer alzó la cabeza y lo miró con atención.
—Sombra —murmuró—. Buen nombre. Cuando las sombras sean largas, habrá llegado mi hora. Y tú eres la sombra larga. —Lo miró de arriba a abajo y sonrió—. Puedes besar mi mano.
Sombra se inclinó y besó su delgada mano. Llevaba una enorme sortija de ámbar en el dedo corazón.
—Buen chico. Voy a hacer la compra. Soy la única que trae algo de dinero a casa. Las otras dos no ganan nada diciendo la buenaventura. Eso les pasa porque siempre dicen la verdad, y no es la verdad lo que la gente quiere oír. Es mala, y preocupa a la gente, así que no vuelven. Pero yo sé mentir, les digo lo que quieren oír. Solo les digo cosas buenas. Por eso soy la que trae el pan a casa. ¿Os quedaréis a cenar?
—Eso espero —contestó Wednesday.
—Entonces es mejor que me des dinero para que compre más comida. Soy orgullosa, pero no idiota. Las otras son más orgullosas que yo, y él es el más orgulloso de todos. Así que dame dinero y no le digáis que me lo habéis dado.
Wednesday abrió su cartera y metió la mano. Sacó un billete de veinte. Zorya Vechernyaya se lo arrancó de los dedos y se quedó esperando. Wednesday sacó otro billete de veinte y se lo dio.
—Está bien. Os vamos a preparar una cena digna de un príncipe. Una cena como la que le prepararíamos a nuestro propio padre. Ya podéis subir, es el último piso. Zorya Utrennyaya está despierta, pero nuestra otra hermana sigue durmiendo, así que no hagáis demasiado ruido.
Sombra y Wednesday subieron por la sombría escalera. El rellano que había dos pisos más arriba estaba prácticamente lleno de bolsas de basura negras y olía a verdura podrida.
—¿Son gitanos? —preguntó Sombra.
—¿Zorya y su familia? Qué va. No son gitanos. Son rusos. Eslavos, creo.
—Pero ella dice la buenaventura.
—Mucha gente lo hace. Incluso yo he hecho mis pinitos. —Wednesday jadeaba cuando llegaron al último tramo de escaleras—. Estoy en baja forma.
En el rellano donde la escalera acababa no había más que una puerta pintada de rojo con una mirilla. Wednesday llamó. No hubo respuesta. Volvió a llamar, esta vez más fuerte.
—¡Ya va! ¡Ya va! ¡No estoy sordo!
Oyeron que alguien abría el cerrojo y ponía la cadena. La puerta se abrió una rendija.
—¿Quién es? —Era la voz de un hombre, vieja y enronquecida por el tabaco.
—Un viejo amigo, Czernobog. Vengo con un colega.
La puerta se abrió todo lo que permitía la cadena. Sombra distinguió en la penumbra un rostro grisáceo que los miraba con atención.
—¿Qué quieres, Grimnir?
—En principio, tan solo disfrutar del placer de tu compañía. Y tengo cierta información que me gustaría compartir contigo. ¿Cómo es esa expresión?… Ah, sí: quizás aprendas algo que te resulte útil.
La puerta se abrió de par en par. El hombre llevaba puesto un deslucido albornoz, era más bien bajo, tenía el cabello de color gris acero y unas facciones marcadas. Llevaba pantalones grises de raya diplomática, que tenían brillos de lo viejos que eran, y zapatillas de andar por casa. Entre sus dedos de punta cuadrada había un cigarrillo sin filtro, y fumaba protegiendo la brasa con la mano, como un preso, pensó Sombra, o un soldado. Le tendió su mano izquierda a Wednesday.
—Entonces bienvenido, Grimnir.
—Ahora me llaman Wednesday —le explicó mientras le estrechaba la mano.
Los labios del anciano esbozaron una delgada sonrisa; un destello de dientes amarillos.
—Sí. Qué gracioso. ¿Y éste?
—Es mi socio. Sombra, te presento al señor Czernobog.
—Encantado —dijo Czernobog, estrechando la mano izquierda de Sombra. Tenía las manos ásperas y llenas de callos, y las yemas de los dedos tan amarillas como si las hubiera metido en yodo.
—¿Cómo está usted, señor Czernobog?
—Viejo. Me duelen las tripas, me duele la espalda y me rompo el pecho tosiendo por las mañanas.
—¿Qué hacéis ahí en la puerta? —preguntó la voz de una mujer. Sombra miró por encima del hombro de Czernobog a la anciana que estaba detrás de él. Era más pequeña y menuda que su hermana, pero tenía el cabello largo y dorado—. Soy Zorya Utrennyaya. No os quedéis en la puerta. Entrad, pasad a la sala de estar, al fondo; os llevaré el café. Venga, venga, al fondo.
