¿Los límites de nuestro país, señor? Pues al norte limita con la aurora boreal, al este con el sol naciente, al sur limita con la procesión de los equinoccios, y al oeste con el día del Juicio Final.
—The American Joe Millar’s Jest Book
Sombra llevaba tres años en la cárcel. Como era un tipo bastante grande y tenía pinta de no andarse con gilipolleces, su mayor problema consistía en encontrar maneras de matar el tiempo. Se dedicaba a entrenar para mantenerse en forma, a practicar juegos de manos con monedas y, sobre todo, a pensar en lo mucho que quería a su mujer.
Lo mejor de estar en la cárcel —quizá lo único bueno, en opinión de Sombra— era aquella sensación de alivio: el alivio que produce sentir que uno ha caído ya lo más bajo que se puede caer y ha tocado fondo. No le preocupaba que pudieran cogerle, porque ya le habían pillado. En la cárcel no se despertaba con temor; no le asustaba lo que el mañana pudiera traerle, porque ya se lo había traído el ayer.
Nada importaba, decidió Sombra, si eras culpable del delito por el que te habían condenado o no. Según su experiencia, allí todo el mundo se quejaba de alguna cosa: siempre había algo que las autoridades habían interpretado mal, o algo que decían que habías hecho cuando no era así, o no lo habías hecho exactamente como ellos decían. Lo único importante era que te habían pillado.
Se había dado cuenta durante los primeros días, cuando todo, desde la jerga carcelaria hasta la bazofia que les daban de comer, era nuevo para él. Pese a la amargura y al terrible resquemor que le producía estar encarcelado, respiraba con alivio.
Sombra procuraba no hablar demasiado. Hacia la mitad del segundo año le contó su teoría a Low Key Lyesmith, su compañero de celda.
Low Key, un timador de Minnesota con el rostro marcado por una cicatriz, había sonreído.
—Sí, es verdad —le dijo—. Y no te digo ya si te condenan a muerte. Entonces te acuerdas de esos chistes que cuentan que algunos se quitan las botas de una patada cuando les ponen la soga al cuello, para no dar la razón a los amigos que les decían que morirían con las botas puestas.
—¿Eso es un chiste? —le preguntó Sombra.
—Claro que sí. Humor negro. No hay nada más gracioso: ¡Zas!, lo peor ha sucedido. Tardas unos días en digerirlo y, antes de que te des cuenta, te llevan de camino al patíbulo para tu último baile.
—¿Cuándo fue la última vez que ahorcaron a alguien en este estado? —preguntó Sombra.
—¿Y cómo coño voy a saberlo? —Lyesmith llevaba su cobrizo cabello cortado al rape, de modo que se podía distinguir perfectamente la estructura de su cráneo—. Pero te voy a decir una cosa: este país empezó a irse al carajo cuando dejaron de ahorcar a la gente. Se acabaron las delaciones de última hora a cambio de un buen trato.
Sombra se encogió de hombros. No veía nada romántico en una sentencia de muerte.
Si no estabas condenado a muerte, decidió, la cárcel no era más que un aplazamiento temporal de tu vida, por dos razones. La primera, que la vida se abre camino en la cárcel. Hay sitios mucho peores, por malo que sea estar encerrado; la vida continúa, aunque estés permanentemente observado o encerrado en una jaula. Y la segunda razón es que, si resistes, tarde o temprano tendrán que soltarte.
Al principio, a Sombra le parecía algo demasiado lejano como para poder agarrarse a ello. Con el tiempo, se había convertido en una especie de luz al final del túnel, y había aprendido a decirse a sí mismo «esto también pasará» cuando la cárcel se le venía encima, y la cárcel siempre se venía encima de uno. Algún día se abriría la puerta mágica y él saldría por ella. Así que empezó a tachar los días en su calendario de Las Aves Cantoras de Norteamérica, que era el único calendario que se podía comprar en el economato, y el sol se ponía y volvía a salir sin que él pudiera verlo. Mientras tanto, ensayaba trucos con monedas aprendidos gracias a un libro que había encontrado en la desolada biblioteca del penal, se entrenaba y, mentalmente, iba haciendo una lista de las cosas que quería hacer cuando saliera de la cárcel.
La lista de Sombra se había ido reduciendo cada vez más. Después de dos años se había reducido a tres cosas.
En primer lugar se daría un baño, un largo y relajante baño de espuma. Quizá leyendo el periódico, quizá no; no terminaba de decidirse.
En segundo lugar, se secaría y se pondría un albornoz. Y unas pantuflas. Le gustaba lo de las pantuflas. Y de haber sido fumador, lo siguiente habría sido fumarse una pipa, pero no fumaba. Cogería a su mujer en volandas («Cachorrito —chillaría ella contenta, fingiéndose horrorizada—, ¿se puede saber qué haces?»), la llevaría hasta el dormitorio y cerraría la puerta. Y si después les entraba hambre, pedirían unas pizzas.
En tercer lugar, cuando salieran del dormitorio, quizás un par de días más tarde, intentaría pasar desapercibido y no volver a meterse en líos nunca más.
—¿Y entonces serás feliz? —le preguntó Low Key Lyesmith. Aquel día les tocaba trabajar en el taller del penal ensamblando comederos para pájaros, una tarea algo más entretenida que estampar matrículas de coche.
—De ningún hombre cabe decir que ha sido feliz —respondió Sombra— hasta que ha muerto.
—Herodoto —replicó Low Key—. Eh, chaval, estás aprendiendo.
—¿Y quién coño es Herodoto? —preguntó Iceman mientras ensamblaba los laterales de un comedero y se lo pasaba a Sombra para que los fijase con tornillos.
—Un griego muerto —dijo Sombra.
—La última novia que tuve era griega —replicó Iceman—. No os imagináis la clase de mierda que comía su familia. Arroz envuelto en hojas y porquerías por el estilo.
Iceman tenía el tamaño y la forma de una máquina de Coca-Cola, los ojos azules y el cabello tan rubio que parecía blanco. Le había dado una paliza a un tipo que había cometido el error de tirarle los trastos a su chica en el bar donde ella bailaba, y los amigos del tipo habían llamado a la policía. Fue arrestado y, al comprobar sus antecedentes, descubrieron que había abandonado un programa de reinserción dieciocho meses antes.
—¿Y qué otra cosa podía hacer? —preguntó Iceman, en tono ofendido, cuando le contó a Sombra su triste historia—. Le dije que era mi novia. ¿Qué iba a hacer? ¿Permitir que me faltara al respeto de esa manera? Ese tío le estaba metiendo mano.
