36

Mary, Mary, despierta. Ya está aquí.

La joven sintió que le tocaban el hombro, y cuando abrió los ojos Rhage estaba mirándola. Se había puesto una especie de traje blanco, con mangas largas y pantalones holgados.

Se sentó en la cama, tratando de despejarse.

—¿Puedes darme un minuto?

—Claro que sí.

Fue al baño y se lavó la cara. Con agua fría goteándole de la barbilla, se quedó mirando su imagen en el espejo. Su amante estaba a punto de beber sangre en su presencia.

Y eso no era lo más extraño. Se sentía poco útil, por no ser ella quien lo alimentara.

Para no sumirse en amargas meditaciones, tomó una toalla y se secó con fuerza. No había tiempo de cambiarse los pantalones vaqueros y el suéter. Y en realidad no quería ponerse otra ropa.

Cuando salió, Rhage se estaba quitando el reloj de pulsera.

—¿Quieres que me encargue de eso? —preguntó, recordando la última vez que había cuidado el Rolex.

Él se aproximó y puso el pesado reloj contra la palma de su mano.

—Bésame.

Mary se puso de puntillas mientras él se inclinaba. Sus bocas se encontraron por un momento.

—Vamos. —La agarró de la mano y la condujo al pasillo. Al ver que parecía confundida, se explicó—. No quiero hacerlo en nuestra habitación. Ese es nuestro nido.

La llevó hasta otra habitación para huéspedes. Cuando abrió la puerta, entraron juntos.

Mary notó un fuerte olor a rosas, y luego vio a la mujer en un rincón. Su exuberante cuerpo estaba cubierto con un largo vestido blanco y tenía el cabello, entre rubio y pelirrojo, enrollado sobre la cabeza. Con el escote bajo y amplio, además del moño, su cuello estaba totalmente expuesto.

Ella sonrió e hizo una reverencia, hablando en el idioma desconocido.

—No —dijo Rhage—. En inglés. Haremos esto en inglés.

—Por supuesto, guerrero. —La voz de la mujer era aguda y pura, como el canto de un ave. Sus ojos, verdes y adorables, se fijaron en la cara de Rhage—. Me complace servirte.

Mary se revolvió en su sitio, tratando de sofocar los celos. «¿Servirle?», se preguntó.

—¿Cómo te llamas, Elegida? —preguntó Rhage.

—Soy Layla. —Hizo otra reverencia. Al erguirse, sus ojos recorrieron el cuerpo de Rhage.

—Ella es Mary. —Le pasó los brazos alrededor de los hombros—. Es mi…

—Novia —remató Mary, cortante.

La boca de Rhage se crispó.

—Es mi compañera.

—Por supuesto, guerrero. —La mujer hizo una nueva reverencia, esta vez hacia Mary. Cuando alzó la cara, sonrió cálidamente—. Ama, me complace servirte a ti también.

«Ah, qué bien», pensó Mary. «Entonces, ¿qué te parecería sacar tu escuálido trasero de aquí y cerciorarte de que te reemplace una bruja fea y desdentada?».

—¿Dónde quieres que me ponga? —preguntó Layla.

Rhage echó un vistazo a la habitación antes de fijar la vista en la lujosa cama con dosel.

—Allí.

Mary contuvo una mueca de desagrado.

Layla fue hasta la cama, como se le dijo, con el sedoso vestido arremolinándose tras ella. Se sentó sobre el edredón satinado, pero cuando hizo el intento de tumbarse, Rhage meneó la cabeza.

—No. Permanece sentada.

Layla frunció el ceño, pero no discutió. Sonrió de nuevo mientras él daba un paso adelante.

—Vamos —dijo él, tomando la mano de Mary.

—Aquí estoy bien.

Él la besó y se acercó a la mujer, hincándose de rodillas frente a ella. Cuando ella se llevó las manos al vestido como si fuera a desabrocharlo, Rhage la detuvo.

—Beberé de la muñeca —le dijo—. Y tú no habrás de tocarme.

En los rasgos de Layla se vislumbró un gesto de consternación, y abrió los ojos. Esta vez, cuando inclinó la cabeza, pareció hacerlo por vergüenza, no por deferencia.

—He sido adecuadamente aseada para tu uso. Puedes inspeccionarme, si así lo deseas.

Mary se llevó la mano a la boca. Que esa mujer se viera a sí misma como un simple objeto era chocante.

