8

En su amplia habitación color crema y blanco, Marissa no se sentía segura de sí misma. Siendo la shellan de Wrath, podía sentir su dolor, ti por su fuerza sabía que seguramente había perdido a otro de sus hermanos guerreros.

Si tuvieran una relación normal, no lo dudaría: correría hacia él y trataría de aliviar su sufrimiento. Hablaría con él, lo abrazaría, lloraría a su lado. Le ofrecería la calidez de su cuerpo. Porque eso era lo que las shellans hacían por sus compañeros. Y lo que recibían a cambio también.

Echó un vistazo al reloj Tiffany de su mesilla de noche. Pronto se perdería en la noche. Si quería alcanzarlo tendría que hacerlo ahora.

Marissa dudó, no quería engañarse. No sería bienvenida. Deseó que fuera más fácil apoyarlo, deseó saber lo que él necesitaba de ella. Una vez, hacía mucho tiempo, había hablado con Wellsie, la shellan del hermano Tohrment, con la esperanza de que pudiera ofrecerle algún consejo sobre cómo actuar y comportarse, cómo conseguir que Wrath la considerara digna de él.

Después de todo, Wellsie tenía lo que Marissa quería: un verdadero compañero. Un macho que regresaba a casa con ella, que reía, lloraba y compartía su vida, que la abrazaba. Un macho que permanecía a su lado durante las tortuosas, y afortunadamente escasas, ocasiones en que era fértil, que aliviaba con su cuerpo sus terribles deseos durante el tiempo que duraba el periodo de necesidad.

Wrath no hacía nada de eso por ella, o con ella. Y en ese estado de cosas, Marissa tenía que acudir a su hermano en busca de alivio a sus necesidades. Havers apaciguaba sus ansias, tranquilizándola hasta que pasaban aquellos deseos. Semejante práctica los avergonzaba a ambos.

Había esperado que Wellsie pudiera ayudarla, pero la conversación había sido un desastre. Las miradas de compasión de la otra hembra Y sus réplicas cuidadosamente meditadas las habían desgastado a ambas, acentuando todo lo que Marissa no poseía. Dios, qué sola estaba.

Cerró los ojos, y sintió nuevamente el dolor de Wrath. Tenía que intentar llegar a él, porque estaba herido. Y además, ¿qué le quedaba en la vida aparte de él?

Percibió que Wrath se encontraba en la mansión de Darius. Inspirando profundamente, se desmaterializó.

Wrath aflojó lentamente las rodillas y se irguió, escuchando cómo volvían las vértebras a su posición con un crujido. Se quitó los diamantes de sus rodillas.

Tocaron a la puerta y él permitió que esta se abriera, pensando que era Fritz.

Cuando olió a océano, apretó los labios.

—¿Qué te trae aquí, Marissa? —dijo sin girarse a mirarla. Fue hasta el baño y se cubrió con una toalla.

—Déjame lavarte, mi señor —murmuró ella—. Yo cuidaré tus heridas. Puedo…

—Así estoy, bien.

Sanaba rápido. Cuando finalizara la noche sus cortes apenas se notarían.

Wrath se dirigió al armario y examinó su ropa. Sacó una camisa negra de manga larga, unos pantalones de cuero y…, por Dios, ¿qué era eso? Ah, no, ni de broma. No iba a luchar con aquellos calzoncillos. Por nada del mundo lo sorprenderían muerto con una prenda como aquella.

Lo primero que tenía que hacer era establecer contacto con la hija de Darius. Sabía que se les estaba agotando el tiempo, porque su transición estaba próxima. Y luego tenía que comunicarse con Vishous y Phury para saber qué habían averiguado de los restos del restrictor muerto.

Estaba a punto de dejar caer la toalla para vestirse, cuando cayó en la cuenta de que Marissa aún estaba en la habitación. La miró.

—Vete a casa, Marissa —dijo. Ella bajó la cabeza.

—Mi señor, puedo sentir tu dol…

—Estoy perfectamente bien.

Ella dudó un momento. Luego desapareció en silencio. Diez minutos después, Wrath subió al salón.

—¿Fritz? —llamó en voz alta.

—¿Sí, amo? —El mayordomo parecía complacido de que lo llamara.

—¿Tienes a mano cigarrillos rojos?

—Por supuesto.

