11

El despertador de Beth interrumpió sus pensamientos, y ella se apresuró a silenciarlo. No lo necesitaba. Llevaba despierta al menos una hora, con la mente zumbando como una cortadora de césped. Con la llegada del alba toda la magia y el misterio de la ardiente noche se habían desvanecido, y se veía obligada a enfrentarse a lo que había hecho.

El sexo sin protección con un extraño resultaba ser un despertar infernal.

¿En qué demonios estaría pensando? Jamás había hecho nada semejante.

Siempre había sido muy sana, y gracias a Dios tomaba la píldora anticonceptiva para regular sus esporádicos períodos, pero en cuanto a las otras implicaciones, el estómago le dio un vuelco sólo de pensarlo.

Cuando se encontrara con él de nuevo le preguntaría si estaba sano, y rezaría para oír la respuesta que esperaba. Y también para que fuera sincera.

Tal vez si hubiera sido más experta en aquellas cuestiones, habría tenido preparada alguna protección. ¿Pero cuándo había sido la última vez que había dormido con alguien? Hacía mucho tiempo. Mucho más que la fecha de caducidad de una caja de preservativos.

La ausencia de vida sexual se debía más a su desinterés que a cualquier tipo de barrera moral. Los hombres, simplemente, no ocupaban un lugar destacado en su escala de prioridades. Se encontraban en algún sitio entre limpiarse los dientes y mantener su coche en buen estado. Y ya no tenía coche.

A menudo se preguntaba si le ocurría algo malo, sobre todo cuando veía a las parejas de la mano por la calle. La mayoría de las personas de su edad salían con muchísima frecuencia, intentando buscar a alguien para casarse. Pero ella no. Hasta ahora no había sentido el deseo ardiente de estar con un hombre, e incluso había barajado la posibilidad de que fuese lesbiana. El problema era que no le atraían las mujeres.

De modo que la noche anterior había sido un auténtico descubrimiento.

Se desperezó, sintiendo una deliciosa tirantez en los muslos. Cerrando los ojos, lo sintió dentro de ella, su grueso miembro entrando y saliendo hasta ese momento final cuando su cuerpo se había convulsionado dentro del de ella en un poderoso arrebato, con sus brazos aplastándola contra él.

Su cuerpo se arqueó involuntariamente; la fantasía era lo suficientemente fuerte para sentir palpitaciones entre las piernas. Los ecos de esos orgasmos le hicieron morderse los labios.

Con un gemido se puso en pie y se dirigió hacia el baño. Cuando vio la camisa que él había rasgado y arrancado para arrojarla al cesto, la recogió y se la acercó a la nariz. La tela negra estaba impregnada con su olor.

Sus palpitaciones se hicieron más intensas. ¿Cómo se habían conocido él y Butch? ¿También pertenecía a la policía? Nunca lo había visto, pero no conocía a todos los miembros de la comisaría.

Drogas, pensó. Debía de ser un policía de la brigada de estupefacientes. O quizás un jefe del equipo SWAT. Porque definitivamente parecía un tipo duro que buscaba problemas.

Sintiéndose como si tuviera dieciséis años, deslizó la camisa bajo la almohada, y entonces vio en el suelo el sujetador que él le había quitado.

¡Santo Dios, la parte delantera había sido cortada con algún objeto afilado!

Extraño.

Después de una ducha rápida y un desayuno todavía más rápido compuesto por dos galletas de avena, un puñado de cereales y un vaso de zumo, fue caminando hasta la oficina. Llevaba media hora en su mesa mirando fijamente el protector de pantalla como una idiota cuando sonó el teléfono. Era José.

—Hemos tenido otra noche ajetreada dijo él, bostezando.

—¿Otra bomba?

—No. Un cadáver. Una prostituta fue hallada con el cuello cortado entre la Tercera y Trade. Si vienes a la comisaría podrás ver las fotografías y leer los informes. Extraoficialmente, claro está.