Sombra respondió de forma algo absurda, con un «Y que lo digas». Había algo que había aprendido muy pronto: en la cárcel cada cual cumple su propia condena. No puedes cumplir condena por otro.
Agacha la cabeza. Cumple tu propia condena.
Lyesmith le había prestado a Sombra un maltrecho ejemplar editado en rústica de la Historia de Herodoto varios meses antes.
—No es un truño. Mola —le dijo cuando Sombra intentó alegar que no leía libros—. Tú léelo, ya verás como al final te gusta.
Sombra lo aceptó con una mueca de disgusto, pero se puso a leer y se quedó enganchado sin poder evitarlo.
—Griegos —dijo Iceman, en tono despectivo—. Y ni siquiera es verdad lo que dicen de ellos. Intenté darle a mi novia por el culo y casi me arranca los ojos.
Un día, sin previo aviso, trasladaron a Lyesmith. Le dejó a Sombra su libro de Herodoto con varias monedas auténticas ocultas entre las páginas: dos de veinticinco centavos, una de cinco y un penique. Las monedas estaban prohibidas: los bordes pueden afilarse frotándolos contra la piedra y rajarle la cara a alguien durante una pelea. Pero Sombra no quería un arma, simplemente mantener las manos ocupadas en algo.
Sombra no era supersticioso, y no creía en nada que no pudiera ver. Sin embargo, en aquellas últimas semanas había presentido que el desastre se cernía sobre el penal, del mismo modo que lo había presentido en los días que precedieron al robo.
Tenía una sensación de vacío en la boca del estómago, si bien intentaba convencerse de que no era más que el temor ante la perspectiva de volver al mundo exterior. Pero no estaba seguro. Estaba más paranoico de lo habitual, y en la cárcel lo habitual es mucho, y además te permite sobrevivir. Se volvió más taciturno y circunspecto que nunca. Se encontró observando el lenguaje corporal de los guardias, de los demás reclusos, buscando una pista que le permitiera adelantarse a la tragedia que estaba a punto de ocurrir, porque algo malo iba a suceder seguro.
Faltaba un mes para que lo dejaran en libertad. Sombra estaba en un despacho, hacía fresco y tenía delante a un hombre de baja estatura que presentaba en la frente una mancha de nacimiento del color del oporto. Estaban sentados frente a frente, con el escritorio de por medio; el hombre tenía un bolígrafo en la mano y el expediente de Sombra abierto sobre la mesa. El extremo del bolígrafo estaba todo mordisqueado.
—¿Tienes frío, Sombra?
—Sí —respondió éste—, un poco.
El hombre se encogió de hombros.
—Así funciona el sistema. Las calderas no se encienden hasta el día 1 de diciembre. Y se apagan el 1 de marzo. No soy yo quien dicta las normas. —Dejando a un lado las cuestiones de cortesía, deslizó el dedo índice por el folio, que estaba grapado a la carpeta por la esquina superior izquierda—. ¿Tienes treinta y dos años?
—Sí, señor.
—Pareces más joven.
—Vida sana.
—Aquí dice que has sido un recluso ejemplar.
—He aprendido la lección, señor.
—¿Ah, sí? ¿En serio? —Miró fijamente a Sombra, y su marca de nacimiento parecía ahora más cerca de los ojos.
Sombra sintió la tentación de contarle a aquel hombre algunas de sus teorías sobre la cárcel, pero finalmente guardó silencio. Se limitó a asentir con la cabeza y se concentró en aparentar el requerido arrepentimiento.
—Según el expediente, tienes esposa.
—Se llama Laura.
—¿Y cómo lo lleva?
—Bastante bien. Se puso como loca cuando me detuvieron. Pero viene a verme siempre que puede, es un viaje muy largo. Yo le escribo y la llamo por teléfono cuando puedo.
—¿A qué se dedica?
—Trabaja en una agencia de viajes. Organiza viajes por todo el mundo.
—¿Cómo la conociste?
Sombra no estaba muy seguro del porqué de aquellas preguntas. Por un momento sintió la tentación de decirle que no era asunto suyo, pero se lo pensó mejor y respondió:
—Era la mejor amiga de la mujer de mi mejor amigo. Nos organizaron una cita a ciegas. Conectamos perfectamente desde el principio.
—¿Y tendrás trabajo cuando salgas en libertad?
—Sí, señor. Mi amigo, Robbie, ese que he mencionado antes, es el dueño del Muscle Farm, el gimnasio al que yo iba. Dice que me puedo reincorporar cuando salga.
El hombre alzó una ceja.
—¿En serio?
—Dice que seré un buen gancho. Cree que si vuelvo volverán también algunos de los antiguos clientes, y que podré ocuparme de los tipos duros que quieren ser más duros todavía.
El hombre parecía satisfecho. Mordisqueó el extremo de su bolígrafo y volvió a concentrarse en el expediente.
—¿Qué piensas ahora del delito que cometiste?
Sombra se encogió de hombros.
—Fui un idiota —dijo, y era exactamente lo que pensaba.
El hombre de la mancha de nacimiento suspiró. Marcó varios puntos de la lista que iba siguiendo. A continuación, hojeó los documentos incluidos en el expediente de Sombra.
—¿Cómo volverás a casa desde aquí? ¿En autobús?
—En avión. Es una suerte que mi mujer trabaje en una agencia de viajes.
El hombre frunció el ceño y la mancha de nacimiento se arrugó.
—¿Te ha hecho llegar un billete?
—No ha hecho falta. Me envió el número de reserva de un billete electrónico. No tengo más que ir al aeropuerto dentro de un mes, enseñarles mi documento de identidad y subirme al avión.
El hombre asintió, hizo una última anotación, cerró el expediente y dejó el bolígrafo. Sus dos pálidas manos reposaban ahora sobre el escritorio gris como dos rosados animales. Juntó las manos, apoyando el dedo índice de una mano contra el de la otra, y miró a Sombra con sus acuosos ojos de color avellana.
—Eres un hombre afortunado —le dijo—. Tienes a alguien esperándote en casa y además un trabajo. Podrás dejar atrás todo esto. Tienes una segunda oportunidad. Aprovéchala bien.
El hombre no le tendió la mano cuando se levantó para irse, pero Sombra tampoco lo esperaba.
La última semana fue la peor. En cierto modo, fue aún peor que aquellos tres años juntos. Sombra se preguntaba si sería cosa del tiempo: opresivo, estable y frío. Parecía como si estuviera a punto de estallar una tormenta, pero esta no llegaba. Estaba de los nervios, y tenía una sensación extraña en lo más profundo del estómago que le decía que algo iba muy mal. Ráfagas de viento azotaban el patio de ejercicios, y Sombra creía oler la nieve en el aire.