Fritz atravesó la habitación trayendo una antigua caja de caoba. Le presentó el contenido inclinándola con la tapa abierta. Wrath cogió un par de aquellos cigarrillos liados a mano.

—Si le gustan, conseguiré más.

—No te molestes. Serán suficientes. —A Wrath no le gustaba drogarse, pero aquella noche quería dar buena cuenta de esos dos cigarros.

—¿Desea comer algo antes de salir? —Wrath negó con la cabeza—. ¿Quizás cuando vuelva? —La voz de Fritz se fue apagando a medida que cerraba la caja.

Wrath estaba a punto de hacer callar al viejo macho cuando pensó en Darius. D habría tratado mejor a Fritz.

—Está bien. Sí. Gracias.

El mayordomo irguió los hombros con satisfacción.

Por Dios, parece estar sonriendo, pensó Wrath.

—Le prepararé cordero, amo. ¿Cómo prefiere la carne?

—Casi cruda.

—Y lavaré su ropa. ¿Debo encargarle también ropa nueva de cuero?

—No me… —Wrath cerró la boca—. Claro. Sería magnífico. Y, ah, ¿puedes conseguirme unos calzoncillos bóxer? Negros, XXL.

—Será un placer.

Wrath se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

¿Cómo diablos había acabado de pronto teniendo un sirviente?

—¿Amo?

—¿Sí? —gruñó—. Tenga mucho cuidado ahí fuera.

Wrath se detuvo y miró por encima de su hombro. Fritz parecía acunar la caja contra su pecho.

Le resultaba tremendamente extraño tener a alguien esperándolo al volver a casa.

Salió de la mansión y caminó por el largo camino de entrada hasta la calle. Un relámpago centelleó en el cielo, anticipando la tormenta que podía oler formándose al sur.

¿Dónde diablos estaría la hija de Darius en ese momento? Lo intentaría primero en el apartamento.

Wrath se materializó en el patio trasero de la casa, miró por la ventana y le devolvió el ronroneo de bienvenida al gato con uno propio.

Ella no estaba en el interior, de modo que Wrath se sentó frente la mesa de picnic. Esperaría una hora más o menos. Luego tendría que ir al encuentro de los hermanos. Podía volver al final de la noche, aunque si tenía en cuenta cómo habían salido las cosas la primera vez que la había visitado, se imaginaba que despertarla a las cuatro de la mañana no sería lo más inteligente.

Se quitó las gafas de sol y se frotó el puente de la nariz. ¿Cómo iba a explicarle lo que iba a sucederle y lo que ella tendría que hacer para sobrevivir al cambio?

Tuvo el presentimiento de que no se mostraría muy feliz escuchando el boletín de noticias.

Wrath hizo memoria de su propia transición. Vaya caos que se había formado entonces. A él tampoco lo habían preparado, porque sus padres siempre quisieron protegerlo, pero murieron antes de decirle qué iba a sucederle.

Los recuerdos volvieron a su mente con terrible claridad. A finales del siglo XVII, Londres era un lugar brutal, especialmente para alguien que estaba solo en el mundo. Sus padres habían sido asesinados ante sus ojos dos años antes, y él había huido de los de su especie, pensando que su cobardía en aquella espantosa noche era una vergüenza que debía soportar en soledad.

Mientras que en la sociedad de los vampiros había sido alimentado y protegido como el futuro rey, había descubierto que en el mundo de los humanos lo que más se tenía en cuenta era, principalmente, la fuerza física. Para alguien de la complexión que él tenía antes de pasar por su cambio, eso significaba permanecer en el último escalafón de la escala social. Era tremendamente delgado, esquelético, débil y presa fácil para los chicos humanos en busca de diversión. Durante su estancia en los tugurios de Londres, lo habían golpeado tantas veces que ya se había acostumbrado a que algunas partes de su cuerpo no funcionaran bien. Para él era habitual no poder doblar una pierna porque le habían apedreado la rodilla, o tener un brazo inutilizado porque le habían dislocado el hombro al arrastrarlo atado a un caballo.