Tardó dos minutos en llegar a la calle después de haber colgado el teléfono. Decidió ir primero a la comisaría y luego a la dirección de la avenida Wallace.

No podía negar que ardía en deseos de ver de nuevo a su visitante nocturno.

Mientras caminaba hacia la comisaría, el sol matutino le resultó despiadadamente brillante. Buscó en su bolso las gafas de sol, aunque no fueron suficientes para mitigar la luz, así que tuvo que colocar su mano sobre los ojos a modo de visera. Se sintió aliviada al entrar en la fresca y oscura comisaría de policía. José no estaba en su oficina, pero encontró a Butch, que salía de la suya.

Él le sonrió secamente, haciendo que se formaran arrugas en torno a sus ojos.

—Tenemos que dejar de encontrarnos así.

—He oído que tienes un nuevo caso.

—Estoy seguro de que ya estás enterada de los detalles.

—¿Algún comentario, detective?

—Ya hemos hecho una declaración esta mañana.

—En la que, sin duda, no habéis aclarado absolutamente nada. Vamos, ¿no puedes añadir algunas palabras para mí?

—No si es oficial.

—¿Y si es extraoficial?

Él sacó un chicle del bolsillo, le quitó la envoltura maquinalmente y, doblándolo en la boca, empezó a masticar. Ella sabía que antes era un fumador empedernido, pero hacía algún tiempo que no lo veía con un cigarrillo. Probablemente, eso explicaría que estuviera continuamente mascando chicle.

—Extraoficialmente, O’Neal —lo urgió—. Lo juro.

Él asintió con la cabeza.

—Entonces necesitamos un lugar tranquilo en donde no puedan oírnos.

Su oficina era aproximadamente del tamaño del cubículo en donde ella trabajaba en el periódico, pero al menos tenía puerta y una ventana. Sin embargo, su mobiliario no era tan bueno como el de ella. Su escritorio de madera estaba tan deteriorado que parecía haber sido utilizado como banco de trabajo de un carpintero. Había trozos desprendidos en la superficie, y la pintura estaba tan rayada que absorbía la luz fluorescente como si estuviera sedienta.

Él le arrojó un archivo antes de sentarse.

—Fue encontrada detrás de un montón de cubos de basura. La mayor parte de su sangre terminó en la cloaca, pero el forense ha encontrado restos de heroína en su organismo. Tuvo relaciones sexuales esa noche, pero eso no es precisamente una novedad.

—¡Oh, Dios mío, es Mary! —dijo Beth mientras miraba una horrenda fotografía y se hundía en una silla.

—Veintiún años. —Butch soltó una maldición por lo halo—. ¡Qué maldito desperdicio!

—¡Yo la conozco!

—¿De la comisaría?

—Cuando éramos niñas. Estuvimos en la misma casa de acogida durante algún tiempo. Después, me he encontrado con ella algunas veces, casi siempre aquí.

Mary Mulcahy había sido una niña hermosa. Sólo había estado en la casa de acogida con Beth durante un año antes de que la enviaran de nuevo con su madre biológica. Dos años después regresó a la custodia estatal tras haber permanecido sola durante una semana cuando tenía siete años. Dijo que se había mantenido con harina cuando el resto de la comida se le acabó.

—Ya había oído que viviste en hogares adoptivos —dijo Butch pensativo mientras la miraba—. ¿Te molesta si te pregunto por qué?

—¿A ti que te parece? No tenía padres. —Cerró el archivo y lo deslizó por el escritorio—. ¿Se ha encontrado algún arma?

Los ojos del detective se entrecerraron, pero no con dureza. Parecía estar calibrando si seguirle la corriente o cambiar de tema.

—¿El arma? —apuró ella.

—Otra estrella arrojadiza. Tenía rastros de sangre, pero no suya. También encontramos residuos pulverizados en dos lugares diferentes, como si alguien hubiera encendido señales luminosas y las hubiera puesto en el suelo. Aunque es difícil imaginar que el asesino quisiera atraer la atención hacia el cuerpo.

