16
Mientras aceleraba el paso por el callejón, Beth sabía que estaba jugándose la vida. Era enorme la probabilidad de que la estuvieran engañando. Y nada menos que un asesino.
¿Pero cómo había sido capaz de saber todo lo que ella estaba sintiendo?
Antes de doblar la esquina, se volvió a mirar a Butch. Tenía una mano extendida como si quisiera alcanzarla. No pudo verle la cara debido a la oscuridad, pero su desesperado deseo atravesó la distancia que los separaba.
Vaciló, perdiendo el ritmo de sus pasos. Wrath la agarró por el brazo.
—Beth, vamos.
Que Dios la ayudara, empezó a correr de nuevo.
En el instante en que salieron a Trade, hizo señas a un taxi que pasaba. Gracias a Dios, se detuvo en seco. Se subieron a toda prisa, y Wrath dio una dirección que se encontraba a un par de calles de distancia de la avenida Wallace. Obviamente era una maniobra de despiste.
Debe de hacerlo con mucha frecuencia, pensó.
Cuando el taxi arrancó, sintió la mirada de Wrath desde el otro extremo del asiento.
—¿Ese policía —preguntó él—, significa algo para ti?
Ella sacó del bolso su teléfono y marcó el número de la centralita de la comisaría.
—Te he hecho una pregunta. —Wrath utilizó un tono cortante.
—Vete al infierno. —Cuando escuchó la voz de Ricky, respiró profundamente—. ¿Está José?
No le llevó más de un minuto encontrar al otro detective, y cuando finalizó la llamada ya había traspasado el umbral de la puerta para ir a buscar a Butch. José no había hecho muchas preguntas, pero ella sabía que vendrían después. ¿Y cómo iba a explicarle por qué había huido con un sospechoso? Eso la convertía en cómplice, ¿o no?
Beth guardó el teléfono en el bolso. Le temblaban las manos, y se sentía un poco mareada. También notaba que le faltaba oxígeno, aunque el taxi tenía aire acondicionado y la temperatura era agradablemente fresca. Abrió la ventanilla. Una brisa cálida y húmeda le alborotó el cabello.
¿Qué había hecho con su cuerpo la noche anterior, y con su vida en ese momento? ¿Qué era lo siguiente? ¿Incendiar su apartamento?
Detestaba el hecho de que Wrath hubiera puesto frente a ella el único reclamo al que no podía resistirse. A todas luces, era un criminal. La aterrorizaba, pero aun así su cuerpo se enardecía sólo con pensar en uno de sus besos. Y odiaba que él supiera que había conseguido hacerle experimentar los primeros orgasmos de su vida.
—Déjenos por aquí —dijo Wrath al conductor diez minutos más tarde.
Beth pagó con un billete de veinte dólares, pensando que tenían suerte de que ella llevara dinero en efectivo. El dinero de Wrath, aquel enorme fajo de billetes, se encontraba en el suelo de su patio trasero. No estaba precisamente en condiciones de pagar el trayecto.
Todavía no podía creer que fuera a una casa extraña con aquel hombre.
El taxi se alejó, y ellos siguieron caminando por la acera de un barrio tranquilo y lujoso. El cambio de escenario era absurdo. De la violencia de aquel callejón a los ondulados jardines y macizos de flores. Estaba dispuesta a apostar que la gente que vivía en aquella casas nunca había huido de la policía.
Volvió la cabeza para mirar a Wrath, que iba unos pasos detrás de ella. Examinaba los alrededores como si temiera algún ataque sorpresa, aunque Beth no sabía cómo era capaz de distinguir algo con sus gafas negras. No entendía por qué las llevaba siempre puestas. Además de impedirle ver correctamente, eran tan llamativas que atraían la atención sobre él.
Si alguien tenía que describirlo, lo haría con enorme precisión en segundos. Aunque su largo cabello negro y su enorme envergadura producían exactamente el mismo efecto.
Dejó de mirarlo. Las botas del macho, con su golpeteo acompasado tras ella, sonaban como los nudillos de una mano golpeando una sólida puerta.