Llamó a su mujer a cobro revertido. Sabía que las operadoras telefónicas cargaban un suplemento adicional de tres dólares a todas las llamadas efectuadas desde la cárcel, y por eso eran siempre muy amables con los que llamaban desde allí; sabían que eran ellos quienes pagaban su sueldo.
—Tengo una sensación extraña —le comentó a Laura. (Pero no fue eso lo primero que le dijo. Lo primero que le dijo fue «te quiero», porque está bien decirlo cuando es eso lo que sientes, y Sombra así lo sentía).
—Hola —dijo Laura—. Yo también te quiero. ¿Una sensación extraña con respecto a qué?
—No lo sé. Puede que sea por el tiempo. Tengo la sensación de que hace falta que se desate una buena tormenta para que todo vuelva a la normalidad.
—Aquí hace bueno. Aún no han terminado de caer las hojas. Si no hay tormenta, podrás verlas cuando vuelvas a casa.
—Cinco días —dijo Sombra.
—Solo ciento veinte horas más, y estarás en casa.
—¿Todo bien por ahí? ¿Algún problema?
—Todo en orden. Esta noche he quedado con Robbie. Estamos preparándote una fiesta sorpresa de bienvenida.
—¿Una fiesta sorpresa?
—Eso es. Y tú no sabes absolutamente nada, ¿verdad que no?
—Nada de nada.
—Ése es mi marido.
Sombra se percató de que estaba sonriendo. Llevaba tres años encerrado, pero su mujer aún sabía cómo hacerle sonreír.
—Te quiero, churri —dijo Sombra.
—Te quiero, cachorrito —se despidió Laura.
Sombra colgó el teléfono.
Cuando se casaron, Laura le dijo a Sombra que quería un cachorrito, pero el casero les recordó que su contrato especificaba que no se admitían animales. «Qué más da —le dijo Sombra—, yo seré tu cachorrito. ¿Qué quieres que haga? ¿Que mordisquee tus zapatillas? ¿Que me haga pis en la cocina? ¿Que te dé un lametón en la nariz? ¿Que te olisquee la entrepierna? Te apuesto lo que quieras a que no hay nada que pueda hacer un cachorrito que yo no pueda hacer». Y la cogió en brazos como si fuera una pluma, y se puso a lamerle la nariz mientras ella reía y chillaba, y acto seguido se la llevó a la cama.
En el comedor, Sam Fetisher se acercó sigilosamente a Sombra y le sonrió, mostrando sus viejos dientes. Se sentó a su lado y empezó a comerse los macarrones con queso.
—Tenemos que hablar —le dijo.
Sam Fetisher era uno de los hombres más negros que Sombra había visto en su vida. Lo mismo podía tener sesenta años que ochenta. No obstante, Sombra había conocido a varios adictos al crack que con treinta años parecían todavía más viejos que Sam Fetisher.
—¿Mm?
—Se avecina una tormenta —dijo Sam.
—Eso parece —replicó Sombra—. Puede que incluso traiga algo de nieve.
—No me refiero a esa clase de tormenta. Se avecinan tormentas mucho más grandes. Y te advierto una cosa, chico: más vale que te pille aquí que ahí afuera.
—Ya he cumplido mi condena —le dijo Sombra—. El viernes estaré fuera.
Sam Fetisher miró fijamente a Sombra.
—¿De dónde eres? —le preguntó.
—De Eagle Point, Indiana.
—Eres un mentiroso de mierda —exclamó Sam—. No te estoy preguntando dónde vives. ¿De dónde son tus viejos?
—De Chicago —respondió Sombra. Su madre se había criado en Chicago y había muerto también allí, aunque hacía ya muchos años de eso.
—A lo que íbamos: se avecina una gran tormenta. Tú mantén la cabeza gacha, Sombra. Es como… ¿cómo se llaman esas cosas sobre las que se mueven los continentes? Es algo de placas.
—¿Placas tectónicas? —aventuró Sombra.
—Eso es, placas tectónicas. Es como cuando empiezan a moverse y Norteamérica se desliza sobre Sudamérica, no quieres que te pille en medio. ¿Me sigues?
—Ni de lejos.
Uno de los castaños ojos de Sam se fue cerrando lentamente en una suerte de guiño.
—Pues luego no digas que no te avisé —dijo Sam Fetisher, introduciéndose en la boca una trémula porción de gelatina de color naranja.
Sombra durmió aquella noche con un ojo abierto, despertándose cada dos por tres, y oyó roncar a su nuevo compañero de celda, que dormía en la litera de abajo. Unas cuantas celdas más allá, un hombre gemía y gritaba y sollozaba como un animal, y de vez en cuando alguien le gritaba que se callara de una puta vez. Sombra intentaba no oírles. Se limitó a ver pasar los minutos, que transcurrían con solitaria lentitud.
Faltaban dos días. Cuarenta y ocho horas que empezaron con unos copos de avena, café de la cárcel y un guarda llamado Wilson que le tocó el hombro con más brusquedad de la estrictamente necesaria y le dijo:
—¿Sombra? Ven conmigo.
Sombra hizo examen de conciencia: la tenía tranquila, aunque eso, en la cárcel, como ya había tenido ocasión de comprobar, no le eximía de verse metido en un lío de mil pares de narices.
Fueron caminando más o menos a la par, y sus pisadas resonaron entre el cemento del suelo y el metal de las rejas.
Sombra notaba el regusto del miedo en la parte de atrás de la garganta, amargo como el café reposado. Su aciago presentimiento estaba a punto de hacerse realidad…
Una voz dentro de su cabeza le susurraba que le iban a endilgar otro año más de condena, que lo iban a meter en una celda de aislamiento, que le iban a cortar las manos y hasta la cabeza. Trató de convencerse de que era una estupidez, pero su corazón latía como si quisiera salirse del pecho.
—No te entiendo, Sombra —le dijo Wilson por el camino.
—¿Qué es lo que no entiende, señor?
—A ti. Eres demasiado silencioso. Demasiado educado. Te comportas como si fueras un viejo, pero ¿cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiocho?
—Treinta y dos, señor.
—¿Y qué eres? ¿Hispano? ¿Gitano?
—No que yo sepa, señor. Pero es posible.
—A lo mejor tienes sangre de negro. ¿Tienes sangre negra, Sombra?
—Podría ser, señor. —Sombra iba con la espalda bien erguida y mirando al frente, tratando de no caer en las provocaciones del guardia.
—¿De verdad? En fin, el caso es que me pones los pelos de punta. —Wilson tenía el cabello rubio tirando a rojizo, y una cara rubia tirando a rojiza, y una sonrisa rubia tirando a rojiza—. ¿Nos dejarás pronto?
