They took her to the cemet‘ry
In a big of Cadillac
They took her to the cemet‘ry
But they did not bring her back.
La llevaron hasta el cementerio
en un viejo Cadillac.
La llevaron hasta el cementerio
y ya no regresó jamás.
—Canción tradicional
—Me he tomado la libertad —dijo el señor Wednesday mientras se lavaba las manos en el aseo de caballeros del Jack’s Crocodile Bar— de pedir que me lleven la comida a tu mesa. Después de todo, tenemos mucho de qué hablar.
—No lo creo —dijo Sombra y, después de secarse las manos con una toalla de papel, la arrugó y la tiró a la papelera.
—Necesitas un trabajo —replicó Wednesday—. La gente no contrata a exconvictos. Les resultáis incómodos.
—Me espera un trabajo. Un buen trabajo.
—¿Te refieres a tu puesto en el Muscle Farm?
—Quizá —respondió Sombra.
—No. Olvídate. Robbie Burton está muerto. Sin él, el Muscle Farm también lo está.
—Es usted un mentiroso.
—Claro. Y de los buenos. El mejor mentiroso que has conocido en tu vida. Pero me temo que en esto no te miento. —Sacó del bolsillo un periódico doblado varias veces y se lo dio a Sombra—. Página siete. Pero volvamos al bar. En la mesa podrás leerlo con más comodidad.
Sombra abrió la puerta del lavabo y salió al bar. El aire parecía azul del humo que flotaba en el ambiente, y en la máquina de discos sonaba el Iko Iko de los Dixie Cups. Sombra esbozó una sonrisa al reconocer la vieja canción infantil.
El camarero señaló una mesa situada en un rincón. En un lado había un cuenco de chile y una hamburguesa, y en el otro, un bistec poco hecho y un cuenco de patatas fritas enfrente.
Mira a mi rey todo vestido de rojo,
Iko Iko todo el día,
Te apuesto cinco dólares a que te dejará seco,
Jockamo-feena-nay
Sombra se sentó a la mesa y dejó el periódico.
—He salido de la cárcel esta misma mañana —dijo—. Ésta es mi primera comida como hombre libre. No le importará si espero a terminar de comer para leer la dichosa página siete, ¿verdad?
Sombra se comió la hamburguesa. Era mejor que las de la cárcel. El chile estaba bueno, pero después de un par de cucharadas decidió que no era ni mucho menos el mejor del estado.
Laura preparaba un chile fantástico. Lo hacía con carne magra, alubias rojas, zanahoria picada, un botellín de cerveza negra y chiles recién cortados. Lo dejaba cocer todo durante unos minutos, luego añadía vino tinto, zumo de limón, una pizca de eneldo fresco y, por último, lo probaba y lo sazonaba con su propia mezcla de especias. En más de una ocasión Sombra había intentado que le enseñara a hacerlo: observaba todo el proceso, desde el momento en que cortaba unas cebollas y las echaba en el aceite de oliva que cubría el fondo de la olla. Incluso había llegado a tomar notas de todo el proceso, desde el primer ingrediente hasta el último, y había probado a hacer el chile de Laura él solo durante un fin de semana en que ella tuvo que ausentarse de la ciudad. No le salió mal, se podía comer, pero no era el chile de Laura.
En la noticia de la página siete, Sombra leyó por primera vez el relato de cómo había muerto su esposa. Era una sensación rara, como si estuviera leyendo un cuento sobre alguien: de cómo Laura Moon, que según el artículo tenía veintisiete años, y Robbie Burton, de treinta y nueve, viajaban en el coche de Robbie por la interestatal cuando dieron un volantazo y se cruzaron en el camino de un camión de treinta y dos ruedas, que barrió el coche de la carretera cuando intentaba cambiar de carril para evitar el choque.
Los equipos de rescate llegaron casi de inmediato. Lograron sacar a Robbie y Laura de entre el amasijo de hierros. Ambos estaban ya muertos cuando llegaron al hospital.
Sombra volvió a doblar el periódico, y lo deslizó sobre la mesa para pasárselo a Wednesday, que se estaba metiendo entre pecho y espalda un bistec tan crudo y tan azul que bien podría no haber pasado en ningún momento por la parrilla.
—Tome. Lléveselo —dijo Sombra.
Era Robbie el que iba al volante. Probablemente iría bebido, aunque la noticia del periódico no decía nada de eso. Sombra no pudo evitar imaginarse la cara que habría puesto Laura al darse cuenta de que Robbie estaba demasiado borracho para conducir. Le vino a la mente la escena completa sin que pudiera hacer nada por evitarlo: Laura gritándole a Robbie que se parara en el arcén, luego el estrépito al chocar contra el camión, y el volante girando sin control…
… el coche en el arcén de la carretera, los pedacitos de cristal brillando a la luz de los faros como si fueran de hielo y diamantes, la sangre de los dos esparcida por el asfalto como si fueran rubíes. Dos cuerpos, muertos o moribundos, siendo extraídos del coche siniestrado y colocados con cuidado junto a la carretera.
—¿Y bien? —preguntó el señor Wednesday. Se había acabado ya el bistec, que había devorado como si se estuviera muriendo de hambre. Ahora masticaba las patatas fritas, que iba pinchando con el tenedor.
—Tenía usted razón —dijo Sombra—. No tengo trabajo.
Sombra sacó una moneda de veinticinco centavos del bolsillo, con la cruz mirando hacia arriba. Lanzó la moneda al aire, le dio un golpecito con un dedo para que pareciera que giraba, la cogió y se la colocó en el dorso de la mano.
—Usted elige.
—¿Por qué? —preguntó Wednesday.
—No quiero trabajar para alguien que tenga peor suerte que yo. Elija.
—Cara.
—Lo siento —dijo Sombra, descubriendo la moneda sin molestarse siquiera en mirarla—. Ha salido cruz. He hecho trampa.
—Los juegos amañados son los más fáciles de ganar —dijo Wednesday, amonestando a Sombra con su anguloso dedo—. Mírala.
Sombra miró la moneda. Había salido cara.
—Se ve que no la he lanzado bien —dijo, desconcertado.
—No te subestimes —replicó Wednesday, sonriendo—. Solo soy un tipo con mucha, mucha suerte. —Alzó la vista—. Caramba, si es Sweeney el Loco. ¿Por qué no te sientas y te tomas algo con nosotros?
