23
Butch salió de la oficina del capitán. Sentía la tunda de su pistola muy liviana sin el arma dentro y su cartera demasiado plana sin su placa. Era como estar desnudo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó José.
—Me voy de vacaciones.
—¿Qué diablos significa eso?
Butch empezó a bajar hacia el vestíbulo.
—¿El Departamento de Policía de Nueva York tenía algo sobre ese sospechoso?
José lo agarró por el brazo, empujándole a una de las salas de interrogatorio.
—¿Qué ha pasado?
—Me han suspendido sin paga, hasta que concluya una investigación interna que los dos sabemos que tendrá como resultado que actué con fuerza desmedida.
José se pasó una mano por el cabello.
—Te dije que te apartaras de esos sospechosos.
—Ese tipo, Riddle, se merecía algo peor.
—Esa no es la cuestión.
—Es extraño, eso mismo dijo el capitán.
Butch se dirigió hacia el espejo y se miró.
Dios, estaba envejeciendo. O quizás simplemente estaba cansado del único trabajo que le había gustado siempre.
Brutalidad policial. ¡A la mierda con eso! Él protegía a los inocentes, no a cualquier matón que se excitaba haciéndose pasar por un tipo duro. El problema era que había demasiadas normas que favorecían a los criminales. Sus víctimas, cuyas vidas quedaban destruidas a causa de la violencia, deberían tener la mitad de la suerte que ellos.
—En todo caso ya no pertenezco a este lugar —dijo suavemente.
—¿Qué?
Ya no había un lugar en el mundo para los hombres como él, pensó.
Butch se dio la vuelta.
—Entonces, el Departamento de Policía de Nueva York. ¿Has logrado averiguar algo?
José lo miró fijamente durante bastante tiempo.
—Suspendido del cuerpo, ¿eh?
—Por lo menos hasta que puedan despedirme oficialmente.
José se llevó las manos a las caderas y miró hacia abajo, moviendo la cabeza como si estuviera protestando a sus zapatos, pero contestó:
—Nada. Es como si hubiera salido de la nada.
Butch maldijo.
—Esas estrellas. Sé que puedes conseguirlas en Internet, pero también pueden comprarse en la ciudad, ¿no es así?
—Sí, a través de las academias de artes marciales. Tenemos un par de ellas en la ciudad. —José asintió despacio.
Butch sacó las llaves de su bolsillo.
—Te veré después.
—Espera, ya hemos enviado a alguien a investigar. En ambas academias dijeron que no recuerdan a nadie que encajara con la descripción del sospechoso.
—Gracias por el dato. —Butch empezó a acercarse a la puerta.
—Detective. —José sujetó a su compañero por el brazo—. ¡Maldición!, ¿puedes detenerte un minuto?
Butch miró por encima del hombro.
—¿Es ahora cuando me adviertes que me mantenga lejos de los asuntos de la policía? Porque bien puedes ahorrarte el discurso.
—Por Cristo, Butch, yo no soy tu enemigo. —Los oscuros ojos castaños de José eran penetrantes—. Los muchachos y yo estamos contigo. En lo que a nosotros concierne, tú haces lo que tienes que hacer, y nunca te has equivocado. Sea quien sea al que has golpeado, seguramente se lo merecía. Pero a lo mejor sólo has tenido suerte, ¿sabes? ¿Qué tal si hubieras herido a alguien que no era…?
—¡Corta el sermón de predicador! No estoy interesado. —Agarró el pomo de la puerta.
José apretó más fuerte.
—Estás fuera del cuerpo, O’Neal. Y meterte en una investigación de la que has sido relevado no va a hacer volver a Janie. José retiró la mano, como si estuviera tirando la toalla. —Lo siento. Pero deberías saber que seguir profundizando en el asunto sólo puede perjudicarte. Eso no va a ayudar a tu hermana. Nunca la ha ayudado.
Butch movió la cabeza lentamente.
—¡Mierda. Ya lo sé!
—¿Estás seguro?
Sí, lo estaba. Había disfrutado golpeando a Billy Riddle, y había sido para vengarse por lo que le había hecho a Beth. No tenía riada que ver con su hermana. No iba a devolverle la vida, 1o sabía perfectamente. Janie se había ido. Hacía mucho tiempo.
Aun así, los ojos tristes de José le hicieron sentirse como si tuviera una enfermedad terminal.
—Todo va a ir bien —se encontró diciendo, aunque realmente no lo creyera.
—No… No te arriesgues demasiado ahí fuera, detective.
Butch abrió la puerta.
—Arriesgarme es lo único que sé hacer, José.
