Ha sido un libro largo, y un largo viaje, y le debo mucho a mucha gente.
La señora Hawley me prestó su casa de Florida para escribir, y lo único que tuve que hacer a cambio fue espantar los buitres. Me prestó su casa en Irlanda para terminarlo y me advirtió de que no debía asustar a los fantasmas. Les estoy muy agradecido a ella y al señor Hawley, por su amabilidad y su generosidad. Jonathan y Jane me prestaron su casa y su hamaca para escribir, y a cambio solo tuve que sacar algún que otro bicho más o menos peculiar de la piscina del lagarto. Les estoy muy agradecido a todos.
El doctor Dan Johnson me proporcionó información médica siempre que lo necesité, me señaló algún que otro anglicismo involuntario (los demás también me ayudaron en este punto), respondió a las preguntas más extrañas y, un día de julio, hasta me llevó a dar una vuelta en una minúscula avioneta por el norte de Wisconsin. Además de ocuparse de todos mis asuntos mientras escribía este libro, mi ayudante, la fabulosa Lorraine Garland, se convirtió en una auténtica experta buscándome el número de habitantes de algunas pequeñas poblaciones de Estados Unidos; aún no estoy muy seguro de cómo lo consiguió. (Toca en un grupo llamado las Flash Girls: comprad su nuevo disco, Play Each Morning, Wild Queen, y la haréis feliz). Terry Pratchett me ayudó a desentrañar un punto complicado del argumento en el tren hacia Gotemburgo. Eric Edelman dio respuesta a mis preguntas de índole diplomática. Anna Sunshine desenterró un montón de cosas sobre los campos de internamiento de la costa occidental de Japón, que deberán esperar a otro futuro libro porque no tenían cabida en éste. Le robé la mejor frase del diálogo en el epílogo a Gene Wolfe; desde aquí, muchas gracias. La sargento Kathy Hertz respondió cortésmente incluso a mis preguntas más rebuscadas sobre los protocolos policiales, y el ayudante del sheriff Marshall Multhauf me llevó de patrulla. Pete Clark se sometió a un interrogatorio ridículamente personal con gallardía y mucho sentido del humor. Dale Robertson fue la persona a quien le consulté mis dudas sobre hidrología. Me vinieron muy bien los comentarios sobre la gente, el idioma y la pesca del doctor Jim Miller, y también la ayuda de Margret Rodas en asuntos de lingüística. Jamy Ian Swiss se aseguró de que los trucos con monedas fueran mágicos de verdad. Cualquier error que pueda haber en el libro es culpa mía, no de ellos.
Hubo gente muy amable que leyó el manuscrito y me hizo valiosas sugerencias, correcciones y me facilitó información, además de animarme en mi tarea. Estoy especialmente agradecido a Colin Greenland y Susana Clarke, John Clute y Samuel R. Delany. También me gustaría dar las gracias a Owl Goingback (que tiene el nombre más chulo del mundo), Iselin Røsjø Evensen, Peter Straub, Jonathan Carrol, Kelli Bickman, Dianna Graf, Lenny Henry, Pete Atkins, Chris Ewen, Teller, Kelly Link, Barb Gilly, Will Shetterly, Connie Zastoupil, Rantz Hoseley, Diana Schutz, Steve Brust, Kelly Sue De-Connick, Roz Kaveney, Ian McDowell, Karen Berger, Wendy Japhet, Terje Nordberg, Gwenda Bond, Therese Littleton, Lou Aronica, Hy Bender, Mark Askwith, Alan Moore (que además tuvo la amabilidad de prestarme el Litvinoff’s Book) y el original Joe Sanders. Gracias también a Rebecca Wilson; y agradecimientos especiales a Stacy Weiss por su perspicacia. Después de leer un primer borrador, Diana Wynne Jones me advirtió del tipo de libro que estaba escribiendo y de los riesgos que corría escribiéndolo y, por lo que he podido comprobar hasta ahora, tenía razón en todo.
Desearía que el profesor Frank McConnell estuviera todavía con nosotros. Creo que este le habría gustado.
Una vez tuve escrito el primer borrador, me di cuenta de que varias personas habían abordado ya estos temas antes de que pensara en hacerlo: en particular mi autor favorito de todos los tiempos, James Branch Cabell; el difunto Roger Zelazny; y, por supuesto, el inimitable Harlan Ellison, cuya antología Deathbird Stories se quedó grabada a fuego en mi mente cuando todavía tenía una edad en la que un libro puede cambiarte la vida para siempre.
Todavía no entiendo muy bien de qué sirve dejar constancia para la posteridad de la música que uno escucha mientras escribe un libro, y yo escuché muchas cosas mientras escribía éste. No obstante, sin el Dream Cafe de Greg Brown y las 69 Love Songs de los Magnetic Fields esta habría sido una obra distinta. Así que gracias a Greg y a Stephin. Y creo que es mi deber informaros de que podéis escuchar la música de La Casa de la Roca en cinta o CD, incluyendo aquella de la máquina del Mikado y la del Carrusel más Grande del Mundo. No se parece a nada, aunque seguro que no es mejor, de lo que hayáis podido escuchar hasta ahora. Escribid a The House on the Rock, Spring Green, WI 53588 USA, o llamad al (608) 935-3639.
Mis agentes —Merrilee Heifetz de Writers House, Jon Levin y Erin Culley La Chapelle de CCA— actuaron como paredes de resonancia y pilares de sabiduría de incalculable valor.
Hubo mucha gente que estaba esperando cosas que les había prometido darles en cuanto terminara este libro que fue asombrosamente paciente. Me gustaría agradecer a la buena gente de Warner Bros. Pictures (especialmente a Kevin McCormiek y a Lorenzo di Bonaventura), de Village Roadshow, de Sunbow y de Miramax; y a Shelly Bond, que aguantó lo que no está escrito.
Los dos imprescindibles: Jennifer Hershey de HarperCollins en Estados Unidos y Doug Young de Hodder Headline en Reino Unido. Tengo suerte de tener unos buenos editores, y estos son dos de los mejores que he conocido. Por no decir de los que menos se quejan, más pacientes y, a medida que las fechas de entrega se iban volando como las hojas en otoño, francamente estoicos.
Bill Massey llegó al final, a Headline, y prestó su mirada experta y avezada. Kelly Notaras lo condujo durante la producción con gracia y aplomo.
Finalmente, quiero darle las gracias a mi familia, Mary, Mike, Holly y Maddy, que fueron los más pacientes de todos, los que me quisieron y los que aguantaron mis ausencias durante los largos periodos que pasaba fuera para escribir y descubrir Estados Unidos —que, cuando por fin los descubrí, resultó que habían estado en Estados Unidos todo el tiempo.
NEIL GAIMAN
Cerca de Kinsale, condado de Cork, 15 de enero de 2001