—¿Crees que lo que le ha pasado a Mary está relacionado con la bomba de ayer por la noche?

Él se encogió de hombros, un leve movimiento involuntario en la ancha espalda.

—Tal vez. Pero si hubiera sido una venganza contra su proxeneta, habrían golpeado en el escalafón superior, persiguiendo al propio chulo.

Beth cerró los ojos, recordando a Mary cuando tenía cinco años, con una andrajosa muñeca Barbie decapitada bajo el brazo.

—Pero también —dijo Butch—, puede ser que esto sea sólo el comienzo de algo más serio.

Ella oyó cómo la silla del policía se deslizaba hacia atrás y alzó la mirada mientras él rodeaba el escritorio y se le acercaba.

—¿Tienes planes para cenar esta noche? —preguntó él.

—¿Cenar?

—Sí. Tú y yo.

¿El Duro estaba invitándola a salir? ¿De nuevo?

Beth se levantó, quería estar al mismo nivel que él.

—¡Ah!, sí… no, quiero decir, gracias… pero no.

Aunque no tuvieran una relación estrictamente profesional, ella tenía otras cosas en mente. Deseaba mantener libre su agenda en caso de que el hombre de cuero quisiera verla por la noche, y también por la mañana.

¡Diablos!, ¿un buen revolcón y ya pensaba que había algo entre ellos? Tenía que ser realista.

Butch sonrió cínicamente.

—Un día de estos descubriré por qué no te gusto.

—Sí me gustas. Tratas a todo el mundo igual, y aunque no apruebo tus métodos, no puedo negar que me gustó el hecho de que le hayas roto la nariz a Billy Riddle.

Las duras facciones del rostro de Butch se suavizaron. Cuando sus ojos la miraron fijamente, ella pensó que era un desperdicio no sentirse atraída por él.

—Y gracias por enviar anoche a tu amigo —dijo, colgándose el bolso del hombro—. Aunque tengo que admitir que al principio me dio un susto de muerte.

Justo antes de que aquel hombre le mostrara exactamente cómo hacer buen uso del cuerpo humano.

Butch frunció el ceño.

—¿Mi amigo?

—Ya sabes. El que parece una pesadilla gótica. Dime: es de antidrogas, ¿no es cierto?

—¿De qué diablos estás hablando? Yo no envié a nadie a verte.

La sangre se heló en su cuerpo. Y la sospecha y alarma que habían aparecido en el rostro de Butch le impidieron tratar de agilizar la memoria.

Se dirigió hacia la puerta.

—Me he equivocado.

Butch la sujetó del brazo.

—¿Quién diablos estuvo anoche en tu apartamento?

Ojalá lo supiera, pensó.

—Nadie. Como acabo de decirte, me he equivocado. Ya nos veremos.

Se apresuró a cruzar el vestíbulo, con su corazón latiendo a triple velocidad. Cuando alcanzó al fin la calle, hizo una mueca de dolor al sentir el sol en su rostro.

Una cosa estaba clara: por nada del mundo se encontraría con aquel hombre, aunque el 816 de la avenida Wallace estaba en la mejor parte de la ciudad y estuvieran a plena luz del día.

‡ ‡ ‡

Hacia las cuatro de la tarde, Wrath se sentía a punto de explotar. No había podido regresar junto a Beth la noche anterior. Y ella no había venido por la mañana.

El hecho de que no hubiera venido a reunirse con él podía significar dos cosas: o bien algo le había ocurrido, o lo estaba evitando.

Consultó el reloj braille con las yemas de los dedos. La puesta del sol. Aún faltaban unas horas.

Malditos días de verano. Demasiado largos. Verdaderamente largos.

Fue al baño, se salpicó la cara con agua, y apoyó los brazos sobre el lavabo de mármol. A la luz de la lámpara, se miró fijamente, sin ver nada más que una mancha borrosa de cabello negro, dos rayas por cejas y el contorno de su cara.