—Southern Comfort y Coca-Cola sin hielo —dijo una voz detrás de Sombra.
—Voy a hablar con el camarero —dijo Wednesday. Se levantó y se dirigió hacia la barra.
—¿No va usted a preguntarme qué quiero beber? —le dijo Sombra.
—Ya sé lo que quieres beber —respondió Wednesday, ya desde la barra. Volvió a sonar el Walking After Midgnight de Patsy Cline en la máquina de discos.
El hombre que había pedido un Southern Comfort con Coca-Cola se sentó junto a Sombra. Lucía una barba corta de color cobrizo y vestía una cazadora vaquera con parches de colores y una camiseta blanca llena de lamparones que llevaba impresa una frase: «Si no puedes comerlo, beberlo, fumarlo o esnifarlo… ¡fóllatelo!». Llevaba también una gorra de béisbol con el siguiente lema: «La única mujer a la que he amado era la esposa de otro hombre… ¡mi madre!».
Abrió una cajetilla de Lucky Strike con una uña sucia, sacó un cigarrillo y le ofreció otro a Sombra. Estuvo a punto de aceptarlo, un simple reflejo —no fumaba, pero un cigarrillo siempre era buen material de trueque—, cuando se dio cuenta de que ya no estaba dentro. Ahí fuera se podía comprar tabaco en cualquier parte. Dijo que no con la cabeza.
—¿Así que trabajas para nuestro hombre? —preguntó el hombre de la barba. No estaba sobrio, pero tampoco estaba borracho aún.
—Eso parece —respondió Sombra.
El hombre de la barba encendió el cigarrillo.
—Yo soy un leprechaun, un duende irlandés —dijo.
Sombra no sonrió.
—¿En serio? En ese caso, ¿no deberías beber Guinness?
—Estereotipos. Tienes que aprender a salirte de lo establecido —respondió el hombre—. Irlanda no es solo la Guinness.
—No tienes acento irlandés.
—Llevo por aquí demasiado tiempo.
—Entonces eres irlandés.
—Te lo acabo de decir. Soy un leprechaun. No querrás que venga del puto Moscú.
—Supongo que no.
Wednesday volvió a la mesa, sujetando con soltura los tres vasos con aquellas manos como zarpas.
—Southern Comfort y Coca-Cola para ti, Sweeney, y un Jack Daniel’s para mí. Y esto es para ti, Sombra.
—¿Qué es?
—Pruébalo.
La bebida tenía un color dorado y rojizo. Sombra dio un sorbo, y le dejó un extraño sabor agridulce en la lengua. Percibía en el fondo el sabor del alcohol y una extraña mezcla de resabios. Le recordaba un poco al licor de la cárcel, que se destilaba en una bolsa de basura a partir de restos de fruta podrida, pan, azúcar y agua, pero este era más suave, más dulce e infinitamente más extraño.
—Vale —dijo Sombra—. Ya lo he probado. ¿Qué es?
—Hidromiel —respondió Wednesday—. La bebida de los héroes. La bebida de los dioses.
Sombra volvió a probarlo. Sí, efectivamente, sabía a miel. Ése era uno de los sabores.
—Sabe un poco al agua de los pepinillos —dijo—. Vino de pepinillos dulces.
—Sabe como el pis de un diabético borracho —confirmó Wednesday—. Lo detesto.
—¿Entonces por qué me lo has traído? —preguntó Sombra con toda la razón.
Wednesday se lo quedó mirando con sus disparejos ojos. Uno de ellos tenía que ser de cristal, pensó Sombra, pero no sabía cuál.
—Te lo he traído porque es una tradición. Y ahora mismo necesitamos toda la tradición de la que podamos disponer para sellar nuestro trato.
—No hemos hecho ningún trato.
—Claro que sí. Ahora trabajas para mí. Me protegerás, me ayudarás, me llevarás de un lugar a otro. De vez en cuando llevarás a cabo algunas pesquisas; tendrás que ir a determinados sitios y hacer preguntas en mi nombre. Y en caso de emergencia, pero solo en caso de emergencia, tendrás que hacer daño a determinadas personas que deban ser castigadas. En el improbable caso de que yo muera, serás tú quien me vele. Y a cambio, yo me aseguraré de que no te falte de nada.
—Te está estafando —dijo Sweeney el Loco rascándose su áspera barba pelirroja—. Es un estafador.
—Pues claro que soy un estafador —dijo Wednesday—. Por eso necesito a alguien que vele por mis intereses.
La canción de la gramola se acabó, y por un momento el bar quedó en silencio; todas las conversaciones quedaron como en suspenso.
—No sé quién me dijo una vez que estos momentos en los que todo el mundo calla al mismo tiempo solo se dan veinte minutos antes o después de una hora en punto —dijo Sombra.
Sweeney señaló el reloj que había sobre la barra, colocado entre las enormes e indiferentes mandíbulas de una cabeza de caimán disecada. Marcaba justo las 11:20.
—Ya lo veis—dijo Sombra—. Pero no me preguntéis por qué.
—Yo sé por qué —dijo Wednesday.
—¿Y no piensa compartirlo con nosotros?
—Puede que algún día te lo cuente, sí. O puede que no. Bébete el hidromiel, anda.
Sombra bebió lo que le quedaba en el vaso de un solo trago.
—Igual sabría mejor con un poco de hielo —dijo.
—Igual no —respondió Wednesday—. Es una porquería.
—Y tanto —dijo Sweeney el Loco—. Tendrán que disculparme un momento, caballeros, pero siento la imperiosa necesidad de ir a echar una larga meada.
Dicho esto, se levantó y se fue hacia el baño. Era un hombre increíblemente alto. Debía de medir más de dos metros, calculó Sombra.
Una camarera pasó una bayeta por la mesa y se llevó los platos vacíos. Wednesday le pidió otra ronda de lo mismo, pero le dijo que esta vez le pusiera un poco de hielo al hidromiel de Sombra.
—Bueno —añadió Wednesday—, ya te he contado lo que espero de ti, si es que aceptas mi oferta. Aunque doy por supuesto que la aceptas.
—Ya sé lo que quiere usted —dijo Sombra—. ¿Le gustaría saber lo que quiero yo?
—Nada podría hacerme más feliz.
La camarera trajo las bebidas. Sombra bebió un sorbo de su hidromiel con hielo, que no lo mejoraba en absoluto; de hecho, acentuaba el amargor y hacía que el sabor le durara más tiempo en la boca después de tragarlo. No obstante, pensó Sombra para consolarse, no parecía tener mucho alcohol. No tenía ganas de emborracharse. Todavía no.
