20
Eran poco más de las nueve cuando el señor X llegó al McDonald’s.
—Me alegro de que os haya gustado la película. He pensado aún otra cosa para esta noche, aunque tendremos que hacerlo rápido. Uno de vosotros tiene que volver a casa a las once.
Billy maldijo por lo bajo cuando se detuvieron frente al menú iluminado. Pidió el doble de lo que había solicitado el Perdedor, que quiso pagar su parte.
—No te preocupes. Yo invito —dijo el señor X—. Pero procurad que no se os caiga nada.
Mientras Billy comía y el Perdedor jugaba con su comida, el señor X los llevó en el coche a la Zona de Guerra. El campo de juegos de rayos láser era el lugar de reunión preferido de los menores de dieciocho años, pues su oscuro interior era perfecto para ocultar tanto el acné como la patética lujuria adolescente. El amplio edificio de dos pisos estaba a rebosar esa noche, lleno de nerviosos muchachos que trataban de impresionar a aburridas chicas vestidas a la última moda.
El señor X consiguió tres pistolas y unos arneses adaptados como objetivos de tiro, y entregó uno a cada chico. Billy estuvo preparado para empezar en menos de un minuto, su arma descansaba en su mano cómodamente, como si fuera una extensión de su brazo.
El señor X observó al Perdedor, que aún estaba tratando de colocarse las tiras del arnés sobre los hombros. El muchacho parecía afligido, su labio inferior le colgaba mientras los dedos manipulaban los cierres de plástico. Billy también lo miró. Parecía un cazador examinando a su presa.
—Pensé que podíamos hacer una pequeña competición amistosa —dijo el señor X cuando finalmente cruzaron la entrada giratoria—. Veremos cuál de vosotros puede acertar más veces al otro.
Al entrar en el campo de juego, los ojos del señor X rápidamente se adaptaron a la aterciopelada oscuridad y a los destellos de neón de los demás jugadores. El espacio era lo suficientemente grande para la treintena de muchachos que danzaban alrededor de los obstáculos, riendo y gritando mientras disparaban rayos de luz.
—Separémonos —dijo el señor X.
Mientras el Perdedor parpadeaba como un miope, Billy se alejó, moviéndose con la agilidad de un animal. Al poco rato, el sensor en el pecho del Perdedor se encendió. El chico miró hacia abajo como si no supiera lo que le había sucedido.
Billy se retiró a la oscuridad.
—Será mejor que te pongas a cubierto, hijo —murmuró el señor X.
El señor X se mantuvo apartado mientras observaba todo lo que hacían. Billy acertó al Perdedor una y otra vez desde cualquier ángulo, pasando de un obstáculo a otro, aproximándose rápido, luego lentamente, o disparando desde larga distancia. La confusión y ansiedad del otro muchacho aumentaban cada vez que destellaba la luz en su pecho, y la desesperación le hacía moverse con descoordinación infantil. Dejó caer el arma. Tropezó con sus propios pies. Se golpeó un hombro contra una barrera.
Billy estaba resplandeciente. Aunque su blanco estaba fallando y, debilitándose, no mostró clemencia. Incluso le dirigió un último disparo cuando el Perdedor dejó caer su arma y se recostó contra una pared, agotado.
Y acto seguido desapareció entre las sombras.
Esta vez el señor X siguió a Billy, rastreando sus movimientos con un propósito diferente al de comprobar sus resultados. Riddle era rápido, pasaba de un obstáculo a otro, volviendo sobre sus pasos a donde estaba el perdedor para poder atraparlo por detrás.
El señor X adivinó el punto de destino de Billy. Con un rápido giro a la derecha, se interpuso en su camino.
Y le disparó a quemarropa.
Sorprendido, el muchacho bajó la vista hacia su pecho. Era la primera vez que su receptor se encendía.
—Buen trabajo —dijo el señor X—. Has jugado muy bien, hijo. Hasta ahora.
Billy levantó los ojos mientras su mano se posaba sobre el objetivo parpadeante. Su corazón.
—Sensei. —Pronunció la palabra como un amante, lleno de respeto y adoración.
‡ ‡ ‡
Beth no tenía intención de pedir al mayordomo que la acompañase, porque estaba demasiado agitada para entablar una conversación decente con nadie.
Mientras se dirigía hacia la calle, sacó su móvil para llamar un taxi. Estaba marcando cuando el ronroneo del motor de un coche hizo que levantara la vista. El mayordomo salió del Mercedes e inclinó la cabeza.
—El amo me ha llamado. Quiere que la lleve a su casa, ama. Y… a mí me gustaría ser su chofer.
Se mostraba expectante, casi esperanzado, como si ella le hiciera un gran favor dejándole que la acompañara. Pero necesitaba un poco de aire. Después de todo lo que había sucedido, su cabeza parecía dar vueltas sin control.
—Gracias, pero no. —Forzó una sonrisa—. Sólo voy a…
En el rostro del hombre apareció una sombra de abatimiento, y adquirió la expresión de un perro apaleado.
Por un momento, se maldijo por haber olvidado sus buenos modales, mientras la invadía un sentimiento de culpa.