Estaba exhausto. No había dormido en todo el día, y la noche anterior había sido como un choque de trenes.

Salvo la parte con Beth. Eso había sido… Soltó una maldición y se dio por vencido.

Dios, ¿qué diablos le estaba pasando? Estar dentro de esa hembra había sido lo peor de toda la mierda que había soportado la noche anterior. Gracias a ese pequeño y estupendo interludio, su mente divagaba, su cuerpo estaba en un estado perpetuo de excitación y su estado anímico era un asco.

Al menos, a lo último ya estaba acostumbrado. La noche anterior había sido un desastre total.

Después de dejar a los hermanos, él y Vishous habían ido al otro lado de la ciudad a echar un vistazo al taller mecánico. Estaba cerrado a cal y canto, y después de examinar el exterior y forzar la entrada, habían llegado a la conclusión de que ya no se usaba como centro de operaciones. Por una parte, el decrépito edificio era demasiado pequeño, y no pudieron encontrar ningún sótano oculto. Además, el barrio no era el más apropiado. Cerca de allí había un par de locales de comida abiertos toda la noche, y uno de ellos era frecuentado por policías. Estarían demasiado expuestos.

Él y Vishous se dirigían ya de vuelta a casa de Darius, haciendo un breve alto en Screamer’s para satisfacer el antojo de y por tomarse un whisky Grey Goose, cuando se metieron en un problema.

Y las cosas fueron de mal en peor sin remedio.

En un callejón, un vampiro civil se encontraba gravemente herido, con dos restrictores junto a él dispuestos a terminar el trabajo. Matar a los restrictores les había llevado algún tiempo, porque ambos eran experimentados. Cuando la lucha terminó el otro vampiro ya estaba muerto.

Habían jugado con el macho joven cruelmente, su cuerpo parecía una almohadilla llena de puñaladas poco profundas. A juzgar por los arañazos de las rodillas y la gravilla en las palmas de las manos, había intentado varias veces alejarse arrastrándose. Había sangre humana fresca alrededor de su boca y el olor de esa sangre también flotaba en el aire, pero no pudieron quedarse para examinar a la hembra a la que había mordido.

Tenían compañía.

Inmediatamente después de que los restrictores desaparecieran a manos de los vampiros, sonaron las sirenas de la policía, un sonido estridente que significaba que alguien había llamado al 911 al escuchar la pelea o ver los destellos de luz. Tuvieron el tiempo justo de meter el cadáver en el coche de Vishous y marcharse a toda velocidad.

En casa de Darius registraron el cuerpo. En la cartera del macho había una tira de papel con caracteres en el antiguo idioma. Nombre, dirección, edad. Sólo habían pasado seis meses desde su transición. Demasiado joven.

Una hora antes del alba, habían llevado el cuerpo a las afueras de la ciudad, a una hermosa casa situada cerca de los bosques. Una pareja de ancianos vampiros había abierto la puerta, y su terror al encontrar al otro lado a los dos guerreros le olió a Wrath a basura quemada. Cuando confirmaron que tenían un hijo, Vishous regresó al automóvil y recogió los restos. El padre había salido corriendo y había cogido a su hijo de los brazos de Vishous, mientras Wrath sujetaba a la madre, que se desmayó.

El hecho de que aquella muerte hubiera sido vengada había tranquilizado un poco al padre. Pero no parecía ser suficiente. No para Wrath.

Quería ver muertos a todos los restrictores antes de poder descansar.

Wrath cerró los ojos, escuchando el ritmo de The Black Álbum de Jay e intentando apartar su mente de lo ocurrido la noche anterior.

Un golpeteo rítmico se escuchó por encima de la música, y dejó que se abriera la puerta.

—¿Qué ocurre, Fritz?

El mayordomo entró con una bandeja de plata.

—Me he tomado la libertad de prepararle algo de comer, amo.

Fritz puso la bandeja en la mesa que había delante del sofá. Cuando levantó la tapa de uno de los platos, a Wrath le llegó el aroma de pollo a las finas hierbas.

