15

Hiciste un buen trabajo anoche, señor O.

O salió del cobertizo construido detrás de la cabaña, pensando que la aprobación del señor X era pura mierda. Pero se guardó la irritación para sí mismo. Apenas había pasado un día desde que estuviera en las garras del Omega y no se sentía de humor para semejantes halagos.

—Pero el macho no nos dijo nada —murmuró.

—Eso es porque no sabía nada.

O hizo una pausa. Bajo la tenue luz del alba, la cara blanca del señor X brillaba como un farol.

—Disculpe, ¿cómo lo sabe, señor?

—Yo mismo lo trabajé antes de que llegaras. Tenía que cerciorarme de que podía fiarme de ti, no quería desperdiciar la oportunidad de comprobar si aún sigues siendo de fiar.

Lo cual explicaba las condiciones en que encontró al macho. O pensó que el vampiro había luchado a más no poder en el momento de su captura.

«Tiempo perdido, esfuerzo perdido», pensó O, sacando las llaves del automóvil.

—¿Tengo que pasar más pruebas? —preguntó, diciéndose que aquel individuo era un maldito imbécil.

—No, por el momento. —El señor X miró su reloj—. Tu nuevo escuadrón llegará pronto, así que guarda esas llaves. Vamos adentro.

La repulsión de O por estar cerca de la cabaña le hacía perder sensibilidad en los pies. Se le entumecían completamente.

Pero sonrió.

—Después de usted, señor.

Cuando estuvieron dentro, fue directamente a la alcoba y se apoyó en el quicio de la puerta. Aunque sus pulmones se habían convertido en órganos delicados como ovillos de algodón, se mantuvo sereno. Si hubiera evitado entrar, el señor X habría inventado una razón para obligarlo. El muy bastardo sabía que hurgar en las heridas abiertas era la mejor manera de determinar si habían sanado o seguían supurando.

A medida que los cazavampiros llegaban a la cabaña, uno tras otro, O los observaba. No reconoció a uno solo, pero cuanto más tiempo pasaba un miembro en la Sociedad, más anónimo se volvía. Al palidecer el cabello, la piel y el color de los ojos, un restrictor tendía a parecerse cada vez más a cualquier otro restrictor.

Cuando los otros hombres lo observaron a él, miraron con fijeza su cabello oscuro. En la Sociedad, los reclutas nuevos se encontraban en la parte más baja del escalafón, y era insólito que uno de ellos fuera incluido en un grupo de Veteranos. O miró a cada uno a los ojos, dejando muy en claro que si querían alguna explicación, él estaría encantado de poner las cosas en su sitio.

La idea de una posible lucha lo hizo volver a la vida. Era como despertar después de una buena noche de sueño, y se deleitó con las oleadas de agresividad que lo invadían de arriba abajo, con la vieja y agradable necesidad de dominar a los otros. Eso le infundió la seguridad de que era lo que siempre había sido. De que el Omega no se había llevado su esencia, pese a todo.

La reunión no duró mucho, y se trataron los asuntos usuales. Presentaciones. Un recordatorio de que todas las mañanas cada uno de ellos debía dar novedades a través del correo electrónico. También hicieron un repaso de la estrategia de persuasión y algunas sugerencias para captura y exterminio de enemigos.

Cuando acabó, O fue el primero en dirigirse a la puerta. El señor X se interpuso en su camino.

—Tú te quedarás.

Los ojos claros escudriñaron fijamente los de O, inquiriendo, esperando ver un destello de miedo.

O asintió y separó las piernas.

—Claro, señor. Lo que usted diga.

Por encima del hombro del señor X, O vio salir a los demás, comportándose como extraños. Sin hablar, con los ojos directamente hacia delante, sin tocarse, ni siquiera de manera casual. Estaba claro que no se conocían entre sí, de modo que debieron de ser convocados desde diferentes distritos. Lo cual significaba que el señor X estaba recurriendo a los soldados rasos.

Cuando la puerta se hubo cerrado tras el último hombre, O sintió que la piel le hormigueaba de miedo, pero se mantuvo firme como una roca.

El señor X lo miró de arriba abajo. Luego fue hasta su ordenador portátil, que estaba sobre la mesa de la cocina, y lo encendió. Casi como si se le acabara de ocurrir, le dio una sorpresa.

