30

Mary estaba en el primer piso, en la sala de billar, hablando con Fritz sobre la historia de la casa, cuando los oídos del doggen captaron un sonido que ella no había escuchado.

—Creo que los amos han regresado.

Ella fue hasta una de las ventanas justo cuando un par de faros de coche oscilaban cruzando el patio.

El Escalade se detuvo, sus puertas se abrieron y los hombres salieron. Con las capuchas de las túnicas bajadas, ella los reconoció, pues los recordaba de la noche que llegó a la mansión. El sujeto de la perilla y los tatuajes en una de las sienes. El hombre de pelo espectacular. El de la cicatriz y el oficial militar. Al único que no conocía era un hombre de largo cabello negro y gafas de sol.

Tenían una expresión desolada. Quizá alguien había resultado herido.

Buscó a Rhage, tratando de no dejarse dominar por el pánico.

El grupo se arremolinó en la parte trasera del vehículo justo cuando alguien salía de la caseta de vigilancia y mantenía abierta la portezuela. Mary reconoció al sujeto que había entre los batientes: era el que atrapó el balón en el vestíbulo.

Con tantos enormes cuerpos masculinos apiñados en un cerrado círculo en la parte trasera del Escalade, era difícil distinguir qué estaban haciendo. Pero parecía que llevaban una carga pesada…

Un mechón de cabello rubio brilló bajo la luz de las farolas.

Rhage. Inconsciente. Y trasladaban su cuerpo hacia una puerta abierta.

Mary ya estaba fuera de la mansión antes de darse cuenta de que corría.

—¡Rhage! ¡Deténganse! ¡Esperen! —El aire frío inundó sus pulmones—. ¡Rhage!

Al oír su voz, él se sacudió y le tendió una mano fláccida. Los hombres se detuvieron. Alguno de ellos soltó una maldición.

—¡Rhage! —Se frenó en seco—. ¿Qué…? Oh… por Dios.

Había sangre en su rostro, y tenía los ojos turbios por el dolor.

—Rhage…

Él abrió la boca, pero no lograba hablar.

—Mierda, ya da lo mismo que lo llevemos a su habitación —dijo uno de los hombres.

—¡Por supuesto que lo llevarán allí! ¿Lo han herido en alguna pelea?

Nadie respondió. Simplemente cambiaron de dirección. Llevaron a Rhage a través del vestíbulo de la mansión, cruzaron el recibidor y subieron las escaleras. Una vez que lo acostaron sobre la cama, el sujeto de la perilla y los tatuajes en la sien echó hacia atrás el cabello a Rhage.

—Hermano, ¿te traigo algo para el dolor?

La voz de Rhage sonó distorsionada.

—Nada. Es mejor así. Ya conoces las reglas. Mary… ¿dónde está Mary?

Ella fue hasta la cama y le tomó la floja mano. Cuando presionó los labios contra sus nudillos, se percató de que la túnica estaba en perfectas condiciones, sin descosidos ni desgarros. Lo cual significaba que no la llevaba cuando fue herido. Alguien se la había puesto después.

Con un horrible presentimiento, estiró el brazo hacia el cinturón de cuero trenzado. Lo soltó y abrió los bordes de la túnica. Estaba cubierto de vendajes blancos, desde las clavículas hasta las caderas. Y escapaba sangre entre las vendas. Sangre de un color rojo brillante y estremecedor.

Temerosa de mirar, pero necesitando saber, retiró muy suavemente una venda y miró.

—Bendito sea Dios. —Se tambaleó y uno de los hermanos tuvo que sujetarla—. ¿Cómo sucedió esto?

Al recibir silencio por toda respuesta, empujó a quien la estaba sujetando y los miró a todos. Permanecían inmóviles, mirando a Rhage…

Estaba transido de dolor. «No, no es posible que ellos…».

El de la perilla la miró a los ojos.

Sí, ellos lo habían hecho.

—Ustedes han hecho esto —murmuró—. ¡Ustedes le han hecho esto!

—Sí —dijo el de las gafas de sol—. Y no es de tu incumbencia.

—Malditos bastardos.

Rhage emitió un sonido y luego balbuceó.

—Dejadnos solos.

—Volveremos para ver cómo sigues, Hollywood —dijo el tipo con la cabellera multicolor—. ¿Necesitas algo?

—¿Además de un trasplante de piel? —Rhage sonrió un poco e hizo una mueca de dolor al cambiar de posición en la cama.