Respiró hondo.
—Muy bien —dijo Sombra—. Mi vida, que durante tres años ha distado mucho de ser la mejor vida que se pueda soñar, ha dado un repentino giro a peor. Ahora mismo tengo algunos asuntos que resolver. Quiero ir al funeral de Laura, despedirme de ella. Después de eso, si todavía me necesita, me gustaría empezar cobrando quinientos dólares a la semana.
Había escogido la cifra al azar, la primera que se le vino a la cabeza. Wednesday continuaba mirándole como si nada.
—Y si nos gusta esto de trabajar juntos, dentro de seis meses me pagará usted mil. —Hizo una pausa. Era el discurso más largo que había soltado desde hacía años—. Dice usted que es posible que tenga que hacerle daño a alguien. Pues bien, si alguien intenta hacerle daño yo le defenderé. Pero no haré daño a nadie por diversión o por dinero. No pienso volver a la cárcel. Una vez ya es más que suficiente.
—No tendrás que hacerlo —afirmó Wednesday.
—No —replicó Sombra—, desde luego que no.
Sombra apuró el hidromiel. De repente, se preguntó si sería el hidromiel lo que le había soltado la lengua de aquella manera. Pero las palabras le salían de forma torrencial sin que pudiera hacer nada por impedirlo.
—No me gusta usted, señor Wednesday, o como se llame en realidad. No somos amigos. No sé cómo pudo bajarse del avión sin que yo lo viera, ni cómo se las ha arreglado para seguirme hasta aquí. Estoy francamente impresionado, tiene usted clase. Y ahora mismo no tengo nada mejor que hacer. Pero sepa usted que cuando hayamos terminado me iré. Y si me toca las pelotas, también me iré. Hasta entonces, trabajaré para usted.
Wednesday sonrió. Sus sonrisas eran francamente extrañas, pensó Sombra. No había en ellas ni rastro de humor, ni de felicidad, ni de alegría. Parecía como si hubiera aprendido a sonreír siguiendo un manual.
—Muy bien —dijo—. En ese caso cerramos el trato. Estamos de acuerdo.
—De perdidos al río —dijo Sombra.
Al otro lado del local, Sweeney el Loco estaba echando monedas en la gramola. Wednesday se escupió en la mano y se la tendió. Sombra se encogió de hombros. Se escupió en la mano. Unieron sus manos. Wednesday empezó a apretar y Sombra apretó también. Al cabo de unos segundos empezó a dolerle. Wednesday siguió apretando medio minuto más y luego le soltó.
—Bien —dijo—. Bien. Muy bien.
Wednesday sonrió fugazmente y Sombra creyó percibir esta vez cierto toque de humor, como si estuviera realmente satisfecho.
—Un vaso más de este asqueroso y repugnante hidromiel de los cojones para sellar nuestro trato y listo.
—Un Southern Comfort con Coca-Cola para mí —dijo Sweeney, que volvía a la mesa con paso vacilante.
En la gramola comenzó a sonar Who Loves the Sun?, de la Velvet Underground. Sombra pensó que no era habitual encontrar esa canción en una gramola. Parecía algo bastante insólito. Pero, al fin y al cabo, todo en aquella noche parecía más bien insólito.
Sombra cogió la moneda que había usado para decidir si trabajaría para Wednesday o no, recreándose en la sensación de tener entre las manos una moneda recién acuñada, y la hizo aparecer en su mano derecha entre el dedo índice y el pulgar. Hizo como si la cogiera rápidamente con la mano izquierda, mientras la hacía desaparecer de forma disimulada con los dedos. Cerró la mano izquierda alrededor de la imaginaria moneda. Luego cogió una segunda moneda con la derecha, con el índice y el pulgar y, mientras fingía que la dejaba caer en la izquierda, soltó la moneda escondida en la mano derecha, que chocó con la otra por el camino. El tintineo confirmó la ilusión de que ambas monedas estaban en su mano izquierda, aunque en realidad estaban las dos bien a salvo en la derecha.
—¿Trucos con monedas? —preguntó Sweeney, alzando la barbilla y mostrando su áspera y desaliñada barba—. Pues ya puestos, mira éste.
Cogió de la mesa un vaso vacío que había contenido hidromiel y echó los hielos en el cenicero. Luego estiró el brazo y cogió una moneda grande, dorada y brillante del aire. La echó en el vaso. Cogió del aire otra moneda de oro y la echó también en el vaso, donde resonó al chocar con la primera. Cogió otra moneda de la llama de una vela que había en la pared, otra de su barba, y otra más de la mano izquierda de Sombra, que estaba vacía, y a continuación las dejó caer, una a una, dentro del vaso. Luego, agitó los dedos sobre el vaso, sopló con fuerza y varias monedas más cayeron de su mano al vaso. Se guardó en el bolsillo de su chaqueta el vaso con las monedas y luego palpó el bolsillo para demostrar que, sin lugar a dudas, estaba vacío.
—Mira —dijo—. Para que aprendas lo que es un buen truco con monedas.
Sombra, que había observado atentamente aquella improvisada actuación, ladeó la cabeza.
—Tenemos que hablar de eso tú y yo —le dijo—. Quiero saber cómo lo has hecho.
—Lo he hecho —dijo Sweeney como si le estuviera confiando el mayor de los secretos— con gracia y estilo. Así lo he hecho.
Sweeney se rio en silencio, balanceándose sobre los talones y mostrando sus dientes separados.
—Sí —dijo Sombra—. Así es como lo has hecho. Tienes que enseñarme. Conozco diversas modalidades del Sueño del Pobre, pero, según he leído, se supone que tendrías que esconder las monedas en la mano con la que sujetas el vaso y dejarlas caer mientras haces aparecer y desaparecer la moneda de tu mano derecha.
—Cuánto trabajo, ¿no? —dijo Sweeney el Loco—. Es mucho más fácil cogerlas del aire.
Sweeney cogió su vaso de Southern Comfort con Coca-Cola, todavía a medias, lo miró y volvió a dejarlo sobre la mesa.
Wednesday les contemplaba a los dos como si acabara de descubrir nuevas e ignotas formas de vida.
—Hidromiel para ti, Sombra —dijo—. Yo sigo con mi Jack Daniel’s. ¿Y para el irlandés gorrón…?