‡ ‡ ‡
El señor X se recostó en la silla de su oficina, pensando en la noche que se aproximaba. Estaba listo para intentarlo de nuevo, aunque la zona del centro de la ciudad estaba al rojo vivo en ese momento con la bomba y el descubrimiento del cadáver de la prostituta. Patrullar en busca de vampiros en el barrio del Screamer’s iba a ser peligroso, pero el riesgo de ser apresado era un aliciente añadido al desafío.
Si uno quería atrapar un tiburón, no pescaba en agua dulce. Tenía que ir a donde estaban los vampiros.
Sintió una oleada de nerviosismo ante semejante expectativa.
Había estado perfilando sus técnicas de tortura. Y esa mañana, antes de salir para la academia, había visitado el centro de operaciones que prepararía en su granero. Sus herramientas estaban ordenadas y relucientes: un torno de dentista, cuchillos de varios tamaños, un mazo y un cincel, una sierra. Varios punzones. Para los ojos.
Desde luego, el truco consistía en recorrer esa delgada línea entre el dolor y la muerte. El dolor se podía prolongar durante horas o días. La muerte era el interruptor principal que debía ser apagado.
Alguien llamó a la puerta.
—Entre —dijo él.
Era la recepcionista, una mujer con los brazos grandes como los de un hombre y carente de pechos. Sus contradicciones nunca dejaban de asombrarlo. A pesar de que una especie de envidia delirante por el sexo masculino la había impulsado a tomar esteroides y levantar pesas como un gorila, insistía en usar maquillaje y arreglarse el cabello. Con su camiseta corta y bermudas, parecía una drag queen perversa.
Ella le resultaba desagradable.
Siempre deberías saber quién eres, pensó él. Y quién no eres.
—Hay aquí un tipo que quiere hablar contigo. —Su voz era demasiado grave—. O’Neal, creo que ese es su nombre. Actúa como un policía, pero no ha mostrado la placa.
—Dile que ya salgo. —Maldito fenómeno de la naturaleza, agregó para sí.
El señor X tuvo que reírse mientras la puerta se cerraba detrás de ella. De él. O lo que fuera.
Allí estaba él, un hombre sin alma que mataba vampiros, y la estaba llamando monstruo. Al menos él tenía un objetivo. Y un plan. Ella iría de nuevo esa noche al Gold’s Gym. Justo después de librarse de su sombra de las cinco en punto.
Faltaba poco para las seis cuando Butch aparcó el coche frente al edificio de Beth. Tarde o temprano tendría que devolver el vehículo, pero estar suspendido no significaba estar despedido. El capitán tendría que pedirle que entregara el maldito automóvil.
Había ido a las academias de artes marciales, y hablado con los directores. Uno de aquellos individuos había resultado bastante molesto. El típico arrogante, un fanático de la defensa personal, convencido de que era realmente asiático, a pesar de ser tan blanco como Butch.
Al otro lo había encontrado sumamente extraño. Presentaba un aspecto similar al de un lechero de la década de los años cincuenta, con el cabello rubio, alisado con gomina, y una molesta sonrisa luminosa que parecía sacada de un anuncio de dentífrico de hacía medio siglo. El sujeto se había esforzado al máximo por colaborar, pero había en él algo muy raro. El detector de mentiras de Butch había dado la alarma en el momento en que el señor Mayberry había abierto la boca.
Y además el tipo olía como un marica.
Butch subió de dos en dos los escalones del edificio de Beth y apretó el timbre.
Le había dejado un mensaje en su contestador del trabajo y en casa, en el que le decía que iría a verla. Estaba a punto de apretar de nuevo el interfono cuando la vio a través de la puerta de cristal, entrando en el vestíbulo.
Maldición.
Llevaba un ajustado vestido negro que le sentaba a la perfección, y que casi le hizo palpitar de nuevo las sienes. El escote de pico, bastante pronunciado, dejaba adivinar sus pechos. La cintura ceñida hacía resaltar sus delgadas caderas. Y la abertura en uno de los laterales mostraba ligeramente el muslo a cada paso que daba. Se había puesto tacones altos, haciendo que sus tobillos parecieran frágiles y encantadores.
Ella levantó la cabeza del bolso en el que había estado buscando algo, y pareció sorprendida de verlo.
Llevaba el cabello recogido. Él no pudo evitar imaginar la deliciosa sensación que le invadiría al soltárselo.
Ella abrió la puerta.
—Butch.
—Hola. —Sentía la lengua paralizada, como un niño.
—Recibí tus mensajes —dijo ella suavemente.
Él dio un paso atrás para que ella pudiera salir.
—¿Tienes tiempo para hablar?
Aunque sabía cuál iba a ser su respuesta.
—Eh, ahora no.
—¿Adónde vas?