Cuando los hombres se dirigían a la puerta, ella miró encolerizada sus fuertes espaldas.

—Malditos animales.

—Mary —murmuró Rhage—. Mary.

Trató de dominarse. Alterarse por esos matones no ayudaría en nada a Rhage en ese momento.

Bajó los ojos hacia él y se tragó la ira.

—¿Me dejarás llamar a ese doctor del que me hablaste? ¿Cómo se llamaba?

—No.

Quiso decirle que se dejara ya de hacer el papel de tipo duro que aguanta el dolor como todo un macho. Pero sabía que tendrían un altercado, y una discusión era lo último que él necesitaba.

—¿Quieres que te quite la túnica o no?

—Sí. Si puedes soportar lo que verás.

—No te preocupes por eso.

Le desató el cinturón de cuero y le quitó la prenda de seda. Contenía el impulso de gritar mientras él rodaba de un lado a otro para ayudarla y gemía de dolor. Al terminar rezumaba sangre por uno de sus costados.

El hermoso edredón de plumas iba a quedar hecho una ruina, pensó ella, aunque eso era lo último que le importaba en ese momento.

—Has perdido mucha sangre —dobló la pesada túnica.

—Lo sé. —Cerró los ojos y hundió la cabeza en la almohada. Su cuerpo desnudo sufría una serie de convulsiones intermitentes, y el temblor de los muslos, el estómago y el pecho hacía moverse el colchón.

Ella arrojó la túnica dentro de la bañera y regresó.

—¿Te limpiaron las heridas antes de vendarlas?

—No lo sé.

—Tal vez debería echar un vistazo.

—Dame una hora. Para entonces la hemorragia se habrá detenido. —Respiró profundamente e hizo una mueca de dolor—. Mary… tenían que hacerlo.

—¿Hacerlo? —Se inclinó sobre él.

—Tenían que hacer esto. Yo no… —gimió de nuevo—. No te enfades con ellos.

—No digas estupideces.

—Mary —dijo él endureciendo la voz.

—¿Qué hiciste?

—Da igual. Ya pasó. Y tú no vas a enfadarte con ellos. —La mirada se hizo borrosa de nuevo.

En lo que a ella concernía, podía sentir lo que quisiera hacia esos cerdos bastardos.

—¿Mary?

—No te preocupes. —Le acarició la mejilla, deseando poder lavarle la sangre de la cara. Cuando él dio un respingo a causa del leve contacto, ella retiró la mano—. ¿Me dejas traerte algo, por favor?

—Sólo háblame. Lee para mí…

Había unos cuantos libros sobre los estantes, junto a las películas, y ella fue hasta los de tapa dura. Tomó uno de Harry Potter, el segundo, y llevó una silla junto a la cama. Fue difícil concentrarse al principio, porque no podía evitar estar pendiente de la respiración de Rhage, pero al final ambos se relajaron un poco. La respiración se hizo más suave y los espasmos desaparecieron.

Cuando se durmió, ella cerró el libro. Rhage tenía la frente arrugada, y los labios pálidos y apretados. A Mary le dolió que sufriese incluso durmiendo.

Retrocedió en el tiempo. Vio la habitación amarilla de su madre. Olió otra vez el desinfectante. Escuchó la respiración dificultosa y desesperada. La historia se repetía, pensó. Otra vez al lado de una cama. Otro ser amado sufriendo, indefenso.

Paseó la vista por la habitación, y sus ojos se detuvieron en La Virgen y el niño, sobre la cómoda. Aquel cuadro era arte, no un simple icono, formaba parte de una colección que debería estar en un museo y que aquí sólo se usaba como elemento decorativo.

Este objeto sacro no le inspiraba odio ni miedo.

La estatua de la Virgen en la habitación de su madre era algo diferente. Mary la había aborrecido, y en el instante en que el cuerpo de Cissy Luce abandonó la casa, el pedazo de yeso fue a parar al garaje. Mary no tuvo valor para romperlo, pero le hubiera gustado hacerlo.

A la mañana siguiente lo llevó a la iglesia de Nuestra Señora y lo arrojó allí. Lo mismo hizo con el crucifijo. Cuando se alejaba de la iglesia en su coche, el sentimiento de triunfo, un genuino desafío a Dios, le resultó embriagador. Era el único sentimiento agradable que había tenido en mucho tiempo. Pero el arrebato no duró mucho. De vuelta a casa, lo único que veía era la sombra sobre el trozo de pared donde el crucifijo había estado, y la zona del suelo sin rastro que había ocupado la imagen.