—Un botellín, de algo oscuro, a ser posible. ¿Me has llamado gorrón? —Sweeney cogió lo que quedaba de su bebida y levantó el vaso para hacer un brindis—. Que la tormenta pase de largo, dejándonos sanos e ilesos —dijo, apurando su bebida de un solo trago.
—Un buen brindis —dijo Wednesday—. Pero no será así.
Le trajeron a Sombra otro vaso de hidromiel.
—¿Tengo que bebérmelo? —preguntó sin mayor entusiasmo.
—Eso me temo. Es para sellar nuestro trato. A la tercera va la vencida.
—Joder —dijo Sombra, y se lo bebió de un par de tragos. El sabor agridulce del hidromiel invadió su boca.
—Listo —dijo el señor Wednesday—. Ahora ya eres mi hombre.
—Entonces —terció Sweeney—, ¿quieres saber cómo se hace el truco?
—Sí —respondió Sombra—. ¿Las tenías escondidas en la manga?
—No han estado nunca en mi manga —dijo Sweeney, y se echó a reír, balanceándose como si fuera un volcán barbudo y desgarbado a punto de entrar en erupción y deleitándose con su propia brillantez—. Es el truco más fácil del mundo. Peléate conmigo y te lo cuento.
Sombra meneó la cabeza.
—Paso.
—Vaya, hombre, muy bonito —dijo Sweeney en voz alta para que lo oyera todo el mundo—. El viejo Wednesday contrata a un guardaespaldas y resulta que no es capaz ni de levantar los puños.
—No voy a pelearme contigo —insistió Sombra.
Sweeney se balanceaba y sudaba. Se puso a jugar con la visera de su gorra de béisbol. Luego sacó una de sus monedas del aire y la dejó en la mesa.
—Es de oro auténtico, por si tienes alguna duda —dijo Sweeney—. Ganes o pierdas, y perderás, es tuya si peleas conmigo. Un tío grande como tú… cualquiera diría que eres un maldito cobarde.
—Ya te ha dicho que no quiere pelear contigo —dijo Wednesday—. Vete, Sweeney. Coge tu cerveza y déjanos en paz.
Sweeney se encaró con Wednesday.
—¿Y tú me llamas gorrón, vieja criatura del demonio? Tú que no eres más que un verdugo despiadado y sin corazón. —El rostro de Sweeney estaba rojo de ira.
Wednesday extendió las manos, con las palmas hacia arriba, tratando de calmarle.
—Tonterías, Sweeney. Mucho cuidado con lo que dices.
Sweeney lo fulminó con la mirada. Luego, con la solemnidad de quien está muy borracho, dijo:
—Has contratado a un cobarde. ¿Qué crees que haría si yo te hiciera daño?
Wednesday se volvió hacia Sombra.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo—. Ocúpate.
Sombra se puso en pie y escrutó el rostro de Sweeney el Loco. ¿Cuánto medía aquel hombre?, se preguntó.
—Nos estás molestando —le espetó—. Estás borracho. Creo que ya es hora de que te marches.
Lentamente, los labios de Sweeney dibujaron una sonrisa.
—Vaya, el perrito ladrador se ha decidido por fin a pelear. ¡Eh, mirad todos! —gritó—. ¡Mirad esto y aprended!
Sweeney estampó su enorme puño en la cara de Sombra, que se echó hacia atrás para esquivarlo, de modo que le golpeó bajo el ojo derecho. Vio manchas de luz y sintió dolor.
Y con ese golpe, comenzó la pelea.
Sweeney peleaba sin estilo, sin método, sin nada más que el entusiasmo por la lucha misma: descargaba los golpes con contundencia y rapidez, y erraba en la misma medida que acertaba.
Sombra peleaba a la defensiva, con cuidado, tratando de limitarse a bloquear o esquivar los golpes de Sweeney. Era muy consciente de que todo el mundo los observaba. Habían apartado las mesas entre bufidos y protestas, dejando espacio para que pudieran moverse. Sombra era consciente en todo momento de que Wednesday le estaba mirando, y de su sonrisa carente de humor. Era evidente que se trataba de una prueba, pero ¿qué tipo de prueba? En la cárcel, Sombra había aprendido que había dos tipos de peleas: las de «no me toques los cojones», en las que había que lucirse e impresionar al personal, y las particulares, peleas de verdad que solían ser rápidas, duras y feas, y apenas duraban unos segundos.
—Eh, Sweeney —dijo Sombra, jadeando—, ¿por qué peleamos?
—Por el simple placer de hacerlo —respondió Sweeney, ya sobrio, al menos en apariencia—. Por el simple y pecaminoso placer de hacerlo. ¿No sientes la dicha en tus venas, inundándolas como la savia en primavera?
Sweeney tenía sangre en el labio, y Sombra en los nudillos.
—¿Cómo has hecho el truco de las monedas? —preguntó. Se echó hacia atrás para esquivar un golpe dirigido a su cara, y el puño de Sweeney fue a dar contra su hombro.
—La verdad es —gruñó Sweeney— que ya te lo dije la primera vez que preguntaste. Pero no hay peor ciego (¡Ay! ¡Buen golpe!), que el que no quiere ver.
Sombra le golpeó, derribándolo sobre una mesa, y los vasos y ceniceros vacíos que había encima se estrellaron contra el suelo. Sombra podría haberlo rematado en aquel momento. El hombre estaba indefenso, tendido de espaldas; no tenía forma de defenderse.
Miró a Wednesday, que asintió con la cabeza. Luego, miró a Sweeney el Loco.
—¿Ya es suficiente? —preguntó. Sweeney vaciló y asintió. Sombra lo soltó y retrocedió varios pasos. El irlandés, jadeando, se puso en pie de nuevo.
—¡Ni de coña! —gritó—. ¡Esto no se acaba hasta que yo lo diga!
Luego sonrió y se abalanzó sobre Sombra. Metió el pie en una cubitera que se había caído al suelo y su sonrisa se tornó en una mueca de sorpresa cuando sus pies resbalaron y cayó de espaldas. Su cabeza se estrelló contra el suelo del bar con un ruido sordo.
Sombra le puso la rodilla sobre el pecho.
—Te lo vuelvo a preguntar, ¿hemos peleado suficiente ya?