—Tengo una cita.
—¿Con quién?
Ella lo miró a los ojos con una tranquilidad tan deliberada, que él supo de inmediato que le iba a contar una mentira.
—Nadie en especial.
Sí, claro.
—¿Qué ha pasado con el hombre de anoche, Beth? ¿Dónde está?
—No lo sé.
—Estás mintiendo.
Sus ojos no se apartaron de los de él.
—Si me permites…
Él la agarró del brazo.
—No vayas a verle.
El sonido ronco de un motor rompió el silencio entre ambos. Un Mercedes grande, de color negro, con ventanas oscuras, se detuvo. Algo digno de un narcotraficante.
—¡Ah, maldición, Beth! —Le apretó el brazo, desesperado por atraer su atención—. No hagas esto. Estás prestando ayuda a un sospechoso.
—Déjame, Butch.
—Él es peligroso.
—¿Y tú no lo eres? —La soltó—. Mañana —dijo ella, mirando hacia atrás—. Hablaremos mañana. Espérame aquí después del trabajo.
Frenético, se interpuso en su camino.
—Beth, no puedo dejar que tú…
—¿Vas a arrestarme?
Como policía, no podía. A menos que le devolvieran la placa.
—No. No lo haré.
—Gracias.
—No te estoy haciendo un favor —dijo él amargamente mientras caminaba a su alrededor—. Beth, por favor.
Ella se detuvo.
—Nada es lo que parece.
—No lo sé. Yo veo las cosas bastante claras. Estás protegiendo a un asesino, y tienes muchas posibilidades de ir a parar a una caja de pino. ¿No te das cuenta de cómo es ese tipo? He visto su rostro de cerca cuando su mano estaba alrededor de mi cuello, y me estaba apretando para arrancarme la vida. Un hombre como ese lleva el asesinato en la sangre. Forma parte de su naturaleza. ¿Cómo puedes ir a reunirte con él? ¿Diablos, cómo puedes permitir que circule por las calles?
—Él no es así. —Pero esas palabras fueron formuladas casi como una pregunta.
La puerta del vehículo se abrió, y salió un pequeño anciano vestido con esmoquin.
—Ama, ¿hay, algún problema? —le preguntó el hombre solícitamente, al tiempo que lanzaba a Butch una mirada maligna.
—No, Fritz. No pasa nacía. —Sonrió, pero un poco insegura—. Mañana, Butch.
—Si vives hasta entonces.
Ella palideció, pero bajó apresuradamente los escalones, deslizándose al interior del coche. Al poco rato, Butch entró en el suyo. Y los siguió.
‡ ‡ ‡
Cuando Havers oyó pasos que venían hacia el comedor, levantó la vista de su plato frunciendo el ceño. Esperaba que su cena transcurriera sin interrupciones.
Pero no era uno de los doggens con noticias de que había llegado un paciente para ser atendido.
—¡Marissa! —Se levantó de la silla. Ella le dirigió una sonrisa.
—He pensado bajar. Estoy cansada de pasar tanto tiempo en mi habitación.
—Me complace mucho tu compañía.
Cuando ella llegó a la mesa, él apartó su silla. Estaba contento de haber insistido en que el sitio de ella estuviera siempre preparado, incluso después de haber perdido la esperanza de que le acompañara alguna vez. Y esa noche parecía como si ella estuviera haciendo un esfuerzo mayor que el simple hecho de bajar a cenar.
Llevaba puesto un bonito vestido de seda negra con una chaquetilla de cuello rígido y levantado. El cabello le caía alrededor de los hombros, dándole un resplandor dorado a la luz de las velas. Estaba encantadora, y percibió un brillo de entusiasmo. Era un insulto que Wrath no pudiera apreciar todo lo que ella podía ofrecerle, que aquella hembra exquisita de sangre noble no fuera lo suficientemente buena para él. Y que sólo la utilizara para alimentarse.
—¿Cómo va tu trabajo? —preguntó ella mientras un doggen le servía vino y otro le servía la carne——. Gracias, Phillip. Carolyn, esto parece exquisito.
Cogió un tenedor y pinchó suavemente el rosbif.
Por todos los cielos, pensó Havers. Esto era casi normal.
—¿Mi trabajo? Bien. En realidad, estupendamente. Como te mencioné, he hecho un pequeño avance. Dentro de poco podremos solucionar nuestros problemas alimenticios. —Levantó su vaso y, bebió. El vino de Borgoña debía haber sido un acompañamiento perfecto para la carne, pero a él no le sabía bien. Todo lo que había en su plato también le resultaba amargo—. Esta tarde me he hecho una transfusión con sangre almacenada, y me siento de maravilla.
