16

Rhage elevó las pesas desde el pecho, haciendo una mueca por el esfuerzo. El cuerpo le temblaba y sudaba a mares.

—Y diez —dijo Butch en voz alta.

Rhage colocó la barra en el pedestal que estaba sobre su cabeza y escuchó el crujido de las pesas al caer y agitarse, para luego quedar inmóviles.

—Agrega otros cincuenta.

Butch se inclinó sobre la barra.

—Ya tienes ciento veinticinco, amigo mío.

—Y necesito otros cincuenta.

Sus ojos de color avellana se entornaron.

—Tranquilo, Hollywood. Si quieres destrozarte los pectorales, es asunto tuyo. Pero no me vuelvas loco.

—Lo siento. —Se sentó y agitó los brazos, que le ardían. Eran las nueve de la mañana, y él y el policía llevaban en el salón de pesas desde las siete. No había una sola parte de su cuerpo que no le quemara, pero aún le faltaba mucho para terminar. Su objetivo era alcanzar el agotamiento físico total, el que se siente en los mismos huesos.

—¿Ya está listo? —preguntó en voz baja.

—Déjame apretar las abrazaderas. Bien, ya está.

Rhage se recostó de nuevo, izó la barra con las pesas del pedestal, y la dejó descansar sobre el pecho. Estabilizó la respiración antes de levantarla.

—Uno. Dos. Uno. Dos. Uno. Dos.

Pudo con las pesas hasta los dos últimos levantamientos, cuando Butch tuvo que intervenir.

—¿Has terminado? —preguntó Butch mientras le ayudaba a colocar la barra sobre el pedestal.

Rhage se sentó, resoplando, y descansó los antebrazos sobre las rodillas.

—Una última serie después de este descanso.

Butch dio la vuelta hasta ponerse frente a su amigo. Retorcía la camisa que se había quitado, convirtiéndola en una gruesa soga. Gracias al entrenamiento que hacían, los músculos de los brazos y el pecho del macho estaban aumentando, y eso que no era ningún pequeñín cuando empezaron. No podía con el enorme peso que Rhage manejaba, pero para ser humano, el tipo era un tractor.

—Te estás poniendo en forma, policía.

—Oye, ya está bien de bromas —dijo Butch con una sonrisa—. Nada de tirarme los tejos. No dejes que esa ducha que tomamos juntos se te suba a la cabeza.

Rhage le lanzó una toalla.

—Sólo quería recalcar que ha desaparecido tu barriga cervecera.

—Estaba hecho un barril, y no echo de menos la panza. —Butch se pasó la mano por los marcados músculos abdominales—. Ahora cuéntame por qué te estás matando de esa manera esta mañana.

—¿Estás muy interesado en hablar de Marissa?

La cara del humano se puso tensa.

—No especialmente.

—Entonces comprenderás que yo tampoco tengo mucho que decir.

Butch alzó las oscuras cejas.

—¿Tienes una mujer? Es decir, ¿una mujer específica?

—Pensé que no íbamos a hablar de hembras.

El policía se cruzó de brazos y arrugó la frente. Parecía un tahúr estudiando su próxima apuesta. Habló con tono rápido y mordaz.

—Me muero por Marissa. Ella no quiere verme. Eso es todo, fin de la historia. Ahora háblame sobre tu pesadilla.

Rhage tuvo que sonreír.

—La idea de que yo no sea el único rechazado es un alivio.

—Eso no me dice nada. Quiero detalles.

—La hembra me echó de su casa esta mañana temprano después de aplastar completamente mi ego.

—¿Qué clase de comentario malicioso te hizo?

—Una comparación muy poco halagadora entre un animal canino independiente y yo.

—Ay, ay, ay. —Butch retorció la camisa una vez más—. Así que, naturalmente, te mueres por verla otra vez.

—Más o menos.

—Eres patético.

—Lo sé.

—Pero yo casi puedo ganarte a eso. —El policía meneó la cabeza—. Anoche… fui en el coche a casa del hermano de Marissa. Ni siquiera sé cómo se me ocurrió. Quiero decir, que lo último que necesito es tropezarme con ella, ¿me entiendes?

—Déjame adivinar. Rondaste por allí con la esperanza de ver si podías…

—Entre los matorrales, Rhage. Me senté entre unos matorrales. Bajo la ventana de su alcoba.