Entraron en el piso, que olía a col hervida, a caja de gato y a cigarrillos sin filtro de importación. Cruzaron el minúsculo recibidor y pasaron por delante de varias puertas cerradas hasta llegar a la sala de estar que había al fondo del pasillo, donde les invitaron a sentarse en un inmenso y viejo sofá de crin, molestando con su presencia a un viejo gato gris que se desperezó, se puso en pie y se fue andando, muy tieso, hasta el otro extremo del sofá, donde se tumbó y los observó uno por uno con cautela, cerró un ojo y volvió a dormirse. Czernobog se sentó en una butaca enfrente de ellos.
Zorya Utrennyaya cogió un cenicero vacío y lo dejó junto al anciano.
—¿Cómo queréis el café? —preguntó a sus invitados—. Aquí lo tomamos negro como la noche, y dulce como el pecado.
—Así estará bien, señora —respondió Sombra. Miró por la ventana, hacia los edificios del otro lado de la calle.
Zorya Utrennyaya se fue. Czernobog se quedó mirándola.
—Es una buena mujer —dijo—, no como sus hermanas. Una de ellas es una arpía; la otra no hace más que dormir.
Colocó el pie sobre una mesa de café baja y larga, con un tablero de ajedrez en el centro y con la superficie llena de quemaduras de cigarrillo y cercos de tazas.
—¿Es su esposa? —preguntó Sombra.
—No es la esposa de nadie. —El viejo se quedó en silencio un momento mientras se miraba las rugosas manos—. No. Somos todos familia. Vinimos aquí juntos, hace mucho tiempo.
Czernobog extrajo un paquete de cigarrillos sin filtro de un bolsillo de su albornoz. Sombra no reconoció la marca. Wednesday sacó un fino mechero de oro y le encendió el cigarrillo.
—Primero estuvimos en Nueva York —explicó Czernobog—. Todos nuestros compatriotas van a Nueva York. Luego vinimos aquí, a Chicago. Las cosas se pusieron muy mal. En mi antigua patria, prácticamente se habían olvidado de mí. Aquí solo soy un mal recuerdo del que nadie quiere acordarse. ¿Sabes lo que hice cuando llegué a Chicago?
—No —respondió Sombra.
—Encontré trabajo en el negocio de la carne, en el matadero. Res subía por la rampa y yo era un golpeador. ¿Sabes por qué nos llaman golpeadores? Porque cogemos el mazo y matamos res de un golpe. ¡Bam! Hay que tener mucha fuerza en brazos, ¿sabes? Luego otro operario encadena res, la levanta y entonces rajan la garganta. Desangran antes de cortarle la cabeza. Pero nosotros éramos los más fuertes, los golpeadores. —Se alzó la manga y flexionó el brazo para mostrar los músculos que aún podían verse bajo su avejentada piel—. Pero no es solo cosa de fuerza. También tenía su técnica. El golpe. Si no lo hacías bien res se quedaba simplemente aturdida o cabreada. Luego, en los años cincuenta, nos cambiaron el mazo por pistola neumática. La ponías en la cabeza, ¡bam!, ¡bam! Y tú piensas: cualquiera puede matar. Ni mucho menos.
El viejo hizo como si estuviera disparando un perno de metal a la cabeza de una vaca.
—Hay que tener pericia —remató, y sonrió al recordarlo, mostrando un diente del color del hierro.
—No les aburras con tus batallitas del matadero.
Zorya Utrennyaya traía el café en una bandeja de madera roja. Era un líquido tan oscuro que parecía casi negro, y venía servido en unas tacitas de brillante esmalte. Repartió las tazas y se sentó junto a Czernobog.
—Zorya Vechernyaya ha salido a hacer compra —les explicó—. No tardará en volver.
—Nos hemos cruzado con ella abajo —dijo Sombra—. Dice que lee la buenaventura.
—Sí —le confirmó su hermana—. Al anochecer, entre dos luces, ese es el momento para las mentiras. Yo no soy buena mentirosa, por eso soy una adivina pobre. Y nuestra hermana, Zorya Polunochnaya, no puede decir mentiras.
El café estaba todavía más dulce y más cargado de lo que Sombra esperaba.
Sombra se disculpó y pidió permiso para usar el baño —una habitación poco más grande que un armario, abarrotada, de cuyas paredes colgaban varias fotografías enmarcadas y con manchas marrones—. Eran las primeras horas de la tarde, pero ya empezaba a anochecer. Oyó voces que provenían del pasillo. Se lavó las manos con agua helada y un trozo de jabón rosa con un aroma nauseabundo.
Czernobog estaba en el pasillo cuando salió Sombra.
—¡Tú traes problemas! —gritaba—. ¡Nada más que problemas! ¡No voy escucharte! ¡Lárgate de mi casa!