Se había alimentado de la basura, sobreviviendo al borde de la inanición, hasta que, finalmente, encontró trabajo como sirviente en el establo de un comerciante. Wrath limpió herraduras, sillas de montar y bridas hasta que se le agrietó la piel de las manos, pero por lo menos podía comer. Su lecho se encontraba entre la paja de la parte superior del granero. Aquello era más mullido que el duro suelo al que estaba acostumbrado, aunque nunca sabía cuándo lo despertaría una patada en las costillas porque algún mozo de cuadras quisiera acostarse con una o dos doncellas.

En aquel entonces, aún podía estar bajo la luz solar, y el amanecer era la única cosa de su miserable existencia que ansiaba. Sentir el calor en el rostro, inhalar la dulce bruma, deleitarse con la luz; aquellos placeres eran los únicos que había poseído, y los tenía en gran estima. Su vista, debilitada desde su nacimiento, ya era mala en aquella época, pero bastante mejor que ahora. Aún recordaba con penosa claridad cómo era el sol.

Había estado al servicio del comerciante durante casi un año, hasta que todo su mundo cambió de repente. La noche en que sufrió la transformación, se había echado en su lecho de paja, completamente agotado. En los días anteriores, se había sentido mal y le había costado mucho hacer su trabajo, aunque aquello no era una novedad.

El dolor, cuando llegó, atormentó su débil cuerpo, empezando por el abdomen y extendiéndose hacia los extremos, llegando a la punta de los dedos de las manos, de los pies, y al final de cada uno de sus cabellos. El dolor no era ni remotamente similar a cualquiera de las fracturas, contusiones, heridas o palizas que había recibido hasta aquel momento. Se dobló hecho un ovillo, con los ojos casi saliéndose de las órbitas en medio de la agonía y la respiración entrecortada. Estaba convencido de que iba a morir y rezó por sumergirse cuanto antes en la oscuridad. Sólo quería un poco de paz y que finalizara aquel horrible sufrimiento.

Entonces una hermosa y esbelta rubia apareció ante él. Era un ángel enviado para llevarlo al otro mundo. Nunca lo dudó.

Como el patético miserable que era, le suplicó clemencia. Extendió la mano hacia la aparición, y cuando la tocó supo que el fin estaba cerca. Al oír que pronunciaba su nombre, él trató de sonreír como muestra de gratitud, pero no pudo articular palabra. Ella le contó que era la persona que le había sido prometida, la que había bebido un sorbo de su sangre cuando era un niño para así saber dónde encontrarlo cuando se presentara su transición. Dijo que estaba allí para salvarlo.

Y luego Marissa se abrió la muñeca con sus propios colmillos y le llevó la herida a la boca.

Bebió desesperadamente, pero el dolor no cesó. Sólo se hizo diferente. Sintió que sus articulaciones se deformaban y sus huesos se desplazaban con una horrible sucesión de chasquidos. Sus músculos se tensaron y luego se desgarraron, y le dio la sensación de que su cráneo iba a explotar. A medida que sus ojos se agrandaban, su vista se iba debilitando, hasta que sólo le quedó el sentido del oído.

Su respiración áspera y gutural le hirió la garganta mientras trataba de aguantar. En algún momento se desmayó, finalmente, sólo para despertar a una nueva agonía. La luz solar que tanto amaba se filtraba a través de las ranuras de las tablas del granero en pálidos rayos dorados. Uno de aquellos rayos le tocó en un hombro, y el olor a carne quemada lo aterrorizó. Se retiró de allí, mirando a su alrededor presa del pánico. No podía ver nada salvo sombras borrosas. Cegado por la luz, trató de levantarse, pero cavó boca abajo sobre la paja. Su cuerpo no le respondía. Tuvo que intentarlo dos veces antes de poder conseguir afirmarse sobre sus pies, tambaleándose como un potrillo.

Sabía que necesitaba protegerse de la luz del día, y se arrastró hasta donde pensó que debía de estar la escalera. Pero calculó mal y se cayó desde el pajar. En medio de su aturdimiento, creyó poder llegar al silo para el grano. Si lograba descender hasta allí, se encontraría rodeado por la oscuridad.

Fue tanteando con los brazos por todo el granero, chocando contra las cuadras y tropezando con los aperos, tratando de permanecer lejos de la luz y controlar al mismo tiempo sus ingobernables extremidades. Cuando se acercaba a la parte trasera del granero, se golpeó la cabeza contra una viga bajo la cual siempre había pasado fácilmente. La sangre le cubrió los ojos.