Dos años después, el mismo día en que se había deshecho de aquellos objetos de culto, le diagnosticaron leucemia.

Lógicamente, sabía que no se trataba de una maldición por haber tirado tales cosas. En el fondo de su corazón, sin embargo, a veces creía otra cosa. Lo cual le hacía odiar a Dios todavía más.

No se dignó hacer un milagro para su madre, que tenía tanta fe. Pero sí se había apartado de su rutina para castigar a una pecadora como ella.

—Me tranquilizas —dijo Rhage, interrumpiendo los amargos pensamientos de la mujer.

Ella se volvió a mirarlo. Se aclaró la mente tomándole la mano.

—¿Cómo te sientes?

—Mejor. Tu voz me reconforta.

Igual que su madre, pensó. A ella también le gustaba el sonido de su voz.

—¿Quieres beber algo?

—¿En qué estabas pensando hace un instante?

—En nada.

Él cerró los ojos.

—¿Quieres que te lave? —preguntó Mary dulcemente.

Cuando él se encogió de hombros, ella fue al baño y regresó con una toallita empapada de agua caliente y otra grande, seca. Le limpió la cara y limpió con mucha suavidad los bordes de los vendajes.

—Te los quitaré, ¿de acuerdo?

Él asintió, y ella levantó lentamente la tela de la piel. También retiró las gasas y el relleno.

Mary se estremeció, la bilis le fluyó a la boca.

Lo habían azotado. Era la única explicación para aquellas marcas.

—Oh… Rhage. —Las lágrimas le nublaron los ojos, pero no las dejó caer—. Sólo voy a cambiar los apósitos. Las heridas están… demasiado recientes para lavarlas. ¿Tienes…?

—En el baño, en el aparador que va de pared a pared, a la derecha del espejo.

Parada frente al estante, se sintió sobrecogida por los suministros que tenía a su alcance. Equipo de cirugía. Escayola para huesos fracturados. Vendajes de todo tipo. Gasas. Tomó lo que pensó que necesitaría y regresó junto a él. Rasgó los paquetes estériles de gasa, los colocó sobre el pecho y el estómago de Rhage y pensó que le daba igual dejarlos allí. No había manera de que pudiera levantar el torso del colchón para envolverlo, y podría hacerle daño si ponía esparadrapo para sujetar los vendajes.

Cuando palpaba la sección inferior izquierda de las vendas, él dio un respingo. Ella lo miró alarmada.

—¿Te he hecho daño?

—Vaya pregunta.

—Lo siento.

El vampiro abrió los ojos y la miró con dureza.

—Ni siquiera sabes qué me pasa, ¿no es así?

Era evidente que no.

—Rhage, ¿qué necesitas?

—Que me hables.

—De acuerdo, pero déjame terminar con esto.

En cuanto hubo acabado, abrió el libro. Él soltó una maldición.

Confusa, le tomó una mano.

—No sé qué quieres.

—No es tan difícil de entender. —Su voz era débil, pero indignada—. Por Dios, Mary, ¿no puedes, al menos por una vez, dejarme entrar?

Unos golpes sonaron al otro lado de la habitación. Ambos se volvieron.

—Vuelvo enseguida —dijo ella.

El que llamaba era el de la perilla. Llevaba una bandeja de plata con comida.

—A propósito, soy Vishous. ¿Está despierto?

—Hola, V —dijo Rhage.

Vishous pasó junto a ella y colocó la comida sobre la cómoda. Cuando se dirigió a la cama, Mary deseó ser tan grande como él para poder echarlo de la habitación.

El sujeto apoyó la cadera sobre un lado del colchón.

—¿Cómo te sientes, Hollywood?

—Estoy bien.

—¿Se va pasando el dolor?

—Sí.

—Entonces todo va bien.

—Nunca es lo suficientemente rápido para mí. —Rhage cerró los ojos, exhausto.

Vishous se le quedó mirando por un momento, con los labios apretados.

—Volveré más tarde, hermano. ¿Vale?

—Gracias.

El sujeto se volvió y tropezó con los ojos de Mary, lo cual no debió de ser agradable. En ese momento, ella estaba deseando que él saboreara el mismo dolor que había infligido. Y sabía que el deseo de venganza se le notaba en el rostro.

—Eres una niñita dura, ¿no? —murmuró Vishous.

—Si es tu hermano, ¿por qué le has hecho daño?