Rhage meneó la cabeza, claramente incómodo también con la respuesta.

—¿Deseas a otra de nosotras? —dijo Layla suavemente.

—No quiero nada de eso —murmuró él.

—¿Pero por qué convocaste a las Elegidas si no tenías intención de aprovechar nuestros servicios?

—No pensé que esto fuera tan difícil.

—¿Difícil? —La voz de Layla se hizo más profunda—. Por favor, discúlpame, pero no veo qué dificultad encuentras en mí.

—No es eso, y no pretendo ofenderte. Mi Mary… es humana, y no puedo beber de ella.

—Entonces ella se nos unirá en los placeres del lecho. Será un honor servirle en ese aspecto.

—No, eso no es… Ella no está aquí para… Esto, nosotros tres no vamos a… —Era increíble, Rhage estaba ruborizándose—. Mary está aquí porque no quiero a otra hembra, pero debo alimentarme, ¿entiendes? —El vampiro soltó una maldición y se puso en pie—. Esto no va a funcionar. No me siento bien haciéndolo.

Los ojos de Layla brillaron.

—Dices que debes alimentarte, pero eres incapaz de hacerlo de sus venas. Yo estoy aquí. Estoy dispuesta. Me complacería darte lo que necesitas. ¿Por qué deberías sentirte incómodo? ¿O quizá quieras esperar un poco más? ¿Hasta que el hambre te consuma y tu compañera corra peligro?

Rhage se pasó la mano por el pelo. Agarró un mechón y tiró de él.

Layla cruzó las piernas, el traje de noche se abrió hasta los muslos. Parecía una fotografía, sentada sobre la lujosa cama, tan correcta y al mismo tiempo tan increíblemente sensual.

—¿Se han desvanecido de tu mente las tradiciones, guerrero? Sé que ha pasado mucho tiempo, pero ¿cómo puedes sentirte perturbado porque yo te atienda? Es uno de mis deberes, y me siento muy honrada al cumplirlo. —Layla meneó la cabeza—. ¿O debo decir que me sentía? Que nos sentíamos. Las Elegidas han sufrido mucho durante estos siglos. Ya nadie de la Hermandad nos llama, no nos quieren, no nos usan. Cuando finalmente te pusiste en contacto con nosotras, nos complació sobremanera.

—Lo siento. —Rhage se volvió a mirar a Mary—. Pero no puedo…

—Es ella quien te preocupa, ¿no? —murmuró Layla—. Te preocupa lo que pueda pensar si te ve bebiendo de mi muñeca.

—No fue educada en nuestras costumbres.

La mujer extendió la mano.

—Ama, ven a sentarte conmigo para que él pueda verte mientras bebe, para que pueda sentirte y olerte, para que tú seas parte de esto. De otra manera, él se negará, ¿y que será entonces de los dos? —Al ver que Mary permanecía inmóvil y silenciosa, la mujer gesticuló impaciente con la mano—. Él no beberá de otra manera. Debes hacer esto por él.

‡ ‡ ‡

—Esta es —dijo Tohrment mientras aparcaba el Rover frente a una moderna casa de líneas depuradas.

Era una zona de la ciudad con la que John no estaba familiarizado, donde las casas se encontraban alejadas de la calle y distantes entre sí. Había muchos portones negros de hierro, y extensos jardines, y los árboles no eran solamente arces y robles, sino de especies sofisticadas, cuyos nombres ni siquiera sabía.

Cerró los ojos, avergonzado por llevar una camisa gastada a la que le faltaba un botón. Quizá si mantenía un brazo cruzado sobre el estómago, la esposa de Tohrment no lo notaría.

¿Y si tenían hijos? Seguro que se burlarían de él…

—¿Tienen hijos? —preguntó John en el lenguaje de signos.

—¿Dices algo, hijo?

John se buscó en los bolsillos alguna hoja de papel doblada. Cuando encontró su bloc, escribió rápidamente y dio vuelta al papel.

Tohrment se puso muy tenso y alzó la vista en dirección a la casa, con la cara seria, como si sintiera miedo de lo que había dentro.

—Es posible que tengamos un hijo. En poco más de un año. Mi Wellsie está embarazada, pero nuestras hembras pasan muchas dificultades en el parto. —Tohrment meneó la cabeza y apretó los labios—. A medida que crezcas, aprenderás a temer al embarazo. Esa maldición nos roba muchas shellan. Francamente, prefiero no tener hijos a perderla. —El hombre se aclaró la garganta—. Pero bueno, entremos. Comeremos, y luego te enseñaré, entero, el centro de entrenamiento.

