30
El señor X arrojó la sierra sobre el banco de trabajo y se limpió las manos con una toalla.
¡Bien, diablos!, pensó.
El maldito vampiro había muerto. Había intentado por todos los medios despertar al macho, incluso con el cincel, y había revuelto completamente el granero durante el proceso. Había sangre de vampiro por todas partes. Al menos la limpieza le resultaría fácil.
El señor X se dirigió hacia las puertas dobles y las abrió. Justo en ese momento, el sol despuntaba sobre una colina lejana y una encantadora luz dorada se iba extendiendo suavemente por todo del paisaje. Retrocedió cuando el interior del granero se iluminó.
El cuerpo del vampiro explotó con una llamarada, y el resto de la sangre que empapaba el suelo bajo la mesa se evaporo en una nube de humo. Una suave brisa matutina se llevó lejos el Hedor de la carne quemada.
El señor X se dirigió hacia la luz de la mañana, mirando la neblina que empezaba a disiparse sobre el césped de la parte trasera. No estaba dispuesto a asumir que había fracasado. El plan habría funcionado si no se hubiera encontrado con esos policías y no hubiera tenido que utilizar dos dardos suplementarios con su prisionero. Sólo necesitaba volver a intentarlo.
Su obsesión por la tortura hacia que se sintiera ansioso.
Sin embargo, de momento tenía que detener los asesinatos de prostitutas. Aquellos estúpidos policías sirvieron también para recordarle que no podía actuar cuando le viniera en gana y que podían atraparlo.
La idea de encontrarse con la ley, no le resultaba especialmente molesta. Pero se enorgullecía de la perfección de sus operaciones.
Por eso había escogido a las prostitutas como cebo. Suponía que si una o dos aparecían muertas, no sería motivo de escándalo. Era menos probable que tuvieran una familia que las llorara, por lo que la policía no estaría tan presionada para detener al asesino. En cuanto a la inevitable investigación, tendrían un amplio surtido de sospechosos entre los proxenetas y delincuentes que trabajaban en los callejones, donde la policía podría elegir. Pero eso no significaba que pudiera volverse descuidado. Ni que abusara del Valle de las Prostitutas.
Regresó al granero, guardó sus herramientas y se dirigió a la casa. Revisó sus mensajes antes de meterse a la ducha. Había varios.
El más importante era de Billy Riddle. Evidentemente, el muchacho había tenido un encuentro perturbador la noche anterior y había llamado poco después de la una de la madrugada.
Era bueno que estuviera buscando consuelo, pensó el señor X. Y probablemente había llegado el momento de tener una conversación sobre su futuro.
Una hora después, el señor X se dirigió a la academia, abrió las puertas y las dejó sin echar el cerrojo.
Los restrictores a los que había ordenado reunirse con él para informarle empezaron a llegar poco después. Pudo oírles hablar en voz baja en el vestíbulo al lado de su oficina. En el momento en que se acercó a ellos, se callaron y se quedaron mirándolo. Vestían trajes de faena negros, sus rostros estaban sombríos. Sólo había uno que no se había decolorado. El corte a cepillo del cabello negro del señor O destacaba entre los demás, al igual que sus oscuros ojos castaños.
Según pasaba el tiempo que permanecía un restrictor en la Sociedad, sus características físicas individuales se iban diluyendo progresivamente. Los cabellos castaños, negros y rojizos se volvían olor ceniza pálida, los matices amarillentos, carmesí o bronceados de la piel se transformaban en un blanco descolorido. El proceso generalmente tardaba una década, aunque todavía se veían algunos mechones oscuros alrededor del rostro de O.
Hizo un rápido recuento. Todos los miembros de sus dos primeros escuadrones estaban allí, así que cerró con llave la puerta exterior de la academia y escoltó al grupo al sótano. Sus botas resonaron fuerte y nítidamente en el hueco de la escalera metálica.
El señor X había preparado el centro de operaciones sin nada especial o fuera de lo común. Simplemente, se trataba de una antigua aula con doce sillas, una pizarra, un televisor y una tarima al frente.
La escasa decoración no era sólo una tapadera. No quería ninguna distracción de alta tecnología. El único propósito de aquellas reuniones era la eficacia y el dinamismo.
—Contadme qué ha sucedido anoche —dijo él, mirando a los asesinos—. ¿Cómo os ha ido?
Escuchó los informes, haciendo caso omiso a toda clase de excusas. Sólo habían matado a dos vampiros la noche anterior. Y él les había exigido diez.
Y era una desgracia que O, que era novato. Hubiera sido el responsable de ambas muertes.
El señor X cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Cuál fue el problema?