—Pues podríamos dejarlo ya —dijo Sweeney, levantando la cabeza del suelo—, porque la dicha me ha abandonado, como el pipí a un niño pequeño en una piscina en un día caluroso.
Escupió la sangre que tenía en la boca, cerró los ojos y comenzó a roncar, con profundos y magníficos ronquidos.
Alguien le dio a Sombra una palmada en la espalda. Wednesday le puso una botella de cerveza en la mano.
Sabía mejor que el aguamiel.
Sombra se despertó tumbado en el asiento de atrás de un sedán. El sol de la mañana lo deslumbraba y le dolía la cabeza. Se incorporó con dificultad, y se frotó los ojos.
Wednesday iba al volante, tarareando mientras conducía. Tenía un café en vaso de papel en el posavasos. Circulaban por lo que parecía una autopista interestatal, con el control automático de velocidad a cien kilómetros por hora. El asiento del copiloto iba vacío.
—¿Qué tal te sientes en esta mañana tan espléndida? —preguntó Wednesday sin volverse.
—¿Qué ha sido de mi coche? —preguntó Sombra—. Era de alquiler.
—Sweeney el Loco lo ha devuelto por ti. Era parte del trato que hicisteis ayer por la noche.
—¿Hicimos un trato?
—Después de la pelea.
—¿Pelea? —Se frotó la mejilla con la mano y guiñó los ojos. Sí, había tenido una pelea. Creía recordar a un hombre muy alto de barba anaranjada, y al público que los había jaleado—. ¿Quién ganó?
—¿No te acuerdas? —rio Wednesday.
—Pues no, la verdad —respondió Sombra. De pronto, acudieron a su mente las conversaciones de la noche anterior, pero todo era muy confuso—. ¿Queda algo de café por ahí?
Wednesday tanteó con la mano bajo el asiento del conductor y le pasó una botella de agua sin abrir.
—Toma. Debes de estar deshidratado. De momento, esto te vendrá mejor que el café. Pararemos en la próxima gasolinera para que puedas desayunar. Y no estaría de más que te asearas un poco, también. Por tu aspecto, parece que has pasado la noche en una jaula llena de cabras.
—De monos —replicó Sombra.
—De cabras —replicó Wednesday—. Un rebaño de grandes y apestosas cabras con enormes dientes.
Sombra desenroscó el tapón de la botella y bebió. De pronto, algo tintineó en el bolsillo de su cazadora; metió la mano y sacó una moneda del tamaño de medio dólar. Pesaba mucho, era de color amarillo intenso y estaba algo pegajosa. Sombra la colocó sobre la palma de su mano derecha y la hizo desaparecer, un clásico, y a continuación la hizo salir por entre los dedos anular y meñique. La escondió de nuevo en la palma de su mano, sujetándola con el meñique y el índice, de forma que no podía verse desde el otro lado; deslizó los dos dedos de en medio por debajo y la sacó lentamente por el dorso. Finalmente, se pasó la moneda a la mano izquierda y la guardó en el bolsillo.
—¿Qué demonios bebí anoche? —inquirió Sombra. Los acontecimientos de la velada anterior pululaban a su alrededor, sin forma, sin sentido, pero él sabía que estaban ahí.
El señor Wednesday divisó la señal que indicaba la salida a una gasolinera y aceleró.
—¿No lo recuerdas?
—No.
—Estuviste bebiendo hidromiel —le contestó con una amplia sonrisa.
«Hidromiel».
Sí.
Sombra se recostó en el asiento y continuó bebiendo agua, tratando de borrar los efectos de la noche anterior. Lo que recordaba, y lo que no.
En la gasolinera, Sombra se compró un kit de aseo que contenía una maquinilla de afeitar, un paquete de espuma de afeitar, un peine, un cepillo de dientes de usar y tirar y un minúsculo tubo de pasta dentífrica. Entró en el lavabo de caballeros y se miró en el espejo.
Tenía un cardenal debajo de un ojo —al tocarlo se dio cuenta de que le dolía mucho— y el labio inferior hinchado. Su cabello estaba enmarañado, y parecía como si se hubiera pasado la primera mitad de la noche peleando y, el resto, profundamente dormido, con la ropa puesta, en el asiento trasero de un coche. Oía música de fondo: tardó unos segundos en reconocer The Fool on the Hill, de los Beatles.
Se lavó la cara con el jabón líquido que había en el servicio, se enjabonó con la espuma y se afeitó. Se mojó el pelo y se lo peinó hacia atrás. Se cepilló los dientes. Luego se retiró los restos de espuma y de dentífrico de la cara con agua tibia. Contempló su aspecto en el espejo: estaba limpio y bien afeitado, pero seguía teniendo los ojos rojos e hinchados. Parecía mayor de lo que recordaba.
Se preguntó qué diría Laura cuando lo viera y luego recordó que Laura ya no diría nada nunca más y vio temblar su cara en el espejo, pero solo un instante.
Salió del lavabo.
—Estoy hecho una pena —dijo Sombra.
—Y tanto —replicó Wednesday.
Éste escogió de los estantes algo para picar y lo llevó a la caja registradora para pagarlo con la gasolina, pero cambió dos veces de opinión sobre la forma de pago, tarjeta o efectivo, para irritación de la chica que atendía la caja. Sombra observó a Wednesday, cada vez más aturullado y disculpándose todo el tiempo. De repente, parecía muy viejo. La chica le devolvió el dinero y le cobró con la tarjeta, a continuación le entregó el recibo y cogió el dinero, para finalmente devolverle el dinero y cobrarle con otra tarjeta. Wednesday estaba a punto de echarse a llorar, era un pobre viejo desvalido frente al implacable avance del plástico en el mundo moderno.
Sombra echó un vistazo al teléfono público: tenía colgado el cartel de «No funciona».
Salieron de la caldeada gasolinera y en el exterior hacía tanto frío que su aliento se convertía en vapor.
—¿Quiere que conduzca yo? —preguntó Sombra.
—Ni hablar —respondió Wednesday.
Continuaron avanzando por la autopista: a ambos lados del coche se veían pasar fugazmente los campos, que habían empezado a adquirir un tono pardo. Los árboles habían perdido ya la hoja y parecían muertos. Dos pájaros negros los contemplaban desde un cable del telégrafo.
—Eh, Wednesday.
—¿Qué?
—Si mis ojos no me engañan, se ha ido usted sin pagar la gasolina.
—¿En serio?