—Eso espero, señor.
—Volverás. Puedo verlo en tus ojos. No tienes remedio, Sombra. Si de mí dependiera, ninguno de vosotros saldría nunca de aquí. Os echaríamos al hoyo y nos olvidaríamos de vosotros para siempre.
«Mazmorras», pensó Sombra, pero no dijo nada. Era una cuestión de supervivencia: nunca contestaba, ni tenía nada que opinar sobre la seguridad en el trabajo de los funcionarios de prisiones, ni entraba en debates sobre la naturaleza del arrepentimiento, la reinserción o las cifras de reincidencia. Nunca hacía comentarios graciosos o ingeniosos, y para no correr riesgos, cuando estaba en compañía de un funcionario procuraba no decir nada en absoluto. «Limítate a responder cuando te pregunten. Cumple tu condena. Sal de aquí. Vuelve a casa. Date un buen baño caliente. Dile a Laura que la quieres. Recupera tu vida».
Pasaron por varios puntos de control, y en cada uno de ellos, Wilson mostraba su identificación. Subieron unas escaleras y se encontraron frente a la puerta del despacho del alcaide. Sombra no había estado allí antes, pero sabía dónde estaba. En la puerta, en letras negras, se podía leer el nombre del alcaide, «G. Patterson», y junto a ella había un semáforo en miniatura.
El semáforo estaba en rojo, y Wilson pulsó un botón situado justo debajo.
Esperaron en silencio durante un par de minutos. Sombra intentaba convencerse de que todo iba bien, de que el viernes por la mañana estaría en un avión con destino a Eagle Point, pero no se lo creía.
La luz roja se apagó y se encendió la verde. Wilson abrió la puerta y entraron.
Sombra no había podido ver al alcaide más que unas cuantas veces durante su estancia en el penal. En una ocasión iba acompañando a un político que vino de visita; Sombra no pudo reconocerle. Otra vez fue durante un encierro; el director les habló en grupos de a cien, y les dijo que el número de reclusos excedía la capacidad del penal, y como aquello no tenía remedio, lo mejor sería que se fuesen acostumbrando.
De cerca, Patterson tenía una pinta todavía peor. Su rostro era alargado y llevaba el cabello gris cortado a cepillo, al estilo militar. Olía a Old Spice. Tenía detrás una estantería, y en todos los títulos de los libros que contenía figuraba la palabra «cárcel». Su escritorio estaba impoluto y vacío, salvo por el teléfono y un calendario con las tiras cómicas de The Far Side. Llevaba un audífono en la oreja derecha.
—Siéntese, por favor.
Sombra se sentó frente al escritorio, reparando en la inusual cortesía del trato, y Wilson se quedó de pie justo detrás de él.
El alcaide abrió un cajón del escritorio, sacó una carpeta y la dejó sobre la mesa.
—Aquí dice que le condenaron a seis años por agresión con agravantes y lesiones. Ya ha cumplido usted tres. Su puesta en libertad estaba prevista para el viernes.
«¿Estaba?». Sombra sintió que el estómago le daba un vuelco. Se preguntaba cuántos años más tendría que cumplir. ¿Uno? ¿Dos? ¿Los tres? Solo acertó a responder:
—Sí, señor.
El alcaide se humedeció los labios.
—¿Cómo dice?
—He dicho: Sí, señor.
—Sombra, lo vamos a poner en libertad esta misma tarde. Saldrá usted un par de días antes de lo previsto. —El alcaide pronunció estas palabras sin ningún entusiasmo, como si estuviera dictando una sentencia de muerte. Sombra asintió y esperó a que cayera la guillotina. El alcaide miró el papel que tenía sobre el escritorio—. Ha llegado esto del Johnson Memorial Hospital de Eagle Point… Su mujer… falleció esta misma madrugada a consecuencia de un accidente de tráfico. Lo siento.
Sombra asintió de nuevo.
Wilson lo acompañó de vuelta a su celda, esta vez en silencio. Abrió la puerta y se apartó para dejarle entrar. Entonces comentó:
—Es como uno de esos chistes que empiezan con: «Tengo una noticia buena y otra mala», ¿no? La buena es que te vamos a poner en libertad antes de tiempo, la mala es que tu mujer ha muerto.
Y se echó a reír como si fuera un chiste de verdad.
Sombra no abrió la boca.
Aturdido, recogió sus cosas, aunque buena parte de ellas las regaló. Dejó el libro de Herodoto de Low Key, el libro con el que había aprendido a hacer trucos con monedas y, no sin cierto remordimiento, también los discos lisos de metal que había sacado de extranjis del taller y que le habían hecho las veces de monedas hasta que encontró las que Low Key le había dejado entre las páginas del libro. Fuera tendría monedas de sobra, monedas de verdad. Se afeitó. Se puso su ropa de calle. Fue cruzando puertas una tras otra, consciente de que nunca volvería a entrar por ellas, sintiéndose vacío por dentro.
El cielo gris lanzaba ráfagas de lluvia, una lluvia gélida. Diminutos cristales de hielo azotaban su rostro, y la lluvia empapaba la fina tela de su abrigo mientras dejaban atrás el edificio del penal y se dirigían hacia lo que antes fue un autobús escolar, que los llevaría hasta la ciudad más próxima.
Cuando llegaron al autobús estaban empapados. Salían ocho, pensó Sombra. Aún quedaban dentro mil quinientos. Una vez sentado en el interior, no dejó de temblar hasta que empezó a funcionar la calefacción, mientras se preguntaba qué estaba haciendo, adónde podía ir ahora.
Se le vinieron a la mente imágenes fantasmales, sin más. En su imaginación estaba saliendo de otra cárcel, hace mucho tiempo.
Había estado encarcelado en una habitación abuhardillada y sin luz durante demasiado tiempo: tenía la barba larga y descuidada y el cabello enmarañado. Los guardas lo habían conducido por unas escaleras de piedra gris hasta una plaza llena de cosas de vivos colores donde había gente y objetos. Era día de mercado y estaba deslumbrado por el ruido y el color; entornaba los ojos para protegerse del radiante sol que inundaba la plaza, oliendo el aire salado y húmedo y todas las cosas buenas del mercado, y a su izquierda el sol brillaba desde el agua…
El autobús se detuvo dando sacudidas al llegar a un semáforo en rojo.
El viento aullaba en torno al vehículo. Los limpiaparabrisas se deslizaban trabajosamente sobre la luna del parabrisas, emborronando el paisaje urbano hasta convertirlo en un amasijo de neones rojos y amarillos. Eran las primeras horas de la tarde, pero al mirar por los cristales parecía casi de noche.
