9
En su habitación, el señor X se puso unos pantalones de trabajo y una camisa negra de nailon. Se sentía satisfecho por la forma en que había transcurrido la reunión con la Sociedad esa tarde.
Todos los restrictores habían asistido. La mayoría de ellos se encontraron dispuestos a someterse a sus dictados, sólo unos pocos habían planteado problemas, mientras que otros habían tratado de adularlo. Todo eso no los había conducido a ninguna parte.
Al final de la sesión, había escogido a veintiocho más para que permanecieran en el área de Caldwell, basándose en su reputación y la impresión que le habían causado al conocerlos personalmente. A los doce más capacitados los había dividido en dos escuadrones principales. A los otros dieciséis los distribuiría en cuatro grupos secundarios.
Ninguno de ellos estuvo muy dispuesto a aceptar la nueva distribución. Estaban acostumbrados a trabajar por su propia cuenta, y sobre todo a los más selectos no les hacía mucha gracia permanecer atados. Todo parecía muy complicado. La ventaja de la división en escuadrones consistía en que podía asignarles diferentes partes de la ciudad, dividirlos en pequeños contingentes y supervisar su rendimiento más de cerca.
El resto había sido enviado de vuelta a sus puestos. Ahora que tenía a sus tropas en formación y con sus respectivas misiones asignadas, se concentraría en el procedimiento de reunir información. Ya tenía una idea de cómo hacer que funcionara, y la probaría aquella noche.
Antes de salir a la calle, arrojó a cada uno de sus pitbulls un kilo de carne cruda picada. Le gustaba mantenerlos hambrientos, así que los alimentaba en días alternos. Tenía aquellos perros, ambos machos, desde hacía dos años, y los encadenaba en extremos opuestos de su casa, uno al frente y el otro en la parte trasera, Era una disposición lógica desde el punto de vista defensivo, pero también lo hacía por otra cuestión: la única vez que los había atado juntos, se habían atacado ferozmente.
Recogió su bolsa, cerró la casa y cruzó el césped. El rancho era una pesadilla arquitectónica de falso ladrillo construido a principios de los años setenta, y, él mantenía el exterior feo a propósito. Necesitaba encajar en el entorno, y el precio de aquella zona rural no superaría los cien mil a corto plazo.
Además, la casa le daba igual. Lo importante era la tierra. Con una extensión de cuatro hectáreas, le permitía tener privacidad. En la parte de atrás, también había un viejo granero rodeado de árboles. Lo había convertido en su taller, y los robles y arces amortiguaban los ruidos, lo cual era de vital importancia. Después de todo, los gritos podían oírse.
Palpó el aro del llavero hasta que encontró la llave correcta. Como esa noche tendría que trabajar, dejaría en el garaje el único capricho que se había permitido, el Hummer negro. Su camioneta Chrysler, que ya tenía cuatro años, resultaría más adecuada y le encubriría mejor.
Le llevó diez minutos llegar hasta el centro de la ciudad y luego se dirigió hacia el Valle de las Prostitutas de Caldwell, un tramo de tres manzanas escasamente iluminadas y llenas de basura cerca del puente.
El tráfico era intenso esa noche por aquel corredor de depravación. Se detuvo bajo una farola rota a observar la actividad de la zona. Los coches recorrían la oscura calle, parándose a cada poco para que los conductores examinaran lo que había en las aceras. Bajo el infernal calor veraniego, las chicas campaban a sus anchas, contoneándose sobre sus zapatos de tacones imposibles, cubriendo apenas sus pechos y traseros con prendas ligerísimas que pudieran quitarse fácilmente.
El señor X abrió la bolsa y sacó una jeringuilla hipodérmica llena de heroína y un cuchillo de caza. Ocultó ambas cosas en la puerta y bajó la ventanilla del lado contrario antes de mezclarse con la marea de vehículos.
Él era sólo uno de tantos, pensó. Otro idiota, tratando de conseguir algo.
—¿Buscas compañía? —escuchó gritar a una de las prostitutas.
—¿Quieres montar? —dijo otra, moviendo el trasero.
A la segunda vuelta, encontró lo que estaba buscando, una rubia de piernas largas y grandes curvas.
Exactamente el tipo de prostituta que habría comprado si su pene todavía funcionara.
Iba a disfrutar con aquello, pensó el señor X pisando el freno. Matar lo que ya no podía tener le proporcionaba una satisfacción especial.
—Hola, querido —dijo ella aproximándose. Colocó los antebrazos sobre la puerta del coche y se inclinó a través de la ventana. Olía a chicle de canela y a perfume mezclado con sudor—. ¿Cómo estás?
