39

O aparcó frente al bloque de apartamentos. El monstruoso edificio era una de las construcciones más suntuosas de Caldwell, estandarte de un viejo intento de cambiarle la cara a la ribera. El apartamento de C estaba en el piso veintiséis. Tenía vistas al río.

Pretencioso. Verdaderamente pretencioso.

La mayoría de restrictores vivían en casuchas de mala muerte, porque la Sociedad dedicaba casi todas sus inversiones a la guerra. C logró conservar su estilo de vida porque podía costearlo. Antes de alistarse, en la década de los setenta, vivía de un fideicomiso, y había conservado su dinero. El sujeto tenía una insólita personalidad; era un diletante con serias tendencias asesinas.

Eran más de las diez, y ya no había portero. Forzar la cerradura electrónica del portal fue cuestión de un momento. O tomó el ascensor de vidrio y acero hasta el piso veintisiete, y luego bajó un tramo de escaleras, más por hábito que por necesidad. No había razón para pensar que a alguien le importara un bledo quién era él o adónde iba. Además, el edificio estaba desierto a esa hora de la noche. Los relamidos residentes estarían fuera, consumiendo éxtasis y cocaína en el Zero Sum, en el centro de la ciudad.

Llamó a la puerta de C.

Era la quinta dirección que visitaba de la lista del señor X, la relación de miembros ausentes, y la primera de las incursiones de esa noche. La jornada anterior fue productiva. Descubrió que uno de los cazavampiros había salido del estado, pues había decidido por su cuenta ayudar a un amigo en D. C. Dos de los ausentes sin permiso, compañeros de cuarto, habían sufrido heridas en una pelea entre ellos; estaban curándose y regresarían a la acción en un par de días. El restrictor restante era un hijo de perra completamente sano, que se había dedicado a ver la televisión y vagabundear por ahí. Bueno, estuvo sano hasta que sufrió un infortunado accidente cuando O ya se marchaba. Pasaría una semana antes de que pudiera operar de nuevo, pero la visita, ciertamente, le había aclarado sus prioridades.

Era extraño cómo un par de rótulas fracturadas podían cambiar la actitud de un hombre.

O golpeó de nuevo la puerta de C y luego forzó la cerradura. Nada más abrir, retrocedió. Olía mal, como a basura, a materia en descomposición.

Se dirigió a la cocina.

No, no era basura. Era C.

El restrictor yacía bocabajo, en el suelo, con un charco de sangre negra a su alrededor. Al alcance de su mano había algunos vendajes, aguja e hilo, como si hubiera tratado de coserse él mismo. Junto al material de primeros auxilios había una agenda electrónica con el teclado cubierto de su sangre. Al otro lado se veía un bolso de mujer, también manchado.

O dio la vuelta al cadáver. Le habían cortado el cuello. Era una herida bastante profunda. Por su forma, parecía claro que era cosa de las asquerosas dagas negras de la Hermandad. El metal del que estaban hechas, fuera cual fuera, actuaba como un terrible corrosivo sobre las heridas de los restrictores.

La garganta de C emitía sonidos guturales, demostrando que sí se podía estar medio muerto. Cuando le levantó la mano, había un cuchillo en ella. La camisa mostraba unos cuantos cortes, como si hubiera tratado de acuchillarse en el pecho, pero le hubieran faltado las fuerzas.

—Estás mal, amigo —dijo O, tomando el cuchillo. Se sentó sobre los talones, mientras el herido se revolcaba lentamente, como a cámara lenta. Boca arriba, con los brazos y las piernas moviéndose inútilmente, parecía un escarabajo a punto de morir.

O miró el bolso.

—¿Qué estilo de vida llevabas, C? —Repasó el contenido. Un frasco de medicina. Toallas de papel. Tampones. Teléfono móvil.

Y una cartera.

Sacó el permiso de conducir y miró la foto. Cabello castaño. Ojos grises. Imposible distinguir si la hembra era vampira o humana. Vivía junto a la carretera 22, en las afueras.