—Vaya. Eso sí que es…

—Sí. En mi antigua vida arrestaba a los merodeadores. Oye, quizá deberíamos cambiar de tema.

—Excelente idea. Pero antes cuéntame la historia de ese macho civil que escapó de los restrictores.

Butch se recostó contra la pared de cemento, cruzó un brazo sobre el pecho y empezó a hacer estiramientos.

—Phury habló con la enfermera que lo atendió. El tipo estaba medio muerto, pero se las arregló para contarle que le habían hecho preguntas sobre vosotros, sobre la Hermandad. Dónde viven sus miembros. Cómo viven. La víctima no acertó a contar dónde lo habían torturado, pero tiene que ser en algún lugar del centro de la ciudad, porque fue ahí donde lo encontraron, y es imposible que hubiera recorrido mucho camino. Ah, y mascullaba continuamente letras. Sobre todo X, O y E.

—Así es como los restrictores se llaman entre sí.

—Fascinante. Muy a lo 007. —Butch empezó a trabajar en su otro brazo, y el hombro crujió—. Bien, le quité una cartera al restrictor que colgaron en ese árbol, y Tohr fue a la casa del sujeto. La habían limpiado completamente, como si supieran que no volvería.

—¿Su frasco estaba allí?

—Tohr dijo que no.

—Entonces ellos sí estuvieron.

—¿Y qué es lo que hay en esos frascos?

—El corazón.

—Desagradable. Pero es mejor guardar eso que otras partes de la anatomía. —Butch dejó caer los brazos y se succionó los dientes, haciendo el habitual ruidillo que anunciaba que estaba meditando—. Todo esto empieza a tener sentido. ¿Recuerdas esas muertes de prostitutas en callejones que investigué el verano pasado? ¿Las que tenían marcas de mordeduras en el cuello y heroína en la sangre?

—Son las novias de Zsadist, hombre. Así se alimenta él. Sólo humanas, aunque es un completo misterio cómo sobrevive con esa sangre tan débil.

—Dijo que no había sido él.

Rhage puso los ojos en blanco.

—¿Y tú piensas que se le puede creer?

—Pero si creemos lo que dice… Oye, sólo llévame la corriente, Hollywood. Si le creemos, entonces tengo otra explicación.

—¿Cuál?

—Carnada. Un cebo. Si quisieras raptar a un vampiro, ¿cómo lo harías? Con alimento, chico. Ubicarías la comida, esperarías a que acudiera uno, lo drogarías y lo arrastrarías a donde quisieras. Encontré dardos en las escenas de los crímenes, de los que se usan para paralizar a los animales.

—Joder.

—Y hay más. Estuve escuchando la radio de la policía esta mañana. Una prostituta fue hallada muerta en un callejón, cerca de donde asesinaron a las otras. Le pedí a V que entrara furtivamente en el servidor de la policía y el informe visible en internet decía que le habían cercenado la garganta.

—¿Les has contado a Wrath y a Tohr todo esto?

—No.

—Deberías hacerlo.

El humano se movió, incómodo.

—No sé hasta qué punto involucrarme, ¿entiendes? Es decir, no quiero meter la nariz donde no debo. No soy uno de vosotros.

—Pero estás con nosotros. O, por lo menos, eso fue lo que dijo V.

Butch frunció el ceño.

—¿Dijo eso?

—Sí. Por eso te trajimos aquí con nosotros en lugar de… bueno, ya sabes.

—¿Ponerme bajo tres metros de tierra? —El humano sonrió a medias.

Rhage se aclaró la garganta.

—No es que hubiéramos disfrutado haciéndolo. Bueno, excepto Zsadist. De hecho, no, él no disfruta con nada… La verdad es, policía, que has llegado a ser…

La voz de Tohrment lo interrumpió.

—¡Santo Dios, Hollywood!

El hombre irrumpió en el salón de pesas como un toro bravo. Y de toda la Hermandad, él era el sensato. De modo que algo estaba sucediendo.

—¿Qué pasa, hermano? —preguntó Rhage.

—Tengo un pequeño mensaje para ti en el buzón de correos general. Es de esa humana, Mary. —Tohr se llevó las manos a las caderas y proyectó el torso hacia delante—. ¿Por qué demonios te recuerda? ¿Y cómo es que tiene nuestro número?

—Yo no le dije cómo localizarnos.