—Podría estar mejor. ¿Cuánto me costará comprar una sonrisa?
Ella observó el interior del coche y su ropa.
—Con cincuenta te haré llegar al cielo, o a donde tú quieras.
—Es demasiado. —Pero sólo lo dijo por decir. Era ella a quien quería.
—¿Cuarenta?
—Déjame ver tus tetas. Ella se las mostró.
Él sonrió, quitando el seguro de las puertas para que pudiera entrar.
—¿Cómo te llamas?
—Cherry Pie. Pero puedes llamarme como quieras.
El señor X dio la vuelta a la esquina con el coche hasta llegar un lugar retirado debajo del puente.
Arrojó el dinero al suelo a los pies de la mujer, y cuando ella se inclinó a recogerlo, le introdujo la jeringuilla en la nuca y oprimió el émbolo hasta el fondo. Instantes después se desplomó como una muñeca de trapo.
El señor X sonrió y la echó hacia atrás en el asiento para que quedara sentada. Luego arrojó la jeringuilla por la ventanilla, que cayó junto a otras muchas, y puso el vehículo en marcha.
En su clínica clandestina, Havers alzó la vista del microscopio, desconcentrado por el sobresalto. El reloj del abuelo estaba repicando en un rincón del laboratorio, indicándole que era la hora de la cena, pero no quería dejar de trabajar. Volvió a fijar la vista en el microscopio, preguntándose si había imaginado lo que acababa de ver. Después de todo, la desesperación podía esta afectando a su objetividad.
Pero no, las células sanguíneas estaban vivas. Exhaló un suspiro y se estremeció.
Su raza estaba casi libre. Él estaba casi libre.
Finalmente, había conseguido que la sangre almacenada aún fuera aceptable.
Como médico, siempre había tenido dificultades a la hora de tratar pacientes que podían tener ciertas complicaciones en el parto. Las transfusiones en tiempo real de un vampiro a otro eran posibles, pero como su raza estaba dispersa y su número era pequeño, podía resultar muy difícil encontrar donantes a tiempo. Durante siglos había querido instaurar un banco de sangre. El problema era que la sangre de los vampiros era muy variable, y su almacenamiento fuera del cuerpo siempre había sido imposible. El aire, esa cortina invisible sustentadora de vida, era una de las causas del problema, y no eran necesarias muchas de esas moléculas para contaminar una muestra. Con sólo una o dos, el plasma se desintegraba, dejando a los glóbulos rojos y blancos sin protección, y evidentemente inservibles.
Al principio, no comprendía muy bien cómo se producía este proceso. En la sangre había oxígeno. Por esa razón era roja al salir de los pulmones. Aquella discrepancia lo había conducido a algunos fascinantes descubrimientos sobre el funcionamiento pulmonar de los vampiros, pero no lo había aproximado a su objetivo. Había tratado de extraer sangre y canalizarla inmediatamente en un recipiente hermético. Esta solución, aunque fuese la más obvia, no funcionó. La desintegración era inevitable igualmente, pero a un ritmo menos acelerado. Eso le había sugerido la existencia de otro factor, algo inherente al entorno corporal que faltaba cuando la sangre era extraída del cuerpo. Trató de aislar muestras en calor y en frío, en suspensiones salinas o de plasma humano.
Un sentimiento de frustración le había ido carcomiendo a medida que hacía cambios en sus experimentos. Realizó más pruebas e intentó diferentes enfoques. A veces abandonaba el proyecto, pero siempre regresaba a él.
Pasaron varias décadas.
Y después, una tragedia personal le proporcionó una razón para resolver el problema. Tras la muerte de su shellan y de su hijo durante el parto hacía unos dos años, se había obsesionado y empezado desde el principio.
Su propia necesidad de alimentarse lo había estimulado. Por regla general, sólo necesitaba beber cada seis meses, porque su linaje era muy fuerte. Al morir su hermosa Evangeline, esperó todo lo que pudo, hasta que quedó postrado en la cama a causa del dolor del hambre. Cuando pidió ayuda, se obsesionó con el hecho de sentir tantas ansias de vivir como para beber de otra hembra. E incluso llegó a pensar que tenía que alimentarse sólo para experimentar y cerciorarse de que no sería lo mismo que con Evangeline. Estaba convencido de que no obtendría ningún placer en la sangre de otra y así no traicionaría su memoria.
Había ayudado a tantas hembras, que no le resultó difícil encontrar a una dispuesta a ofrecerse. Escogió a una amiga que no tenía compañero, y mantuvo la esperanza de poder conservar su propia tristeza y humillación.