—Bueno… está bien.
Antes de que Fritz pudiera rodear el coche, ella abrió la puerta y se sentó. El mayordomo pareció ponerse nervioso por su iniciativa, pero se recuperó rápidamente, mostrando, de inmediato, una sonrisa radiante en su arrugado rostro.
Cuando se puso al volante y encendió el motor, ella dijo:
—Vivo en…
—Oh, ya sé dónde vive. Siempre supimos dónde se encontraba. Primero en el Hospital St. Francis, en la unidad de cuidados intensivos neonatal. Luego una enfermera se la llevó a su casa. Teníamos la esperanza de que la enfermera se quedara con usted, pero el hospital la obligó a devolverla. Luego la enviaron al orfanato. Eso no nos gustó nada. Y después a una casa de acogida, con los McWilliams en la avenida Elmwood, pero usted se puso enferma y tuvo que ingresar en el hospital por culpa de una neumonía…
Puso el intermitente y giró a la izquierda en un stop.
Ella apenas podía respirar, escuchaba con toda su atención.
—… Después la enviaron con los Ryan, pero había demasiados niños. Más tarde, estuvo con los Goldrich, que vivían en una casa de dos pisos en la calle Raleigh. Pensamos que los Goldrich iban a quedarse con usted, pero entonces ella se quedó embarazada. Finalmente, volvió al orfanato. Detestamos que fuera allí, porque no la dejaban salir a jugar lo suficiente.
—Siempre habla de «nosotros» —susurró ella, temerosa de preguntar, pero incapaz de no hacerlo.
—Sí. Su padre y yo.
Beth se cubrió la boca con el dorso de la mano, observando el perfil del mayordomo como si fuera algo que pudiera retener.
—¿Él me conocía?
—¡Oh, claro, ama! Desde el principio. El parvulario, la escuela elemental y el instituto. —Sus ojos se encontraron—. Nos sentimos muy orgullosos de usted cuando fue a la universidad con esa beca de estudios. Yo estaba allí cuando se graduó. Le saqué fotografías para que su padre pudiera verla.
—Él me conocía. —Pronunció las palabras como si hablara del padre de otra persona.
El mayordomo la miró y sonrió.
—Tenemos todos los artículos que ha publicado, incluso los que escribió en el instituto y en la universidad. Cuando empezó en el Caldwell Courier journal, su padre se negaba a ir a acostarse por la mañana hasta que le traía el periódico. Poco le importaba si había pasado una noche complicada o estaba cansado, nunca se iba a la cama hasta que no leyera lo que usted escribía. Estaba muy orgulloso de usted.
Ella rebuscó en su bolso, tratando de encontrar un pañuelo de papel.
—Tenga —dijo el mayordomo, entregándole un paquete pequeño.
Beth se sonó la nariz tan delicadamente come, pudo.
—Ama, debe comprender que a él le resultó muy difícil estar alejado de usted, pero sabía que sería peligroso acercarse demasiado. Las familias de los guerreros deben ser vigiladas cuidadosamente, y usted estaba desprotegida porque creció como humana. También esperaba que no tuviera que pasar por la transición.
—¿Usted conoció a mi madre?
—No muy, bien. No estuvieron juntos mucho tiempo. Ella desapareció poco después de que empezaran a verse porque descubrió que él no era humano. No le dijo que se había quedado embarazada, y sólo volvió a buscarle cuando estaba a punto de dar a luz. Creo que tenía miedo por la criatura que iba a traer al mundo. Por desgracia se puso de parto y fue llevada a un hospital humano antes de que pudiéramos llegar hasta ella. Pero debe saber que él la amaba. Profundamente.
Beth absorbió la información, empapando su mente, llenando todos los vacíos.
—¿Mi padre y, Wrath estaban muy unidos?
—El mayordomo vaciló.
—Su padre quería a Wrath. Todos le queremos. Él es nuestro señor. Nuestro rey. Por eso su padre lo envió a él a buscarla. No debe temerle. Nunca le hará daño.
—De eso estoy segura.
Cuando vio el edificio en el que vivía, deseó tener algo más de tiempo para poder hablar con el mayordomo.
—Ya hemos llegado —dijo él—. El 1188 de la avenida Redd, apartamento 1-B. Aunque debo decir que ni su padre ni yo aprobamos nunca que usted viviera en un bajo.
El vehículo se detuvo. Ella no quería salir.
—¿Podría hacerle más preguntas? ¿Quizá más tarde? —dijo.
—Oh, ama, sí. Por favor. Hay muchas cosas que quisiera contarle.
Salió del coche, pero ella ya estaba cerrando la puerta cuando él llegó a su lado.
Beth pensó en tenderle la mano para mostrarle su agradecimiento formalmente, pero, en lugar de eso, colocó los brazos alrededor del pequeño anciano y lo abrazó.
‡ ‡ ‡
Una vez que Beth hubo abandonado el aposento, la sed de Wrath gritó llamándola, torturándole duramente, como si supiera que había sido él quien la había enviado lejos.