Wednesday seguía sentado en el sofá, sorbiendo su café, acariciando al gato gris. Zorya Utrennyaya estaba de pie sobre la delgada alfombra, retorciendo su larga melena dorada entre los dedos de una mano.
—¿Algún problema? —preguntó Sombra.
—¡Él es el problema! —gritó Czernobog—. ¡Él! ¡Dile que por nada del mundo voy a ayudarle! ¡Quiero que se vaya! ¡Quiero que salga de aquí! ¡Los dos, fuera!
—Por favor —dijo Zorya Utrennyaya—. Baja la voz, por favor; vas a despertar a Zorya Polunochnaya.
—¡Eres igual como él, quieres que me sume a su locura! —gritó Czernobog. Parecía como si estuviera al borde de las lágrimas. La ceniza de su cigarrillo cayó sobre la raída moqueta del pasillo.
Wednesday se levantó y fue hacia Czernobog. Le puso la mano en el hombro.
—Mira —dijo, en tono conciliador—. En primer lugar, no es una locura: es la única manera. En segundo lugar, va a estar allí todo el mundo. Supongo que no querrás perdértelo, ¿no?
—Sabes quién soy. Sabes lo que han hecho estas manos. Es mi hermano a quien tú quieres, no a mí. Y él ya no está.
Una de las puertas del pasillo se abrió, y una somnolienta voz femenina preguntó:
—¿Qué pasa?
—Nada, hermana —respondió Zorya Utrennyaya—. Vuelve a dormir. —Y volviéndose hacia Czernobog, le reprendió—. ¿Lo ves? ¿Ves qué has conseguido con tanto grito? Vuelve ahí dentro y siéntate. ¡Que te sientes!
Czernobog hizo ademán de protestar; pero no tenía ánimo para seguir discutiendo. De repente, parecía frágil: frágil y solo. Los tres hombres volvieron a la vetusta sala de estar. Había un cerco marrón de nicotina en las paredes que acababa a unos treinta centímetros del techo, como la marca que deja el agua en una bañera vieja.
—No tiene que ser para ti —le dijo Wednesday a Czernobog, como si no hubiera pasado nada—. Si es para tu hermano, también es para ti. Es una ventaja que vosotros, los dualistas, tenéis sobre el resto de nosotros, ¿eh?
Czernobog no dijo nada.
—Y hablando de Bielebog, ¿has tenido noticias de él últimamente?
Czernobog negó con la cabeza. Respondió con la mirada fija en la raída moqueta.
—Ninguno de nosotros sabe nada de él. A mí casi me han olvidado ya, aunque todavía se acuerdan un poco, aquí y en nuestra antigua patria. —Alzó la vista y miró a Sombra—. ¿Tienes algún hermano?
—No —respondió Sombra—. No, que yo sepa.
—Yo tengo uno. Gente dice que, si nos ponen juntos, parecemos misma persona. Cuando estábamos jóvenes, su cabello estaba muy rubio, muy claro, y gente decía que él era el bueno. Y mi cabello estaba muy oscuro, más que el tuyo todavía, y gente decía que yo era el canalla. Yo soy el malo. Y ahora pasa el tiempo y mi cabello está gris. El suyo también, creo, está gris. Y si nos miras ahora no sabrías quién tenía cabello claro y quién oscuro.
—¿Estabais muy unidos?
—¿Unidos? —repitió Czernobog—. No, no estábamos unidos. ¿Cómo íbamos a estarlo? Nos interesaban cosas muy distintas.
Se oyó un ruido al final del pasillo y entró Zorya Vechernyaya.
—Cenamos en una hora —dijo, y luego se fue.
Czernobog suspiró.
—Cree que es buena cocinera. Cuando era pequeña, teníamos criados que cocinaban. Ahora no hay criados. No hay nada.
—Nada no —lo interrumpió Wednesday—. Nunca nada.
—Tú calla. No pienso escucharte —replicó Czernobog. Volviéndose hacia Sombra, le preguntó—: ¿Juegas a las damas?
—Sí.
—Bien. Entonces jugarás conmigo —dijo. Cogió de la repisa de la chimenea la caja de madera donde guardaba las fichas y la volcó sobre la mesa—. Yo jugaré con las negras.
Wednesday le dio un toque en el brazo a Sombra.
—No tienes por qué hacerlo.
—No importa. Me apetece —respondió Sombra.
Wednesday se encogió de hombros y cogió un ejemplar antiguo del Reader’s Digest de un montón de revistas amarillentas que había apiladas en el alféizar de la ventana. Los dedos marrones de Czernobog terminaron de colocar las fichas en sus correspondientes casillas, y comenzó la partida.