—Te pondré a cargo de ambos escuadrones. Los quiero entrenados en las técnicas de persuasión que usamos habitualmente. Los quiero trabajando como equipos. —Levantó la vista de la brillante pantalla—. Y los quiero vivos y respirando durante mucho tiempo, ¿entendido?

O frunció el ceño.

—¿Por qué no anunció eso cuando todos estaban aquí?

—No me digas que necesitas esa clase de ayuda.

El tono burlón hizo que O entornara los ojos.

—Puedo manejarlos perfectamente.

—Más te vale.

—¿Ya hemos terminado?

—Yo nunca termino. Pero puedes irte.

O se dirigió hacia la puerta, pero sabía que en el momento en que llegara habría algo más. Cuando colocó la mano sobre el pomo, hizo una pausa involuntaria.

—¿Hay algo que quieras decirme? —murmuró el señor X—. Pensé que ya te ibas.

O miró al otro lado de la habitación y dijo lo primero que se le vino a la cabeza para justificar su vacilación.

—Ya no podremos usar la casa del centro para persuasión, quedó neutralizada cuando ese vampiro escapó. Necesitamos otras instalaciones además de las que hay detrás de esta cabaña.

—Soy consciente de eso. ¿O pensaste que te había enviado a inspeccionar terrenos sin ninguna razón concreta?

Luego ese era el plan.

—Lo que vi ayer no sirve. Demasiado pantanoso, y hay demasiados caminos en los alrededores. ¿Tiene algún otro terreno en mente?

—Te enviaré el listado de bienes raíces disponibles por correo electrónico. Y hasta que decida dónde construiremos, traerás a los cautivos aquí.

—En el cobertizo no hay suficiente espacio para tener público.

—Pienso en la alcoba. Es bastante grande, como sabes.

O tragó saliva y mantuvo sereno el tono de la voz.

—Si quiere que enseñe, necesitaré más espacio.

—Vendrás aquí hasta que construyamos. ¿Está lo suficientemente claro para ti o quieres que te haga un dibujo?

O desistió. Ya se las apañaría. Abrió la puerta y en ese instante X volvió a hablar.

—Señor O, creo que ha olvidado algo.

Ahora sabía a qué se referían los humanos cuando aseguraban que se les erizaba el cabello.

—¿Sí, señor?

—Quiero que me des las gracias por el ascenso.

—Gracias, señor —dijo O con los dientes apretados.

—No me decepciones, hijo.

«Sí, vete a la mierda, papi», respondió mentalmente.

O hizo una pequeña reverencia y salió a toda prisa. Se sintió muy bien cuando subió a su camioneta y se alejó de allí. Mejor que bien. Era una maldita liberación.

Camino de su casa, O se detuvo en una farmacia. No le llevó mucho tiempo encontrar lo que necesitaba y diez minutos después se encontraba cerrando su puerta principal y desactivando el sistema de alarma. Su casa de dos pisos era muy pequeña y estaba situada en una zona residencial no muy en boga. Su ubicación le proporcionaba buena cobertura. La mayoría de sus vecinos eran adultos mayores, y los que no, eran extranjeros residentes en el país, que tenían dos y tres empleos y casi no se dejaban ver. Nadie lo molestaba.

Mientras subía las escaleras hasta su alcoba, el sonido de sus pasos haciendo eco en el suelo sin alfombras y en las vacías paredes le resultaba extrañamente reconfortante. Aun así, esa casa no era un hogar y nunca lo había sido. La edificación era una barraca. Un colchón y un sofá reclinable constituían todo su mobiliario. Unas persianas colgaban frente a todos los ventanales, obstruyendo cualquier vista. Los armarios estaban atiborrados de armas y uniformes. La cocina estaba completamente vacía, los electrodomésticos no se usaban desde que él se había mudado allí.

Se desnudó y fue al baño con la bolsa de plástico de la farmacia y una pistola. Inclinándose hacia el espejo, se dividió el cabello con una raya. Las raíces mostraban cerca de tres milímetros de decoloración.

El cambio había comenzado hacía más o menos un año. Primero unos cuantos cabellos de la parte de arriba, luego un mechón completo. Las sienes eran las que más habían aguantado, aunque ahora incluso ellas se estaban aclarando.

El tinte Clairol Hydrience se hizo cargo del problema, lo volvió castaño de nuevo. Había empezado con Hair Color for Men, pero pronto descubrió que los productos femeninos funcionaban mejor y duraban más.

