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O se estaba poniendo nervioso. La hembra todavía no recuperaba la conciencia por completo, y ya habían pasado dieciocho horas. Esos dardos estaban calibrados para un macho, pero, así y todo, ya debía haber despertado.
Temió haberle causado una conmoción cerebral.
La historia se repetía. Él y Jennifer se peleaban, y después se ponía muy nervioso por si le había causado algún daño grave. Mientras la limpiaba, siempre cuidaba con ternura las heridas, buscando huesos fracturados y cortes profundos. Y en cuanto estaba seguro de que se encontraba bien, le hacía el amor, incluso si todavía no estaba consciente. Correrse encima de ella, aliviado de saber que no había llevado las cosas demasiado lejos, siempre había sido el mejor desahogo.
Deseó hacer el amor con la hembra que había raptado.
El señor O fue hasta el agujero donde ella se encontraba. Retiró la cubierta de malla metálica, encendió una linterna, y apuntó el rayo de luz hacia el interior. Ella estaba encogida en el fondo.
Quiso sacarla. Abrazarla. Besarla y sentir su piel contra la suya. Deseó eyacular dentro de ella. Pero todos los restrictores eran impotentes. El Omega, aquel bastardo, era un amo celoso.
O volvió a colocar la cubierta y merodeó por el lugar, pensando en la noche que había pasado con el Omega y la depresión en la que se encontraba desde entonces. Era extraño: ahora que tenía esa hembra, su mente se había aclarado y un nuevo cometido lo estimulaba.
Sabía que la mujer del agujero no era Jennifer, pero la vampira era muy parecida a lo que le habían quitado, y tampoco iba a ser exigente. Aceptaría el obsequio que se le había dado, y lo protegería bien.
Esta vez nadie lo iba a despojar de su mujer. Nadie.
‡ ‡ ‡
Cuando las contraventanas se alzaron para pasar la noche, Zsadist se quitó la ropa y caminó desnudo por la habitación en la que se encontraba.
Lo que había sucedido la noche anterior con Bella lo estaba matando. Quería encontrarla y disculparse, pero ¿qué podía decirle?
«Siento haber saltado sobre ti como un animal. Y tú no me pones enfermo. De verdad».
Dios, qué imbécil.
Cerró los ojos y recordó cuando estaba contra la pared, junto a la ducha, y ella intentó tocarle el pecho desnudo. Sus dedos eran largos y elegantes, con bonitas uñas. Sospechaba que su contacto habría sido ligero. Suave y cálido.
Debió controlarse. De haberlo hecho, por una vez sabría qué se siente al tener la suave mano de una hembra sobre la piel. Como esclavo, lo habían tocado con demasiada frecuencia, y siempre contra su voluntad, pero siendo libre…
Y no habría sido cualquier mano, sino la de Bella.
Su palma habría hecho contacto con su pecho, entre sus pectorales, y quizás incluso lo habría acariciado un poco. A él le habría gustado, sobre todo si lo hacía lentamente. Sí, cuanto más pensaba en ello, más podía imaginarse sintiéndose feliz con esas cosas…
Pero ¿por qué estaba pensando en eso? Su capacidad para tolerar cualquier clase de intimidad había desaparecido muchos años atrás. Y en todo caso, no era propio de él satisfacer las fantasías de una hembra como Bella. No era digno siquiera de las furiosas prostitutas humanas de las que se veía forzado a alimentarse.
Zsadist abrió los ojos y se sacó de la cabeza todas aquellas pamplinas. Lo mejor que podía hacer por Bella, la mejor forma de compensarla, era asegurarse de que nunca lo volviera a ver, ni siquiera por casualidad.
Aunque él sí la vería. Todas las noches visitaría su casa y se cercioraría de que estuviera bien. Era una época peligrosa para los civiles, y ella necesitaba que la custodiaran. Permanecería entre las sombras, vigilando.
Ese pensamiento lo apaciguó.
No podía confiar en sí mismo para estar con ella. Pero tenía una fe absoluta en su capacidad para mantenerla a salvo, no importaba cuántos restrictores tuviera que comerse vivos.