En los días posteriores, Sombra se encontraría a menudo recordando aquella partida. Algunas noches soñaba con ella. Sus fichas redondas y planas eran del color de la madera vieja y sucia, supuestamente blancas. Las de Czernobog eran de un negro desvaído y sin brillo. Sombra abrió el juego. En sus sueños, no entablaban conversación alguna mientras jugaban, tan solo se oía el clic de las fichas al ponerlas sobre el tablero, o el susurro de la madera al deslizarse a la casilla contigua sobre la madera del tablero.
En los primeros seis movimientos, se limitaron a movilizar las piezas delanteras para ocupar el centro del tablero, dejando intactas las filas de atrás. Hacían pausas entre movimientos, pausas largas como las del ajedrez, mientras cada uno observaba y meditaba las jugadas.
Sombra había jugado a las damas en la cárcel: le ayudaba a matar el tiempo. También jugaba al ajedrez, pero no iba con su carácter: no le gustaba tener que planear de antemano la táctica. Prefería escoger el movimiento perfecto en cada momento. Con esa estrategia se podía ganar a las damas, a veces.
Se oyó un clic cuando Czernobog cogió una ficha negra y la hizo saltar por encima de una de las blancas de Sombra, para colocarla en la casilla siguiente. El viejo cogió la ficha blanca y la dejó sobre la mesa, junto al tablero.
—Uno a cero. Has perdido —le espetó Czernobog—. Se acabó la partida.
—No —respondió Sombra—. Aún queda mucha partida por delante.
—Entonces, ¿quieres que nos apostemos algo? ¿Una apuesta simbólica, para hacerlo más interesante?
—No —respondió Wednesday sin levantar la vista de la columna que estaba leyendo, «Humor en uniforme»—. Nada de apuestas.
—No estoy jugando contigo, vejestorio. Juego con él. ¿Quiere usted apostar, señor Sombra?
—¿Qué era eso que estaban discutiendo antes? —preguntó Sombra.
Czernobog alzó una ceja.
—Tu jefe quiere que vaya con él. Para ayudarlo con una de sus estupideces. Antes prefiero morirme.
—¿Quiere usted apostar? De acuerdo. Si gano, se viene con nosotros.
El viejo frunció los labios.
—Quizá —dijo—. Pero solo si cumples tu parte cuando pierdas.
—¿Y de qué se trata?
Czernobog no cambió la expresión.
—Si gano yo, te reviento la cabeza con el mazo. Primero te pones de rodillas, luego te golpeo para que no puedas volver a levantarte.
Sombra miró la cara del viejo tratando de descifrar su expresión. No hablaba en broma, de eso estaba seguro: en su rostro había hambre de algo, de dolor, o de muerte, o quizá de represalia.
Wednesday cerró el Reader’s Digest.
—Esto ya es ridículo —dijo—. Fue un error venir aquí. Sombra, nos vamos.
El gato gris se despertó, se levantó y de un salto se plantó en la mesa, junto al tablero de las damas. Se quedó mirando las fichas, luego dio un salto al suelo y, con la cola bien alta, se marchó indignado.
—No —respondió Sombra. No tenía miedo de morir. Al fin y al cabo, tampoco tenía nada por lo que vivir—. Está bien. Acepto. Si gana la partida tendrá una sola oportunidad para reventarme la cabeza con su mazo.
Y movió una ficha blanca a una casilla que estaba en el borde del tablero.
No dijeron nada más, pero Wednesday no volvió a coger el Reader’s Digest. Siguió la partida con el ojo de cristal y con el bueno, con una expresión que no transmitía nada.
Czernobog le comió otra ficha a Sombra, que, a su vez, le comió dos a Czernobog. Por el pasillo llegaban aromas de guisos que no conocía. Pese a que no todos los aromas resultaban precisamente apetitosos, Sombra se percató de repente de que tenía mucha hambre.
Los dos hombres movieron sus fichas, blancas y negras, por turnos. Se produjo un rápido intercambio de piezas y coronaron un par de damas: al no estar obligadas a moverse solo hacia delante y de casilla en casilla, las damas podían moverse hacia delante o hacia atrás, lo que las hacía el doble de peligrosas. Habían llegado a la última fila y podían ir a donde quisieran. Czernobog tenía tres damas, Sombra tenía dos.
El viejo movía una de las damas por todo el tablero para eliminar las fichas de Sombra, y con las otras dos mantenía inmovilizado a su contrincante.
Entonces Czernobog logró coronar una cuarta dama, con la que fue a por las dos damas de Sombra, y, con gesto impasible, se comió ambas. Y ahí se acabó todo.
—Bueno —dijo Czernobog—. Ahora ya puedo reventarte la cabeza. Y tú te pondrás de rodillas sin rechistar. Allá vamos.