—Y tampoco le borraste la memoria. ¿En qué mierda estás pensando?

—Ella no será problema.

—Ya lo es. Tiene nuestro teléfono.

—Relájate, hombre…

Tohr le apuntó con el índice.

—Arregla eso antes de que tenga que hacerlo yo, ¿entendido?

En un abrir y cerrar de ojos, Rhage se había levantado del banco y estaba a unos centímetros de la cara de su hermano.

—Nadie se le acerca, a menos que quiera vérselas conmigo. Eso te incluye a ti.

Los ojos azul marino de Tohr se entornaron. Ambos sabían quién ganaría si llegaban a las manos. Nadie podía vencer a Rhage en combate singular; era un hecho probado. Y estaba completamente listo para vapulear a Tohrment si tenía que hacerlo. En aquel mismo lugar y en aquel momento.

Tohr habló en tono severo.

—Quiero que respires hondo y te retires un paso, Hollywood.

Rhage no se movió, sonaron unos pasos sobre las colchonetas y el brazo de Butch le rodeó la cintura.

—¿Por qué no te calmas un poco, grandullón? —dijo Butch con tono cansino—. Acabemos ya con esta fiesta, ¿de acuerdo?

Rhage permitió que lo retiraran, pero mantuvo los ojos fijos en Tohr. La tensión se sentía en el aire.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Tohr con voz exigente.

Rhage se soltó del brazo de Butch y caminó a grandes zancadas por el salón de pesas, de aquí hacia allá.

—Nada. No está pasando nada. Ella no sabe lo que soy y yo no sé cómo consiguió el número. Tal vez esa hembra civil se lo dio.

—Mírame, hermano. Rhage, detente de inmediato y mírame.

Rhage se paró y lo miró fijamente.

—¿Por qué no le borraste la memoria? Ya sabes que una vez que sus recuerdos se vuelven memoria de largo plazo, no pueden limpiarse bien. ¿Por qué no lo hiciste cuando tuviste oportunidad? —Se hizo un silencio y Tohr meneó la cabeza—. No me digas que te estás prendando de ella.

—Piensa lo que quieras.

—Tomaré eso como un sí. Por Cristo, hermano… ¿en qué estás pensando? Ya sabes que no puedes enredarte con una humana, y en especial con ella, por lo del chico. —La mirada de Tohr se agudizó—. Te estoy dando una orden. De nuevo. Quiero que te borres de la memoria de esa hembra, y no quiero que la vuelvas a ver.

—Ya te he dicho que ella no sabe lo que soy…

—¿Estás tratando de negociar conmigo en este asunto? No puedes ser tan estúpido.

Rhage lanzó a su hermano una mirada feroz.

—Y tú no querrás enfrentarte conmigo de nuevo. Esta vez, no dejaré que el policía me aparte.

—¿Ya la besaste con esa boca tuya? ¿Qué te dijo cuando vio tus colmillos, Hollywood? —Mientras Rhage cerraba los ojos y maldecía, su tono de voz se suavizó—. Vuelve a la realidad. Ella es una complicación que no necesitamos, y significa problemas para ti, porque la elegiste desobedeciendo una orden mía. No hago esto para fastidiarte la vida, Rhage. Es más seguro para todos. Más seguro para ella. Harás lo que te digo, hermano.

Más seguro para ella.

—Lo haré —dijo finalmente.

‡ ‡ ‡

—¿Señorita Luce? Venga conmigo, por favor.

Mary alzó la vista y no reconoció a la enfermera. La mujer parecía muy joven con su holgado uniforme de color rosa, probablemente acababa de salir de la universidad. Y tenía un aire aún más joven cuando sonreía, debido a los hoyuelos que aparecían en sus mejillas.

—¿Señorita Luce? —Se acomodó el voluminoso historial en los brazos.

Mary se colgó de un hombro la correa del bolso, se puso de pie y siguió a la mujer fuera de la sala de espera. Recorrieron hasta la mitad un largo pasillo y se detuvieron frente a una sala de consultas.

—Sólo voy a pesarla y tomarle la temperatura. —La enfermera sonrió nuevamente y ganó aún más puntos por saber manejar bien la balanza y el termómetro. Fue rápida y amable, casi cariñosa.

—Ha perdido algo de peso, señorita Luce —dijo mientras escribía una nota en el historial—. ¿Cómo está su apetito?