—Mary, no… —terció Rhage con voz ronca—. Te dije…

—No me has dicho nada. —Se interrumpió, y cerró los ojos, conteniéndose. No era justo gritarle cuando estaba herido y su pecho parecía una parrilla.

—Quizá deberíamos hablar al respecto —dijo Vishous.

Mary cruzó los brazos sobre el pecho.

—Qué buena idea. Ayúdame a entender por qué le hicisteis esto.

—Mary, no quiero que tú… —dijo Rhage.

—Entonces dímelo tú. Si no quieres que los odie, explícamelo.

Vishous miró hacia la cama, y Rhage debió de asentir con la cabeza, o encogerse de hombros, porque el hombre habló.

—Él traicionó a la Hermandad para estar contigo. Tenía que reparar la falta si quería permanecer con nosotros y mantenerte aquí, a salvo.

Mary se quedó sin aliento. ¿Lo había hecho por ella? ¿Sufría a causa de ella?

Oh, Dios. Había permitido que lo azotaran por ella…

«Yo haré que estés segura», le había dicho.

No pudo encontrar explicación lógica para semejante sacrificio. Para el dolor que estaba soportando por ella. Para lo que le habían hecho unas personas que supuestamente lo querían.

—No puedo… me siento un poco mareada. Disculpa…

Retrocedió, con la esperanza de llegar hasta el baño, pero Rhage luchó por incorporarse en la cama, como queriendo seguirla.

—No, tú quédate ahí, Rhage. —Volvió junto a él, se sentó en la silla y le acarició la cabeza—. Quédate donde estás. Shh… Tranquilo, grandullón.

Cuando él se relajó un poco, Mary miró a Vishous.

—No entiendo nada de esto.

—¿Por qué habrías de entenderlo?

Los ojos del vampiro se fijaron en ella. Sus plateadas profundidades la asustaban. La chica se concentró por un momento en el tatuaje que sangraba en su cara y luego miró a Rhage. Le peinó el cabello con las yemas de los dedos y murmuró hasta que concilió el sueño.

—¿Os dolió hacerle esto? —preguntó en voz baja, sabiendo que Vishous no se había ido—. Dime que te dolió.

Escuchó un roce de ropas. Cuando miró por encima del hombro, Vishous se había quitado la camisa. En su musculoso pecho había una herida reciente, un tajo, como si una cuchilla le hubiera cortado la piel.

—A todos nos dolió hasta casi matarnos.

—Bien.

El vampiro sonrió un tanto fieramente.

—Nos entiendes mejor de lo que crees. Y esa comida no es sólo para él. También es para ti.

—Gracias. Me ocuparé de que coma —dijo, convencida de que no quería nada de ellos.

—¿Le has hablado de tu nombre? —preguntó el vampiro antes de salir.

Ella giró la cabeza en redondo.

—¿Qué?

—¿Lo sabe?

Ella sintió escalofríos.

—Claro que sabe mi nombre.

—No me refiero al nombre, sino al porqué del nombre. Deberías decírselo. —Vishous frunció el ceño—. Y no, no lo encontré en internet. ¿Cómo podría hacerlo?

Santo cielo, eso era exactamente lo que se le había pasado por la…

—¿Lees los pensamientos?

—Cuando quiero, o cuando no me queda más remedio. —Vishous salió, cerrando la puerta suavemente.

Rhage trató de darse la vuelta y despertó con un quejido.

—Mary.

—Aquí estoy. —Le tomó la mano.

—¿Cuál es el problema? —Sus ojos verde azulados estaban más alerta que antes—. Mary, por favor. Te lo ruego, dime qué estás pensando.

Ella vaciló.

—¿Por qué no me dejaste donde estaba, en mi barrio, en mi vida? Nada de esto… habría sucedido.

—Haría cualquier cosa por tu seguridad, por tu vida.

Ella meneó la cabeza.

—No entiendo cómo puedes sentir tanto amor por mí.

—Escucha —sonrió un poco—. Deberías abandonar el deseo de entenderlo todo.

—Es mejor que actuar por fe —susurró ella, levantando la mano y pasándosela por la cabeza—. Vuelve a dormir, grandullón. Cada vez que lo haces, pareces avanzar cientos de kilómetros en el proceso de curación.

—Prefiero mirarte. —Pero cerró los ojos—. Me encanta que me acaricies el pelo.

Estiró el cuello, inclinando la cabeza hacia un lado, para que pudiera acariciarlo mejor.

Incluso sus orejas son hermosas, pensó Mary.

