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Cuando el taxi dejó a Beth frente a Screamer’s, la escena del crimen se encontraba en plena actividad. Destellos de luces azules y blancas salían de los coches patrulla que bloqueaban el acceso al callejón. El cuadrado vehículo blindado de los artificieros ya había llegado. El lugar estaba atestado de agentes tanto de uniforme como vestidos de civil. Y la habitual multitud de curiosos ebrios, se había adueñado de la periferia del escenario fumando y charlando. En todos los años que llevaba como reportera, había descubierto que un homicidio era un acontecimiento social en Caldwell. Evidentemente para todos menos para el hombre o mujer que había muerto. Para la víctima, imaginaba, la muerte era un asunto bastante solitario, aunque hubiese visto frente a frente la cara de su asesino. Algunos puentes hay que cruzarlos solos, sin importar quién nos empuje por el borde.
Beth se cubrió la boca con la manga. El olor a metal quemado, un punzante hedor químico, invadió su nariz.
—¡Oye, Beth! —Uno de los agentes le hizo señas—. Si quieres acercarte más, entra a Screamer’s y sal por la puerta trasera. Hay un corredor…
—De hecho, he venido a ver a José. ¿Está por aquí? El agente estiró el cuello, buscando entre la multitud. —Estaba aquí hace un minuto. Tal vez haya vuelto a la comisaría. ¡Ricky! ¿Has visto a José?
Butch O’Neal se paró frente a ella, silenciando al otro policía con una sombría mirada.
—Vaya sorpresa.
Beth dio un paso atrás. El Duro era un buen espécimen de hombre. Cuerpo grande, voz grave, presencia arrolladora. Suponía que muchas mujeres se sentirían atraídas por él, porque no podía negar que era bien parecido, de una manera tosca, ruda. Pero Beth nunca había sentido saltar una chispa.
No es que los hombres no le hicieran sentir nada, pero aquel hombre, en concreto, no le interesaba.
—Y bien, Randall, ¿qué te trae por aquí? —Se llevó un trozo de chicle a la boca y arrugó el papel formando una bolita. Su mandíbula se puso a trabajar como si estuviera frustrado, no masticaba, machacaba.
—Estoy aquí por José. No por el crimen.
—Claro que sí. —Entrecerró los ojos. Con sus cejas de color castaño y sus ojos profundos, parecía siempre un poco enfadado, pero, bruscamente, su expresión empeoró—. ¿Puedes venir conmigo un segundo?
—En realidad necesito ver a José…
Él le sujeto el brazo con un fuerte apretón.
—Sólo ven aquí. —Butch la llevó a un rincón aislado del callejón, lejos del bullicio—. ¿Qué diablos te ha pasado en la cara?
Ella alzó la mano y se cubrió el labio herido. Todavía debía de estar conmocionada, porque se había olvidado de todo.
—Repetiré la pregunta —dijo—. ¿Qué diablos te ha pasado?
—Yo, eh… —la garganta se le cerró—. Estaba… —No iba a llorar. No delante del Duro—. Necesito ver a, José.
—No está aquí, así que no podrás contar con él. Ahora habla.
Butch le inmovilizó los brazos a los lados, como si presintiera que podía salir corriendo. Él medía sólo unos pocos centímetros más que ella, pero la retenía con 30 kilos de músculo por lo menos.
El miedo se instaló en su pecho como si quisiera perforarla, pero ya estaba harta de ser maltratada físicamente esa noche.
—Retírate, O’Neal. —Colocó la palma de la mano en el pecho del hombre y empujó. Él se movió un poco.
—Beth, dime…
—Si no me sueltas… —su mirada sostuvo la de él—, voy a publicar un artículo sobre tus técnicas de interrogatorio. Ya sabes, las que necesitan rayos X y escayola cuando has terminado.
Los ojos de O’Neal se entrecerraron de nuevo. Apartó los brazos de su cuerpo y levantó las manos como si se estuviera rindiendo.
—Está bien. —La dejó y regresó a la escena del crimen. Beth apoyó la espalda contra el edificio, y sintió que sus piernas flaqueaban. Miró hacia abajo, tratando de reunir fuerzas, y vio algo metálico. Dobló las rodillas y se inclinó. Era una estrella arrojadiza de artes marciales.
—¡Oye, Ricky! —llamó. El policía se acercó, y ella señaló al suelo—. Pruebas.
Le dejó hacer su trabajo y se dirigió a toda prisa a la calle Trade para coger un taxi. Simplemente, ya no podía soportarlo más.
Al día siguiente presentaría una denuncia oficial con José. A primera hora de la mañana.
Cuando Wrath reapareció en el salón, había recuperado el control. Sus armas estaban en sus respectivas fundas y su chaqueta pesaba en la mano, llena de las estrellas arrojadizas y cuchillos que le gustaba utilizar.