Rasgó la caja para abrirla y no se molestó en usar los guantes transparentes. Vació el tubo en la botella de plástico, agitó el producto y se lo aplicó en el cuero cabelludo por partes. Detestaba el olor a productos químicos. Pero la idea de palidecer le repugnaba.

Ignoraba por qué los restrictores perdían la pigmentación con el paso del tiempo. Nunca lo preguntó. Los porqués no le importaban. Simplemente no quería perderse en un gran anonimato junto con los demás.

Puso a un lado el recipiente y se miró al espejo. Parecía un completo idiota, con grasa de color castaño embadurnándole toda la cabeza. Por Dios, ¿en qué se estaba convirtiendo?

Qué pregunta más estúpida. Lo hecho, hecho estaba, y era demasiado tarde para arrepentirse.

La noche de su iniciación, cuando había intercambiado una parte de sí mismo por la posibilidad de matar durante años y más años, llegó a pensar que sabía a qué renunciaba y qué recibiría a cambio. El trato le pareció más que justo.

Y durante tres años le siguió pareciendo insuperable. La impotencia no lo había molestado mucho, porque la mujer a la que quería estaba muerta. A no comer ni beber le había costado acostumbrarse, pero nunca había sido ni un glotón ni un bebedor empedernido. Y estuvo más que dispuesto a perder su antigua identidad, porque la policía lo andaba buscando.

El lado positivo del trato le había parecido maravilloso. Adquirió más fuerza de la que esperaba. Fue un excelente rompedor de cráneos cuando trabajó como gorila de un bar en Sioux City. Pero después de que el Omega le aplicara su tratamiento, O fue dueño de un poder sobrehumano en brazos, piernas y pecho, y le gustaba usarlo.

Una ventaja añadida fue la liberación financiera. La Sociedad le suministraba todo lo necesario para hacer su trabajo, cubriendo el costo de su casa, su camioneta, sus armas, su vestuario y sus juguetes electrónicos. Era completamente libre para cazar a sus presas.

O lo había sido los primeros años. Cuando el señor X asumió el mando, esa autonomía llegó a su fin. Ahora debía dar novedades constantemente. Estaban organizados en escuadrones. Había que cubrir cuotas.

Y recibían visitas del Omega.

O entró en la ducha y se enjuagó el pelo. Mientras se secaba, regresó al espejo y echó un vistazo a su cara. Los ojos, antes oscuros como su pelo, se estaban volviendo grises.

En aproximadamente un año su antiguo aspecto habría desaparecido.

Se aclaró la garganta y habló a su imagen en el espejo:

—Me llamo David Ormond. David Ormond. Hijo de Bob y Lilly. Ormond. Ormond.

Dios, el nombre sonaba muy raro al salir de su boca. Y en su mente, escuchó la voz del señor X refiriéndose a él como señor O.

Una tremenda emoción lo invadió. Pena y pánico combinados. Quería regresar. Quería… regresar, deshacer, borrar. El trato a cambio de su alma sólo fue bueno en apariencia. En realidad, era como entrar en una clase especial de infierno. Era un fantasma viviente que respiraba y mataba. Ya no era un hombre, sino una cosa.

O se vistió con manos temblorosas y entró en su camioneta de un salto. Cuando llegó al centro de la ciudad ya no pensaba de manera lógica. Aparcó en la calle Trade y empezó a recorrer los callejones. Tardó algún tiempo en encontrar lo que andaba buscando.

Una prostituta de cabello largo y oscuro. Ella, siempre y cuando no mostrara los dientes, se parecía un poco a su Jennifer.

Le pasó cincuenta dólares y la llevó detrás de un contenedor de basura.

—Quiero que me llames David —le dijo.

—Por supuesto. —La mujer sonrió mientras se desabotonaba el abrigo y exhibía sus senos desnudos.

Él le puso una mano sobre la boca y empezó a apretar. No se detuvo hasta que los ojos de la mujer casi se salieron de las órbitas.

—Di mi nombre.

—David —susurró ella.

—Dime que me amas. —Cuando ella vaciló, él le pinchó la piel del cuello con la punta de una navaja. La sangre resbaló por el reluciente metal—. Dilo.

Sus senos escurridos, tan diferentes de los de Jennifer, subían y bajaban como pistones.

—Te… amo.

Él cerró los ojos. La voz no era la correcta.

No le estaba dando lo que necesitaba.

La ira de O creció, incontrolable.