Instantes después, uno de los palafreneros entró, y al no reconocerle, exigió saber quién era. Wrath giró la cabeza en dirección a la voz familiar, buscando ayuda. Extendió las manos y comenzó a hablar, pero su voz no sonó como siempre.

Luego escuchó el sonido de una horquilla aproximándosele por el aire en feroz acometida. Su intención era desviar el golpe, pero cuando sujetó el mango y dio un empujón, envió al mozo de cuadra contra la puerta de uno de los establos. El hombre soltó un alarido de espanto y escapó corriendo, seguramente en busca de refuerzos.

Wrath encontró finalmente el sótano. Sacó de allí dos enormes sacos de avena y los colocó junto a la puerta para que nadie pudiera entrar durante el día. Exhausto, dolorido, con la sangre manándole por el rostro, se arrastró dentro y apoyó la espalda desnuda contra el muro. Dobló las rodillas hasta el pecho, consciente de que sus muslos eran cuatro veces mayores que el día anterior. Cerrando los ojos, reclinó la mejilla sobre los antebrazos y tembló, luchando por no deshonrarse llorando. Estuvo despierto todo el día, escuchando los pasos sobre su cabeza, el piafar de los caballos, el monótono zumbido de las charlas. Le aterrorizaba pensar que alguien abriera la puerta y lo descubriera. Le alegró que Marissa se hubiera marchado y no estuviera expuesta a la amenaza procedente de los humanos.

‡ ‡ ‡

Regresando al presente, Wrath escuchó a la hija de Darius entrar en el apartamento. Se encendió una luz.

Beth arrojó las llaves sobre la mesa del pasillo. La rápida cena con el Duro había resultado sorprendéntemente fácil. Y él le había suministrado algunos detalles sobre la bomba. Habían hallado una Mágnum manipulada en el callejón. Butch había mencionado también la estrella arrojadiza de artes marciales que ella había descubierto en el suelo. El equipo del CSI estaba trabajando en las armas, tratando de obtener huellas, fibras o cualquier otra prueba. La pistola no parecía ofrecer demasiado, pero la estrella tenía sangre, que estaban sometiendo a un análisis de ADN. En cuanto a la bomba, la policía pensaba que se trataba de un atentado relacionado con drogas. El BMW había sido visto antes, aparcado en el mismo lugar detrás del club. Y Screamer’s era un sitio ideal para los traficantes, muy exclusivos con respecto a sus territorios.

Se estiró y se puso unos pantalones cortos. Era otra de esas noches calurosas, y mientras abría el futón, deseó que el aire acondicionado aún funcionara. Encendió el ventilador y le dio de comer a Boo, que, tan pronto como dejó vacío su tazón, reanudó su ir y venir ante la puerta corredera.

—No vamos a empezar de nuevo, ¿o sí?

Un relámpago resplandeció en el cielo. Se acercó a la puerta de cristal y la deslizó un poco hacia atrás, bloqueándola. La dejaría abierta sólo un rato. Por una vez, el aire nocturno olía bien. Ni un tufillo a basura.

Pero, por Dios, hacía un calor insoportable.

Se inclinó sobre el lavabo del baño. Después de quitarse las lentillas, cepillarse los dientes y lavarse la cara, remojó una toalla en agua fría y se frotó la nuca. Unos hilillos de agua descendieron por su piel, y ella recibió con placer los escalofríos al volver a salir.

Frunció el ceño. Un aroma muy extraño flotaba en el ambiente. Algo exuberante y picante…

Se encaminó hacia la puerta del patio y olfateó un par de veces. Al inhalar, sintió que se aliviaba la tensión de sus hombros. Y luego vio que Boo se había sentado agazapado y ronroneaba como si estuviera dándole la bienvenida a alguien conocido.

¿Qué diab…?

El hombre que había visto en sus sueños estaba al otro lado del patio.

Beth dio un salto atrás y dejó caer la toalla húmeda; escuchó débilmente el sonido sordo cuando llegó al suelo.

La puerta se deslizó hacia atrás, quedando abierta por completo, a pesar de que ella la había bloqueado.

Y aquel maravilloso olor se hizo más evidente cuando él entró en su casa.

Sintió pánico, pero descubrió que no podía moverse.