Entonces se dio cuenta de que tenía hambre.

Se sentó, agarró un pesado tenedor de plata y observó la vajilla.

—Vaya, a Darius le gustaba la mierda cara, ¿no es así?

—Oh, sí, amo. Sólo lo mejor para mi princeps.

El mayordomo esperó mientras Wrath se concentraba en arrancar del hueso algo de carne con los cubiertos. Carecía de finos modales, así que acabó agarrando con los dedos la pata de pollo.

—¿Le gusta el pollo, amo?

Wrath asintió mientras masticaba.

—Eres un condenado experto en cocina.

—Me alegro mucho de que haya decidido quedarse aquí.

—No por mucho tiempo. Pero no te preocupes, ya me encargaré de que tengas a alguien a quien cuidar. —Wrath hundió el tenedor en algo que parecía puré de patata. Era arroz, que se desparramó de su cubierto. Soltó una maldición mientras intentaba reunir una parte con el índice—. Y será mucho más fácil vivir con ella que conmigo.

—Prefiero cuidar de usted. Y amo, no prepararé más ese arroz. También me aseguraré de cortar su carne. No lo pensé.

Wrath se limpió la boca con una servilleta de lino.

—Fritz, no pierdas tu tiempo tratando de agradarme.

El anciano esbozó una breve sonrisa.

—Darius tenía mucha razón en cuanto a usted, amo.

—¿En que soy un miserable hijo de perra? Sí, él era intuitivo, eso es cierto. —Wrath pescó un pedazo de brécol con el tenedor. Diablos, odiaba comer, en especial si alguien lo observaba—. Nunca sabré por qué deseaba tanto que viniera a quedarme aquí. Nadie puede estar tan necesitado de compañía.

—Era por usted.

Wrath entrecerró los ojos detrás de sus gafas.

—¿De verdad?

—Le preocupaba que usted fuera tan solitario. Viviendo solo, sin una verdadera shellan, sin un doggen. Solía decir que su aislamiento era un castigo que usted mismo se había impuesto.

—Bien, no lo es. —La voz de Wrath cortó el suave tono del mayordomo—. Y si quieres quedarte aquí, deberás guardarte tus teorías psicoanalíticas, ¿entendido?

Fritz se sacudió como si lo hubieran golpeado. Se dobló por la cintura y empezó a retirarse del cuarto.

—Mis disculpas, amo. Ha sido groseramente impropio por mi parte dirigirme a usted como lo he hecho.

La puerta se cerró silenciosamente.

Wrath se recostó en el sofá, sujetando el tenedor de Darius en la mano.

¡Ah, Cristo! Ese maldito doggen podía volver loco a un santo.

Y él no era un solitario. Nunca lo había sido. La venganza era un endiablado compañero.

‡ ‡ ‡

El señor X miró a los dos estudiantes que combatían entre sí. Tenían una estatura similar, ambos tenían dieciocho años y una buena constitución física; pero él sabía cuál iba a ganar.

De repente, uno de ellos propinó un puntapié lateral rápido y fuerte, derribando al oponente en la lona.

El señor X ordenó finalizar el combate y no dijo nada más mientas el vencedor extendía la mano y ayudaba al perdedor a ponerse de pie con esfuerzo. Las muestras de cortesía le resultaban irritantes, y sintió deseos de castigarlos a ambos.

El primer código de la Sociedad era claro: «Aquel a quien derribes al suelo, deberás patearlo hasta que deje de moverse». Así de simple.

Aunque esta era una clase, no el mundo real. Y los padres que permitían a sus hijos empaparse de violencia seguramente tendrían algo que decir si sus preciosos niños llegaran a casa listos para ser enterrados.

Cuando los dos estudiantes se inclinaron ante él, el rostro del Perdedor tenía un color rojo brillante, y no sólo a causa del ejercicio. El señor X dejó que la clase lo mirara, sabiendo que la vergüenza y la turbación eran partes importantes del proceso correctivo.

