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Beth estuvo bajo la ducha cuarenta y cinco minutos, utilizó medio bote de gel, y casi derritió el barato papel pintado de las paredes del baño debido al intenso calor del agua. Se secó, se puso una bata e intentó no mirarse otra vez al espejo. Su labio tenía un feo aspecto.

Salió a la única habitación que poseía su pequeño apartamento. El aire acondicionado se había estropeado hacía un par de semanas, y el ambiente de la estancia era tan sofocante como el del baño. Miró hacia las dos ventanas y la puerta corredera que conducía a un desangelado patio trasero. Tuvo el impulso de abrirlas todas, sin embargo, se limitó a revisar los cierres.

Aunque sus nervios estaban destrozados, al menos su cuerpo estaba recuperándose rápidamente. Su apetito había vuelto en busca de venganza, como si estuviera molesto por no haber cenado, así que se dirigió directamente a la cocina. Incluso las sobras de pollo de hacía cuatro noches parecían apetitosas, pero cuando rompió el papel de aluminio, percibió un efluvio de calcetines húmedos. Arrojó a la basura todo el paquete y colocó un recipiente de comida congelada en el microondas. Comió los macarrones con queso de pie, sosteniendo la pequeña bandeja de plástico en la mano con un guante de cocina. No fue suficiente, así que tuvo que prepararse otra ración.

La idea de engordar diez kilos en una sola noche era tremendamente atrayente, vaya si lo era. No podía hacer nada con el aspecto de su rostro, pero estaba dispuesta a apostar que su misógino atacante neanderthal prefería a sus víctimas delgadas y atléticas.

Parpadeó, tratando de sacarse de la cabeza la imagen de su propio rostro. Dios, aún podía sentir sus manos, ásperas y desagradables, manoseándole los pechos.

Tenía que denunciarlo. Se acercaría a la comisaría.

Aunque no quería salir del apartamento. Por lo menos hasta que amaneciera.

Se dirigió hasta el futón que usaba como sofá y cama y se colocó en posición fetal. Su estómago tenía dificultades para digerir los macarrones con queso y una oleada de náusea seguida por una sucesión de escalofríos recorrió su cuerpo.

Un suave maullido le hizo levantar la cabeza.

—Hola, Boo —dijo, chasqueando los dedos con desgana. El pobre animal había huido despavorido cuando ella había entrado como una tromba por la puerta rasgándose la ropa y arrojándola por toda la habitación.

Maullando nuevamente, el gato negro se aproximó. Sus grandes ojos verdes parecían preocupados mientras saltaba con elegancia hacia su regazo.

—Lamento todo este drama —murmuró ella, haciéndole sitio.

El animal frotó la cabeza contra su hombro, ronroneando. Su cuerpo estaba tibio, apenas pesaba. No supo el tiempo que permaneció allí sentada acariciando su suave pelaje, pero cuando el teléfono sonó, tuvo un sobresalto.

Mientras trataba de alcanzar el auricular, se las arregló para seguir acariciando a su mascota. Los años de convivencia habían conseguido que su coordinación gato-teléfono rozara niveles de perfección.

—¿Hola? —dijo, pensando en que era más de medianoche, lo que descartaba a los vendedores telefónicos y sugería algún asunto de trabajo o algún psicópata ansioso.

—Hola, señorita B. Ponte tus zapatillas de baile. El coche de un individuo ha saltado por los aires al lado de Screamer’s. Él estaba dentro.

Beth cerró los ojos y quiso sollozar. José de la Cruz era uno de los detectives de la policía de la ciudad, pero también un gran amigo.

Aunque tenía que decir que le sucedía lo mismo con la mayoría de los hombres y mujeres que llevaban uniforme azul. Como pasaba tanto tiempo en la comisaría, había llegado a conocerlos bastante bien, pero José era uno de sus favoritos.

—Hola, ¿estás ahí?

Cuéntale lo que ha sucedido. Abre la boca.

La vergüenza y el horror de lo ocurrido le oprimían las cuerdas vocales.

—Aquí estoy, José. —Se apartó el oscuro cabello de la cara y carraspeó—. No podré ir esta noche.

—Sí, claro. ¿Cuándo has dejado pasar una buena información? —Rio alegremente—. Ah, pero tómatelo con calma. El Duro lleva el caso.

El Duro era el detective de homicidios Brian O’Neal, más conocido como Butch. O simplemente señor.