—Por lo que he visto, al final ha sido ella la que le ha pagado por el privilegio de tenerle en su gasolinera. ¿Cree que se habrá dado cuenta ya?
—Nunca lo hará.
—Entonces, ¿qué es usted? ¿Un artista del timo a pequeña escala?
Wednesday asintió con la cabeza.
—Sí —respondió—. Supongo que sí. Entre otras cosas.
Se pasó al carril izquierdo para adelantar a un camión. El cielo era de un gris uniforme y desvaído.
—Va a nevar —dijo Sombra.
—Sí.
—¿Llegó a enseñarme Sweeney cómo hacía el truco de las monedas de oro?
—Oh, sí.
—No lo recuerdo.
—Ya lo recordarás. Ha sido una noche muy larga.
Varios copos de nieve se fueron a posar en el parabrisas y se derritieron al cabo de unos segundos.
—El velatorio de tu mujer se celebrará en el tanatorio de Wendell —dijo Wednesday—. Después de comer la conducirán hasta el cementerio para enterrarla.
—¿Cómo se ha enterado?
—He hecho unas llamadas mientras estabas en el lavabo. ¿Sabes dónde está la funeraria Wendell?
Sombra asintió con la cabeza. Los copos de nieve se arremolinaban y bailaban delante del coche.
—Ésta es nuestra salida —dijo Sombra. El coche se fue de la interestatal y dejó atrás los moteles del norte de Eagle Point.
Habían pasado tres años. Sí. El motel Super-8 había desaparecido, lo habían tirado y ahora era un Wendy’s. Había más semáforos, y escaparates que no reconocía. Atravesaron el centro de la ciudad. Sombra le pidió a Wednesday que fuera más despacio al pasar por delante del gimnasio Muscle Farm. «Cerrado indefinidamente por defunción», decía el letrero escrito a mano colgado en la puerta.
Giraron a la izquierda en Main Street. Pasaron por delante de una tienda nueva de tatuajes y del centro de reclutamiento de las Fuerzas Armadas, luego por el Burger King, la farmacia de Olsen, que estaba exactamente igual que siempre y, por fin, llegaron hasta la fachada amarilla de ladrillos de la funeraria Wendell. En la ventana había un cartel de neón que rezaba: TANATORIO, bajo el que se veían varias lápidas sin grabar amontonadas.
Wednesday aparcó.
—¿Quieres que vaya contigo? —le preguntó.
—No especialmente.
—Bien —sonrió fugazmente—. Aprovecharé para resolver unos asuntos mientras tú te despides. Reservaré un par de habitaciones en el motel América. Nos vemos allí cuando termines.
Sombra se bajó del coche y se lo quedó mirando un momento mientras se alejaba. Entró en el edificio. El pasillo estaba en penumbra y olía a flores y a cera para muebles, aunque sutilmente se percibía también el penetrante olor a formaldehído y descomposición. Al fondo estaba la sala de velatorios.
Sombra se percató de que estaba jugando con la moneda de oro, moviéndola de manera compulsiva del dorso de la mano a la palma y los dedos una y otra vez. Sentir en su mano el peso de aquella moneda lo tranquilizaba.
Vio el nombre de su mujer en una hoja de papel junto a la puerta del fondo del pasillo. Entró en la sala. Sombra conocía a la mayoría de los presentes: la familia de Laura, compañeros de trabajo y unos cuantos amigos.
Todos lo reconocieron. Lo vio en sus caras. Pero no hubo sonrisas, nadie lo saludó.
Al fondo de la habitación había un pequeño estrado sobre el que habían colocado un ataúd de color crema con varias coronas de flores alrededor: rojo escarlata, amarillo, blanco y sangrientos violetas. Dio un paso adelante. Desde donde estaba veía el cadáver de Laura. No quería acercarse más; tampoco se atrevía a marcharse.
Un hombre vestido con un traje oscuro —Sombra imaginó que sería un empleado de la funeraria— le dijo:
—Caballero, ¿le gustaría firmar en el libro de condolencias? —Le señaló un libro encuadernado en cuero, abierto en un pequeño atril.
Escribió «Sombra» y la fecha con su minuciosa caligrafía, y luego, lentamente, añadió «Cachorrito» justo al lado, aplazando el momento de ir hacia al fondo de la habitación, donde estaba la gente y el ataúd, y aquello que estaba dentro del féretro que ya no era Laura.
Una mujer menuda entró por la puerta y vaciló un momento. Tenía el cabello de color rojo cobrizo y vestía ropa cara y muy negra. «La viuda», pensó Sombra, que conocía bien a la mujer: era Audrey Burton, la esposa de Robbie.
Audrey llevaba un ramito de violetas envuelto en la base con papel de aluminio. Era un gesto propio de un niño en el mes de junio, pensó Sombra. Pero no era época de violetas.
Audrey lo miró directamente, pero por la expresión de sus ojos a él le pareció que no lo había reconocido. Cruzó la habitación y se dirigió al ataúd de Laura. Sombra la siguió.
Laura tenía los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho. Llevaba puesto un traje azul bastante conservador que no reconocía. Su larga melena castaña no le cubría los ojos. Era su Laura y no lo era, pero era su reposo lo que resultaba poco natural: ella siempre había tenido un sueño muy inquieto.
Audrey dejó el ramo de violetas sobre el pecho de la fallecida. Luego frunció los labios pintados con carmín negro, movió los carrillos durante unos segundos y escupió, con fuerza, en el inerte rostro de Laura.
El escupitajo cayó en la mejilla y resbaló hacia la oreja.
Audrey se dirigía ya hacia la puerta. Sombra corrió tras ella.
—¿Audrey? —dijo. Esta vez sí que lo reconoció, y él se preguntó si estaría bajo los efectos de algún sedante. Su voz sonaba distante y fría.
—¡Sombra! ¿Te has escapado? ¿O te han soltado ya?
—Me soltaron ayer. Soy un hombre libre —respondió Sombra—. ¿Por qué demonios has hecho eso?
La mujer se detuvo en mitad del oscuro pasillo.
—¿Las violetas? Eran sus flores favoritas. De niñas íbamos juntas a cogerlas.
—No me refiero a las violetas.
—Ah, eso —replicó. Se limpió algo invisible de la comisura de la boca—. Bueno, yo diría que es bastante obvio.
—Para mí no, Audrey.
—¿No te lo han dicho? —hablaba con voz serena, carente de emoción—. A tu mujer la encontraron muerta con la polla de mi marido en la boca.