Se arrastró hasta el teléfono para llamar primero a Fritz y luego a Tohrment. La voz se le quebraba, y tuvo que repetir las palabras para que le entendieran.
Después de hablar con Tohr, empezaron las arcadas secas. Entró en el baño tambaleándose, mientras llamaba a Marissa con la mente. Se inclinó dando tumbos sobre el inodoro, pero su estómago estaba casi vacío.
He esperado demasiado, pensó.
Ignoró las señales que su cuerpo le había estado enviando desde hacía algún tiempo. Y luego había llegado Beth, y su química interna había tomado el control. No le extrañaba que hubiera enloquecido.
El perfume de Marissa le llegó desde el aposento.
—¿Mi señor? —llamó ella.
—Necesito…
Beth, pensó, alucinando. La vio ante él, escuchó su voz en su cabeza. Extendió la mano. No tocó nada.
—¿Mi señor? ¿Debo ir hasta ti? ——preguntó Marissa desde la alcoba.
Wrath se secó el sudor de la cara y salió, tambaleándose como un borracho. Agitó los brazos ciegamente en el aire, desplomándose hacia delante.
—¡Wrath! —Marissa corrió hacia él.
Se dejó caer sobre la cama, arrastrándola consigo. Su cuerpo se oprimió contra el de ella.
Él sintió a Beth. Y su rostro fue a parar entre las sábanas que todavía conservaban la fragancia de Beth. Respiró profundamente, tratando de estabilizarse, pero se sintió embargado de nuevo por el aroma de aquella humana.
—Mi señor, necesitas alimentarte. —La voz de Marissa llegaba desde muy lejos, como si se encontrara fuera, en la escalera. Trató de mirar hacia el lugar de donde salía la voz, pero no pudo distinguir nada. Ahora estaba totalmente ciego.
La voz de Marissa se hizo extrañamente fuerte.
—Mi señor, ten. Toma mi muñeca. Ahora.
Sintió la cálida piel en su mano. Abrió la boca, pero no pudo hacer que sus brazos le obedecieran correctamente. Extendió la mano, tocó un hombro, una clavícula, la curva de un cuello.
Beth.
El hambre lo dominó, y se apoderó del cuerpo femenino. Con un rugido hundió los dientes en la suave carne hasta llegar a la arteria. Bebió profundamente y con fuerza, viendo imágenes de la mujer morena que ahora era suya, soñando que se entregaba a él, imaginándola entre sus brazos.
Marissa soltó un grito ahogado.
Los brazos de Wrath casi la estaban partiendo en dos, su enorme cuerpo era como una jaula en torno a ella mientras bebía. Por primera vez, sintió cada una de las curvas de su cuerpo, incluyendo lo que pensó que debía de ser una erección, algo que nunca antes había percibido.
Las posibilidades eran excitantes. Y terroríficas.
Se quedó sin fuerzas y trató de respirar. Esto era lo que siempre había querido de él. Aunque su pasión era indecente. ¿Pero qué más podía esperar? Era un hombre con toda la sangre. Un guerrero.
Y finalmente se había dado cuenta de que la necesitaba. La satisfacción ocupó el lugar del malestar, y la mujer recorrió lentamente con las manos sus amplios hombros desnudos, una libertad que nunca se había tomado. La garganta del hombre emitió un sonido ronco, como si quisiera que continuara. Con delicioso placer, ella hundió las manos en su cabello. Era muy suave. ¿Quién lo hubiera imaginado? Un macho tan rudo, pero, ah, qué suaves eran esas ondas oscuras, tan suaves como sus vestidos de satén.
Marissa quiso ver el interior de su mente, una invasión a la que nunca se había arriesgado por temor a ofenderlo. Pero ahora todo era diferente. Tal vez quisiera besarla cuando terminara. Hacerle el amor. Quizás ahora pudiera quedarse con él. Le gustaría vivir en casa de Darius junto a él. O donde fuera. No importaba.
Cerró los ojos y exploró sus pensamientos.
Pero sólo pudo ver a la hembra en la que él realmente estaba pensando. La hembra humana.
Era una belleza de cabello oscuro con los ojos entrecerrados. Estaba tendida sobre su espalda con los senos descubiertos. Le acariciaba los duros pezones rosados con los dedos mientras le besaba el estómago y seguía descendiendo.
Marissa trató de deshacerse de aquella imagen como si fuera un cristal roto.
Wrath no estaba allí con ella. No bebía de su cuello. No era el cuerpo de ella el que oprimía contra el suyo.
Y esa erección no era por su causa. No era por ella.
Mientras le succionaba el cuello y sus gruesos brazos la aplastaban contra él, Marissa protestó a gritos por aquella traición. Por sus esperanzas. Por su amor. Por él.
¡Qué apropiado resultaba que la estuviera desangrando! Deseaba que concluyera pronto, que bebiera toda su sangre hasta dejarla seca, que la dejara morir.
Había tardado años en darse cuenta de la verdad. Toda una eternidad.
Él nunca había sido suyo. Nunca lo sería.
Dios, ahora que la fantasía había desaparecido, no le quedaba nada.