El pecho de Rhage subió y bajó en un gran suspiro. Pasado un rato, ella se recostó en la silla y estiró las piernas, apoyando los pies sobre uno de los enormes soportes de la cama.

Horas más tarde, los hermanos pasaron a ver cómo seguía Rhage y a presentarse ante ella. Phury, el de la cabellera maravillosa, entró con un poco de cidra caliente, que ella bebió. Wrath, el sujeto de los anteojos oscuros, y Beth, la mujer frente a la cual se había desmayado, también fueron de visita. Butch, el receptor de fútbol americano, acudió igualmente, así como Tohrment, el del corte de pelo estilo militar.

Rhage durmió mucho, pero despertaba cada vez que intentaba ponerse de lado. La miraba cuando se movía, como si sacase fuerzas viéndola, y ella le llevaba agua, le acariciaba la cara, lo alimentaba. No se decían mucho. Con tocarse era suficiente.

Los párpados se le estaban cerrando, y ya había dejado que la cabeza le cayera hacia atrás, cuando alguien tocó a la puerta con suavidad. Probablemente era Fritz con más comida.

Se desperezó y fue a la entrada.

—Adelante —dijo al tiempo que abría.

El hombre de la cicatriz en la cara estaba en el pasillo. Mientras permanecía allí parado, inmóvil, la luz caía sobre sus duros rasgos, resaltando los ojos hundidos, el cráneo cubierto con un cabello demasiado corto, la cicatriz dentada, el áspero contorno de su mandíbula. Llevaba puestos un jersey holgado y unos pantalones ceñidos. Ambas prendas eran negras.

Ella se acercó inmediatamente a la cama para proteger a Rhage, aunque era estúpido pensar que podía oponerse a un ser tan grande como el vampiro de la puerta.

Hubo un largo silencio. Mary se dijo a sí misma que probablemente había ido de visita, como los demás, y no tenía intención de herir a su hermano de nuevo. Pero… parecía muy tenso, su postura con las piernas separadas sugería que podía atacar en cualquier momento. Y lo que le resultaba más extraño era que el vampiro no la miraba a los ojos, y tampoco parecía estar mirando a Rhage. La fría mirada negra del sujeto estaba perdida.

—¿Te gustaría pasar a verlo? —preguntó ella finalmente.

Los ojos del hombre se volvieron a mirarla.

Obsidiana, pensó ella. Eran como la obsidiana. Relucientes. Sin fondo. Sin alma.

La mujer retrocedió más y tomó la mano de Rhage. El vampiro sonrió, burlón, en el umbral de la puerta.

—No tienes una pinta muy feroz, hembra. ¿Piensas que estoy aquí para hacerle más daño? —La voz era profunda, suave. Resonante, en realidad. Y tan distante y poco reveladora como sus pupilas.

—¿Vas a hacerle daño?

—Tonta pregunta.

—¿Por qué?

—No me creerás, diga lo que diga, así que no deberías preguntar.

Hubo otro silencio, y ella lo examinó, recelosa. Se le hizo evidente que quizá no era sólo agresivo. También era retraído.

Tal vez.

Besó la mano de Rhage.

—Iba a tomar una ducha. ¿Te sentarás con él hasta que vuelva?

El vampiro parpadeó como si lo hubiera sorprendido.

—¿Te sentirás cómoda desnudándote en ese baño conmigo rondando por aquí?

En realidad, no estaría cómoda, pero no dijo nada. Se encogió de hombros.

—Es tu decisión. Pero estoy segura de que, si despierta, preferirá verte a ti que encontrarse solo. ¿Entras o te vas? —Al no escuchar respuesta, agregó—. Esta noche debió de ser infernal para ti.

Su deformado labio superior se sacudió con un gruñido.

—Eres la única que ha dado por hecho que no me excita hacerle daño a las personas. ¿Eres como la madre Teresa? ¿Siempre viendo el bien en los demás, o alguna mierda así?

—No te presentaste voluntario para que te hicieran esa cicatriz en la cara, ¿verdad? Seguro que tienes más del cuello para abajo. Así que, como acabo de decir, esta noche ha debido de ser infernal para ti.

Los ojos de Zsadist se entornaron hasta formar una delgada línea, y una ráfaga de aire helado cruzó la habitación, como si hubiera soplado hacia ella.

—Ten cuidado, hembra. La valentía puede ser peligrosa.

Ella caminó directamente hacia él.