—Dime si estoy en lo cierto —dijo O—. Tú y uno de esos hermanos luchasteis cuerpo a cuerpo. El guerrero tenía una hembra con él. Tú escapaste después de recibir una cuchillada y te llevaste este bolso, para poder terminar el trabajo con la amiga del macho. El problema fue que tus heridas eran demasiado graves y has estado aquí tirado desde que llegaste a casa. ¿Acierto?

O arrojó la cartera dentro del bolso y miró al hombre. Los ojos de C giraban sin ton ni son, como canicas sueltas en la bolsa fláccida que era su cara.

—¿Sabes una cosa, C? Si dependiera de mí, te dejaría aquí. No sé si eres consciente de eso, pero cuando nuestra existencia termina, regresamos al Omega. Créeme, lo que te espera en el otro lado con él hará que lo que ahora sientes parezca un día de campo. —Miró a su alrededor—. Por desgracia, estás apestando todo el piso. Algún humano va a venir, y entonces tendríamos un problema.

O recogió el cuchillo, sujetando el mango con fuerza. Cuando lo levantó por encima del hombro, el alivio de C hizo que los estertores se paralizaran.

—En realidad no deberías sentirte mejor por esto —dijo O quedamente.

Hundió la hoja en el pecho del restrictor. Hubo un destello de luz y un estallido. Y C desapareció.

O recogió el bolso y se dirigió a la salida.

‡ ‡ ‡

Mary se acercó a Rhage, manteniendo una mano detrás de la espalda y esperando el momento adecuado. Él y Butch se encontraban en mitad de una partida de billar, y estaban dando una paliza a V y Phury.

Mientras los miraba, pensó que verdaderamente le gustaban los hermanos. Incluso Zsadist. Eran muy buenos con ella, la trataban con tal respeto y cortesía que no estaba segura de merecerlo.

Rhage le guiñó un ojo al tiempo que se inclinaba sobre la mesa y preparaba su taco.

—Es por tu manera de quererle —le dijo alguien al oído.

Ella dio un respingo. Vishous estaba muy cerca, detrás de ella.

—¿De qué estás hablando?

—Por eso te adoramos. Y antes de que me digas que deje de leerte el pensamiento, te diré que no tenía la intención de hacerlo. Pero no he podido evitarlo. —El vampiro tomó un sorbo de un pequeño vaso de vodka—. El caso es que por eso te aceptamos. Cuando lo tratas bien, nos honras a todos.

Rhage levantó la vista y frunció el ceño. En cuanto hizo su jugada, fue hacia ella e intencionadamente apartó a V con el cuerpo.

Vishous soltó una carcajada.

—Relájate, Hollywood. Ella sólo tiene ojos para ti.

Rhage gruñó y la apretó contra su costado.

—No lo olvides, si quieres que tus brazos y piernas sigan donde están.

—Es raro, nunca fuiste un tipo posesivo.

—Eso es porque nunca tuve algo que quisiera conservar. Te toca, hermano.

Cuando V soltó su bebida y se concentró en el juego, Mary extendió la mano. De sus dedos colgaban unas cerezas.

—Quiero ver el truco que decías. Una vez me dijiste que podías hacer algo estupendo con tu lengua y las cerezas.

Él rio.

—Vamos…

—¿Qué pasa? ¿No hay truco?

—Observa mi boca, hembra.

Mirándola con los párpados entornados, Rhage se inclinó hasta la mano de Mary. Sacó la lengua y capturó una cereza, que se puso en los labios. Masticó, y luego meneó la cabeza mientras tragaba.

—El sabor no es igual… no, ni parecido —murmuró Rhage.

—¿Qué quieres decir?

—Que tu intimidad es mucho más dulce.

Ruborizándose, ella se cubrió los ojos con la mano. Respiró hondo y captó una vez más la erótica fragancia que despedía el vampiro cuando quería estar dentro de ella. Retiró la mano y lo miró.

La observaba, completamente absorto. Y en el centro, sus ojos eran tan blancos y resplandecientes como la nieve fresca.

Mary contuvo el aliento.

«Hay algo más ahí dentro», pensó. No sólo Rhage la estaba mirando.

Phury llegó sonriendo.

—Es mejor que busques una habitación, Hollywood, si vas a seguir con eso. Los demás no necesitamos que nos recuerdes la suerte que tienes.

Le dio a Rhage una palmadita en el hombro.