—Entonces, ¿el policía… —la voz de Wrath era íntima, profunda—… es tu amante?
Beth no pudo evitar una sonrisa. Por Dios, parecía celoso.
—No voy a responder a eso.
—¿Por qué?
—Porque no tengo que hacerlo. No te conozco, no te debo nada.
—Llegaste a conocerme bastante bien anoche —dijo él con un gruñido apagado—. Y yo llegué a conocerte muy bien.
No hablemos de eso ahora, pensó ella, sintiéndose instantáneamente húmeda entre las piernas. Por Dios, las cosas que ese hombre podía hacer con la lengua.
Cruzó los brazos delante del pecho y se quedó mirando una casa colonial bien conservada. Las luces se filtraban a través de las ventanas, dándole un hermoso aspecto. Resultaba, en cierto modo, acogedora. Tal vez porque las casas acogedoras son universales. Y especialmente atrayentes.
Le entraron ganas de pasar una semana entera en una de ellas.
—Lo de anoche fue un error —dijo.
—A mí no me pareció que fuese así.
—Pues te pareció… mal. Te pareció todo muy mal.
Llegó hasta ella antes de que lo hubiera sentido moverse. Estaba caminando y, de repente, se encontró entre sus brazos. Una de sus manos la sostuvo por la base de la nuca. La otra empujó sus caderas contra él. Notó la erección sobre su vientre.
Cerró los ojos.
Cada centímetro de su piel volvió a la vida, su temperatura se elevó. Odiaba reaccionar así ante él, pero al igual que le sucedía al hombre, no pudo controlarse.
Esperó a que su boca descendiera hasta la de ella, pero no la besó. Sus labios siguieron hasta su oreja.
—No confíes en mí. No me quieras. Me importa un comino. Pero nunca me mientas. —Inspiró con fuerza como si fuera a succionarla—. Puedo oler que emanas sexo en este momento. Podría acostarte en esta acera y meterme bajo tu falda en una milésima de segundo. Y tú no me rechazarías, ¿no es cierto?
No, probablemente no lo haría.
Porque era una idiota. Y evidentemente deseaba morir.
Los labios del vampiro frotaron un lado de su cuello. Y luego le lamió ligeramente la piel.
—Ahora bien, podemos ser civilizados y esperar a llegar a casa. O podemos hacerlo en este mismo lugar. De cualquier forma, me muero por estar dentro de ti otra vez, y tú no podrás rechazarme.
Beth sujetó los hombros de Wrath. Se suponía que debía empujarlo lejos de sí, pero no lo hizo. Lo atrajo hacia ella, acercando los senos a su pecho.
El hombre emitió un sonido de macho desesperado, una mezcla entre un gemido de satisfacción y una profunda súplica.
Ja, pensó ella, estoy ganando terreno.
Rompió el contacto con lúgubre satisfacción.
—Lo único que hace esta terrible situación remotamente tolerable es el hecho de que tú me deseas más.
Levantó el mentón con un movimiento brusco y empezó a caminar. Podía sentir los ojos de él sobre su cuerpo al seguirla, como si la estuviera tocando con las manos.
—Tienes razón —dijo él—. Mataría por tenerte.
Beth dio media vuelta y le apuntó con un dedo.
—¡Así que se trata de eso! Nos viste a Butch y a mí besándonos en el coche. ¿No es así? Wrath enarcó una ceja, sonrió tenso, pero guardó silencio. —¿Por eso lo atacaste?
—Sólo me resistí al arresto.
—Sí, eso era lo que parecía —murmuró ella—. ¿Entonces, es cierto? ¿Viste cómo me besaba?
El vampiro acortó el espacio entre sus cuerpos, irradiaba ira.
—Sí, lo vi. Y no me gustó que te tocara. ¿Te excita saber eso? ¿Quieres darme una buena estocada diciéndome que es mejor amante que yo? Sería una mentira, pero me dolería como el diablo.
—¿Por qué te importa tanto? —preguntó ella—. Tú y yo solo pasamos una noche juntos. ¡Ni siquiera eso! Sólo un par de horas.
