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Rhage entró corriendo en la casa, se quitó el impermeable mientras cruzaba, raudo, el recibidor, y subió la escalera. Ya en la habitación, se deshizo del reloj y se cambió de ropa. Tomó una caja lacada del estante superior del ropero, fue hasta el centro de la habitación y se hincó de rodillas. Abrió la caja, sacó un collar de perlas negras, del tamaño de canicas, y se lo puso.

Se sentó sobre los talones, posó las palmas de las manos, vueltas hacia arriba, sobre los muslos, y cerró los ojos.

Haciendo más lento el ritmo de su respiración, se asentó en esa posición hasta quedar apoyado sobre los huesos, más que los músculos. Trató de poner la mente en blanco y luego esperó, rogando ser recibido por la única fuerza que podía salvar a Mary.

Las perlas se calentaron al contacto con la piel.

Cuando abrió los ojos estaba en un brillante patio de mármol blanco. La fuente aquí funcionaba espléndidamente, el agua lanzaba destellos al elevarse por los aires y volver luego a la pila. En una esquina había un árbol blanco, fluorescente, las aves canoras gorjeaban sobre sus ramas, y eran las únicas manchas de color en el asombroso lugar.

—¿A qué debo este placer? —dijo la Virgen Escribana detrás de él—. Seguramente no habrás venido por lo de tu bestia. Aún queda algo de tiempo, según recuerdo.

Rhage permaneció de rodillas, con la cabeza inclinada, la lengua anudada. No sabía por dónde empezar.

—Qué silencio —murmuró la Virgen Escribana—. Insólito en ti.

—Debo elegir mis palabras con mucho cuidado.

—Eres prudente, guerrero. Muy prudente, dada la razón por la que has venido.

—¿Lo sabes?

—Sin preguntas —dijo ella con voz dura—. Verdaderamente, me estoy cansando de tener que recordárselo a la Hermandad. Tal vez cuando regreses puedas recordar esa norma a los demás.

—Mis disculpas.

El borde de la toga entró en su campo visual.

—Levanta la cabeza, guerrero. Mírame.

Él respiró hondo y obedeció.

—Sientes mucho dolor —dijo ella suavemente—. Percibo tu congoja.

—Mi corazón sangra.

—Por esa hembra tuya.

—Te pediría que la salvaras, si eso no te ofendiese.

La Virgen Escribana le dio la espalda. Luego flotó sobre el mármol, dando una pequeña vuelta alrededor del patio.

Él no tenía ni idea de lo que ella podía estar pensando. Ni siquiera sabía si estaba considerando lo que le había pedido. Ahora no la veía, y era posible que se hubiese marchado, ignorándolo.

—Yo jamás haría eso, guerrero —dijo ella leyéndole la mente—. A pesar de nuestras diferencias, no te abandonaría de esa manera. Dime una cosa… ¿y si salvar a tu hembra significara que nunca te liberaras de tu bestia? ¿Y si salvar su vida significara que conservaras tu maldición hasta que fueras al Fade?

—Aceptaría gustoso.

—Odias a la bestia.

—Amo a la mujer.

—Bien, bien.

La esperanza ardió en su pecho. Estaba a punto de preguntarle si habían cerrado un trato, si Mary podía vivir. Pero decidió no arriesgarse a echarlo todo a perder fastidiando a la Virgen Escribana con otra pregunta.

Ella le habló ahora con menos aspereza.

—Has cambiado en buena medida desde nuestro último encuentro en ese bosque. Y creo que esta es la primera iniciativa desinteresada de tu vida.

El vampiro suspiró, sintiendo en las venas una dulce sensación de alivio.

—No hay nada que no hiciera por ella, nada que no sacrificara.

—Me agrada oírlo —murmuró la Virgen Escribana—. Porque además de conservar a la bestia dentro de ti, exijo que renuncies a Mary.

Rhage dio un respingo, convencido de no haber escuchado bien.

—Sí, guerrero. Me has oído perfectamente.

Un escalofrío de muerte lo atravesó, quitándole el aliento.

—He aquí lo que te ofrezco —dijo ella—. Puedo apartarla de su destino, sanándola por completo. No envejecerá, nunca enfermará, ella misma decidirá cuándo ha de ir al Fade. Y la dejaré tomar la decisión de aceptar o no mi ayuda. Sin embargo, cuando presente la propuesta, ella no sabrá nada de ti, y consienta o no, tú y tu mundo seréis siempre desconocidos para ella. De igual manera, ella no será conocida por ninguno de los que la han visto, restrictores incluidos. Tú serás el único que la recuerde. Y si alguna vez te aproximas a ella, morirá. Inmediatamente.

Rhage osciló y cayó hacia delante, apoyándose en las manos. Pasó largo tiempo antes de que pudiera pronunciar una palabra.

—Mucho me odias.

Un leve choque eléctrico lo atravesó, y se dio cuenta de que la Virgen Escribana le había tocado el hombro.

—No, guerrero, yo te amo, niño mío. El castigo de la bestia fue para que aprendieras a dominarte, para que conocieras tus límites, para que perfeccionases tu interior.

Levantó la mirada hacia ella, sin importarle lo que la deidad viese en sus ojos: odio, dolor, deseos de atacarla.

La voz le tembló.

—Me estás quitando la vida.

—De eso se trata —dijo ella suavemente—. La cara y la cruz, guerrero. Tu vida, simbólicamente, por la de ella, físicamente. Debe conservarse el equilibrio, hay que hacer sacrificios a cambio de los dones. Si voy a salvar a una humana por ti, debe haber un profundo compromiso por tu parte. Cara y cruz.

Él inclinó la cabeza.

Y gritó. Gritó hasta que la sangre se le subió a la cabeza. Hasta que los ojos se le humedecieron y casi se le salieron de las órbitas. Hasta que la voz se le quebró y fue sólo un estertor dramático.

Cuando terminó, la Virgen Escribana estaba de rodillas frente a él, con los ropajes desparramados a su alrededor formando una mancha oscura sobre el blanco mármol.

—Guerrero, si pudiera, te ahorraría esto.

Estaba cerca de creerla.

—Hazlo —dijo él con voz áspera—. Déjala tomar la decisión. Prefiero que tenga una vida larga y feliz sin conocerme, a que muera ahora.

—Que así sea.

—Pero te ruego… déjame decirle adiós. Un último adiós.

La Virgen Escribana negó con la cabeza.

El dolor lo atravesó, hiriéndolo de tal manera que no le habría sorprendido sangrar por cualquier parte.

—Te ruego…

—Ha de ser ahora o nunca.

Rhage se estremeció. Cerró los ojos. Sintió con absoluta convicción que le llegaba la muerte, como si el corazón hubiera cesado de latir.

—Entonces que sea ahora —susurró.