Fue una auténtica pesadilla. Había aguantado tanto tiempo que en cuanto olió la sangre, el depredador que había en él reapareció. Atacó a su amiga y bebió con tanta fuerza que, posteriormente, tuvo que coserle la herida de la muñeca.
Casi le arranca la mano del mordisco.
Aquella reacción le hizo recapacitar sobre el concepto que tenía de sí mismo. Siempre había sido un caballero, un erudito, alguien dedicado a curar, un macho no sujeto a los deseos más primarios de su raza.
Pero, claro, siempre había estado bien alimentado.
Y la terrible verdad era que le había deleitado el sabor de esa sangre. El suave y cálido flujo que pasó por su garganta, y la descomunal fuerza que vino después.
Había sentido placer, y quiso más.
La vergüenza le hizo sentir arcadas, y juró que nunca más bebería de otra vena.
Había cumplido aquella promesa, aunque como resultado se había vuelto débil, tan débil que concentrarse era como tratar de encerrar un banco de niebla. Su inanición era la causa de un constante dolor en el estómago. Y su cuerpo, ansioso por un sustento que el alimento no podía darle, se había canibalizado a sí mismo para mantenerse vivo. Había perdido tanto peso que sus ropas le colgaban por todos lados y tenía la cara demacrada y gris.
Pero el estado en el que se encontraba le había mostrado el camino.
La solución era obvia.
Había que alimentar aquello que tenía hambre.
Un proceso hermético unido a una cantidad suficiente de sangre humana, y ya tenía sus células sanguíneas vivas.
Bajo el microscopio, observó como los glóbulos de los vampiros, más grandes y de forma más irregular comparados con los humanos, consumían lentamente lo que se les había dado. El recuento humano disminuyó en esa muestra, y cuando este se extinguió, casi estaba dispuesto a apostar que la viabilidad del componente vampiro se reduciría hasta llegar a cero.
Sólo tenía que realizar una prueba clínica. Extraería un litro de una hembra, lo mezclaría con una proporción adecuada de sangre humana, y luego se haría él mismo una transfusión.
Si todo salía bien, establecería un programa de donación y almacenamiento. Se salvarían muchos pacientes. Y aquellos que habían decidido renunciar a la intimidad de beber podrían vivir su vida en paz.
Havers alzó la vista del microscopio, percatándose de que había estado observando los glóbulos durante veinte minutos. El plato de ensalada de la cena estaría esperándolo sobre la mesa.
Se quitó la bata blanca y atravesó la clínica, haciendo una pausa para hablar con algunos miembros de su personal de enfermería y un par de pacientes. Las instalaciones eran bastante amplias y estaban ocultas en las profundidades de la tierra bajo su mansión. Había tres quirófanos, varias salas de examen y reanimación, el laboratorio, su oficina y una sala de espera con acceso independiente que daba a la calle.
Veía cerca de mil pacientes al año y hacía visitas a domicilio para partos y otras emergencias según las necesidades. Aunque su actividad había disminuido últimamente a causa de un descenso de la población.
Comparados con los humanos, los vampiros contaban con tremendas ventajas en lo referente a la salud. Su cuerpo sanaba más rápido. No sufrían enfermedades como el cáncer, la diabetes o el sida. Pero que Dios los ayudara si tenían un accidente a plena luz del día. Nadie podía prestarles ayuda. Los vampiros también morían durante su transición o momentos después. Y la fertilidad constituía otro tremendo problema. A pesar de que la concepción fuese exitosa, con frecuencia las hembras no sobrevivían al parto, ya fuera por las hemorragias o por alguna infección. Los abortos eran habituales, y la mortalidad infantil excedía cualquier límite.
Para los enfermos, heridos o moribundos, los médicos humanos no constituían una buena opción, aunque las dos especies compartían en gran medida la misma anatomía. Si un médico humano llegaba a solicitar un análisis de sangre a un vampiro, encontraría toda clase de anomalías y creería tener algo digno de publicarse en el Diario Médico de Nueva Inglaterra. Lo mejor era evitar esa clase de tentaciones.
En ocasiones, sin embargo, algún paciente terminaba en algún hospital humano, un problema que iba en aumento desde que había empezado a funcionar el 911 y las ambulancias llegaban de inmediato. Si un vampiro quedaba tan malherido que perdía el conocimiento lejos de su casa, corría el peligro de ser recogido y llevado a una sala de urgencias humana. Sacarlo de allí sin permiso médico siempre había sido muy difícil.