El hombre apretó la mandíbula. Ella supo que estaba rechinando los dientes a juzgar por el movimiento de sus pómulos. Se alegró de que llevara puestas las gafas de sol. Tenía el presentimiento de que sus ojos la habrían aterrorizado de muerte.
Cuando vio a un coche pasar por la calle, recordó que era un fugitivo de la policía y, técnicamente, ella también. ¿Qué diablos estaban haciendo, discutiendo en la acera… como amantes?
—Mira, Wrath, no quiero que me arresten esta noche. —Nunca pensó que tales palabras salieran de su boca—. Sigamos adelante, antes de que alguien nos encuentre.
Se dio la vuelta, pero él la sujetó firmemente por el brazo.
—Todavía no lo sabes —dijo lúgubremente—. Pero eres mía.
Durante una milésima de segundo, ella se balanceó hacia él. Pero luego sacudió la cabeza, llevándose las manos a la cara, tratando de no escucharle.
Se sentía marcada, y la mayor locura era que en realidad no le importaba. Porque ella también lo deseaba. Lo cual no ayudaría nada a mejorar el estado de su salud mental.
¡Por Dios, necesitaba repasar nuevamente los últimos dos días! Ojalá pudiera volver atrás sólo cuarenta y ocho horas, hasta encontrarse de nuevo ante su escritorio cuando Dick representaba su papel habitual de jefe lascivo.
Habría hecho dos cosas de manera diferente: llamar a un taxi en lugar de ir andando hasta su casa, y así nunca se habría encontrado a Billy Riddle. Y en el instante en que había entrado en su apartamento, habría metido algo de ropa en una maleta, para marcharse a pasar la noche en un motel. De esa forma, cuando aquel musculoso extraño, disfrazado de traficante con su traje de cuero, hubiera ido a buscarla, no la habría encontrado.
Sólo quería volver a su patética y aburrida vida. Y eso sonaba tremendamente ridículo, si tenía en cuenta que hacía tan sólo un momento había pensado que salir de ella era la única manera de salvarse.
—Beth. —Su voz había perdido gran parte de su mordacidad—. Mírame.
Ella movió la cabeza, sólo para sentir que le retiraba las manos de los ojos.
—Todo va a ir bien.
—Sí, claro. Es probable que, en este momento, estén cursando mi orden de arresto. Ando por ahí en la oscuridad con un tipo como tú. Todo esto está sucediendo porque estoy desesperada por conocer a mis padres muertos, y soy capaz de poner mi vida en peligro ante la remota posibilidad de saber algo sobre ellos. Déjame decirte algo: hay un camino muy largo entre la situación en que me encuentro ahora y lo que tú llamas bien.
Él le acarició la mejilla con la yema del dedo.
—No voy a hacerte daño. Y no dejaré que nadie te lo haga.
Ella se frotó la frente, preguntándose si alguna vez volvería a adquirir una cierta apariencia de normalidad.
—Dios, ojalá nunca hubieras aparecido en mi casa. Desearía no haber visto nunca tu cara.
Él dejó caer la mano.
—Casi hemos llegado —dijo lacónicamente.
‡ ‡ ‡
Butch renunció a tratar de levantarse y permaneció en el suelo. Estuvo sentado un rato, tratando simplemente de respirar. No era capaz de moverse.
No era sólo por el dolor de cabeza que le taladraba las sienes, ni tampoco porque sintiera las piernas débiles, aunque parecieran incapaces de sostenerle.
Estaba avergonzado.
Que un hombre más corpulento lo hubiera vapuleado no suponía un problema, pero su ego ciertamente había sufrido un duro revés.
Era consciente de que había cometido un error y puesto en peligro la vida de una joven. Cuando llamó para que recogieran las armas, debió ordenar que dos policías lo esperaran en la puerta de la comisaría. Sabía que el sospechoso era especialmente peligroso, pero estaba seguro de poder controlarlo él solo. Sí, claro, no había controlado una mierda. Casi lo machacan, y encima Beth se encontraba ahora en compañía de un asesino.