Tohrment fue el primero de la Hermandad en llegar. Tenía los ojos encendidos, el dolor y la venganza hacían que el azul oscuro brillara de manera tan vívida que incluso Wrath pudo captar el destello de color.
Mientras Tohr se recostaba contra una de las paredes amarillas de Darius, Vishous entró en la habitación. La perilla que se había dejado crecer hacía poco y daba un aspecto más siniestro de lo habitual, aunque era el tatuaje alrededor de su ojo izquierdo lo que realmente lo situaba en el campo de lo terrorífico. Esa noche tenía bien calada la gorra de los Red Sox y las complejas marcas de las sienes casi no se veían. Como siempre, su guante negro de conductor, que usaba para que su mano izquierda no entrara en contacto con nadie inadvertidamente, estaba en su lugar.
Lo cual era algo bueno. Un maldito servicio público.
Le siguió Rhage. Había suavizado su actitud arrogante como deferencia al motivo de la convocatoria de aquella reunión. Rhage era un macho muy alto, enorme, poderoso, más fuerte que el resto de los guerreros. También era una leyenda sexual en el mundo de los vampiros, apuesto como un galán de cine y con un vigor capaz de rivalizar con un rebaño de sementales. Las hembras, tanto vampiresas como humanas, pisotearían a sus propias crías para llegar a él.
Por lo menos hasta que vislumbraran su lado oscuro. Cuando la bestia de Rhage salía a la superficie, todos, hermanos incluidos, buscaban refugio y empezaban a rezar.
Phury era el último. Su cojera resultaba casi imperceptible. Su pierna ortopédica había sido reemplazada hacía poco, y ahora estaba compuesta por una aleación de titanio y carbono de última tecnología. La combinación de barras, articulaciones y pernos estaba atornillada a la base del muslo derecho.
Con su fantástica melena de cabellos multicolores, Phury hubiera debido estar acompañado de actrices y modelos, pero se había mantenido fiel a su voto de castidad. Sólo había sitio para un único amor en su vida, Y este lo había estado matando lentamente durante años.
—¿Dónde está tu gemelo? —preguntó Wrath.
—Z está de camino.
El que Zsadist llegara el último no era ninguna sorpresa. Z era un gigantesco y violento peligro para el mundo. Un maldito bastardo que blasfemaba a todas horas y que llevaba el odio, especialmente hacia las hembras, a nuevos niveles. Por fortuna, entre su cara cubierta de cicatrices y, su cabello cortado al rape, tenía un aspecto tan aterrador como realmente era, de modo que la gente solía apartarse de su camino.
Raptado de su familia cuando era un niño, había acabado como esclavo de sangre, y el maltrato a manos de su ama había sido brutal en todos los sentidos. A Phury le había llevado casi un siglo encontrar a su gemelo, y Z había sido torturado hasta el punto de que fue dado por muerto antes de ser rescatado.
Una caída en el salado océano había grabado las heridas en la piel de Zsadist, y además del laberinto de cicatrices, aún exhibía los tatuajes de esclavo, así como varios piercings que él mismo había añadido, sólo porque le gustaba la sensación de dolor.
Con toda certeza, Z era el más peligroso de los miembros de la Hermandad. Después de lo que había soportado, no le importaba nada ni nadie. Ni siquiera su hermano.
Incluso Wrath protegía su espalda en presencia de aquel guerrero.
Sí, la Hermandad de la Daga Negra era un grupo diabólico. Lo único que se interponía entre la población de vampiros civiles y los restrictores.
Cruzando los brazos, Wrath paseó la mirada por la habitación, observando a cada uno de los guerreros, pensando en sus fuerzas, pero también en sus maldiciones.
Con la muerte de Darius, recordó que, aunque sus guerreros estaban propinando duros golpes a las legiones de asesinos de la Sociedad, había muy pocos hermanos luchando contra una inagotable y autogeneradora reserva de restrictores.
Porque Dios era testigo de que había muchos humanos con interés y aptitudes para el asesinato.
La balanza simplemente no se inclinaba a favor de la raza. Él no podía eludir el hecho de que los vampiros no vivían eternamente, que los hermanos podían ser asesinados y que el equilibrio podía romperse en un instante a favor de sus enemigos.
Demonios, el cambio ya había comenzado. Desde que el Omega había creado la Sociedad Restrictiva hacía una eternidad, el número de vampiros había disminuido de tal manera que sólo quedaban unos cuantos enclaves de población. Su especie rozaba la extinción. Aunque los hermanos fueran mortalmente buenos en lo que hacían.
Si Wrath hubiera sido otra clase de rey, como su padre, que deseaba ser el adorado y reverenciado por parte de las familias de la especie, quizás el futuro hubiera sido más prometedor. Pero él no era como su padre. Wrath era un luchador, no un líder, y se desenvolvía mejor con una daga en la mano que sentado, siendo objeto de adoración.
