6
–Boo, ¿puedes dejar de hacer eso? —Beth le dio un golpe a la almohada y giró sobre sí misma para poder ver al gato.
El animal la miró y maulló. Con el resplandor de la luz de la cocina, que había dejado encendida, lo vio dando zarpazos en dirección a la puerta de cristal.
—Ni lo sueñes, Boo. Eres un gato doméstico. Confía en mí, el aire libre no es tan bueno como parece.
Cerró los ojos, y cuando oyó el siguiente maullido lastimero, soltó una maldición y arrojó las sábanas a un lado. Se dirigió hasta la puerta y escudriñó el exterior.
Fue entonces cuando vio al hombre. Estaba de pie junto al muro trasero del patio, una silueta oscura mucho más grande que las otras sombras, ya familiares, que proyectaban los cubos de basura y la mesa de picnic cubierta de musgo.
Con manos temblorosas revisó el cerrojo de la puerta y luego pasó a las ventanas. Ambas estaban aseguradas también. Bajó las persianas, cogió el teléfono inalámbrico y regresó al lado de Boo.
El hombre se había movido.
¡Mierda!
Venía hacia ella. Revisó de nuevo el cerrojo y, retrocedió, tropezando con el borde del futón. Al caer, el teléfono se soltó de su mano, saltando lejos. Se golpeó fuertemente contra el colchón, lo que hizo que su cabeza rebotara debido al impacto. Increíblemente, la puerta corredera se abrió como si nunca hubiera tenido el cerrojo puesto, como si ella nunca hubiera cerrado el pasador.
Aún yaciendo sobre su espalda, agitó las piernas violentamente, enredando las sábanas al tratar de empujar su cuerpo para alejarse de él.
Era enorme, sus hombros anchos como vigas, sus piernas tan gruesas como el torso de la muchacha. No podía ver su cara, pero el peligro que emanaba de él era como una pistola apuntando hacia su pecho.
Rodó al suelo entre gemidos y gateó para alejarse, arañándose las rodillas y las manos contra el duro suelo de madera. Las pisadas del hombre detrás de ella resonaban como truenos, cada vez más cerca. Encogida como un animal, cegada por el miedo, chocó contra la mesa del pasillo y no sintió dolor alguno.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mientras imploraba piedad, tratando de llegar a la puerta principal…
Beth despertó. Tenía la boca abierta y un alarido terrible rompía el silencio del amanecer. Era ella. Estaba gritando con toda la fuerza de sus pulmones. Cerró firmemente los labios, y de inmediato los oídos dejaron de dolerle. Saltó de la cama, fue hasta la puerta del patio y, saludó los primeros rayos del sol con un alivio tan dulce que casi se marea. Mientras los latidos de su corazón disminuían, respiró profundamente y revisó la puerta.
El cerrojo estaba en su lugar. El patio vacío. Todo estaba en orden.
Se rio por lo bajo. No era extraño que tuviera pesadillas después de lo que había sucedido la noche anterior. Seguramente iba a sentir escalofríos durante algún tiempo.
Se dio la vuelta y se dirigió a la ducha. Estaba agotada, pero no quería quedarse sola en su apartamento. Anhelaba el bullicio del periódico, quería estar junto a todos sus compañeros, teléfonos y papeles. Allí se sentiría más segura.
Estaba a punto de entrar en el baño cuando sintió una punzada de dolor en el pie. Levantó la pierna y extrajo un pedazo de cerámica de la áspera piel del talón. Al inclinarse, encontró el jarrón que tenía sobre la mesa hecho añicos en el suelo.
Frunciendo el ceño, recogió los trozos. Lo más probable era que lo hubiera tirado cuando entró la primera vez, después de haber sido atacada.
‡ ‡ ‡
Cuando Wrath descendió a las profundidades de la tierra bajo la mansión de Darius, se sentía agotado. Cerró la puerta con llave tras él, se desarmó, y sacó un ajado baúl del armario. Abrió la tapa, gruñendo mientras levantaba una losa de mármol negro. Medía casi un metro cuadrado y tenía diez centímetros de grosor. La colocó en medio de la habitación, volvió al baúl y recogió una bolsa de terciopelo, que arrojó sobre la cama.
Se desnudó, se duchó y se afeitó y luego volvió desnudo a la habitación. Cogió la bolsa, desató la cinta de satén que la cerraba, y sacó unos diamantes sin tallar, del tamaño de guijarros, sobre la losa. La bolsa vacía resbaló de su mano al suelo.
Inclinó la cabeza y pronunció las palabras en su lengua materna, haciendo subir y bajar las sílabas con la respiración, rindiendo tributo a sus muertos. Cuando terminó de hablar, se arrodilló sobre la losa, sintiendo las piedras cortándole la carne. Desplazó el peso de su cuerpo a los talones, colocó las palmas de las manos sobre los muslos y cerró los ojos.
El ritual de muerte requería que pasara el día sin moverse, soportando el dolor, sangrando en memoria de su amigo. Mentalmente, vio a la hija de Darius.
No debía haber entrado en su casa de esa forma. Le había dado un susto de muerte, cuando lo único que quería era presentarse y explicarle por qué iba a necesitarlo pronto. También había planeado decirle que iba a perseguir a ese macho humano que se había propasado con ella.
Sí, había manejado la situación maravillosamente. Con la delicadeza de un elefante en una cacharrería.
En el instante en que entró, ella enloqueció de terror. Había tenido que despojarla de sus recuerdos y sumergirla en un ligero trance para calmarla. Cuando la hubo depositado sobre la cama, su intención había sido marcharse de inmediato, pero no pudo hacerlo. Permaneció cerca de ella, evaluando el difuso contraste entre su cabello negro y la blanca funda de la almohada, inhalando su aroma. Sintiendo un cosquilleo sexual en las entrañas.