Sólo Dios sabía lo que podía ocurrirle.
Butch cerró los ojos y puso la barbilla sobre las rodillas. La garganta le dolía infernalmente, pero era su cabeza lo que verdaderamente le preocupaba. No funcionaba bien. Sus pensamientos eran incoherentes, sus procesos cognitivos se habían ido al diablo. A lo mejor había estado sin oxígeno el tiempo suficiente para que se le frieran los sesos.
Trató de hacer acopio de todas sus fuerzas, pero sólo logró hundirse más en la niebla.
Y además, debido a su lado masoquista tan terriblemente oportuno, el pasado fustigó su dolorido cráneo.
Del desordenado revoltijo de imágenes que se agolpaban en su mente, surgió una que hizo que las lágrimas asomaran a sus ojos. Una joven, de poco más de quince años, entrando en un coche desconocido, diciéndole adiós con la mano desde la ventanilla mientras desaparecía calle abajo.
Su hermana mayor Fanie.
A la mañana siguiente, habían encontrado su cadáver en el bosque, detrás del campo de béisbol. La habían violado, golpeado y estrangulado. No en ese orden.
Después del secuestro, Butch dejó de dormir la noche completa. Dos décadas más tarde, aún no conseguía hacerlo.
Pensó en Beth, mirando hacia atrás mientras corría junto al asesino. Su desaparición en compañía de aquel sujeto fue lo único que hizo que el policía se pusiera de pie y arrastrara su cuerpo hacia la comisaría.
—¡O’Neal! —José llegó jadeante por el callejón—. ¿Qué te ha pasado?
—Tenemos que emitir una orden de busca y captura. —¿Era esa su voz? Sonaba ronca, como si hubiera ido a un partido de fútbol y hubiera gritado durante dos horas—. Hombre blanco, un metro noventa y ocho. Vestido de cuero negro, gafas de sol, cabello negro hasta los hombros. —Butch extendió una mano, buscando apoyo contra el edificio—. El sospechoso no va armado. —Yo lo desarmé. Pero seguramente conseguirá nuevas armas antes de una hora.
Al dar un paso adelante, se tambaleó. José le sujetó el brazo, sosteniéndolo. Butch trató de no apoyarse en él, pero necesitaba ayuda. No podía mover las piernas correctamente.
—… Y una mujer blanca. —Su voz se quebró—. Un metro setenta y cinco, cabello negro largo. Lleva una blusa azul y una falda blanca. —Hizo una pausa—. Beth.
—Lo sé. Fue ella la que llamó. —La cara de José se puso tensa—. No le pedí detalles. Por el sonido de su voz, supe que no me daría ninguno. —Las rodillas de Butch temblaron—. Eh, detective… —José lo alzó—. Vamos a tomarnos esto con calma.
En el instante en que atravesaron la puerta posterior de la comisaría, Butch empezó a zigzaguear.
—Tengo que ir a buscarla.
—Descansemos en este banco.
—No…
José aflojó la mano, y su compañero cayó como un peso muerto. La mitad de los hombres de la comisaría acudió en su ayuda. La marea de sujetos vestidos de azul oscuro con insignias le hizo sentirse patético.
—Estoy bien —dijo bruscamente, pero tuvo que colocar la cabeza entre las rodillas.
¿Cómo había podido permitir que esto pasara? Si Beth aparecía muerta por la mañana…
—¿Detective? —José se puso en cuclillas y colocó la cara en la línea de visión de Butch—. Ya hemos llamado a una ambulancia.
—No la necesito. ¿Ya ha salido la orden?
—Sí, Ricky la está emitiendo en este momento.
Butch levantó la cabeza. Lentamente.
—Cielos, ¿qué te ha pasado en el cuello? —susurró José.
—Lo usaron para levantarme del suelo. —Tragó saliva un par de veces—. ¿Habéis recogido las armas de la dirección que os di?
—Sí. Las tenemos, y el dinero. ¿Quién demonios es ese tipo?
—No tengo ni la más remota idea.