—Todo eso de la ducha era mentira. Sólo quiero que pases un tiempo a solas con él, porque es obvio que te sientes mal, o no estarías ahí parado en esa puerta con esa expresión afligida. Acepta la oferta o vete, pero hagas lo que hagas, te agradecería que no trataras de aterrorizarme.

En ese momento no le importaba si la molía a golpes. Estaba actuando impulsada por la energía que producían los nervios, la agitación y el mismo agotamiento, así que era probable que no estuviera pensando con claridad.

—¿Qué decides? —preguntó.

El vampiro entró y cerró la puerta; la habitación se enfrió aún más con su presencia. Su peligrosidad era algo tangible, y ella sintió que le recorría el cuerpo como si fuera un ser material. Cuando el cerrojo se corrió con un sonido metálico, sintió pavor.

—No estoy haciendo eso —dijo, enfatizando cada palabra.

—¿Qué? —preguntó ella casi atragantándose.

—Aterrorizarte. Tú ya estás aterrorizada —sonrió. Sus colmillos eran muy largos, más que los de Rhage—. Puedo oler tu terror, hembra. Como la pintura fresca, me hace cosquillas en la nariz.

Cuando Mary retrocedió, él avanzó, siguiéndola.

—Hmmm… me gusta tu olor. Me gustó desde el momento en que te conocí.

Ella retrocedió más rápido, extendiendo la mano, esperando sentir la cama en cualquier momento. En lugar de ello, se enredó en las pesadas cortinas, junto a una ventana.

El vampiro de la cicatriz la acorraló. No tenía tantos músculos como Rhage, pero no había duda de que era letal. Sus fríos ojos le dijeron todo lo que necesitaba saber sobre su habilidad para matar.

Con una maldición, Mary bajó la cabeza y se rindió. No podía hacer nada si decidía causarle daño. En su situación, Rhage tampoco podría ayudarla. Maldición, detestaba estar indefensa, pero a veces la vida nos pone en esa situación.

El vampiro se inclinó hacia ella, que se encogió, acobardada.

Inhaló profundamente y soltó ruidosamente el aire.

—Dúchate, hembra. No deseaba hacerle daño hace unas horas, y nada ha cambiado desde entonces. Y tampoco tengo ningún interés en darte un disgusto. Si algo te sucediera, él sufriría una agonía peor que la que padece ahora.

Ella respiró aliviada cuando le dio la espalda. Vio que tenía un gesto de dolor al mirar a Rhage.

—¿Cómo te llamas? —murmuró.

Él alzó una ceja y luego se volvió a mirar a su hermano.

—Soy el malo, como habrás adivinado.

—Quería saber tu nombre, no tu vocación.

—Más que vocación, es una compulsión, en realidad. Y es Zsadist. Me llamo Zsadist.

—Bueno… encantada de conocerte, Zsadist.

—Qué educada eres —se burló.

—Lo seré todavía más, escucha: gracias por no matarme, o a él, esta noche. ¿Te parece educado?

Zsadist miró por encima del hombro. Sus párpados eran como persianas cuyas hendiduras sólo permitían entrever el brillo nocturno. Y con su cabello cortado al rape y la cicatriz, era la personificación de la violencia: la agresividad y el dolor hechos carne. Pero cuando la miró a la luz de las velas, un levísimo tinte de calor se asomó en su cara. Fue tan sutil que no alcanzó a saber cómo llegó a notarlo.

—Tú —dijo apaciblemente—, eres extraordinaria. —Antes de que ella pudiera decir nada, levantó la mano—. Ahora, vete. Déjame solo con mi hermano.

Sin más, Mary entró en el baño. Se quedó bajo la ducha tanto tiempo que los dedos se le arrugaron y el vapor se espesó como una intensa bruma en el aire. Cuando salió, se vistió con la misma ropa que se había quitado, porque olvidó llevar una muda nueva. Abrió con mucho sigilo la puerta de la habitación.

Zsadist estaba sentado en la cama, con los anchos hombros echados hacia delante y los brazos cruzados alrededor de la cintura. Inclinado sobre el cuerpo durmiente de Rhage, estaba tan cerca como era posible sin tocarlo. Se mecía adelante y atrás, y entonaba tenuemente una alegre canción.

El vampiro cantaba, su voz subía y bajaba, omitiendo octavas, remontándose a las alturas y descendiendo a las profundidades. Hermosa. Absolutamente hermosa. Y Rhage estaba relajado, descansando pacíficamente como antes no había podido hacerlo.

Mary cruzó la habitación rápidamente y salió al pasillo, dejando solos a los dos hombres. A los dos vampiros.