—¡Joder! —exclamó el hombre que iba sentado detrás de Sombra mientras limpiaba el vaho de la ventana con la mano y miraba a una persona que corría por la acera—. Hay chochitos ahí fuera.
Sombra tragó saliva. Acababa de darse cuenta de que aún no había llorado; de hecho, no sentía nada en absoluto. Ni lágrimas. Ni pena. Nada.
Se puso a pensar en un tipo llamado Johnnie Larch con el que había compartido celda nada más entrar en la cárcel. Éste le contó que una vez, tras pasarse cinco años entre rejas, salió con cien dólares en los bolsillos y un billete para Seattle, donde vivía su hermana. Llegó al aeropuerto y le dio el billete a la mujer del mostrador, que le pidió su permiso de conducir. Él se lo enseñó: había caducado un par de años antes. Ella le dijo que el documento no era válido. Larch le respondió que quizá no era válido como carné de conducir, pero que era más que suficiente a efectos de identificación y que quién coño creía que era si no era él. La mujer le dijo que le agradecería que bajara la voz. Él le dijo que le diera una puta tarjeta de embarque o que se arrepentiría, y que no iba a tolerar que le faltaran al respeto. En la cárcel no puedes tolerar que nadie te falte al respeto. Entonces la mujer pulsó un botón y en apenas unos instantes apareció el personal de seguridad del aeropuerto, que intentó convencerlo de que saliera de allí sin armar jaleo, pero a él no le dio la gana de irse, así que se produjo un pequeño altercado.
En resumidas cuentas, Johnnie Larch no consiguió volar a Seattle, y se pasó un par de días por los bares de la ciudad y, una vez gastados los cien dólares que tenía, atracó una gasolinera con una pistola de juguete para obtener más dinero y poder seguir bebiendo, pero finalmente la policía lo detuvo por mear en la vía pública. No tardó en volver a la cárcel para cumplir el resto de su condena, más algún tiempo de propina por el atraco de la gasolinera.
La moraleja de la historia, según Johnnie Larch, era ésta: no te busques líos con la gente que trabaja en los aeropuertos.
—¿Y no crees que la moraleja debería ser algo como: «Hay ciertas actitudes que funcionan en un determinado entorno, como puede ser una cárcel, pero que no sirven de nada e incluso pueden resultar contraproducentes fuera de ese entorno en particular»? —preguntó Sombra cuando Johnnie Larch le contó la historia.
—No, tú hazme caso, te lo digo en serio, tío —dijo Johnnie Larch—: no te metas con esas zorras de los aeropuertos.
Sombra esbozó una sonrisa al recordarlo. Su permiso de conducir no caducaba hasta dentro de unos meses.
—¡Estación de autobuses! ¡Todo el mundo abajo!
La estación olía a pis y a cerveza caducada. Sombra se subió a un taxi y le pidió al conductor que lo llevara al aeropuerto. Le ofreció cinco dólares de propina si le ahorraba la conversación. Tardaron veinte minutos en llegar y el taxista no dijo ni una palabra en todo el trayecto.
Sombra avanzó a trompicones por la bien iluminada terminal. Le preocupaba toda esa historia de los billetes electrónicos. Sabía que tenía reservada plaza en un vuelo que salía el viernes, pero no sabía si le serviría para ese día. Para Sombra, todo lo relacionado con la electrónica era pura magia y, por tanto, podía evaporarse en cualquier momento.
No obstante, llevaba encima su cartera, por primera vez en tres años, y tenía varias tarjetas de crédito caducadas y una Visa que, según descubrió con no poco alivio, no caducaba hasta finales de enero. Tenía un número de reserva. En ese momento se dio cuenta de que, una vez en su casa, de algún modo las cosas volverían a estar en su sitio. Laura volvería a estar bien. A lo mejor solo era una artimaña que se habían inventado para que pudiera salir unos días antes. O quizá se trataba de un simple malentendido y habían sacado el cuerpo de otra Laura Moon de entre los restos del coche accidentado.
Tras las paredes de cristal del aeropuerto se veía el centelleo intermitente del relámpago. Sombra se percató de que estaba conteniendo la respiración, como si esperara algo. Oyó el estallido de un trueno lejano. Soltó el aire.
Una mujer blanca de aspecto fatigado lo miraba desde el otro lado del mostrador.
—Hola —dijo Sombra. «Eres la primera desconocida de carne y hueso con la que hablo en tres años»—. Tengo un número de un billete electrónico. La reserva es para el viernes, pero debo salir hoy. Ha muerto un familiar.
—Mm. Lo siento mucho. —Tecleó algo en el ordenador, miró la pantalla y volvió a teclear—. No hay ningún problema. Le he puesto en el vuelo de las tres y media. Es posible que lleve retraso, por la tormenta, así que no pierda de vista los paneles. ¿Desea facturar algo?
Levantó una mochila.
—No es necesario que facture esto, ¿verdad?
—No —respondió ella—. Puede llevarlo como equipaje de mano. ¿Tiene algún documento de identidad con fotografía?
Sombra le mostró su permiso de conducir. Después le aseguró que nadie le había dado una bomba para que la introdujera en el avión y, a cambio, la mujer le entregó una tarjeta de embarque. A continuación pasó por el detector de metales mientras su mochila pasaba por el aparato de rayos X.
No era un aeropuerto grande, pero le sorprendió la cantidad de gente que deambulaba —simplemente deambulaba— por allí. Observó que dejaban las bolsas en el suelo como si nada, observó cómo se metían las carteras en los bolsillos traseros, vio cómo dejaban los bolsos debajo de la silla sin vigilancia. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ya no estaba en la cárcel.
Faltaban todavía treinta minutos para embarcar. Sombra compró una porción de pizza y el queso fundido le quemó los labios. Cogió la vuelta y se dirigió hacia las cabinas de teléfono. Llamó a Robbie al Muscle Farm, pero le saltó el contestador.
—Eh, Robbie —dijo Sombra—. Me dicen que Laura ha muerto. Me han soltado antes de lo previsto. Vuelvo a casa.
Entonces, como la gente comete errores, según había podido comprobar en más de una ocasión, llamó a su casa y escuchó la voz de Laura.
—Hola —dijo—. No estoy en casa o no puedo contestar el teléfono. Deja el mensaje y te llamaré en cuanto pueda. Que pases un buen día.
Sombra no tuvo valor para dejar un mensaje.
Se sentó en una silla de plástico al lado de la puerta de embarque, y agarró su bolso con tal fuerza que se hizo daño en la mano.