—En serio, no puedo… ir ahí esta noche.

—¿Estás ocupada con alguien? —La curiosidad hizo que la voz fuera apremiante. José estaba felizmente casado, pero ella sabía que en la comisaría todos especulaban a su costa. ¿Una mujer con un cuerpazo como el suyo sin un hombre? Algo tenía que ocurrir—. ¿Y bien? ¿Lo estás?

—Por Dios, no. No.

Hubo un silencio antes de que el sexto sentido de policía de su amigo se pusiera alerta.

—¿Qué sucede?

—Estoy bien. Un poco cansada. Iré a la comisaría mañana.

Presentaría la denuncia entonces. Al día siguiente se sentiría lo suficientemente fuerte para recordar lo que había pasado sin derrumbarse.

—¿Necesitas que vaya a verte?

—No, pero te lo agradezco. Estoy bien, de verdad.

Colgó el auricular.

Quince minutos después se había puesto un par de vaqueros recién lavados y una amplia camisa que ocultaba sus espléndidas curvas. Llamó a un taxi, pero antes de salir hurgó en el armario hasta encontrar su otro bolso. Cogió el spray de pimienta y lo apretó con fuerza en la mano mientras se dirigía a la calle.

En el trayecto entre su casa y el lugar donde había estallado la bomba, recuperaría la voz y se lo contaría todo a José.

Por mucho que detestara la idea de recordar la agresión, no iba a permitir que aquel imbécil siguiera libre haciéndole lo mismo a otra persona. Y aunque nunca lo atrapasen, al menos habría hecho todo lo posible para tratar de capturarlo.

‡ ‡ ‡

Wrath se materializó en el salón de la casa de Darius.

Maldición, ya había olvidado lo bien que vivía el vampiro.

Aunque D era un guerrero, se comportaba como un aristócrata, y a decir verdad, tenía una cierta lógica. Su vida había empezado como un princeps de alta alcurnia, y todavía conservaba el gusto por el buen vivir. Su mansión del siglo XIX estaba bien cuidada, llena de antigüedades y obras de arte. También era tan segura como la cámara acorazada de un banco.

Pero las paredes amarillo claro del salón hirieron sus ojos.

—Qué agradable sorpresa, mi señor.

Fritz, el mayordomo, apareció desde el vestíbulo e hizo una profunda reverencia mientras apagaba las luces para aliviar los ojos de Wrath. Como siempre, el viejo macho iba vestido con librea negra. Había estado con Darius alrededor de cien años, y era un doggen, lo que significaba que podía salir a la luz del día pero envejecía más rápido que los vampiros. Su subespecie había servido a los aristócratas y guerreros durante muchos milenios.

—¿Se quedará con nosotros mucho tiempo, mi señor?

Wrath negó con la cabeza. No si podía evitarlo.

—Unas horas.

—Su habitación está preparada. Si me necesita, señor, aquí estaré.

Fritz se inclinó de nuevo y caminó hacia atrás para salir de la habitación, cerrando las puertas dobles tras él.

Wrath se dirigió hacia un retrato de más de dos metros de altura del que le habían dicho que había sido un rey francés. Colocó sus manos sobre el lado derecho del pesado marco dorado. El lienzo giró sobre su eje para revelar un oscuro pasillo de piedra iluminado con lámparas de gas.

Al entrar, bajó por unas escaleras hasta las profundidades de la tierra. Al final de los escalones había dos puertas. Una iba a los suntuosos aposentos de Darius, la otra se abrió a lo que Wrath consideraba un sustituto de su hogar. La mayoría de los días dormía en un almacén de Nueva York, en una habitación interior hecha de acero con un sistema de seguridad muy similar al de Fort Knox.

Pero él nunca invitaría allí a Marissa. Ni a ninguno de los hermanos. Su privacidad era demasiado valiosa.

Cuando entró, las lámparas sujetas a las paredes se encendieron por toda la habitación a voluntad suya. Su resplandor dorado alumbraba sólo tenuemente el camino en la oscuridad. Como deferencia a la escasa visión de Wrath, Darius había pintado de negro los muros y el techo de seis metros de altura. En una esquina, destacaba una enorme cama con sábanas de satén negro y un montón de almohadas. Al otro lado, había un sillón de cuero, un televisor de pantalla grande y una puerta que daba a un baño de mármol negro. También había un armario lleno de armas y ropa.