Czernobog alargó su vieja mano y le dio a Sombra unas palmaditas en el brazo.
—Aún falta un poco para que la cena esté lista —dijo Sombra—. ¿Quiere que juguemos otra partida? ¿Con las mismas condiciones?
Czernobog encendió otro cigarrillo con una cerilla de cocina.
—¿Mismas condiciones? ¿Cómo quieres que te mate dos veces?
—Ahora mismo solo tiene un golpe, eso es todo. Usted mismo me ha dicho que no es solo cuestión de fuerza, sino también de habilidad. De esta manera, si gana esta partida, podrá golpearme dos veces.
Czernobog lo fulminó con la mirada.
—Un golpe, no hace falta más, un solo golpe. En eso consiste. —Se golpeó el antebrazo derecho con la mano, mientras se desprendía la ceniza del cigarrillo que sostenía en la mano izquierda.
—Hace ya mucho tiempo. Si ha perdido usted práctica, igual me libro con un simple moratón. ¿Cuándo fue la última vez que usó usted el mazo en el matadero? ¿Treinta años? ¿Cuarenta?
Czernobog no dijo nada. Su boca cerrada era como una raja gris en mitad de la cara. Tamborileó rítmicamente con los dedos sobre la mesa. A continuación, volvió a colocar las veinticuatro fichas en sus respectivas casillas.
—Tú empiezas —dijo—. Juegas con las claras otra vez. Yo con las oscuras.
Sombra movió ficha y Czernobog movió una de las suyas. Sombra pensó que seguramente su contrincante utilizaría la misma estrategia que en la primera partida, la que acababa de ganar, y que ese era precisamente su punto débil.
Esta vez, Sombra optó por una estrategia más audaz. Aprovechaba cualquier oportunidad, por pequeña que fuera, y movía sin pensar, sin pararse a reflexionar. Y esta vez sonreía mientras jugaba; y cuando Czernobog movía una de sus fichas, sonreía todavía más.
Poco después, Czernobog empezó a mover estrellando las fichas contra el tablero de madera con tal fuerza que las demás temblaban en sus casillas negras.
—Toma —dijo Czernobog, comiéndose bruscamente una de las piezas de Sombra—. Toma. ¿Qué tienes que decir a eso?
Sombra no dijo nada: se limitó a sonreír y a saltar sobre la pieza que acababa de mover Czernobog, y luego sobre otra, y otra más, y una cuarta, barriendo del centro del tablero todas las fichas negras. Cogió una ficha blanca del montón que tenía al lado y coronó.
Después de aquello, todo fue coser y cantar: unos cuantos movimientos más y se acabó la partida.
—¿Al mejor de tres? —le propuso Sombra.
Czernobog se quedó mirándolo fijamente, con aquellos ojos grises como dagas de acero. Y de pronto, se echó a reír y le dio unas palmaditas en el hombro.
—¡Me caes bien! —exclamó—. Los tienes bien puestos.
En ese mismo momento, Zorya Utrennyaya se asomó por la puerta para decirles que la cena ya estaba lista, y que ya era hora de recoger el tablero para poner la mesa.
—No tenemos comedor —dijo—, lo siento. Comemos aquí.
Dejó varias fuentes sobre la mesa. Dio a cada uno una bandejita pintada con unos cubiertos deslustrados para que se la pusieran en el regazo.
Zorya Vechernyaya cogió cinco cuencos de madera y puso en cada uno de ellos una patata hervida y sin pelar, luego les sirvió una generosa ración de un borscht escandalosamente rojo, le añadió una cucharada de crema agria y repartió los cuencos.
—Pensaba que seríamos seis —dijo Sombra.
—Zorya Polunochnaya sigue durmiendo —dijo Zorya Vechernyaya—. Le guardamos la comida en la nevera. Ya comerá cuando despierte.
El borscht tenía demasiado vinagre, sabía a remolacha encurtida. La patata hervida era muy harinosa.
El siguiente plato era un correoso estofado de carne con una guarnición de verduras que Sombra no supo identificar, pues estaban tan pasadas que, por mucho que uno usara la imaginación, parecían cualquier cosa menos verduras.
Luego había hojas de repollo rellenas de carne picada y arroz, unas hojas tan duras que casi resultaba imposible cortarlas sin que la carne y el arroz acabaran desperdigados por la moqueta. Sombra prefirió extenderlo por el plato.
—Hemos jugado a las damas —dijo Czernobog, sirviéndose un poco más de estofado—. El joven y yo. Él ha ganado una partida, yo he ganado otra. Como él ha ganado una, yo he aceptado acompañarles para ayudarlos con su absurdo plan. Y como yo he ganado otra, cuando todo esto acabe, puedo matar al joven de un mazazo.
Las dos Zorya asintieron con solemnidad.