Antes de irse, se había cerciorado de que las puertas y ventanas quedaran aseguradas. Y luego se había vuelto a mirarla una vez más, pensando en su padre.
Wrath se concentró en el dolor que ya se estaba adueñando de sus muslos. Mientras su sangre teñía de rojo el mármol, vio el rostro de su guerrero muerto y sintió el vínculo que habían compartido en vida.
Tenía que hacer honor a la última voluntad de su hermano. Era lo menos que le debía a aquel macho por todos los años que habían servido juntos a la raza.
Mestiza o no, la hija de Darius nunca más volvería a caminar por la noche desprotegida. Y no pasaría sola por su transición.
Que Dios la ayudara.
‡ ‡ ‡
Butch terminó de fichar a Billy Riddle alrededor de las seis de la mañana. El individuo se había mostrado muy ofendido porque lo había puesto en la celda con traficantes de drogas y, delincuentes, así que Butch puso mucho cuidado en cometer tantos errores tipográficos como le fue posible en sus informes. Y para su sorpresa, la central de procesamiento de datos se confundía continuamente sobre la clase de formularios que debían ser cubiertos con exactitud. Y después, todas las impresoras se estropearon. Las veintitrés que había.
A pesar de todo, Riddle no pasaría mucho tiempo en la comisaría. Su padre era en verdad un hombre poderoso, un senador. Así que un elegante abogado le sacaría de allí en un abrir y cerrar de ojos. No creía que pudiera retenerle más de una hora. Porque así actuaba el sistema judicial para algunos. El dinero manda, permitiendo a los canallas salir en libertad.
A Butch no le quedó más remedio que reconocer con amargura que esa era la realidad.
Al salir al vestíbulo, se encontró con una de las habituales visitantes nocturnas de la comisaría. Cherry Pie acababa de ser liberada de los calabozos femeninos. Su verdadero nombre era Mary Mulcahy, y por lo que Butch había oído, trabajaba en las calles desde hacía dos años.
—Hola, detective —ronroneó. La barra de labios roja se había concentrado en las comisuras de su boca, y el rímel negro formaba un manchón alrededor de sus ojos. Seguramente su aspecto mejoraría y sería bonita, pensó él, si dejaba la pipa de crack y dormía durante todo un mes—. ¿Se va a su casa solo?
—Como siempre.
Sostuvo la puerta abierta para ella al salir.
—¿No se le cansa la mano izquierda después de un tiempo?
Butch se rio mientras ambos se detenían y levantó la vista hacia las estrellas.
—¿Cómo te va, Cherry?
—Siempre bien.
Se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió mientras lo miraba.
—Si le salen demasiados pelos en la palma de la mano, puede llamarme. Se lo haré gratis, porque usted es un hijo de perra muy bien parecido. Pero no le diga a mi chulo que le he dicho eso.
Soltó una nube de humo y, con expresión ausente, se tocó con el dedo su oreja izquierda desgarrada. Le faltaba la mitad superior.
Dios, ese proxeneta era todo un perro rabioso. Empezaron a bajar los escalones.
—¿Ya has consultado ese programa del que te hablé? —preguntó Butch cuando llegaron a la acera. Estaba ayudando a un amigo a poner en marcha un grupo de apoyo para prostitutas que quisieran liberarse de sus proxenetas y llevar otra vida.
—Ah, sí, claro. Buena cosa. —Le lanzó una sonrisa—. Lo veré después.
—Cuídate.
Ella le dio la espalda, dándose una palmada en la nalga derecha.
—Piénselo, esto puede ser suyo.
Butch la observó contonearse calle abajo durante un rato. Luego se dirigió a su coche, y siguiendo un impulso, condujo hasta el otro lado de la ciudad, volviendo al barrio de Screamer’s. Aparcó frente a McGrider’s. Unos quince minutos después una mujer enfundada en unos ajustados vaqueros y un top negro salió del cuchitril. Parpadeó como si fuera miope ante la brillante luz. Cuando vio el coche, se sacudió su cabellera castaña y fue caminando hacia él. Butch abrió la ventanilla y ella se inclinó, besándolo en los labios.
—Cuánto tiempo sin verte. ¿Te sientes solitario, Butch? —dijo ella apretada contra su boca.
Olía a cerveza rancia y a licor de cerezas, el perfume de todo cantinero al final de una larga noche.
—Entra —dijo él.
La mujer rodeó el coche por el frente y se deslizó junto a él.
Habló de cómo le había ido durante la noche mientras él conducía hasta la orilla del río, contándole lo decepcionada que estaba porque las propinas otra vez habían sido escasas y que los pies la estaban matando de tanto ir de un lado a otro de la barra. Estacionó bajo uno de los arcos del puente que cruzaba el río Hudson y unía las dos mitades de Caldwell, cerciorándose de quedar a suficiente distancia de los indigentes acostados sobre sus improvisadas camas de cartones. No había necesidad de tener público.
Y había que reconocer que Abby era rápida. Ya le había desabrochado los pantalones y manipulaba su miembro erecto con embates firmes antes de que él hubiera apagado el motor. Mientras empujaba hacia atrás el asiento, ella se subió a horcajadas y le acarició el cuello con la boca. Él miró el agua, más allá de su sensual cabello rizado.
La luz del amanecer era hermosa, pensó cuando esta inundó la superficie del río.
—¿Me amas, cariño? —susurró ella a su oído.
—Sí, claro.
Le alisó el cabello hacia atrás y la miró a los ojos. Estaban vacíos. Podía haber sido cualquier hombre, por eso su relación funcionaba.
Su corazón estaba tan vacío como aquella mirada.