Se puso a pensar en la primera vez que vio a Laura. Entonces aún no sabía ni cómo se llamaba. Era la amiga de Audrey Burton. Estaba con Robbie en Chi-Chi’s hablando de algo, probablemente de una de las entrenadoras que acababa de anunciarles que iba a abrir su propio estudio de danza, cuando entró Laura un par de pasos por detrás de Audrey y él se quedó mirándola embelesado. Tenía el cabello largo, de color castaño, y unos ojos tan azules que Sombra pensó que llevaba lentillas de color. Había pedido un daiquiri de fresa, insistió en que Sombra lo probara y se rio alegremente cuando lo hizo.
A Laura le encantaba que la gente probara lo que ella tomaba.
Aquella noche, Sombra se despidió de ella con un beso de buenas noches; sus labios sabían a daiquiri de fresa, y desde ese momento no había querido besar a otra persona.
Una mujer anunció el embarque para su vuelo y la fila de Sombra fue la primera en subir a bordo. Se sentó al final del todo, junto a un asiento vacío. La lluvia repiqueteaba en el lateral del avión. Sombra imaginó a un grupo de niños pequeños que tiraban guisantes secos a puñados desde el cielo.
Se quedó dormido mientras el avión despegaba.
Se encontraba en un lugar oscuro, y la cosa que lo miraba llevaba una cabeza de búfalo peluda y pestilente, con unos ojos enormes y acuosos. Tenía cuerpo de hombre, cubierto de aceite y brillante.
—Se avecinan cambios —dijo el búfalo sin mover los labios—. Será necesario tomar ciertas decisiones.
La luz de una hoguera titilaba en las paredes húmedas de la cueva.
—¿Dónde estoy? —preguntó Sombra.
—En la tierra y debajo de la tierra —dijo el hombre búfalo—. Te encuentras en el lugar donde esperan los olvidados.
Sus ojos eran líquidas canicas negras y su voz atronaba desde el mismo inframundo. Olía como una vaca mojada.
—Cree —dijo la atronadora voz—. Para sobrevivir debes creer.
—¿Creer qué? —preguntó Sombra—. ¿Qué es lo que debo creer?
El hombre búfalo tenía la vista clavada en Sombra y se irguió hasta hacerse inmenso, con los ojos en llamas. Abrió su babeante boca de búfalo, roja por dentro a causa del fuego que ardía en su interior, bajo la tierra.
—Todo —bramó el hombre búfalo.
El mundo se inclinó y giró y Sombra se encontró de nuevo en el avión; pero seguía estando inclinado. En la parte delantera de la cabina había una mujer que gritaba, con cierta desgana.
Los rayos estallaban en cegadores relámpagos en torno al avión. El capitán habló por el altavoz para comunicarles que procedía a ganar altitud para salir de la tormenta.
El avión dio una sacudida y Sombra se preguntó, fríamente y sin mayor preocupación, si iba a morir. Parecía posible, decidió, pero poco probable. Miró por la ventanilla y contempló el horizonte iluminado por los relámpagos.
Entonces volvió a quedarse traspuesto y soñó que estaba de nuevo en la cárcel, y que Low Key le susurraba mientras hacían cola en la cantina que alguien le había puesto precio a su vida, pero Sombra no tenía forma de saber ni quién ni por qué. Cuando se despertó, el aparato había iniciado el descenso y se disponía a aterrizar.
Bajó del avión todavía adormilado, parpadeando para terminar de espabilarse.
Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que todos los aeropuertos eran poco más o menos iguales. Da igual dónde estés, es un aeropuerto: baldosas, pasillos y lavabos, puertas de embarque, quioscos de prensa y lámparas fluorescentes. Aquel aeropuerto parecía un aeropuerto. El problema era que no se trataba del aeropuerto al que se dirigía. Éste era grande, demasiado populoso y con demasiadas puertas.
La gente tenía ese aspecto abatido y esa mirada vidriosa que solo se ve en las cárceles o en los aeropuertos.
—Disculpe, señora.
La mujer lo miró por encima de su carpeta.
—¿Sí?
—¿Qué aeropuerto es éste?
Ella lo miró, desconcertada, mientras intentaba decidir si estaba de broma o no, y respondió:
—Saint Louis.
—Pensaba que este avión iba a Eagle Point.
—Así es, pero lo han desviado aquí a causa de la tormenta. ¿No lo anunciaron por el altavoz?
—Seguramente. Me he quedado dormido.
—Tendrá que hablar con aquel hombre de ahí, el de la chaqueta roja.
El hombre era casi tan alto como Sombra: parecía el padre de una de aquellas comedias televisivas de los años setenta. Tecleó algo en el ordenador y le dijo a Sombra que fuera corriendo —«¡Corra!»— a la puerta que había al otro lado de la terminal.
Sombra atravesó el aeropuerto a la carrera, pero las puertas ya estaban cerradas cuando llegó. A través del cristal vio que el avión se alejaba por la pista. Entonces se dirigió a la azafata de la puerta y le explicó su problema (con mucha calma y con mucha educación), y la mujer le dijo que preguntara en el mostrador de información, donde Sombra volvió a explicar que regresaba a su casa después de una larga ausencia y que su mujer acababa de morir en un accidente de tráfico, y que era de vital importancia que pudiera coger un avión ya mismo. No dijo nada sobre su estancia en la cárcel.
La mujer del mostrador (bajita y castaña, con un lunar en un lado de la nariz) habló con otra mujer, llamó por teléfono («No, ese no, lo acaban de cancelar») y le imprimió otra tarjeta de embarque.
—Ésta le servirá —le dijo—. Llamaremos a la puerta de embarque para avisarles de que va hacia allí.
Sombra se sentía como si fuera una bolita de trilero pasando de cubilete en cubilete, o como una carta que estuvieran barajando. Echó a correr de nuevo y acabó cerca de donde había desembarcado al principio.
El hombre bajito que custodiaba la puerta le cogió la tarjeta de embarque.
—Le estábamos esperando —le susurró, arrancando la pestaña de la tarjeta, donde figuraba el número de su asiento, el 17D. Sombra se apresuró a subir al avión, y la puerta se cerró justo detrás de él.
Atravesó el pasillo de los asientos de primera clase; solo había cuatro, y tres de ellos estaban ocupados. Un hombre con barba y traje claro que estaba sentado junto al asiento vacío en primera fila sonrió ampliamente a Sombra cuando este subió al avión y luego, cuando pasó a su lado, alzó la muñeca y se dio unos golpecitos en el reloj.
«Sí, sí, se ha retrasado por culpa mía —pensó Sombra—. Ojalá sea esta su mayor preocupación».