—Una lástima —le dijo Zorya Vechernyaya—. Si te hubiera leído la buenaventura te habría dicho que tendrías una vida larga y feliz, y que tendrías muchos hijos.
—Por eso eres una buena adivina —dijo Zorya Utrennyaya. Parecía medio dormida, como si le costara mucho mantenerse despierta hasta tan tarde—. Mientes mejor que nadie.
Fue una larga comida y, al terminar, Sombra seguía teniendo hambre. La comida de la cárcel era mala, pero era mejor que aquélla.
—Buena comida —dijo Wednesday, que había rebañado su plato con evidente satisfacción—. Muchas gracias, señoras. Y ahora, temo que debo pedirles que nos recomienden un buen hotel por esta zona.
Zorya Vechernyaya puso cara de sentirse ofendida al oír aquello.
—¿Por qué habríais de ir a un hotel? —preguntó—. ¿Acaso no somos vuestros amigos?
—No querría causaros más molestias… —dijo Wednesday.
—No es ninguna molestia —dijo Zorya Utrennyaya, jugueteando con su insólito cabello dorado, y bostezó.
—Tú puedes dormir en la habitación de Bielebog —dijo Zorya Vechernyaya señalando a Wednesday—. Está vacía. Y a ti, jovencito, te prepararé la cama en el sofá. Estarás más cómodo que en un lecho de plumas. Te lo juro.
—Es muy amable por tu parte —dijo Wednesday—. Aceptamos.
—Y me pagáis lo mismo que pagaríais por una habitación de hotel —exclamó Zorya Vechernyaya, ladeando la cabeza en un gesto de triunfo—. Cien dólares.
—Treinta —replicó Wednesday.
—Cincuenta.
—Treinta y cinco.
—Cuarenta y cinco.
—Cuarenta.
—Está bien. Cuarenta y cinco dólares.
Zorya Vechernyaya estiró el brazo y estrechó la mano de Wednesday. A continuación, se puso a recoger la mesa. Zorya Utrennyaya bostezó de tal manera que Sombra temió que se le fuera a dislocar la mandíbula. Anunció que se iba a acostar o se quedaría dormida encima de la tarta, y les dio las buenas noches a todos.
Sombra ayudó a Zorya Vechernyaya a llevar los platos y las bandejas a la minúscula cocina. Para su sorpresa, había un lavavajillas viejo bajo el fregadero, así que fue metiendo los platos dentro. Zorya Vechernyaya lo miró por encima del hombro, chasqueó la lengua en señal de desaprobación y sacó los cuencos de madera en los que habían tomado el borscht.
—Ésos, en el fregadero —le dijo.
—Lo siento.
—No pasa nada. Ahora vuelve a la salita, tenemos tarta.
La tarta —que era de manzana— la habían comprado en una tienda y después la habían calentado en el horno, y estaba francamente buena. La comieron con un poco de helado y, a continuación, Zorya Vechernyaya los hizo salir de la habitación y se puso a prepararle a Sombra una estupenda cama en el sofá.
Wednesday habló con Sombra mientras esperaban en el pasillo.
—Eso que has hecho antes, lo de la partida de damas.
—¿Sí?
—Ha estado muy bien. Ha sido muy, muy estúpido por tu parte, pero ha estado bien. Que duermas a gusto.
Sombra se cepilló los dientes y se lavó la cara con la gélida agua del minúsculo cuarto de baño; luego volvió a la sala de estar, apagó la luz y se quedó dormido antes de que su cabeza tocara la almohada.
Sombra tuvo un sueño lleno de explosiones: iba conduciendo un camión por un campo de minas, y las bombas explotaban a ambos lados del vehículo. El parabrisas se hizo añicos y notó un cálido hilo de sangre corriéndole por la cara.
Alguien le estaba disparando.
Una bala le perforó el pulmón, otra le destrozó la columna, otra le dio en el hombro. Sintió cada una de las balas. Cayó sobre el volante.
La última explosión acabó en oscuridad.
«Debo de estar soñando —pensó Sombra, solo en la oscuridad—. Creo que acabo de morirme». Recordó que de niño había oído, y había llegado a creer, que si te morías en sueños te morías también en la vida real. Pero no se sentía muerto. Abrió los ojos a ver qué pasaba.
Había una mujer en la pequeña sala de estar, de pie junto a la ventana, dándole la espalda. Su corazón dejó de latir por un segundo y preguntó:
—¿Laura?
La mujer se volvió, bañada por la luz de la luna.
—Perdona. No quería despertarte —le dijo, con un leve acento de la Europa del Este—. Me voy.
—No, no pasa nada. No me has despertado. He tenido un sueño.
—Sí. Llorabas y gemías. Parte de mí quería despertarte, pero luego he pensado: «No, mejor lo dejo».