—Igual.

—Estamos aquí a la izquierda.

Todas las salas de reconocimiento eran similares. Un póster enmarcado de Monet y una pequeña ventana con persianas cerradas. Un escritorio con unos folletos y un ordenador. La camilla tenía un papel blanco por encima. Un lavabo y diferentes productos médicos, y en una esquina, un recipiente rojo para material biológicamente peligroso.

Mary sintió ganas de vomitar.

—La doctora Della Croce dijo que quería ver sus constantes vitales. —La enfermera le entregó una bata de tela cuidadosamente doblada—. Póngase esto, por favor, ella llegará en un momento.

Las batas también eran todas iguales. Finas, de algodón suave, azules, con un pequeño ribete rosa. Tenían dos juegos de lazos. Nunca estaba segura de si estaba poniéndose la maldita cosa correctamente, si el ojal debía ir delante o detrás. En esta ocasión eligió delante.

Cuando terminó de cambiarse, Mary subió a la camilla, dejando los pies colgando sobre el borde. Sintió frío sin su ropa, y la miró, perfectamente colocada sobre la silla, junto al escritorio. Habría dado lo que fuera por ponérsela de nuevo.

Con un timbre y un silbido, su móvil sonó dentro del bolso. Se dejó caer al suelo y fue a responder.

No reconoció el número que le indicaba el identificador de llamadas, así que contestó sin hacerse ilusiones.

—Diga.

—Mary.

El sonido de la sonora voz masculina la hizo respirar aliviada. Estaba completamente segura de que Hal no devolvería su llamada.

—Hola. Hola, Hal. Gracias por llamar. —Miró a su alrededor, buscando algo en qué sentarse que no fuera la camilla de reconocimientos—. Mira, lamento muchísimo lo de anoche. Yo sólo…

Alguien llamó a la puerta y luego la enfermera asomó la cabeza.

—Disculpe, ¿nos entregó los escáneres óseos de julio pasado?

—Sí. Deberían estar en mi historia clínica. —Cuando la enfermera cerró la puerta, Mary volvió a disculparse.

—Lo siento.

—¿Dónde estás?

—Yo… —carraspeó—. No importa. Sólo quería que supieras lo mal que me sentí por lo que te dije.

Hubo un largo silencio.

—Es que tuve miedo —dijo al fin ella.

—¿Por qué?

—Tú me haces… No sé, es que eres… —Mary jugó nerviosamente con el borde de la bata. Las palabras salieron a borbotones—. Tengo cáncer, Hal. Es decir, lo he tenido y es posible que haya regresado.

—Lo sé.

—Entonces Bella te lo contó. —Mary esperó a que él se lo confirmara; y cuando vio que no lo hacía, respiró profundamente—. No estoy usando la leucemia como excusa por la forma en que me comporté. Lo que sucede… Estoy pasando por un momento muy extraño. Tengo toda clase de emociones rebotando por todas partes y tenerte en mi casa… activó algo… no sé… y hablé sin pensar.

—Entiendo.

De alguna manera, ella sintió que era verdad.

Pero sus silencios la mataban. Empezó a sentirse tonta por hablar de aquella manera.

—Bueno, eso es todo lo que quería decir.

—Te recogeré esta noche a las ocho. En tu casa.

Ella agarró con fuerza el teléfono. Por Dios, estaba verdaderamente ansiosa por verlo.

—Estaré esperándote.

Desde el otro lado de la puerta de la sala la voz de la doctora Della Croce subía y bajaba junto con la de la enfermera.

—Mary —dijo el vampiro.

—¿Sí?

—Lleva el pelo suelto para mí.

Tocaron a la puerta y la doctora entró.

—Está bien. Eso haré —dijo Mary antes de colgar—. Hola, Susan.

—Hola, Mary. —La doctora Della Croce cruzó la pequeña habitación sonriendo. Sus ojos pardos mostraban arrugas en los bordes. Tenía unos cincuenta años y llevaba el encanecido cabello recortado a la altura de la línea de la mandíbula.

La doctora se sentó detrás del escritorio y cruzó las piernas. Mary, alarmada porque no hablaba, meneó la cabeza.

—Detesto tener razón —murmuró.

—¿Sobre qué?

—Ha vuelto, ¿no es cierto?

Hubo una pequeña pausa.

—Lo siento, Mary.