Estaba exagerando un poco. No se sentía enfermo, pero algo no iba bien. Aún no había experimentado la habitual descarga de energía.
—Oh, Havers —exclamó ella suavemente—. Todavía echas de menos a Evangeline, ¿no es así?
—Dolorosamente. Y beber no me resulta… agradable. No, ya no se mantendría vivo a la manera antigua. De ahora en adelante, lo haría clínicamente, con una aguja esterilizada en el brazo que lo conectara a una bolsa.
—Lo siento mucho —dijo Marissa.
Havers extendió la mano, poniendo la palma hacia arriba sobre la mesa.
—Gracias.
Ella puso su mano en la de él.
—Y siento haber estado tan… preocupada. Pero ahora todo mejorará.
—Sí —dijo él de modo apremiante. Wrath era la clase de bárbaro que querría continuar bebiendo de la vena, pero por lo menos Marissa podía ahorrarse la indignidad—. Podrías probar la transfusión. También te liberará.
Ella apartó la mano y cogió su vaso de vino. Cuando se llevó el Borgoña a la boca, derramó un poco sobre su chaqueta.
—¡Oh, caramba! —murmuró, limpiando con la mano el líquido de la seda—. Soy terriblemente torpe, ¿no es así?
Se quitó la chaqueta y la puso en la silla vacía a su lado.
—¿Sabes, Havers? Me gustaría probarlo. Beber ya no es algo que me parezca apetecible a mí tampoco.
Un delicioso alivio, una prometedora sensación lo dominó. Se trataba de una sensación totalmente ajena, ya que no la había sentido durante mucho tiempo. La idea de que algo podría cambiar para mejorar se había convertido en un concepto extraño para él.
—¿De verdad? —susurró él.
Ella ladeó la cabeza, haciendo que su cabello se deslizara hacia atrás sobre los hombros, y agarró el tenedor.
—Sí, de verdad.
Y entonces vio las marcas en su cuello.
Dos perforaciones inflamadas. Una herida roja en el sitio donde le había chupado. Contusiones de color púrpura en la piel de la clavícula donde una fuerte mano la había aferrado.
El horror lo dejó sin apetito, y volvió borrosa su visión.
—¿Cómo ha podido tratarte tan groseramente? —preguntó Havers en voz, baja.
Marissa se llevó la mano al cuello antes cíe colocar rápidamente un mechón de su cabello hacia delante.
—No es nada. De verdad, no es… nada. —Su hermano no pudo apartar los ojos de aquella zona, y continuó viendo claramente lo que ella había escondido—. Havers, por favor. Disfrutemos de la comida. —Tomó su tenedor de nuevo, como si estuviera preparada para demostrar exactamente cómo se hacía—. Vamos. Come conmigo.
—¿Cómo puedo hacerlo? —Arrojó sus cubiertos de plata.
—Porque se acabó.
—¿Qué se acabó?
—He roto el pacto con Wrath. Ya no soy su shellan. Y no lo veré más.
Havers sólo pudo mirar al vacío durante un instante.
—¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
—Él ha encontrado una hembra a la que quiere.
La ira se coaguló en las venas de Havers.
—¿Y a quién prefiere por encima de ti?
—No la conoces.
—Conozco a todas las hembras de nuestra clase. ¿Quién es? —exigió saber.
—Ella no es de nuestra clase.
—¿Entonces es una de las elegidas por la Virgen Escribana?
—En la jerarquía social de los vampiros, ellas eran las únicas que estaban por encima de una hembra de la aristocracia.
—No. Es humana. O por lo menos medio humana, por lo que he podido deducir a partir de sus pensamientos sobre ella.
Havers se quedó paralizado en su silla.
—Humana. —¿Una humana? Marissa había sido abandonada por una… ¿Homo Sapiens?—. ¿Ya se lo han notificado a la Virgen Escribana? —preguntó con voz quebrada.
—Eso tiene que hacerlo él, no yo. Pero no te equivoques, acudirá a ella. Se… acabó.
Marissa tomó un pedazo pequeño de carne y lo puso entre sus labios. Masticó cuidadosamente, como si hubiera olvidado la manera de hacerlo. O quizá la humillación que estaba sintiendo no le permitía tragar con facilidad.
Havers aferró los brazos de su silla. Su hermana, su hermosa y pura hermana, había sido ignorada. Utilizada. Y también tratada con brutalidad.
Y lo único que quedaba de su unión con su rey era la vergüenza de haber sido dejada de lado por una humana.
Su amor nunca había significado nada para Wrath. Tampoco su cuerpo ni su impecable linaje.
Y ahora el guerrero había mancillado su honor.
El infierno estaba a punto de abrirse.