Se concentró de nuevo en los hermanos. Cuando los guerreros le devolvieron la mirada, se notaba que esperaban sus instrucciones. Y aquella consideración lo puso nervioso.
—Me he tomado la muerte de Darius como un ataque personal —dijo.
Hubo un sordo gruñido de aprobación entre sus compañeros.
Wrath sacó la cartera y el móvil del miembro de la Sociedad Restrictiva que había matado.
—Esto lo llevaba un restrictor que ha tropezado conmigo esta misma noche detrás de Screamer’s. ¿Quién quiere hacer los honores?
Los lanzó al aire. Phury atrapó ambos objetos y pasó el teléfono a Vishous.
Wrath empezó a caminar de un lado a otro.
—Tenemos que salir de cacería de nuevo.
—Tienes toda la razón —gruñó Rhage. Hubo un movimiento metálico y luego el sonido de un cuchillo al clavarse en una mesa—. Tenemos que atraparlos donde entrenan, donde viven.
Lo cual significaba que los hermanos tendrían que hacer un reconocimiento del terreno. Los miembros de la Sociedad Restrictiva no eran estúpidos. Cambiaban su centro de operaciones con regularidad, trasladando constantemente sus instalaciones de reclutamiento y entrenamiento de un lugar a otro. Por este motivo, los guerreros vampiros consideraban que era más eficaz actuar como señuelos y luchar contra todo aquel que acudiera a atacarlos.
Ocasionalmente, la Hermandad había realizado algunas incursiones, matando a docenas de restrictores en una sola noche. Pero esa clase de táctica ofensiva era rara. Los ataques a gran escala eran eficaces, pero también llevaban aparejadas algunas dificultades. Los grandes combates atraían a la policía, y tratar de pasar inadvertidos era vital para todos.
—Aquí hay un permiso de conducir —murmuró Phury—. Investigaré la dirección. Es local.
—¿Qué nombre figura? —preguntó Wrath—. Robert Strauss.
Vishous soltó una maldición mientras examinaba el teléfono.
—Aquí no hay mucho. Sólo alguna cosa en la memoria de llamadas, unas marcaciones automáticas. Averiguaré en el ordenador quién ha llamado y qué números se marcaron.
Wrath rechinó los dientes. La impaciencia y la ira eran un cóctel difícil de digerir.
—No necesito decirte que trabajes lo más rápido posible. No hay manera de saber si el restrictor que he eliminado esta noche ha sido el autor de la muerte de Darius, así que pienso que tenemos que limpiar completamente toda la zona. Hay que matarlos a todos, sin importarnos los problemas que pueda plantearnos.
La puerta principal se abrió de golpe, y Zsadist entró en la casa.
Wrath lo miró sardónico.
—Gracias por venir, Z. ¿Has estado muy ocupado con las hembras?
—¿Qué tal si me dejaras en paz?
Zsadist se dirigió a un rincón y permaneció alejado del resto.
—¿Dónde vas a estar tú, mi señor? —preguntó Tohrment suavemente.
El bueno de Tohr. Siempre tratando de mantener la paz, ya fuera cambiando de tema, interviniendo directamente o, simplemente, por la fuerza.
—Aquí. Permaneceré aquí. Si el restrictor que mató a Darius está vivo e interesado en jugar un poco más, quiero estar disponible y fácil de encontrar.
Cuando los guerreros se fueron, Wrath se puso la chaqueta. Se dio cuenta entonces de que todavía no había abierto el sobre de Darius, y lo sacó del bolsillo. Había una franja de tinta escrita en él. Wrath imaginó que se trataba de su nombre. Abrió la solapa. Mientras sacaba una hoja de papel color crema, una fotografía cayó revoloteando al suelo. La recogió y tuvo la vaga impresión de que la imagen poseía un cabello largo y negro. Una hembra.
Wrath miró fijamente el papel. Era una caligrafía continua, un garabateo ininteligible y borroso que no tenía esperanza de descifrar, por mucho que entornara los ojos.
—¡Fritz! —llamó.
El mayordomo llegó corriendo.
—Lee esto.
Fritz tomó la hoja y dobló la cabeza. Leyó en silencio.
—¡En voz alta! —rugió Wrath.
—Oh. Mil perdones, amo. —Fritz se aclaró la garganta.
Si no he tenido tiempo de hablar contigo, Tohrment te proporcionará todos los detalles. Avenida Redd, número 1188, apartamento 1-B. Su nombre es Elizabeth Randall.
Posdata: La casa y Fritz son tuyos si ella no sobrevive a la edad adulta. Lamento que el final haya llegado tan pronto.
D
—Hijo de perra —murmuró Wrath.