Mientras avanzaba hacia el fondo, le dio la impresión de que el avión iba bastante lleno. De hecho, Sombra no tardó en descubrir que iba completo y que una mujer de mediana edad ocupaba el asiento 17D. Sombra le mostró su tarjeta de embarque y ella sacó la suya: tenían el mismo número.
—¿Podría sentarse, por favor? —le preguntó la azafata.
—No —respondió él—, me temo que no. Esta señora está sentada en mi asiento.
La chica chasqueó la lengua y comprobó las tarjetas de embarque, luego hizo que Sombra la acompañara hasta la parte delantera del avión y le señaló el asiento vacío de primera clase.
—Parece que es su día de suerte —le dijo.
Sombra se sentó.
—¿Quiere que le traiga algo de beber? Hay tiempo antes de que despeguemos. Estoy segura de que lo necesita después de esto.
—Una cerveza, por favor —dijo Sombra—. Me da igual la marca.
La azafata se fue.
El hombre del traje claro que estaba sentado a su lado estiró el brazo y golpeó con la uña en el reloj. Era un Rolex negro.
—Llega usted tarde —le dijo, con una amplia sonrisa exenta de toda calidez.
—¿Perdón?
—He dicho que llega usted tarde.
La azafata le trajo un vaso de cerveza y Sombra dio un trago. Por un segundo pensó que el hombre estaba loco, pero luego decidió que debía de referirse al avión, que había tenido que esperar al último pasajero.
—Siento haberles hecho esperar —respondió con cortesía—. ¿Tiene usted prisa?
El avión comenzó a alejarse de la puerta. La azafata regresó para llevarse los vasos y cogió el de Sombra. El hombre del traje claro le sonrió y dijo:
—Tranquila, lo sujetaré con fuerza. —La mujer le permitió quedarse con su vaso de Jack Daniel’s, no sin antes recordarle que aquello iba en contra de las normas de la aerolínea. («Deje que sea yo quien juzgue eso, querida»).
—El tiempo es de vital importancia, sin duda —dijo el hombre—. Pero no, no tengo ninguna prisa. Únicamente me preocupaba que pudiera usted perder el avión.
—Muy amable por su parte.
El avión seguía en la pista, con los motores en marcha, impaciente por despegar.
—Qué coño amable —le espetó el hombre—. Tengo un trabajo para ti, Sombra.
Los motores rugieron. El avión dio una sacudida e inició el despegue, empujando la espalda de Sombra contra el asiento. Ya estaban en el aire y empezaban a dejar atrás las luces del aeropuerto. Sombra miró al hombre que iba sentado a su lado.
Su cabello era de color gris rojizo; su barba de tres días, de color rojo grisáceo. No era tan grande como Sombra, pero parecía ocupar una barbaridad de espacio. Tenía el rostro cuadrado, la piel arrugada y los ojos de un gris pálido. Llevaba un traje que parecía caro del color de un helado de vainilla derretido, y una corbata de seda gris marengo con una aguja en forma de árbol labrada en plata: podían apreciarse el tronco, las ramas y unas profundas raíces.
El hombre sujetó su vaso de Jack Daniel’s mientras despegaban y no derramó ni una gota.
—¿No piensa preguntarme de qué tipo de trabajo se trata? —inquirió.
—¿Cómo sabe usted quién soy?
El hombre se echó a reír.
—Ah, saber cómo se llama alguien es la cosa más fácil del mundo. Solo hay que pensar un poco, tener un poco de suerte y un poco de memoria. Pregúnteme qué tipo de trabajo le estoy ofreciendo.
—No —dijo Sombra. La azafata le trajo otro vaso de cerveza y él le dio un sorbo.
—¿Por qué no?
—Me voy a casa. Tengo un trabajo esperándome allí y no quiero otro.
La arrugada sonrisa del hombre no se alteró, aparentemente, pero ahora parecía divertido.
—No te espera ningún trabajo en casa —dijo—. No hay nada esperándote. Sin embargo, yo te estoy ofreciendo un empleo perfectamente legal, un buen sueldo, cierta seguridad y sustanciosos bonus. Qué demonios, si vives lo suficiente incluso podría añadir un plan de pensiones. ¿No te gustaría tener uno?
—Puede que haya visto mi nombre en el lateral de la bolsa —dijo Sombra.
El hombre se quedó callado.
—No sé quién es usted —prosiguió Sombra—, pero es imposible que supiera que iba a subir a este avión. Ni siquiera yo sabía que iba a volar en este aparato y, de hecho, no estaría aquí si no hubiesen desviado mi avión a Saint Louis. Supongo que es usted un bromista. O quizás está intentando timarme. En cualquier caso, creo que lo mejor será que dejemos la conversación en este punto.
El hombre se encogió de hombros.
Sombra cogió la revista de la aerolínea. El avión no paraba de dar sacudidas, lo que hacía que resultara difícil concentrarse. Las palabras flotaban por su cabeza como pompas de jabón; estaban ahí cuando las leía, pero desaparecían casi al instante.
El hombre seguía a su lado, en silencio, disfrutando de su Jack Daniel’s con los ojos cerrados.
Sombra leyó la lista de canales de música de que disponía el avión en los vuelos transatlánticos y, a continuación, miró el mapa del mundo que mostraba en líneas rojas las rutas de la compañía. Acabó de leer la revista, la cerró con resignación y la volvió a guardar en el bolsillo de la pared.
El hombre abrió los ojos, y Sombra pensó que había algo raro en ellos. Uno era de un gris más oscuro que el otro. Lo miró.
—A propósito, lo sentí mucho cuando me enteré de lo de tu esposa, Sombra. Una gran pérdida.
Por un momento Sombra quiso pegarle, pero en vez de eso respiró hondo. («No te metas con esas zorras de los aeropuertos —oyó que le decía Johnnie Larch en su cabeza— o acabarás de nuevo con tu culo aquí antes de que te des cuenta»). Contó hasta cinco.
—Yo también —respondió.
El hombre meneó la cabeza.
—Ojalá hubiese podido ser de otra manera —dijo, y suspiró.
—Murió en un accidente de tráfico. Fue una muerte rápida. Las hay peores.
El hombre meneó lentamente la cabeza. Por un momento, a Sombra le pareció como si aquel tipo fuera incorpóreo; como si de repente el avión se hubiese vuelto más real mientras su vecino sufría un proceso inverso.
—Sombra —dijo—, no es ninguna broma. No hay truco. Puedo pagarte más de lo que te pagarían en cualquier otro trabajo. Eres un exconvicto. La gente no hará cola ni se peleará por contratarte.