A la luz de la luna, su cabello era claro e incoloro. Llevaba un fino camisón blanco de algodón, con un cuello alto de encaje y un dobladillo que arrastraba por el suelo. Sombra se sentó, completamente espabilado.
—Eres Zorya Polu… —vaciló—. La hermana que estaba durmiendo.
—Soy Zorya Polunochnaya, sí. Y tú te llamas Sombra, ¿no? Es lo que me dijo Zorya Vechernyaya cuando me desperté.
—Sí. ¿Qué mirabas, ahí afuera?
La mujer lo miró y le hizo un gesto para que se acercara a mirar por la ventana. Se volvió de espaldas mientras él se ponía los vaqueros. Sombra fue hacia la ventana. Le pareció un camino largo para una habitación tan pequeña.
No podía calcular la edad de la mujer. Tenía la piel tersa, los ojos oscuros y de largas pestañas, y su cabello era blanco y le llegaba hasta la cintura. La luz de la luna convertía los colores en meros fantasmas de sí mismos. Era más alta que sus hermanas.
Señaló el cielo de la noche.
—Miraba eso —dijo, señalando la Osa Mayor—. ¿La ves?
—Ursa Major —dijo Sombra—. La Osa Mayor.
—Es una forma de verlo. Pero no la forma en que se mira en el lugar de donde yo vengo. Voy al tejado a sentarme un rato. ¿Quieres venir?
—Supongo que sí —respondió Sombra.
—Está bien.
Abrió la ventana y, descalza, salió a la escalera de incendios. Una gélida ráfaga de viento entró en la habitación. Sombra tenía una sensación extraña, pero no sabía lo que era; vaciló un momento y, a continuación, se puso el jersey, los calcetines y los zapatos y la siguió por la herrumbrosa escalera de incendios. Ella lo estaba esperando. El aliento de Sombra se convertía en vapor al contacto con aquel aire glacial. Observó los pies descalzos de la mujer subiendo por los helados escalones metálicos, y la siguió hasta el tejado.
Soplaba un viento muy frío que hacía que el camisón se pegara al cuerpo de la mujer, y Sombra se percató con cierta incomodidad de que Zorya Polunochnaya no llevaba nada debajo.
—¿No tienes frío? —le preguntó al llegar al final de la escalera de incendios, y una ráfaga de aire se llevó sus palabras.
—¿Perdón?
Se inclinó para escuchar mejor. Tenía un aliento dulce.
—Te preguntaba si no tienes frío.
Como respuesta, levantó un dedo para que esperase. Pasó con agilidad por encima del muro lateral para salir a la azotea. Sombra pasó también por encima del muro, con cierta torpeza, y la siguió por la azotea hasta la sombra del depósito de agua. Allí les esperaba un banco de madera, donde ella tomó asiento y Sombra se sentó a su lado.
El depósito de agua los resguardaba del viento, algo que Sombra agradeció enormemente.
—No —dijo ella—. No tengo frío. Esta hora es mi hora: me siento tan cómoda en la noche como un pez en aguas profundas.
—Debe de gustarte la noche —dijo Sombra, que acto seguido deseó haber dicho algo más inteligente, más profundo.
—Mis hermanas tienen su propia hora. Zorya Utrennyaya es del amanecer. En nuestra antigua patria, se levantaba para abrir las puertas y dejar que nuestro padre condujera su… hum, he olvidado la palabra, ¿como un coche, pero con caballos?
—¿Carro?
—Su carro. Nuestro padre salía con él todos los días. Y Zorya Vechernyaya le abría las puertas al anochecer, cuando volvía con nosotras.
—¿Y tú?
La mujer hizo una pausa. Tenía los labios carnosos, pero muy pálidos.
—Yo nunca veía a nuestro padre. Estaba durmiendo.
—¿Padeces alguna enfermedad?
No respondió. Si se encogió de hombros, el movimiento fue imperceptible.
—Bueno, querías saber qué miraba.
—La Osa Mayor.
La mujer alzó un brazo para señalarla, y el viento empujó el camisón contra su cuerpo. Sus pezones, y la carne de gallina alrededor de la areola, se transparentaron por un instante, oscuros bajo el blanco algodón. Sombra se estremeció.
—El Carro de Odín, lo llaman. Y la Osa Mayor. En el lugar de donde venimos creemos que es una, una cosa, una, no un dios, pero como un dios, algo malo, encadenado por esas estrellas. Si escapa, lo devorará todo. Y hay tres hermanas que deben vigilar el cielo, durante todo el día y toda la noche. Si escapa eso que las estrellas tienen encadenado, el mundo se acabará. ¡Puf! Así de fácil.
—¿Y la gente cree eso de verdad?