Por todos los santos, aquel desconocido era colosal. Si su apartamento era pequeño, con su presencia pareció reducirlo al tamaño de una caja de zapatos. Y el traje de cuero negro contribuía a hacerlo más grande. Debía medir por lo menos dos metros.

Un minuto… ¿Qué estaba haciendo? ¿Tomándole las medidas para hacerle un traje? Tendría que estar saliendo a toda prisa. Debería estar tratando de llegar a la otra puerta, corriendo como alma que lleva el diablo.

Pero estaba como hipnotizada, mirándolo.

Llevaba puesta una cazadora a pesar del calor, y sus largas piernas también estaban cubiertas de cuero. Usaba pesadas botas con puntera de acero, y se movía como un depredador.

Beth estiró el cuello para verle la cara.

Tenía la mandíbula prominente y fuerte, labios gruesos, pómulos marcados. El cabello, lacio y negro, le caía hasta los hombros desde un mechón en forma de uve en la frente, y en su rostro se apreciaba la sombra de una incipiente barba oscura. Las gafas de sol negras que usaba, curvadas en los extremos, se ajustaban perfectamente a su rostro y le conferían un aspecto de asesino a sueldo.

Como si la apariencia amenazadora no fuera suficiente para hacerle parecer un asesino. Fumaba un cigarro fino y rojizo, al que dio una larga calada haciendo brillar el extremo con un resplandor anaranjado. Exhaló una nube de ese humo fragante, y cuando este llegó a la nariz de Beth, su cuerpo se relajó todavía más.

Pensó que seguramente venía a matarla. No sabía qué había hecho para merecer aquel ataque, pero cuando él exhaló otra bocanada de aquel extraño cigarro, apenas pudo recordar dónde estaba. Su cuerpo se sacudía mientras él acortaba la distancia entre ambos. Le aterrorizaba lo que sucedería cuando estuviera junto a ella, pero notó, absurdamente, que Boo ronroneaba y se frotaba contra los tobillos del extraño.

Aquel gato era un traidor. Si por algún milagro sobrevivía a aquella noche, lo degradaría a comer vísceras.

Beth echó el cuello hacia atrás cuando sus ojos se encontraron con la feroz mirada del hombre. No podía ver el color de sus ojos a través de las gafas, pero su mirada fija quemaba.

Luego, sucedió algo extraordinario. Al detenerse frente a ella, la joven sintió una ráfaga de pura y auténtica lujuria. Por primera vez en su vida, su cuerpo se puso lascivamente caliente. Caliente y húmedo. Su clítoris ardía por él.

Química, pensó aturdida. Química pura, cruda, animal. Cualquier cosa que él tuviera, ella lo quería.

—Pensé que podíamos intentarlo de nuevo —dijo él.

Su voz era grave, un profundo retumbar en su sólido pecho. Tenía un ligero acento, pero no pudo identificarlo.

—¿Quién es usted? —dijo en un susurro.

—He venido a buscarte.

El vértigo la obligó a apoyarse en la pared.

—¿A mí? ¿Adónde…? —la confusión la obligó a callar—. ¿Adónde me lleva?

¿Al puente? ¿Para arrojar su cuerpo al río?

La mano de Wrath se aproximó a la cara de ella, y le tomó el mentón entre el índice y el pulgar, haciéndole girarla cabeza hacia un lado.

—¿Me matará rápido? —masculló ella—. ¿O lentamente?

—Matar no. Proteger.

Cuando él bajó la cabeza, ella trató de concienciarse de que debía reaccionar y luchar contra aquel hombre a pesar de sus palabras. Necesitaba poner en funcionamiento sus brazos y sus piernas. El problema era que, en realidad, no deseaba empujarlo lejos de sí. Inspiró profundamente.

Santo Dios, olía estupendamente. A sudor fresco y limpio. Un almizcle oscuro y masculino. Aquel humo…

Los labios de él tocaron su cuello. Le dio la sensación de que la olisqueaba. El cuero de su cazadora crujió al llenarse de aire sus pulmones y expandirse su pecho.

—Estás casi lista —dijo quedamente—. No tenemos mucho tiempo.

Si se refería a que tenían que desnudarse, ella estaba completamente de acuerdo con el plan. Por Dios, aquello debía de ser a lo que la gente se refería cuando se ponía poética con el sexo. No cuestionaba la necesidad de tenerlo dentro de ella, únicamente sabía que moriría si él no se quitaba los pantalones. Ya.

