48
A la mañana siguiente, alrededor de las nueve, Rhage se estiró en la cama y le sorprendió sentirse bien. Nunca se había recuperado tan rápidamente, y tenía el presentimiento de que era porque no se había resistido al cambio. Tal vez ese era el truco. Dejarse llevar.
Mary salió del baño con toallas en los brazos, y se dirigió al ropero para dejarlas caer por el conducto de la ropa sucia. Parecía cansada, desolada. No le extrañaba, porque habían pasado gran parte de la mañana hablando de Bella, y aunque él hizo todo lo posible por tranquilizarla, ambos sabían que la situación era grave.
Y además tenía otra razón para sentirse preocupada.
—Hoy quiero ir contigo al médico —dijo él.
Ella salió de nuevo a la habitación.
—Ya lo hemos comentado…
—Sí. Y quiero ir contigo.
Cuando ella fue hacia él, tenía la temible mirada que anunciaba discusión.
Él se adelantó a la objeción más obvia.
—Cambia la cita para más tarde. Ahora el sol se pone a las cinco y media.
—Rhage…
—Hazlo —insistió él, con tono duro.
Ella se llevó las manos a las caderas.
—No me agrada que me presiones.
—Perdona: cambia la cita, por favor. —No moderó el tono lo más mínimo. Cuando recibiera la noticia, cualquiera que fuese, él iba a estar a su lado.
Ella tomó el teléfono, maldiciendo en voz baja. Cuando colgó, parecía sorprendida.
—La doctora Della Croce me verá… nos verá… esta tarde a las seis.
—Bien. Y lamento ser tan áspero. Es que tengo que estar contigo cuando lo escuches. Necesito ser parte de esto.
Ella meneó la cabeza y se inclinó para recoger una camisa del suelo.
—Eres el bravucón más dulce del mundo.
Al verla mover el cuerpo, tuvo una erección.
Dentro, la bestia también se agitó, pero esta vez había una curiosa calma en su ardor. No era un gran flujo de energía, sólo una contenida vibración, como si la criatura se contentara con compartir el cuerpo, sin controlarlo del todo. Una comunión, no una dominación.
La bestia sabía ahora que la única forma de estar con Mary era a través de Rhage.
Ella continuó andando por la habitación, ordenando cosas.
—¿Qué estás mirando?
—A ti.
Echándose el cabello hacia atrás, soltó una carcajada.
—Así que estás recuperando la vista.
—Entre otras cosas. Ven aquí, Mary. Quiero besarte.
—Ah, claro. Primero chulo, y ahora cariñoso.
—Así soy.
Rhage retiró las sábanas y el edredón, y bajó la mano por el pecho, pasó sobre el estómago y fue más abajo. Los ojos de ella se abrieron desmesuradamente cuando se puso el miembro erecto en la mano. Mientras se acariciaba, el aroma de su excitación se expandió por la habitación, como una oleada de esencia de flores.
—Ven aquí, Mary. —Movió las caderas—. No sé si lo estoy haciendo bien. Es mucho mejor cuando tú me tocas.
—Eres incorregible.
—Sólo quiero aprender. Dame instrucciones.
—Como si las necesitaras —murmuró ella, quitándose el jersey.
Hicieron el amor de una forma gloriosa, sin presiones. Pero cuando la abrazó después, no pudo dormir. Ella tampoco.
‡ ‡ ‡
Esa noche Mary trató de respirar normalmente cuando tomaron el ascensor hacia el sexto piso del hospital. El Saint Francis era más tranquilo a última hora de la tarde, pero aún había bastante gente.
La recepcionista los dejó entrar y luego salió, se puso un abrigo rojo cereza y cerró la puerta con llave tras ella. Cinco minutos más tarde, la doctora Della Croce entró en la sala de espera.
La mujer casi logró ocultar la impresión que le causó Rhage. Aunque iba vestido de civil, con unos pantalones holgados y un sencillo suéter, era todo un espectáculo, con la gabardina de cuero cayendo desde sus anchos hombros.
Rhage era insoportablemente hermoso.
La doctora sonrió.
—Ah, hola, Mary. ¿Queréis pasar a mi despacho?
—Él es Rhage. Mi…
—Pareja —dijo él, alto y claro.
La médica levantó las cejas, y Mary tuvo que sonreír a pesar de la tensión.
Los tres cruzaron el pasillo, pasaron junto a las salas de análisis, los laboratorios, estancias llenas de ordenadores. No hubo charla intrascendente. No hablaron del clima, ni de las vacaciones de verano. La doctora sabía que Mary detestaba la charla insustancial.
Rhage lo había comprendido bien en TGI Friday’s en su primera cita.
Le parecía que aquello había ocurrido hacía años. Quién iba a pensar que acabarían aquí juntos.
El despacho de la doctora Della Croce estaba atiborrado de ordenados montones de papeles, expedientes y libros. Diplomas de Smith y Harvard colgaban de las paredes, pero lo que Mary siempre había encontrado más tranquilizador eran las violetas africanas colocadas sobre el alféizar de la ventana.
Ella y Rhage se sentaron.
Antes de que la doctora se acomodara en su silla, Mary habló.
—Entonces, ¿qué me dará, y cuánto puedo soportar?
Della Croce la miró por encima de los expedientes médicos, los bolígrafos, los sujetapapeles y el teléfono.
—Hablé con mis colegas de aquí y con otros dos especialistas. Revisamos tu historial y los resultados de ayer…
—Estoy segura de que así lo hizo. Ahora dígame qué debo esperar.
La otra mujer se quitó las gafas y tomó aire.
—Creo que debes poner tus asuntos en orden, Mary. No hay nada que podamos hacer por ti.