Tohrment accionó el control remoto de la puerta del garaje y salió. Mientras John sacaba la maleta del asiento trasero, el hombre cargaba con la bicicleta, que era buena, de diez marchas. Entraron en el garaje y Tohrment encendió las luces.

—Dejaré tu bicicleta aquí, contra la pared, ¿de acuerdo?

John asintió y miró a su alrededor. Había una camioneta Volvo y… un Corvette Sting Ray convertible, de la década de 1960.

Sólo atinó a quedarse mirándolo.

Tohrment rio por lo bajo.

—¿Por qué no te acercas y le saludas?

John dejó caer la maleta y se aproximó al Corvette, con gesto de estupor y admiración. Extendió la mano para acariciar el suave metal, pero la retiró de inmediato.

—No, toca sin miedo. Le gusta recibir atención.

El coche era hermoso. De un reluciente color azul claro metálico. Y la capota estaba retraída, de modo que podía ver el interior. Los asientos blancos eran fantásticos. El volante resplandecía. El tablero de mandos estaba lleno de botones y cuadrantes. Seguro que sonaba como el trueno, con el motor encendido. Probablemente olía a aceite fresco cuando se encendía la calefacción.

Alzó la vista para mirar a Tohrment, pensando que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Deseó no ser mudo, sólo para decirle lo bonito que era el coche.

—Es espectacular, ¿no crees? Lo restauré yo mismo. Pensaba guardarlo todo el invierno, pero tal vez podamos llevarlo al centro de la ciudad esta noche, ¿qué te parecería eso? Hace frío, pero podemos usar abrigos.

John sonrió, dichoso. Y continuó sonriendo abiertamente cuando el hombre le rodeó los hombros con su pesado brazo.

—Ven a cenar, hijo.

Tohrment recogió la maleta y se dirigieron a la puerta junto a la cual se encontraba la bicicleta de John. Cuando entraron en la casa, flotaba en el aire un grato olor a comida mexicana, picante y sustanciosa.

La nariz de John se estremeció. El estómago le dio un vuelco. No sería capaz de ingerir nada de esa comida. ¿Y si la esposa de Tohrment se molestaba…?

Una despampanante pelirroja apareció en su camino. Casi medía dos metros de altura, su piel era como de porcelana china y llevaba puesto un vestido amarillo, holgado. El pelo era sencillamente increíble, un fluido río de mechones ondulados que le caían desde la coronilla hasta la espalda.

John se llevó la mano al vientre para ocultar el agujero del botón ausente.

—¿Cómo está mi hellren? —dijo la mujer, levantando la boca para besar a Tohrment.

—Estoy bien, leelan. Wellsie, él es John Matthew. John, ella es mi shellan.

—Bienvenido, John. —Le tendió la mano—. Estoy encantada de que vengas con nosotros.

John le estrechó la mano y rápidamente se tapó el agujero de nuevo.

—Vamos chicos. La cena está lista.

La cocina estaba llena de aparadores de madera de cerezo, mesas y encimeras de granito y lustrosos electrodomésticos negros. En un ambiente aparte, con ventanas, había una mesa redonda de vidrio y hierro, con tres platos y sus cubiertos correspondientes. Todo parecía completamente nuevo.

—Tomad asiento —dijo Wellsie—. Yo traeré la comida.

El joven miró el fregadero. Era de porcelana blanca, con un elegante grifo de bronce que sobresalía del conjunto.

—Si queréis lavaros las manos —dijo ella—, adelante.

Había una barra de jabón en un pequeño plato, y él tuvo cuidado de lavarse por todas partes, incluso bajo las uñas. Cuando él y Tohrment se sentaron, Wellsie llegó con platos grandes y tazones repletos de comida. Enchiladas. Quesadillas. Fue a por más.

—Qué bien, vaya banquete —dijo Tohrment mientras se servía, amontonando cosas en el plato—. Wellsie, esto tiene una pinta estupenda.

John miró el festín. No había nada sobre la mesa que pudiera ingerir. Quizá si les decía que ya había comido…

Wellsie colocó un tazón frente a él. Estaba lleno de arroz blanco con alguna clase de salsa por encima. El aroma era delicado, apetitoso.