Inclinó la cabeza en dirección al vencedor.

—Buen trabajo. Sin embargo, la próxima vez derríbalo más rápidamente, ¿de acuerdo? —Luego se dirigió al Perdedor. Lo recorrió con la mirada de la cabeza a los pies, notando la respiración entrecortada y el temblor en las piernas—. Ya sabes adónde ir.

El Perdedor parpadeó rápidamente mientras caminaba hacia el muro de cristal que daba al vestíbulo. Como se le había ordenado, se detuvo ante los paneles transparentes, con la cabeza en alto para que todos los que entraban en el edificio pudieran ver su cara. Si dejaba que le rodaran lágrimas por las mejillas, tendría que repetir el castigo en la próxima sesión.

El señor X separó la clase y empezó a indicarles sus ejercicios rutinarios. Los observó, corrigiendo posturas y posiciones de los brazos, pero su mente estaba en otro lado.

La noche anterior no había salido como estaba planeada. Había distado mucho de ser perfecta.

En su casa, la frecuencia de la policía le había informado del hallazgo del cuerpo de la prostituta poco después de las tres de la madrugada. No había mención alguna al vampiro. Quizá los restrictores se habían llevado al civil para divertirse con él.

Era una pena que las cosas no hubieran salido como esperaba, y quería emprender otra cacería. Usar a una hembra humana asesinada recientemente como cebo iba a funcionar. Pero tenía que calibrar mejor los dardos tranquilizantes. Había empezado con una dosis relativamente baja. No quería matar al civil antes de sacarle información. Pero estaba claro que tenía que aumentar el efecto de la droga.

Esa noche estaría ocupado.

El señor X dirigió la mirada al Perdedor.

Tendría que dedicarse al reclutamiento. Las filas debían ser reforzadas un poco debido a la pérdida de aquel recluta nuevo hacía dos noches.

Varios siglos atrás, cuando había muchos más vampiros, la Sociedad contaba con centenares de miembros, diseminados a lo largo y ancho del continente europeo así como en los nuevos asentamientos de Norteamérica. Sin embargo, ahora que la población de vampiros había disminuido, también se había reducido la Sociedad. Se trataba de una cuestión práctica. Un restrictor aburrido e inactivo no resultaba conveniente. Escogidos específicamente por su capacidad para la violencia, sus impulsos asesinos no podían congelarse únicamente porque no hubiera suficientes objetivos que perseguir. Algunos de ellos habían tenido que ser exterminados por matar a otros restrictores compitiendo por la superioridad en el rango, algo que tendía a ocurrir si había poco trabajo. También podía suceder algo peor que eso: habrían empezado a matar seres humanos por deporte.

Lo primero era una desgracia y una molestia. Lo último era inaceptable. Al Omega no le preocupaban las bajas humanas. Al contrario. Pero la discreción, moverse entre las sombras, matar rápidamente y volver a la oscuridad eran los principios de los cazavampiros. Llamar la atención de los humanos era malo, y nada conmocionaba más al Homo Sapiens que un puñado de personas muertas.

Esa era también una de las razones por las cuales el reclutamiento de nuevos miembros podía resultar complicado. Solían tener más odio que objetivos. Un periodo de adaptación era de vital importancia, para que la naturaleza secreta de la guerra entablada desde tiempo inmemorial entre los vampiros y la Sociedad pudiera mantenerse.

A pesar de todo, tenía que engrosar sus filas.

Miró de nuevo al Perdedor y sonrió, esperando la caída de la noche.

Poco antes de las siete, el señor X se dirigió a los suburbios, donde localizó fácilmente el 3461 de la calle Pillar. Aparcó el Hummer y esperó, matando el tiempo memorizando los detalles de la casa. Era típica de la zona central de Estados Unidos. Un amplio edificio asentado en el centro de una diminuta parcela con un árbol grande. Los vecinos estaban lo bastante cerca para poder leer los letreros de las cajas de cereal de los niños por la mañana y las etiquetas de las latas de cerveza de los adultos por la noche.