—Antes. Hace mucho tiempo.
—¿Y miras a ver si puedes ver el monstruo que hay en las estrellas?
—Algo así. Sí.
Sombra sonrió. De no ser por el frío, habría creído que estaba soñando. Todo parecía exactamente como un sueño.
—¿Puedo preguntar cuántos años tienes? Tus hermanas parecen mucho mayores.
Ella asintió con la cabeza.
—Soy la más joven. Zorya Utrennyaya nació por la mañana, Zorya Vechernyaya nació por la tarde y yo nací a medianoche. Soy la hermana de medianoche: Zorya Polunochnaya. ¿Estás casado?
—Mi mujer está muerta. Murió la semana pasada en un accidente de coche. Ayer se celebró su funeral.
—Lo siento.
—Vino a verme ayer por la noche. —No le resultó difícil decirlo en la oscuridad y a la luz de la luna; no parecía tan inconcebible como a la luz del día.
—¿Le preguntaste qué quería?
—No. No lo hice.
—Tal vez deberías hacerlo. Es lo más inteligente que se les puede preguntar a los muertos. A veces te lo dicen. Zorya Vechernyaya me ha contado que has jugado a las damas con Czernobog.
—Sí. Se ha ganado el derecho a golpearme el cráneo con un mazo.
—En los viejos tiempos, subían a la gente a las cimas de las montañas. A los lugares altos. Y eran golpeados en la nuca con una roca. Por Czernobog.
Sombra miró a su alrededor. No, estaban solos en la azotea.
Zorya Polunochnaya se echó a reír.
—No está aquí, bobo. Tú también le has ganado una partida. Puede que no te golpee hasta que haya pasado todo esto. Dijo que no lo haría. Y lo sabrás de antemano. Como las vacas a las que mataba: siempre lo sabían de antemano. Si no, ¿qué sentido tendría?
—Me siento como si estuviera en un mundo con su propio sentido de la lógica. Como cuando estás en un sueño, y sabes que hay normas que no debes infringir, aunque no sepas lo que significan. No tengo ni idea de qué estamos hablando, ni de qué es lo que ha pasado hoy; en realidad no entiendo prácticamente nada de lo que ha sucedido desde que salí de la cárcel. Simplemente me dejo llevar, ¿lo entiendes?
—Lo entiendo —dijo ella, y le cogió la mano con la suya, gélida—. Una vez te concedieron protección, pero ya la has perdido. La regalaste. Tuviste el sol en tus manos. Y eso es exactamente la vida. Todo cuanto puedo ofrecerte es una protección mucho más débil. La hija, no el padre. Pero todo ayuda. ¿Qué me dices?
El viento helado agitaba sus blancos cabellos en torno a su cara, y Sombra supo que había llegado el momento de volver adentro.
—¿Tengo que pelear contigo? ¿O jugar a las damas? —preguntó.
—Ni tan siquiera tienes que besarme —le respondió—. Tan solo tienes que coger la luna.
—¿Cómo?
—Coge la luna.
—No lo entiendo.
—Mira —dijo Zorya Polunochnaya. Levantó la mano izquierda y la mantuvo delante de la luna, de forma que parecía que la estaba cogiendo con el dedo índice y el pulgar. Luego, con un rápido movimiento, la arrancó. Por un momento, Sombra tuvo la impresión de que había robado la luna del cielo, pero luego vio que seguía brillando, y Zorya Polunochnaya abrió la mano para mostrarle un dólar de plata con la efigie de la Libertad sujeta entre el dedo índice y el pulgar.
—Una ejecución muy elegante —dijo Sombra—. No te he visto esconderla. Y no sé cómo has hecho la última parte.
—No la tenía escondida —replicó ella—. La he cogido. Y ahora te la doy a ti, para que la guardes. Toma. Y esta no la regales.
Se la puso en la mano derecha y le cerró el puño. La moneda estaba fría. Zorya Polunochnaya se inclinó hacia delante, le cerró los ojos con los dedos y le besó, con suavidad, ambos párpados.
Sombra se despertó en el sofá, completamente vestido. Un fino rayo de sol se colaba por la ventana, haciendo bailar las motas de polvo en el aire.
Se levantó y fue hacia la ventana. La habitación parecía mucho más pequeña a la luz del día.
La extraña sensación que había tenido la noche anterior cobró sentido cuando miró por la ventana. No había escalera de incendios en la ventana, ni balcón, ni herrumbrosos escalones de metal.
No obstante, en la palma de su mano, reluciente como el día que lo acuñaron, tenía un dólar de plata de 1922 con la efigie de la Libertad.
—Ah. Ya estás despierto —dijo Wednesday, asomándose por la puerta—. Estupendo. ¿Quieres café? Vamos a robar un banco.