Beth extendió las manos, ansiosa por tocarlo, pero cuando se separó de la pared empezó a caerse. Con un único movimiento, él se colocó el cigarrillo entre sus crueles labios y al mismo tiempo la sujetó con gran facilidad. Mientras la levantaba entre sus brazos, ella se apoyó en él, sin molestarse ni siquiera en fingir una cierta resistencia. La llevó como si no pesara, cruzando la habitación en dos zancadas.

Cuando la recostó sobre el sofá, su cabello cayó hacia delante, y ella levantó la mano para tocar las negras ondas. Eran gruesas y suaves. Le pasó la mano por la cara, y aunque él pareció sorprenderse, no se la retiró.

Por Dios, todo en él irradiaba sexo, desde la fortaleza de su cuerpo hasta la forma como se movía y el olor de su piel. Nunca había visto a un hombre semejante. Y su cuerpo lo sabía tan bien como su mente.

—Bésame —dijo ella.

Él se inclinó sobre ella, como una silenciosa amenaza. Siguiendo un impulso, las manos de Beth aferraron las solapas de la cazadora del vampiro, tirando de él para acercarlo a su boca.

Él le sujetó ambas muñecas con una sola mano.

—Calma.

¿Calma? No quería calma. La calma no formaba parte del plan.

Forcejeó para soltarse, y al no conseguirlo arqueó la espalda. Sus senos tensaron la camiseta, y se frotó un muslo contra el otro, previendo lo que sentiría si lo tuviera entre ellos. Si pusiera sus manos sobre ella…

—Por todos los santos —murmuró él.

Ella le sonrió, deleitándose con el súbito deseo de su rostro.

—Tócame.

El extraño empezó a sacudir la cabeza, como si quisiera despertar de un sueño.

Ella abrió los labios, gimiendo de frustración.

—Súbeme la camiseta. —Se arqueó de nuevo, ofreciéndole su cuerpo, anhelando saber si había algo más caliente en su interior, algo que él pudiera extraerle con las manos—. ¡Hazlo!

Él se sacó el cigarrillo de la boca. Sus cejas se juntaron, y ella tuvo la vaga impresión de que debería estar aterrorizada. En lugar de ello, elevó las rodillas y levantó las caderas del futón. Imaginó que él le besaba el interior de los muslos y buscaba su sexo con la boca. Lamiéndola.

Otro gemido salió de su boca. Wrath estaba mudo de asombro.

Y no era del tipo de vampiros que se quedan estupefactos a menudo.

Cielos.

Aquella mestiza humana era la cosa más sensual que había tenido cerca en su vida. Y había apagado una o dos hogueras en algún tiempo.

Era el humo rojo. Tenía que ser eso. Y debía de estar afectándolo a él también, porque estaba más que dispuesto a tomar a la hembra.

Miró el cigarrillo.

Bien, un razonamiento muy profundo, pensó. Lo malo era que aquella maldita sustancia era relajante, no afrodisíaca.

Ella gimió otra vez, ondulando su cuerpo en una sensual oleada, con las piernas completamente abiertas. El aroma de su excitación le llegó tan fuerte como un disparo.

Por Dios, lo habría hecho caer de rodillas si no estuviera ya sentado.

—Tócame —suspiró.

La sangre de Wrath latía como si estuviera corriendo desbocada y su erección palpitaba como si tuviera un corazón propio.

—No estoy aquí para eso —dijo.

—Tócame de todos modos.

Él sabía que debía negarse. Era injusto para ella. Y tenían que hablar.

Quizás debiera regresar más tarde.

Ella se arqueó, presionando su cuerpo contra la mano con que él le sujetaba las muñecas. Cuando sus senos tensaron la camiseta, él tuvo que cerrar los ojos.

Era hora de irse. En verdad era hora de…

Excepto que no podía irse sin saborear al menos algo.

Sí, pero sería un bastardo egoísta si le ponía un dedo encima. Un maldito bastardo egoísta si tomaba algo de lo que ella le estaba ofreciendo bajo los efectos del humo.

Con una maldición, Wrath abrió los ojos.

Por Dios, estaba muy frío. Frío hasta la médula. Y ella caliente. Lo suficiente para derretir ese hielo, al menos durante un momento.