Por alguna razón, Darius siempre insistía en que se quedara en la mansión. Era un maldito misterio. No se trataba de que lo defendiera, porque Darius podía protegerse a sí mismo. Y la idea de que un vampiro como D sufriera de soledad era absurda.

Wrath percibió a Marissa antes de que entrara en la habitación. El aroma del océano, una limpia brisa, la precedía.

Terminemos con esto de una vez, pensó. Estaba ansioso por regresar a las calles. Sólo había saboreado un bocado de batalla, y esa noche quería atiborrarse.

Se dio la vuelta.

Mientras Marissa inclinaba su menudo cuerpo hacia él, sintió devoción e inquietud flotando en el aire alrededor de la hembra.

—Mi señor —dijo ella.

Por lo poco que podía ver, llevaba puesta una prenda ligera de gasa blanca, y su largo cabello rubio le caía en cascada sobre los hombros y la espalda. Sabía que se había vestido para complacerlo, y deseó en lo más íntimo de su ser que no se hubiera esforzado tanto.

Se quitó la chaqueta de cuero y la funda donde llevaba sus dagas.

Malditos fuesen sus padres. ¿Por qué le habían dado una hembra como ella? Tan… frágil.

Aunque, pensándolo bien, considerando el estado en que se encontraba antes de su transición, quizás temieron que otra más fuerte pudiera causarle daño.

Wrath flexionó los brazos, sus bíceps mostraron su grosor, uno de sus hombros crujió debido al esfuerzo.

Si pudieran verlo ahora. Su escuálido cuerpo se había transformado en el de un frío asesino.

Tal vez sea mejor que estén muertos, pensó. No habrían aprobado en lo que se había convertido ahora.

Pero no pudo evitar pensar que si ellos hubieran vivido hasta una edad avanzada, él habría sido diferente.

Marissa cambió de sitio nerviosamente.

—Lamento molestarte. Pero no puedo esperar más.

Wrath se dirigió al baño.

—Me necesitas, y yo acudo.

Abrió el grifo y se subió las mangas de su camisa negra. Con el vapor elevándose, se lavó la suciedad, el sudor y la muerte de sus manos. Luego frotó la pastilla de jabón por los brazos, cubriendo de espuma los tatuajes rituales que adornaban sus antebrazos. Se enjuagó, se secó y caminó hasta el sillón. Se sentó y esperó, rechinando los dientes.

¿Durante cuánto tiempo habían hecho aquello? Siglos. Pero Marissa siempre necesitaba algún tiempo para poder aproximársele. Si hubiera sido otra, su paciencia se habría agotado de inmediato, pero con ella era un poco más tolerante.

La verdad era que sentía pena por ella porque la habían forzado a ser su shellan. Él le había dicho una y otra vez que la liberaba de su compromiso para que encontrara un verdadero compañero, uno que no solamente matara todo lo que le amenazara, sino que también la amara.

Lo extraño era que Marissa no quería dejarlo, por muy frágil que fuera. Él imaginaba que ella probablemente temía que ninguna otra hembra querría estar con él, que ninguna alimentaría a la bestia cuando lo necesitara, y su raza perdería su estirpe más poderosa. Su rey. Su líder, que carecía de la voluntad de liderar.

Sí, era un maldito inconveniente. Permanecía alejado de ella a menos que necesitara alimentarse, lo cual no sucedía con frecuencia debido a su linaje. La hembra nunca sabía dónde estaba él, o qué estaba haciendo. Pasaba los largos días sola en la casa de su hermano, sacrificando su vida para mantener vivo al último vampiro de sangre pura, el único que no tenía ni una sola gota de sangre humana en su cuerpo.

Francamente, no entendía cómo soportaba eso… ni cómo lo soportaba a él.

De repente, sintió ganas de maldecir. Aquella noche parecía ser muy apropiada para alimentar su ego. Primero Darius y ahora ella.

Los ojos de Wrath la siguieron mientras ella se movía por la habitación, describiendo círculos a su alrededor, acercándosele. Se obligó a relajarse, a estabilizar su respiración, a inmovilizar su cuerpo. Aquella era la peor parte del proceso. Le daba pánico no tener libertad de movimientos, y sabía que cuando ella empezara a alimentarse, la sofocante sensación empeoraría.

—¿Has estado ocupado, mi señor? —dijo suavemente.

