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José de la Cruz estrechó la mano del investigador de incendios provocados.
—Gracias, espero que me envíe pronto su informe por escrito.
El hombre asintió, mirando de nuevo los restos carbonizados de la Academia de Artes Marciales de Caldwell.
—Nunca he visto nada semejante. Estoy totalmente desconcertado. Parece como si aquí hubiera explotado una especie de bomba nuclear. Todavía no sé qué poner en mi informe.
José siguió con la mirada a aquel hombre mientras se dirigía al furgón oficial y se marchaba.
—¿Volverás a la comisaría? —preguntó Ricky, subiendo a su coche patrulla.
—De momento no. Tengo que ir al otro lado de la ciudad.
Ricky le dijo adiós con la mano y arrancó. Cuando se hubo quedado solo, José respiró profundamente. El olor del incendio seguía siendo penetrante, incluso cuatro días después.
Al dirigirse a su coche, bajó la vista y se miró los zapa tos. Habían adquirido un color grisáceo debido a la gran cantidad de ceniza que cubría el lugar, más parecida a la de un volcán que a cualquier otro residuo que pudiera aparecer en un incendio normal. Y las ruinas también eran extrañas. Generalmente, buena parte de la estructura quedaba en pie, aunque las llamas hubieran sido intensas. Pero aquí no quedaba nada. El edificio había sido arrasado por completo.
Le sucedía lo mismo que al investigador: era la primera vez que veía un incendio de aquellas características.
José se colocó al volante, introdujo la llave en el contacto y puso el coche en marcha. Condujo varios kilómetros hacia el este, hasta una de las zonas más desoladas de la ciudad, y se detuvo ante un edificio de apartamentos bastante deteriorado. Tardó todavía un buen rato en atreverse a salir.
Armándose de valor, se dirigió a la entrada principal. Una pareja que salía le sostuvo la puerta abierta. Tras subir tres pisos, recorrió un pasillo de paredes desconchadas y alfombras de un color indefinido.
Se detuvo frente a una puerta de molduras astilladas y hundidas. Llamó suavemente, pero no tenía esperanza de que contestaran.
Tardó sólo un instante en forzar la cerradura y abrir de un empujón.
Cerrando los ojos, respiró profundamente. Un cuerpo que estuviera allí desde hacía cuatro o cinco días ya despediría un olor característico, incluso con el aire acondicionado encendido. Pero no olió nada.
—¿Butch? —llamó en voz alta.
Cerró la puerta detrás de sí. El sofá estaba cubierto con los suplementos deportivos del Caldwell Courier Journal y del New York Post de la semana anterior. Había latas de cerveza vacías sobre la mesa, y en el fregadero se amontonaban los platos sucios.
Se dirigió al dormitorio para encontrar únicamente una cama con las sábanas en desorden y un montón de ropa en el suelo.
Se detuvo junto a la puerta del baño. Estaba cerrada. Su corazón empezó a latir con fuerza.
Al empujarla, temió encontrarse con un cadáver colgando de la ducha.
Pero no había nada.
El detective de Homicidios Butch O’Neal se había desvanecido. Simplemente, había desaparecido sin dejar rastro.