‡ ‡ ‡
A las cuatro y media de la mañana, Rhage salió del hospital en un estado de total aturdimiento. Nunca creyó que regresaría a casa sin Mary.
La habían ingresado para una transfusión de sangre y porque las fiebres nocturnas y el agotamiento estaban ligados a un principio de pancreatitis. Si las cosas mejoraban, le darían de alta la mañana siguiente, pero nadie se había comprometido a nada.
El cáncer era violento: su presencia se había multiplicado incluso en el corto tiempo transcurrido entre su examen trimestral de hacía una semana y el análisis de sangre del día anterior. La doctora y sus colegas estaban de acuerdo en que, debido a los tratamientos que ya había recibido, no podían suministrarle más quimioterapia. Su hígado estaba saturado y sencillamente no resistiría la sobrecarga química.
Él se había preparado para una lucha inmisericorde. Y para afrontar mucho sufrimiento, en particular, claro, por parte de Mary. Pero no para la muerte. Y menos tan rápido.
Solamente tenían unos meses. Hasta la primavera, o tal vez el verano.
Rhage se materializó en el patio de la casa principal y fue directamente al Hueco. No podía soportar ir solo a la habitación que compartía con Mary.
Pero cuando estuvo frente a la puerta de Butch y V, no llamó. En lugar de ello, miró la fachada de la casa principal y recordó a Mary dando de comer a los pájaros. La imaginó allí, sobre los escalones, con su adorable sonrisa en la cara y los rayos de sol en el pelo.
Santo Dios. ¿Qué iba a hacer sin ella?
Pensó en la fuerza y la resolución de sus ojos el día que él bebió de otra hembra frente a ella, en lo mucho que lo amaba aunque hubiera visto a la bestia, en su serena y arrolladora belleza, y en su risa y sus ojos grises, metálicos, maravillosos.
Pensó, sobre todo, en la noche en que ella había salido precipitadamente de la casa de Bella, corriendo al gélido frío del exterior, con los pies descalzos, para echarse en sus brazos, diciéndole que no estaba bien, pidiéndole ayuda.
Sintió algo en la cara.
Mierda. ¿Estaba llorando? Sí. Y no le importaba ablandarse.
Bajó la vista y miró la gravilla del camino de entrada, y le causó impresión el absurdo pensamiento de que los guijarros parecían blancos a la luz de los focos. Lo mismo que el muro de contención estucado que rodeaba el patio. Y también la fuente del centro, seca durante el invierno…
Estuvo paralizado un rato. Luego abrió los ojos completamente.
Poco a poco, empezó a caminar hacia la mansión, levantando la cabeza para ver la ventana de su habitación.
Un propósito nuevo, una idea, lo galvanizó, e hizo que pasara por el vestíbulo a toda carrera.
‡ ‡ ‡
Mary yacía en la cama del hospital, y trató de sonreír a Butch, que estaba sentado en una silla, con el sombrero y las gafas de sol puestos. Había llegado cuando Rhage salía, para protegerla hasta el crepúsculo.
—No tienes que ser sociable —dijo Butch suavemente, como si supiera que se estaba esforzando por ser cortés—. Haz lo que tengas que hacer.
Ella asintió y miró por la ventana. La vía intravenosa colocada en su brazo no estaba tan mal; no le dolía ni le molestaba. Pero estaba tan entumecida que si hubieran dado martillazos en sus venas probablemente no habría sentido nada.
Era el fin. La certeza de la muerte la había alcanzado. Esta vez sin salidas ni esperanzas. Nada que hacer, ninguna batalla que librar. La muerte ya no era un concepto abstracto, sino un hecho real e inminente.
No sentía paz. Ni aceptación. Sólo ira.
No quería irse. No quería dejar al hombre que amaba. No quería renunciar al terrible caos de la vida.
«Paren esto», pensó, «que alguien pare esto».
Cerró los ojos.
Cuando todo quedó oscuro, vio la cara de Rhage. Y mentalmente le tocó la mejilla y sintió la calidez de su piel. Le llegaron palabras a la cabeza, procedentes de algún lugar que no pudo reconocer, que iban destinadas a… ninguna parte, supuso.
«No me obligues a irme. No me obligues a dejarlo. Por favor».
«Dios, sólo déjame estar aquí con él y amarlo un poco más. Te prometo no desperdiciar los momentos que me concedas. Lo abrazaré y nunca lo dejaré ir… Dios, por favor. Detén esto».
Mary empezó a llorar al darse cuenta de que estaba rezando con todas sus fuerzas, abriendo completamente su corazón, rogando. Mientras invocaba algo en lo que ni siquiera creía, una extraña revelación le vino a la mente entre las brumas de la desesperanza.
Por eso su madre había creído. Cissy no quería bajarse del tiovivo de la vida, no deseaba que dejara de girar, no había querido dejar a… Mary. La inminente separación de su amor, más que el propio fin de su vida, era lo que había mantenido viva su fe. La esperanza de tener un poco más de tiempo para amar hizo que su madre colgara cruces, y mirase imágenes, y susurrara palabras.
¿Y por qué miraba siembre hacia arriba, por qué había dirigido aquellas oraciones al cielo? Aunque el cuerpo no pueda más, los deseos del corazón encuentran un camino de salida. Como todo lo cálido, el amor asciende. Además, la voluntad de volar está en la naturaleza del alma, de modo que su hogar debía estar arriba. Y las dádivas venían del cielo, como la lluvia primaveral, y las brisas veraniegas, y el sol otoñal, y la nieve invernal.
Mary abrió los ojos. Parpadeó para aclararse la vista, y la enfocó hacia el resplandor naciente del alba, detrás de los edificios de la ciudad.
«Por favor… Dios.
»Déjame estar aquí con él.
»No me obligues a irme».