Él asintió, pensando que si tenía suerte, iba a estar más ocupado antes del amanecer.

Marissa finalmente se irguió frente a él, y el vampiro pudo sentir su hambre prevaleciendo sobre su inquietud. También sintió su deseo. Ella lo quería, pero él bloqueó ese sentimiento de la hembra.

Bajo ningún concepto tendría relaciones sexuales con ella. No podía imaginar someter a Marissa a las cosas que había hecho con otros cuerpos femeninos. Y él nunca la había querido de esa manera. Ni siquiera al principio.

—Ven aquí —dijo, haciendo un gesto con la mano. Dejó caer el antebrazo sobre el muslo, con la muñeca hacia arriba—. Estás hambrienta. No deberías esperar tanto para llamarme.

Marissa descendió hasta el suelo cerca de sus rodillas, su vestido se arremolinó alrededor de su cuerpo y sus pies. Él sintió la tibieza de los dedos sobre su piel mientras ella recorría sus tatuajes con las manos, acariciando los negros caracteres que detallaban su linaje en el antiguo idioma. Estaba lo suficientemente cerca para captar los movimientos de su boca abriéndose, sus colmillos destellaron antes de hundirlos en la vena.

Wrath cerró los ojos, dejando caer la cabeza hacia atrás mientras ella bebía. El pánico lo inundó rápida y fuertemente. Dobló el brazo libre alrededor del borde del sillón, tensionando los músculos al tiempo que aferraba la esquina para mantener el cuerpo en su lugar. Calma, necesitaba conservar la calma. Pronto terminaría, y entonces sería libre.

Cuando Marissa levantó la cabeza diez minutos después, él se irguió de un salto y aplacó la ansiedad caminando, sintiendo un alivio enfermizo porque ya podía moverse. En cuanto se sosegó, se acercó a la hembra. Estaba saciada, absorbiendo la fuerza que la embargaba a medida que su sangre se mezclaba. A él no le agradó verla en el suelo, de modo que la levantó, y estaba pensando en llamar a Fritz para que la llevara a la casa de su hermano, cuando unos rítmicos golpes sonaron en la puerta.

Wrath se volvió a mirar al otro lado de la habitación, la trasladó a la cama y allí la recostó.

—Gracias, mi señor —murmuró ella—. Volveré a casa por mis propios medios.

Él hizo una pausa, y luego colocó una sábana sobre las piernas de la vampiresa antes de abrir la puerta de golpe.

Fritz estaba muy agitado por algo.

Wrath salió, cerrando la puerta tras de sí. Estaba a punto de preguntar qué demonios podía justificar tal interrupción, cuando el olor del mayordomo impregnó su irritación.

Supo, sin preguntar, que la muerte había hecho otra visita.

Y Darius había desaparecido.

—Señor…

—¿Cómo ha sido? —gruñó. Ya se ocuparía del dolor más tarde. Primero necesitaba detalles.

—Ah, el coche… —Estaba claro que el mayordomo tenía problemas para conservar la calma, y su voz era tan débil y quebradiza como su viejo cuerpo—. Una bomba, mi señor. El coche… al salir del club. Tohrment ha llamado. Lo vio todo.

Wrath pensó en el restrictor que había eliminado. Deseó saber si había sido él quien había perpetrado el atentado.

Aquellos bastardos ya no tenían honor. Por lo menos sus precursores, desde hacía siglos, habían luchado como guerreros. Esta nueva raza estaba compuesta por cobardes que se escondían detrás de la tecnología.

—Llama a la Hermandad —vociferó—. Diles que vengan de inmediato.

—Sí, por supuesto. Señor… Darius me pidió que le diera esto —el mayordomo extendió algo—, si usted no estaba con él cuando muriera.

Wrath cogió el sobre y regresó al aposento, sin poder ofrecer compasión alguna ni a Fritz ni a nadie. Marissa se había marchado, lo cual era bueno para ella.

Metió la última carta de Darius en el bolsillo de su pantalón de cuero.

Y dio rienda suelta a su ira.

Las lámparas explotaron y cayeron hechas añicos mientras un torbellino de ferocidad giraba a su alrededor, cada vez más fuerte, más rápido, más oscuro, hasta que el mobiliario se elevó del suelo trazando círculos alrededor del vampiro. Echó hacia atrás la cabeza y rugió.