Este giró en redondo y lanzó un mordisco a la mano de su hermano. El sonido de sus mandíbulas al cerrarse fue tan fuerte que se hizo el silencio alrededor.

Phury saltó hacia atrás, apartando el brazo de un tirón.

—¡Joder, Rhage! ¿Qué te…? Mierda. Tus ojos, amigo. Han cambiado.

Rhage palideció y se alejó tambaleante, bizqueando y parpadeando.

—Lo siento, Phury, ni siquiera sabía que estaba…

En toda la habitación, los hombres dejaron lo que tenían en las manos y fueron hacia él, formando un círculo.

—¿Estás muy cerca del cambio? —preguntó Phury.

—Sacad a las hembras —ordenó alguien—. Llevadlas arriba.

Hubo un tumulto. Vishous apretó el brazo de Mary.

—Ven conmigo.

—No —forcejeó—. Déjame. Quiero quedarme con él.

Rhage se volvió a mirarla, y de inmediato regresó la extraña mirada fija. Luego, sus ojos blancos giraron hacia Vishous. Los labios de Rhage se fruncieron para mostrar los dientes y rugió, tan fuerte como un león.

—V, suéltala. Ahora —dijo Phury.

Vishous la soltó, pero le susurró:

—Tienes que salir de aquí.

«A la mierda», pensó ella.

—¿Rhage? —dijo suavemente—. Soy yo. Rhage, ¿qué está pasando?

Él meneó la cabeza y rompió el contacto visual, retrocediendo hasta la chimenea de mármol. El sudor brillaba en su cara. Se agarró a la piedra e hizo fuerza, como tratando de arrancar la repisa de la pared.

El tiempo pareció detenerse mientras Rhage luchaba contra sí mismo. El pecho le palpitaba y los brazos y las piernas le temblaban. Pasó un largo rato antes de que se relajara y la tensión desapareciera de su cuerpo. Había ganado la batalla interna. Pero no por mucho tiempo.

Cuando alzó la vista, sus ojos habían retornado a la normalidad. Eso sí, estaba muy pálido.

—Lo siento, hermanos —masculló. Luego la miró y abrió la boca. En lugar de hablar, dejó caer la cabeza, avergonzado.

Mary traspasó la barrera de cuerpos masculinos y le puso la mano en la cara.

Cuando él jadeó sorprendido, ella lo besó en la boca.

—Veamos el truco de la cereza. Vamos.

Los hombres que estaban a su alrededor quedaron atónitos; ella pudo sentir sus miradas. Rhage parecía conmocionado. Pero cuando Mary lo miró cáusticamente, empezó a masticar, removiendo ahora el tallo de las cerezas con los dientes.

Ella se volvió a mirar a los guerreros.

—Todo está bien. Volved a vuestras cosas. Necesita un poco de calma.

Phury rio un poco y se dirigió a la mesa de billar.

—Esta mujer es fabulosa.

V le siguió la corriente y recogió su vaso.

—Sí. Cierto.

La fiesta continuó. Bella y Wellsie regresaron. Mary acarició la cara y el cuello de Rhage. Parecía tener alguna dificultad para mirarla a los ojos.

—¿Estás bien? —preguntó Mary con voz suave.

—Lamento tanto…

—Déjate de disculpas. Sea lo que sea, no puedes evitarlo, ¿no es cierto?

Él asintió.

La joven quería saber qué había sucedido hacía un momento, pero no era el momento de preguntarlo. A veces, fingir ser normal era el mejor antídoto contra las cosas raras. El dicho «finge hasta que lo logres» era algo más que simple verborrea psicológica.

—Mary, no quiero que me tengas miedo.

Por un momento, ella observó su boca trabajando con el tallo.

—No tengo miedo de ti. V y Phury pueden haber estado en peligro, pero a mí no me habrías hecho daño. De ninguna manera. No sé por qué lo sé, pero lo sé.

Él respiró profundamente.

—Dios, te amo. En verdad te amo.

Y luego sonrió.

Ella soltó una carcajada que hizo que todos los presentes volvieran la cabeza.

El tallo de cereza estaba perfectamente anudado alrededor de uno de sus colmillos.