—No pudimos encontrar ninguno —dijo el señor M.
—Anoche yo encontré uno —dijo el señor X con brusquedad—. Con bastante facilidad, podría añadir. Y el señor O, dos.
—Bueno, el resto de nosotros no pudo. —M miró a los demás—. El número en esta zona ha disminuido.
—No se trata de un problema geográfico —murmuró una voz desde la parte de atrás.
La mirada del señor X se deslizó entre los restrictores, deteniéndose en la oscura cabeza de O, en la parte trasera de la habitación. No le sorprendió en absoluto que el asesino hubiera hablado.
Estaba demostrando ser uno de los mejores, aunque fuera un recluta nuevo. Con magníficos reflejos y vitalidad, era un gran luchador, pero como sucedía con todas las cosas poseedoras de una tuerza excesiva, era difícil de controlar. Por ello, el señor X lo había puesto en un grupo en donde había otros con siglos de experiencia.
Pero era consciente de que O era capaz de dominar cualquier grupo compuesto por individuos interiores a él.
—¿Te importaría explicarte un poco más detalladamente, señor 0?
—Al señor X no le interesaba en absoluto su opinión, pero quería mostrar al nuevo recluta ante los demás.
El señor O se encogió de hombros despreocupadamente, y su lentitud hablando rayaba en el insulto.
—El problema es, la motivación. Si uno fracasa no pasa nada. No hay, consecuencias.
—Y qué sugerirías exactamente —preguntó el señor X.
O se estiró hacia delante, agarró a M por el pelo y le cortó la garganta con un cuchillo.
Los otros restrictores retrocedieron de un salto, agachándose para tomar posiciones de ataque, a pesar de que O se volvió sentar, limpiando con los dedos la hoja del cuchillo con una calma pasmosa.
El señor X hizo una mueca de desagrado, pero logró controlarse de inmediato.
Atravesó la habitación hasta donde se encontraba M. El restrictor todavía estaba vivo, tratando de respirar e intentando contener con las manos la pérdida de sangre.
El señor X se arrodilló.
—¡Fuera todo el mundo de aquí! ¡Ahora! Nos reuniremos mañana por la mañana, y espero escuchar mejores noticias. Señor O, tú te quedas.
O desafió la orden e hizo un movimiento para levantarse, pero el señor X lo aprisionó en la silla, quitándole el control de los músculos de su cuerpo. El hombre pareció momentáneamente impresionado, e intentó luchar contra la tenaza que aferraba sus brazos y, piernas.
Era una batalla que no ganaría. El Omega siempre otorgaba una serie de ventajas adicionales a los restrictores jefes. Y este tipo de dominio mental sobre los compañeros asesinos era una de ellas.
Cuando la estancia quedó vacía, el señor X sacó un cuchillo y apuñaló a M en el pecho. Hubo un destello de luz y luego un estallido mientras el restrictor se desintegraba.
El señor X miró con ferocidad a O desde el suelo.
—Si alguna vez vuelves a hacer algo así, te entregaré al Omega.
—¡No, no lo harás! —A pesar de estar a merced del señor X, la arrogancia de O era desenfrenada—. No creo que tengas mucho interés en presentarte ante el Omega como si no pudieras controlar a tus propios hombres.
El señor X se puso de pie.
—¡Ten cuidado, O! Subestimas el afecto del Omega por los sacrificios. Si te ofreciera como regalo, lo agradecería mucho. —El señor X recorrió la mejilla de O con un dedo—. Si te maniatara y lo llamara, le complacería desatarte. Y a mí me gustaría verlo.
O echó la cabeza hacia atrás bruscamente, más enfadado que asustado.
—¡No me toques!
—¡Soy tu jefe! Puedo hacer contigo lo que quiera. —El señor X aferró con una mano la mandíbula de 0, e introdujo el dedo pulgar entre los labios y los dientes del hombre, tirando de la cara del restrictor—. Así que cuida tus modales, no vuelvas a matar nunca a otro miembro de la Sociedad sin mi permiso expreso, y nos llevaremos muy bien.
Los ojos castaños de O ardieron.
—¿Qué me dices ahora? —murmuró el señor X, extendiendo la mano y alisando el cabello del hombre hacia atrás.
El restrictor masculló en voz baja.
—¡No te he oído!
—El señor X apretó el dedo pulgar contra la parte suave y carnosa bajo la lengua de O, hundiéndosela hasta que aparecieron lágrimas en los ojos de su subordinado. Cuando dejó de apretar, le dio una caricia rápida y húmeda sobre el labio inferior.
—Te repito que no te he oído.
—Sí, sensei.
—Buen muchacho.