Havers no era arrogante, pero sabía que era el mejor médico con que contaba su especie. Había asistido a la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard dos veces, una a finales de 1800 y luego en la década de 1980. En ambos casos declaró en su formulario de matrícula que era inválido, y la universidad le permitió concesiones especiales. No había podido asistir a las conferencias porque estas se realizaban durante el día, pero le habían permitido a su doggen tomar notas y entregar sus exámenes. Havers había leído todos los textos, mantenido correspondencia con los profesores, e incluso asistido a seminarios y charlas programadas en horas nocturnas.
Siempre le había fascinado la Academia.
Cuando llegó al primer piso, no le sorprendió ver que Marissa no había bajado al comedor, aunque la cena se sirviera a la una de la madrugada todas las noches.
Se dirigió a las habitaciones de la hembra.
—¿Marissa? —dijo en la puerta, tocando suavemente una vez—. Marissa, es la hora de cenar.
Havers asomó la cabeza. La luz del candelabro del vestíbulo se filtró, creando un rayo dorado que atravesó las tinieblas. Las cortinas aún cubrían las ventanas, y ella no había encendido ninguna de las lámparas.
—¿Marissa, querida?
—No tengo hambre.
Havers cruzó el umbral. Distinguió la cama con dosel y el pequeño bulto que formaba su cuerpo bajo las mantas.
—Pero tampoco comiste nada anoche. Ni cenaste.
—Bajaré más tarde.
Él cerró los ojos, llegó a la conclusión de que le habían suministrado alimento la noche anterior. Cada vez que veía a Wrath, se encerraba en sí misma durante varios días.
Pensó en los glóbulos vivos de su laboratorio.
Wrath podía ser el rey de su raza por nacimiento y tener la sangre más pura de todos, pero aquel guerrero era un completo bastardo. No parecía preocuparle lo que le estaba haciendo a Marissa. O quizá ni siquiera sabía cuánto le afectaba su crueldad.
Era difícil decidir cuál de los dos crímenes era peor.
—He hecho un progreso importante —dijo Havers, acercándose a la cama para sentarse en el borde—. Voy a liberarte.
—¿De qué?
—De ese… asesino.
—No hables así de él.
Havers rechinó los dientes.
—Marissa…
—No quiero liberarme de él.
—¿Cómo puedes decir eso? Te trata sin ningún respeto. Detesto pensar en ese bruto alimentándose de ti en cualquier callejón…
—Vamos a casa de Darius. Tiene una habitación allí.
La idea de que ella estuviera expuesta a otro de los guerreros no lo tranquilizaba precisamente. Todos eran aterradores, y algunos francamente pavorosos.
Sabía que la Hermandad de la Daga Negra era un mal necesario para defender la raza, y tenía que estar agradecido por su protección, pero sólo podía sentir temor ante ellos. El hecho de que el mundo fuera tan peligroso y los enemigos de la raza tan poderosos como para hacer imprescindible la existencia de tales guerreros, era trágico.
—No debes hacerte esto a ti misma.
Marissa dio media vuelta, dándole la espalda.
—Vete.
Havers se llevó las manos a las rodillas y se levantó. Sus recuerdos de Marissa antes de que empezara a prestar servicio a su terrible rey eran muy difusos. Sólo podía recordar algunos breves momentos de su existencia anterior, y temía que no quedara ya nada de la alegre y sonriente joven.
¿Y en qué se había convertido? En una sombra sumisa que flotaba por la casa, languideciendo por un macho que la trataba sin ninguna consideración.
—Espero que recapacites Y vengas a comer —dijo Havers suavemente—. Me encantaría contar con tu compañía.
Cerró la puerta en silencio y se dirigió a la tallarla escalera curva. La mesa del comedor estaba dispuesta como a él le gustaba, con el servicio completo de porcelana, cristal y plata. Se sentó a la cabecera de la reluciente mesa, y uno de sus doggens apareció para servirle vino.
Al bajar la vista para mirar el plato de lechuga, forzó una sonrisa.
—Karolyn, esta ensalada tiene un aspecto estupendo.
La mujer inclinó la cabeza y los ojos le brillaron ante aquella alabanza.
—Hoy he ido a una granja sólo para buscar la lechuga que a usted le gusta.
—Bien, aprecio tu esfuerzo.
—Havers se dedicó a cortar las delicadas verduras en cuanto se quedó solo en la hermosa estancia. Pensó en su hermana, encogida en la cama. Havers era médico por naturaleza y profesión, un macho que había dedicado su vida entera al servicio a los demás.
Pero si alguna vez Wrath resultaba tan malherido como para necesitar su ayuda, se sentiría tentado de dejar desangrarse a ese monstruo. O de matarlo en el quirófano con un tajo de bisturí.