—Esto te aliviará el estómago. Tiene jengibre —dijo—. Y la salsa contiene grasa, que te ayudará a subir de peso. De postre, hay pudín de plátano. Es fácil de digerir y tiene montones de calorías.

John se quedó mirando la comida. Ella sabía. Sabía exactamente lo que no podía y lo que sí podía comer.

El tazón se le hizo borroso. Parpadeó rápidamente. Luego frenéticamente.

Cerró la boca con fuerza y apretó las manos en su regazo, hasta que los nudillos le crujieron. No quería llorar como un niño. Se negó a avergonzarse de esa manera.

La voz de Wellsie sonó serena.

—Tohr, ¿quieres dejarnos un minuto?

Se escuchó el ruido de una silla al moverse, y luego John sintió una mano sólida sobre el hombro. El peso cesó, y unos fuertes pasos sonaron fuera de la habitación.

—Ya puedes desahogarte. Se ha ido.

John se dobló sobre sí mismo, las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Wellsie acercó una silla. Con movimientos lentos y amplios, le frotó la espalda.

Era una bendición que Tohrment lo hubiera encontrado en el momento justo. Agradecía que la casa en la que iba a vivir fuera tan agradable y limpia, que Wellsie le hubiera preparado algo especial, algo que su estómago pudiera tolerar.

Era una bendición, en fin, que le hubieran permitido mantener intacto su orgullo.

John sintió que lo abrazaban. Lo acunaban.

Un momento después levantó la cabeza y sintió que le ponían una servilleta en la mano. Se secó la cara, echó los hombros hacia atrás, y miró a Wellsie.

Ella sonrió.

—¿Mejor?

Él asintió.

—Voy a llamar a Tohr, ¿está bien?

John asintió de nuevo y tomó un tenedor. Cuando probó el arroz, gimió. No es que tuviera mucho sabor, pero cuando le llegó al estómago, en lugar de espasmos sintió una maravillosa relajación en las entrañas. Era como si el alimento hubiera sido creado específicamente para su sistema digestivo.

No fue capaz de levantar la vista cuando Tohrment y Wellsie se sentaron de nuevo a la mesa, y se sintió aliviado al oírlos hablar de cosas normales. Gestiones. Amigos. Planes.

Terminó todo el arroz y volvió la vista hacia la cocina, preguntándose si había más. Antes de que pudiera preguntar, Wellsie se llevó su tazón y lo volvió a traer lleno. Comió tres raciones. Y un poco del pudín de plátano. Cuando al fin dejó la cuchara sobre la mesa, se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que se sentía lleno.

Respiró profundamente, se recostó en la silla, y cerró los ojos, escuchando los tonos profundos de la voz de Tohrment y las dulces respuestas de Wellsie.

Era como un arrullo, pensó. En especial cuando pasaron a un idioma que no reconoció.

—John —dijo Tohrment.

Trató de incorporarse, pero estaba tan somnoliento que sólo pudo abrir los ojos.

—¿Te parece bien que te lleve a tu habitación para que puedas dormir? Iremos al centro en un par de días, ¿de acuerdo? Te daremos un poco de tiempo para que te adaptes.

John asintió, pensando que lo que más deseaba en el mundo era una buena noche de sueño.

Llevó su plato al fregadero, lo enjuagó, y lo puso en el lavaplatos. Cuando regresó a la mesa para ayudar a recoger, Wellsie meneó la cabeza.

—No, yo me haré cargo de esto. Tú ve con Tohr.

John sacó el bolígrafo y el papel. Cuando terminó de escribir, le mostró las palabras a Wellsie.

Ella rio.

—De nada. Claro que sí, te enseñaré a prepararlo.

John asintió. Y luego entornó los ojos.

Wellsie estaba sonriendo tan ampliamente que pudo verle algunos dientes. Dos de los frontales eran muy largos.

Ella cerró los labios, como arrepentida.

—Vete a dormir, John, y no te preocupes por nada. Mañana tendrás bastante tiempo para pensar.

Él se volvió a mirar a Tohrment, cuya expresión parecía ausente.

Y entonces lo supo. Sin necesidad de que se lo dijeran. Siempre fue consciente de que era distinto, e iba a saber por qué. Esas dos adorables personas se lo dirían.

John pensó en sus sueños. En los mordiscos y la sangre.

Tenía el presentimiento de que no eran producto de su imaginación.

Eran sus recuerdos.