Apéndice

He estado deseando narrar el encuentro de Sombra y Jesucristo prácticamente desde el principio del libro: después de todo, no podía hablar de Estados Unidos sin mencionar a Jesucristo. Forma parte del entramado de esta nación.

Escribí su primera escena juntos en el capítulo quince, pero no me gustó cómo quedaba; tenía la sensación de que aquello no era algo que pudiera mencionar de pasada y luego continuar con la historia. Era demasiado grande.

Así que lo quité.

Estuve a punto de volver a incluirlo ahora, cuando revisaba el texto para esta edición especial. De hecho, llegué a incluirlo. Pero luego lo quité otra vez, y decidí colocarlo aquí. Así podéis leerlo. Aunque no estoy muy seguro de si en realidad forma parte de American Gods.

Quizá pueda considerarse una escena apócrifa.

Algún día, Sombra regresará a Estados Unidos.

Algunas conversaciones muy interesantes lo estarán esperando…

La gente pululaba a su alrededor, en su mente o fuera de ella. Le parecía reconocer algunos rostros, pero otros eran completos extraños.

—¿Y qué es un extraño sino un amigo que aún no conoces? —le dijo alguien, pasándole algo de beber.

Cogió la bebida y anduvo con aquella persona por un pasillo de color marrón claro. Estaban en un edificio de estilo colonial, y pasaron una vez más del pasillo de adobe a un patio abierto, con el sol cayendo a plomo sobre los jardines acuáticos y las fuentes.

—También podría ser un enemigo que aún no conoces —replicó Sombra.

—Deprimente, Sombra, muy deprimente —dijo el hombre.

Sombra bebía a pequeños sorbos. La bebida era un vino tinto salobre.

—Han sido unos meses bastante deprimentes —dijo Sombra—. Unos años muy deprimentes.

El hombre era esbelto, de piel morena y estatura media, y miró a Sombra con una cálida sonrisa llena de empatía.

—¿Cómo va el velatorio, Sombra?

—¿Lo del árbol? —Había olvidado que estaba colgado del árbol de plata. Se preguntó qué más habría olvidado—. Duele.

—A veces el sufrimiento limpia —dijo el hombre. Iba vestido de manera informal, pero la ropa era cara—. Puede ser purificador.

—Y también puede joderte vivo.

El hombre lo llevó hasta un inmenso despacho. Sin embargo, allí no había ningún escritorio.

—¿Has pensado en lo que implica ser un dios? —le preguntó el hombre. Llevaba barba y una gorra de béisbol—. Implica abandonar tu existencia mortal para convertirte en un meme: algo que vive para siempre en la mente de las personas, como la melodía de una canción de cuna. Implica que todo el mundo te recree a su manera en su mente. Prácticamente renuncias a tu identidad. A cambio, eres mil cosas que la gente necesita que seas. Y cada uno quiere de ti una cosa distinta. Nada es fijo, nada es estable.

Sombra se sentó en una cómoda butaca de cuero, junto a la ventana. El hombre se sentó en el enorme sofá.

—Menudo casoplón —le dijo Sombra.

—Gracias. Y ahora, sé sincero, ¿qué te parece el vino?

Sombra vaciló.

—Un poco avinagrado, me temo.

—Lo siento. Es lo malo del vino. Que sí, que puedo convertir el agua en vino, pero que el vino sea bueno, no digo ya excelente… En fin, hay que tener en cuenta el tiempo, la acidez del suelo, las lluvias; incluso es importante saber escoger en qué ladera plantas las vides. Por no hablar de las cosechas…

—Está bien, en serio —dijo Sombra, y apuró lo que le quedaba en la copa de un solo trago. Sintió el ardor en su estómago vacío, y las burbujas de la ebriedad en su cabeza.

—Y luego toda esta historia de los nuevos dioses y los dioses antiguos —dijo su amigo—. Si quieres que te diga la verdad, yo estoy encantado con los nuevos dioses. Que vengan todos. El dios de las armas de fuego, el dios de las bombas, todos los dioses de la ignorancia y la intolerancia, los dioses de la superioridad moral, de la idiotez y de la culpa. No sabes la cantidad de marrones que me caen. Me quitan un gran peso de los hombros.

Suspiró.

—Pero tú has triunfado —replicó Sombra—. Mira qué casa tienes.

Hizo un gesto, señalando los frescos en las paredes, el suelo de tarima y la fuente del patio que tenían debajo.

Su amigo asintió.

—Pero hay que pagar un alto precio —dijo—. Como te decía, tienes que serlo todo para todo el mundo. Al poco tiempo te quedas tan flaco que es como si no estuvieras ahí. No es tan fácil.

Alargó una áspera mano —tenía los dedos llenos de viejas cicatrices producidas por el cincel— y estrechó la mano de Sombra.

—Sí, ya lo sé. Debería dar gracias por todo lo que tengo. Y una de las cosas que agradezco es haber tenido la ocasión de conocerte y de charlar contigo así. Es fantástico que al final hayas podido venir —dijo—. Realmente fantástico. Espero que a partir de ahora sigamos en contacto.

—Sí. Seré ese amigo al que todavía no conoces —dijo Sombra.

—Eres un tipo curioso —le dijo el hombre de la barba.

Ratatosk, ratatosk —parloteó la ardilla al oído de Sombra. Todavía tenía en la boca el sabor agrio del vino, en la boca y en el velo del paladar, y casi había anochecido.