Una vida pulcra y feliz. Al menos desde el exterior.

La puerta se abrió, y el perdedor de la clase de la tarde saltó fuera como si estuviera abandonando un barco en pleno hundimiento. Le siguió su madre, que se detuvo un poco en el primer escalón y miró al vehículo frente a la casa como si fuera una bomba a punto de estallar.

El señor X bajó la ventanilla y saludó agitando la mano. Ella le devolvió el saludo pasados unos momentos.

El Perdedor saltó al Hummer, sus ojos brillaron codiciosos al examinar los asientos de cuero y los indicadores del salpicadero.

—Buenas noches —dijo el señor X mientras apretaba el acelerador.

El muchacho levantó las manos torpemente e inclinó la cabeza.

Sensei.

El señor X sonrió.

—Me alegro de que estuvieras disponible.

—Sí, bueno, mi madre es como una patada en el culo. —El Perdedor estaba intentando ser frío, lanzando con vehemencia las maldiciones.

—No deberías hablar de ella de ese modo.

El muchacho se sintió confuso momentáneamente, obligado a reconsiderar su actitud pendenciera.

—Ah, quiere que vuelva a casa a las once. Es una noche entre semana, y tengo que trabajar por la mañana.

—Nos aseguraremos de que hayas regresado para entonces.

—¿Adónde vamos?

—Al otro lado de la ciudad. Hay alguien que quiero que conozcas.

Un poco más tarde, el señor X detuvo el coche en un amplio camino que serpenteaba entre árboles y esculturas de mármol de aspecto antiguo. Había también arbustos ornamentales, que se alzaban como figuras sobre un pastel de mazapán verde: un camello, un elefante, un oso. El diseño había sido hecho por un experto, por lo que cada uno de ellos se distinguía perfectamente.

Hablando de mantenimiento, pensó el señor X.

—Estupendo. —El Perdedor movió el cuello de izquierda a derecha—. ¿Qué es esto? ¿Un parque? ¡Mire eso! Es un león. ¿Sabe?, creo que quiero ser veterinario. Eso sería estupendo. Ya sabe, curar animales.

El muchacho sólo llevaba en el vehículo veinte minutos escasos, y el señor X ya estaba deseando deshacerse de él. Aquel tipo era como un dolor de muelas: una irritación permanente.

Y no sólo porque dijera constantemente «¿sabe?».

Al salir de una curva, apareció una gran mansión de ladrillo.

Billy Riddle estaba en el exterior, apoyado contra una columna blanca. Sus pantalones vaqueros estaban ligeramente más abajo de su cintura, mostrando el borde de su ropa interior, y jugaba con un llavero en la mano, dándole vueltas. Se enderezó cuando vio el Hummer, y mostró una sonrisa que tensó la venda de su nariz.

El Perdedor volvió a su posición inicial en el asiento. Billy se dirigió hacia la puerta delantera del pasajero, moviendo con facilidad su musculoso cuerpo. Cuando vio al muchacho allí sentado, frunció el ceño, clavando en el otro tipo una mirada feroz. El Perdedor desabrochó el cinturón de seguridad y buscó la manilla.

—No —dijo el señor X—. Billy se sentará detrás de ti.

El joven volvió a recostarse en el asiento, mordiéndose los labios.

Al ver que el otro no le dejaba el sitio, Billy abrió de un tirón la puerta de atrás y entró. Buscó los ojos del señor X en el espejo, y la hostilidad se transformó en respeto.

Sensei.

—Hola, Billy, ¿cómo estás?

—Bien.

—Muy bien, muy bien. Haz el favor de subirte los pantalones.

Billy tiró de la cintura de los vaqueros mientras sus ojos se movían hacia la parte posterior de la cabeza del Perdedor. Parecía como si quisiera taladrar un agujero en ella, Y a juzgar por los dedos nerviosos del muchacho, este lo sabía.

El señor X sonrió.

La química lo es todo, pensó.