—Señor Quien Cojones Sea —exclamó Sombra en un tono lo suficientemente alto como para que se le oyera por encima del ruido de los motores—, no hay dinero suficiente en el mundo…
La sonrisa del hombre se hizo más amplia. A Sombra le recordó un documental sobre chimpancés que había visto en el canal público PBS cuando era un adolescente. El locutor había explicado que la sonrisa de un simio o un chimpancé no es tal, sino que simplemente muestra los dientes para indicar odio, agresividad o terror. Cuando un chimpancé sonríe, debes entenderlo como una amenaza. Aquella sonrisa parecía indicar eso mismo.
—Pues claro que hay dinero suficiente. Y pluses también. Trabaja para mí y te contaré cosas. Puede que corras ciertos riesgos, por supuesto, pero si sobrevives podrás pedir cualquier cosa que desees. Podrías ser el próximo rey de América. ¿Quién más te va a pagar así de bien, eh?
—¿Quién es usted? —preguntó Sombra.
—Ah, sí. Estamos en la era de la información, aunque todas lo son. Señorita, ¿podría traerme otro Jack Daniel’s? Pero no le ponga mucho hielo. Información y conocimiento: dos monedas que nunca pasan de moda.
—Le he preguntado quién es usted.
—Bueno, en fin, como está claro que hoy es mi día… ¿Por qué no me llamas Wednesday? Señor Wednesday. Aunque, con este tiempo, bien podría ser Thursday[2], ¿eh?
—¿Cuál es su nombre real?
—Si trabajas para mí el tiempo suficiente y lo haces como es debido —dijo el hombre del traje claro—, hasta es posible que te lo revele. Lo dicho: te ofrezco un trabajo. Piénsatelo. Tampoco espero que lo aceptes de inmediato, sin saber siquiera si te estás metiendo en un tanque lleno de pirañas o en un foso lleno de osos. Tómate tu tiempo. —Wednesday cerró los ojos y se recostó en su asiento.
—No me convence —dijo Sombra—. No me cae bien. No quiero trabajar con usted.
—Como te decía —dijo el hombre sin abrir los ojos—, no te precipites. Tómate tu tiempo.
El avión tomó tierra bruscamente y se bajaron unos cuantos pasajeros. Sombra miró por la ventanilla: era un aeropuerto pequeño en mitad de la nada y aún tenían que pasar por dos aeropuertos más antes de llegar a Eagle Point. Miró al hombre del traje claro, ¿el señor Wednesday? Parecía dormido.
Sombra se levantó del asiento, cogió su bolsa y salió del avión. Bajó por las escaleras a la pista mojada y resbaladiza y, sin prisa pero sin pausa, caminó hacia las luces de la terminal. Una fina lluvia le salpicaba la cara.
Antes de entrar en el edificio del aeropuerto se detuvo, se volvió y miró. Nadie más había bajado tras él. El personal de tierra retiró la escalerilla, cerraron la puerta y el avión comenzó a rodar por la pista. Sombra se quedó contemplando el despegue y, a continuación, entró en la terminal y fue hacia el mostrador de la compañía Budget, el único abierto, para alquilar un coche que, según descubrió al llegar al aparcamiento, era en este caso un pequeño Toyota rojo.
Sombra desdobló el mapa que le habían proporcionado y lo dejó abierto sobre el asiento del acompañante. Eagle Point estaba a unos doscientos cincuenta kilómetros, y la mayor parte del trayecto era autopista.
Si las tormentas habían llegado hasta allí, ya habían pasado. El tiempo era frío y despejado. Unas nubes pasaban por delante de la luna y, por un momento, Sombra no supo con certeza si eran las nubes o la luna lo que se movía.
Condujo hacia el norte durante una hora y media.
Se hacía tarde. Tenía hambre y, cuando se dio cuenta de lo famélico que estaba, cogió la primera salida y entró en el pueblo de Nottamun (1301 habitantes). Llenó el depósito en la gasolinera de Amoco y le preguntó a la cajera, que parecía aburrida, cuál era el mejor bar de la zona; un sitio donde pudiera comer algo.
—El Jack’s Crocodile Bar —le respondió—. Coja la carretera norte del condado en dirección oeste.
—¿El Crocodile Bar?
—Sí. Jack dice que los cocodrilos le dan carácter al local. —Le dibujó un mapa en la parte de atrás de un folleto de color malva que promocionaba una barbacoa benéfica de pollo para reunir fondos para una chica que necesitaba un riñón—. Tiene un par de cocodrilos, una serpiente y un lagarto de esos grandes.
—¿Una iguana?
—Exacto.
Atravesó el pueblo, cruzó por un puente, siguió de frente un par de millas y se detuvo al llegar a un edificio bajo de forma rectangular con un anuncio luminoso de cerveza Pabst y una máquina de Coca-Cola en la puerta.
El aparcamiento estaba medio vacío. Sombra aparcó el Toyota rojo y se bajó del coche.
En el interior, la atmósfera estaba cargada de humo y en la máquina de discos sonaba Walking After Midnight. Sombra echó un vistazo a su alrededor buscando los famosos cocodrilos, pero no vio ninguno. Se preguntó si la mujer de la gasolinera había querido tomarle el pelo.
—¿Qué va a ser? —preguntó el camarero.
—¿Es usted Jack?
—Jack tiene la noche libre. Yo soy Paul.
—Hola, Paul. Cerveza de la casa y una hamburguesa completa. Pero sin patatas fritas.
—¿Un bol de chile para picar? Es el mejor chile del estado.
—Suena bien —respondió Sombra—. ¿Dónde están los servicios?
El hombre señaló una puerta en un rincón del bar que estaba decorada con la cabeza disecada de un cocodrilo. Sombra entró.
El baño estaba limpio y bien iluminado. Echó un vistazo alrededor, por la fuerza de la costumbre («Recuerda, Sombra, no puedes defenderte cuando estás meando», pensó, recordando el consejo que le había dado Low Key con su característico tono monocorde), y se fue hacia el urinario de la izquierda. A continuación, se bajó la cremallera y, después de una larga meada, se quedó más tranquilo y aliviado. Desvió la mirada hacia un viejo recorte de prensa con una foto de Jack y dos caimanes.
Oyó un educado carraspeo que provenía del urinario situado a su derecha, aunque no había oído entrar a nadie.
El hombre del traje claro era más grande de pie de lo que le había parecido cuando lo vio sentado en el avión. Era casi tan alto como Sombra, y eso que él lo era mucho. Miraba fijamente al frente. Terminó de mear, se sacudió las últimas gotas y se subió la cremallera.
El hombre le sonrió, como un zorro comiendo carroña de una valla de alambre de espinas.
—¿Y bien? —dijo el señor Wednesday—. Ya has tenido tiempo para pensar, Sombra. ¿Quieres el trabajo?