Se dio media vuelta, se fue hacia el aparcamiento, y Sombra se quedó mirándola.
Volvió a entrar en la sala. Alguien había limpiado ya el escupitajo.
Ni uno solo de los asistentes al velatorio fue capaz de mirar a Sombra a los ojos. Los que se acercaron a saludarle se limitaron a murmurar torpe y apresuradamente algunas palabras de condolencia.
Después de comer —Sombra almorzó en el Burger King—, tuvo lugar el entierro. El féretro color crema de Laura fue enterrado en el pequeño cementerio cristiano que había a las afueras de la ciudad: era un prado ondulado con algunos árboles y sin vallas, lleno de lápidas de granito negro y mármol blanco.
Fue al cementerio en el coche fúnebre de Wendell, con la madre de Laura. Al parecer, la señora McCabe creía que su hija había muerto por culpa de Sombra.
—Si hubieras estado aquí —le dijo— esto no habría sucedido. No sé por qué se casó contigo. Se lo dije, mira que se lo dije. Pero las chicas no hacen caso a sus madres, ¿verdad?
Se interrumpió y miró con atención el rostro de Sombra.
—¿Te has peleado con alguien?
—Sí.
—Bárbaro —le reprendió. Acto seguido apretó los labios, alzó la cabeza hasta que le tembló el mentón y miró fijamente al frente.
Para sorpresa de Sombra, Audrey Burton también asistió al funeral, aunque se quedó al fondo. Una vez terminado el breve responso, depositaron el ataúd en el interior de la fría tierra. La gente se marchó.
Sombra no se fue. Se quedó allí de pie, con las manos en los bolsillos, temblando, mirando la fosa fijamente.
El cielo era de un color gris plomizo, uniforme y plano como un espejo. Seguía nevando de forma errática, y los copos de nieve tenían un aire espectral.
Había algo que quería decirle a Laura, y estaba dispuesto a esperar hasta saber qué. Lentamente, el mundo empezó a perder luz y color. Los pies de Sombra comenzaron a entumecerse, y las manos y los pies le dolían de puro frío. Enterró las manos en los bolsillos buscando un poco de calor, y sus dedos se aferraron a la moneda de oro.
Se acercó hasta la tumba.
—Esto es para ti —dijo.
Habían echado varias paladas de tierra sobre el féretro, pero la fosa no estaba ni mucho menos llena. Lanzó la moneda de oro y echó más tierra para evitar posibles tentaciones a algún sepulturero sin escrúpulos. Se sacudió la tierra de las manos y dijo:
—Buenas noches, Laura. Lo siento.
Se volvió a mirar las luces de la ciudad y echó a andar en dirección a Eagle Point.
Su motel estaba a más de dos millas, pero después de tres años encarcelado le agradaba saber que podía andar y andar, toda la vida si le daba la gana. Podía seguir andando hacia el norte y acabar en Alaska, o dirigirse hacia el sur, a México y más allá. Podía andar hasta la Patagonia y Tierra del Fuego. Trató de recordar de dónde provenía ese nombre: creía recordar que de niño había leído algo sobre hombres desnudos sentados alrededor de la hoguera para calentarse…
Un coche se detuvo a su lado. Alguien bajó una ventanilla.
—¿Te llevo a alguna parte, Sombra? —preguntó Audrey Burton.
—No —respondió—. Contigo no.
Echó a andar de nuevo. Audrey lo siguió con el coche a cinco kilómetros por hora. Los copos de nieve bailaban a la luz de los faros.
—Yo creía que era mi mejor amiga —dijo Audrey—. Hablábamos todos los días. Cuando Robbie y yo nos peleábamos, ella era la primera en saberlo… Íbamos al Chi-Chi’s a tomarnos unos margaritas y a despotricar sobre lo gilipollas que pueden llegar a ser los tíos. Y durante todo ese tiempo se lo estaba follando a mis espaldas.
—Por favor, vete, Audrey.
—Solo quiero que sepas que tenía un buen motivo para hacer lo que hice.
Sombra no respondió.
—¡Eh! —gritó ella—. ¡Eh! ¡Estoy hablando contigo!
Sombra se volvió.
—¿Quieres que te diga que has hecho bien en escupir a Laura a la cara? ¿Quieres que te diga que no me ha dolido? ¿O que eso que dices me hará odiarla más de lo que la echo de menos? Pues no va a ser así, Audrey.
Ella lo acompañó con el coche durante un minuto más, sin decir nada. Luego le preguntó:
—¿Qué tal te ha ido en la cárcel?
—Genial —replicó Sombra—. Tú te habrías sentido como en casa.
Entonces Audrey pisó a fondo el acelerador y, haciendo rugir el motor, se marchó.
Sin la luz de los faros, todo se quedó a oscuras. El atardecer dio paso a la noche. Sombra seguía confiando en que el hecho de andar lo ayudaría a entrar en calor, y a que sus manos y sus pies se calentaran también. No fue así.
Cuando estaba en la cárcel, Low Key Lyesmith se había referido al pequeño cementerio de la prisión situado detrás de la enfermería como el Huerto de Huesos, y esa imagen se le había quedado grabada en la mente. Aquella noche había soñado con un huerto a la luz de la luna, lleno de árboles blancos y desnudos, con unas ramas que acababan en unas manos huesudas y unas profundas raíces que invadían las tumbas. En su sueño, los árboles del huerto de huesos daban fruto, y había algo muy inquietante en ellos, pero al despertarse no fue capaz de recordar qué extraña fruta crecía en los árboles, ni por qué le repelía de aquel modo.
Los coches pasaban por su lado. Sombra hubiera preferido poder caminar por una acera. Tropezó con algo que no podía ver en la oscuridad y cayó a la cuneta, con la mano derecha hundida bajo varios centímetros de frío barro. Se levantó y se limpió las manos en el pantalón. Se quedó quieto, desorientado. Solo tuvo tiempo de ver que había alguien a su lado antes de que le pusieran algo húmedo sobre la nariz y la boca, y aspirara unos penetrantes vapores químicos.
Esta vez la cuneta le pareció cálida y reconfortante.
Sombra sentía como si le hubieran clavado las sienes al cráneo, y tenía la vista nublada.