Y había pasado tanto tiempo…

El vampiro bajó las luces de la habitación. Luego usó la mente para cerrar la puerta del patio, meter al gato en el baño y correr todos los cerrojos del apartamento.

Apoyó cuidadosamente el cigarrillo sobre el borde de la mesa junto a ellos y le soltó las muñecas. Las manos de ella aferraron su cazadora, tratando de sacársela por los hombros. Él se arrancó la prenda de un tirón, y cuando cayó al suelo con un sonido sordo, ella se rio con satisfacción. Le siguió la funda de las dagas, pero la mantuvo al alcance de la mano.

Wrath se inclinó sobre ella. Sintió su aliento dulce y mentolado cuando posó la boca sobre sus labios. Al sentir que ella se estremecía de dolor, se retiró de inmediato. Frunciendo el ceño, le tocó el borde de la boca.

—Olvídalo —le dijo ella, aferrando sus hombros.

Por supuesto que no lo olvidaría. Que Dios ayudara a aquel humano que la había herido. Wrath iba a arrancarle cada uno de sus miembros y lo dejaría en la calle desangrándose.

Besó suavemente la magulladura en proceso de curación, y luego descendió con la lengua hasta el cuello. Esta vez, cuando ella empujó los senos hacia arriba, él deslizó una mano bajo la fina camiseta y recorrió la suave y cálida piel. Su vientre era plano, y deslizó sobre él la palma de la mano, sintiendo el espacio entre los huesos de las caderas.

Ansioso por conocer el resto, le quitó la prenda y la arrojó a un lado. Su sujetador era de color claro, y él recorrió los bordes con la punta de los dedos antes de acariciar con las palmas sus pechos, que cubrió con las manos, sintiendo los duros capullos de sus pezones bajo el suave satén.

Wrath perdió el control.

Dejó los colmillos al descubierto, emitió un siseo y mordió el cierre frontal del sujetador. El mecanismo se abrió de golpe. Besó uno de sus pezones, introduciéndoselo en la boca. Mientras succionaba, desplazó el cuerpo y lo extendió sobre ella, cayendo entre sus piernas. Ella acogió su peso con un suspiro gutural. Las manos de Beth se interpusieron entre ambos cuando ella quiso desabrocharle la camisa, pero él no tuvo paciencia suficiente para que le desnudara. Se irguió y rompió la ropa para quitársela, haciendo saltar los botones y enviándolos por los aires. Cuando se inclinó de nuevo, sus senos rozaron el pecho de roca y su cuerpo se estremeció bajo él.

Quería besarla otra vez en la boca, pero ya estaba más allá de la delicadeza y la sutileza, así que rindió culto a los senos con la lengua y luego se trasladó a su vientre. Cuando llegó a los pantalones cortos de la chica, los deslizó por las largas y suaves piernas.

Wrath sintió que algo le explotaba en la cabeza cuando su aroma le llegó en una fresca oleada. Ya se encontraba peligrosamente cerca del orgasmo, con su miembro preparado para explotar y el cuerpo temblando por la urgencia de poseerla. Llevó la mano a sus muslos. Estaba tan húmeda que rugió.

Aunque estuviera tremendamente ansioso, tenía que saborearla antes de penetrarla.

Se quitó las gafas y las puso junto al cigarrillo antes de inundar de besos sus caderas y muslos. Beth le acarició el cabello con las manos mientras lo apremiaba para que llegara a su destino.

Le besó la piel más delicada, atrayendo el clítoris hacia su boca, y ella alcanzó el éxtasis una y otra vez hasta que Wrath ya no pudo contener sus propias necesidades. Retrocedió, se apresuró a quitarse los pantalones y a cubrirla con su cuerpo una vez más.

Ella colocó las piernas alrededor de sus caderas, y él siseó cuando sintió como su calor le quemaba el miembro. Utilizó las pocas fuerzas que le quedaban para detenerse y mirarla a la cara.

—No pares —susurró ella—. Quiero sentirte dentro de mí.

Wrath dejó caer la cabeza dentro de la depresión de su cuello. Lentamente, echó hacia atrás la cadera. La punta de su pene se deslizó hasta la posición correcta ajustándose a ella a la perfección, penetrándola con una poderosa arremetida.

Soltó un bramido de éxtasis.

El paraíso. Ahora sabía cómo era el paraíso.