Llevaba las manos atadas a la espalda con lo que parecía algún tipo de correa. Estaba en un coche, sentado en unos asientos con tapicería de cuero. Por un instante se preguntó si su capacidad para percibir la profundidad de campo se había visto afectada, pero enseguida comprendió que no, que el otro asiento estaba tan lejos como parecía.
Había varias personas sentadas a su lado, pero no podía volver la cabeza para mirarlos.
El hombre joven y gordo que estaba sentado en la otra punta de la limusina cogió una lata de Coca-Cola light del minibar y la abrió. Llevaba un abrigo largo y negro, de un tejido que parecía seda, y no parecía tener más de veinte años: un brote de acné brillaba en una de sus mejillas. Sonrió al ver que Sombra estaba despierto.
—Hola, Sombra —dijo—. No me toques las pelotas.
—Vale —respondió Sombra—. No lo haré. ¿Puedes dejarme en el motel América, el que está junto a la Interestatal?
—Dale —le ordenó el joven a la persona que había a la izquierda de Sombra. Ésta le asestó un puñetazo en todo el plexo solar, y el golpe lo dejó sin respiración y lo dobló por la mitad. Lentamente, volvió a enderezarse.
—Te advertí que no me tocaras las pelotas, y eso es exactamente lo que acabas de hacer. Dame respuestas cortas y precisas si no quieres que acabe contigo de una puta vez. Aunque a lo mejor no te mato; a lo mejor les pido a los chicos que te rompan todos los putos huesos uno por uno. Tenemos 206, así que no me toques las pelotas.
—Entendido —dijo Sombra.
Las luces del techo de la limusina pasaban de violeta a azul, y luego de verde a amarillo.
—Trabajas para Wednesday —dijo el chico.
—Sí —respondió Sombra.
—¿Qué coño se trae entre manos? Quiero decir, ¿qué está haciendo aquí? Debe de tener un plan. ¿Cuál es el plan de juego?
—He empezado a trabajar para él esta mañana —dijo Sombra—. Soy el chico de los recados. Y su chófer, quizá, si es que me deja conducir alguna vez. Apenas hemos intercambiado unas palabras.
—¿Me estás diciendo que no lo sabes?
—Estoy diciendo que no lo sé.
El chico se lo quedó mirando. Bebió un sorbo de Coca-Cola, eructó, y continuó mirándole un poco más.
—¿Me lo dirías si lo supieras?
—Probablemente no —admitió Sombra—. Como bien has dicho, trabajo para el señor Wednesday.
El chico se desabrochó el abrigo y sacó una pitillera de plata de un bolsillo interior. La abrió y le ofreció uno a Sombra.
—¿Fumas?
Sombra pensó en aprovechar la circunstancia para pedir que le desataran las manos, pero al final cambió de idea.
—No, gracias —dijo.
El cigarrillo parecía liado a mano y, cuando el chico lo encendió con un Zippo de color negro mate, el aroma que invadió la limusina no parecía de tabaco. Tampoco era marihuana, decidió Sombra. Olía como si estuvieran quemando componentes eléctricos.
El chico dio una profunda calada y contuvo la respiración. Dejó que el humo le saliera poco a poco por la boca y volvió a aspirarlo por la nariz. Sombra intuía que había practicado aquel truco delante de un espejo durante bastante tiempo antes de hacerlo en público.
—Si me has mentido —dijo el chico como si estuviera muy, muy lejos—, te mataré. Ya lo sabes.
—Eso has dicho.
El chico volvió a darle otra calada larga al cigarrillo. Las luces dentro de la limusina pasaron de naranja a rojo y de nuevo a violeta.
—Dices que te hospedas en el motel América, ¿no? —Dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor, que estaba detrás de él. El cristal se bajó—. Eh, al motel América, junto a la interestatal. Tenemos que dejar a nuestro invitado.
El conductor asintió y el cristal volvió a subir.
Las luces de fibra óptica que había dentro de la limusina seguían cambiando de color, siguiendo el ciclo establecido. A Sombra le daba la sensación de que los ojos del joven también parpadeaban, con el color verde de los monitores antiguos.
—Te voy a dar un recadito para Wednesday. Dile que ya es historia. Que ya lo han olvidado. Que es un vejestorio. Dile que somos el futuro y que nos importan una mierda él y los de su calaña. Está acabado. ¿Entendido? Pues díselo bien clarito. Su lugar está en el vertedero de la historia mientras que gente como yo circulamos en limusina por las superautopistas del mañana.
—Se lo diré —dijo Sombra. Empezaba a sentirse mareado. Esperaba que no le diera por vomitar.
—Dile que hemos reprogramado la realidad. Dile que el lenguaje es un virus y la religión un sistema operativo, y las oraciones no son más que spam. Díselo o te juro que te mato —concluyó el chico, con suavidad, parapetado tras el humo.
—Entendido. Podéis dejarme aquí. Ya sigo a pie.
El joven asintió.
—Me alegro de haber hablado contigo —dijo. Al parecer el humo lo había tranquilizado—. Deberías saber que, si te matamos, ya no tenemos más que borrarte. ¿Lo entiendes? Un clic y serás sobrescrito con ceros y unos aleatorios. Y no existe la opción de «deshacer». —Dio un par de golpes a la ventana que tenía detrás—. Se va a bajar aquí.
A continuación se volvió de nuevo hacia Sombra y señaló su cigarrillo.
—Piel de sapo sintética. ¿Sabes que hoy en día se puede sintetizar la bufotenina?
El coche se detuvo. La persona que estaba sentada a la derecha de Sombra le abrió la puerta y este se bajó como pudo, con las manos aún atadas a la espalda. Entonces se dio cuenta de que no había podido ver bien a las personas con las que había compartido el asiento trasero. No sabía si eran hombres o mujeres, jóvenes o viejos.
Le cortaron las correas. Las tiras de nailon cayeron al suelo.
El interior del coche se había convertido en una nube de humo en la que parpadeaban dos luces, cobrizas, como los hermosos ojos de un sapo.
—Todo esto tiene que ver con el puto paradigma dominante, Sombra. Todo lo demás no importa. Ah, oye, y siento mucho lo de tu parienta.
La puerta se cerró y la limusina arrancó sin apenas ruido. Sombra estaba a unos doscientos metros del motel, así que echó a andar, respirando el aire frío. Por el camino vio carteles luminosos de color rojo, amarillo y azul que anunciaban comida rápida de todas las clases que uno pueda imaginar, siempre en forma de hamburguesa; y llegó al motel América sin más incidentes.